Ulath se puso muy colorado, y todos supieron por qué, Sephrenia no era la clase de persona a quien se ponía la mano encima.
—Oh, no seáis bobo, Ulath —lo regañó—. Levantadme.
—No vamos a hablar de esto, ¿verdad? —dijo a sus amigos, mirando amenazadoramente en derredor.
Después se inclinó y la aupó sin esfuerzo. La estiria escaló sobre él, de forma parecida a como treparía a un árbol, y, cuando se halló a suficiente altura, alargó las manos y aplicó las palmas en varias de las piedras, deteniéndose brevemente en cada una. Tocaba casi acariciadoramente el tosco material.
—Esto bastará —determinó—. Podéis bajarme, caballero. Cuando se halló de nuevo en el suelo, retrocedieron por el pasillo.
—Preparaos para correr —los previno la estiria—. Esto produce efectos algo imprevisibles. Comenzó a mover las manos frente a ella al tiempo que hablaba velozmente en estirio y luego extendió ambas manos, con las palmas hacia arriba, para liberar el hechizo.
Del techo comenzó a desprenderse una fina arena que se filtraba por los entresijos de los pétreos bloques en hilillos que pronto incrementaron su grosor.
—Parece casi como si fuera agua chorreando, ¿verdad? —observó Kalten cuando ya la arena manaba con más vigor.
Los muros empezaron a crujir, mientras la argamasa se resquebrajaba en los resquicios produciendo chasquidos.
—Podemos alejarnos un poco más —indicó Sephrenia, mirando con aprensión la gran cantidad de rocas que los rodeaban—. El encantamiento está dando buen resultado, de modo que no tenemos que quedarnos aquí para supervisarlo.
Sephrenia era una mujercilla muy compleja, que tan pronto se arredraba por cosas absolutamente ordinarias como se mostraba indiferente ante otras francamente horrendas. Retrocedieron más por el corredor mientras los bloques próximos al lugar donde se desprendía la arena gemían y rechinaban al frotar unos contra otros, acomodándose milímetro a milímetro para ocupar el espacio que dejaba libre la arena.
El derrumbamiento se produjo de golpe. Una ancha franja de bóveda se vino abajo con el áspero estruendo que producen las piedras al caer, y una gran nube de polvo inmovilizado durante eras onduló por el pasadizo en dirección a ellos, que se vieron sacudidos por accesos de tos. Cuando la polvareda se hubo asentado, vieron un amplio agujero de bordes dentados en el techo.
—Vayamos a echar un vistazo —propuso Talen—. Me intriga ver lo que hay allá arriba.
—¿No podríamos esperar un poco más? —preguntó, temerosa, Sephrenia—. Preferiría estar segura de que no hay peligro alguno.
Escalaron la pila de escombros y se auparon unos a otros para llegar hasta el orificio del techo. La zona que se abría encima era un vasto espacio abovedado, vacío y polvoriento, que olía a cerrado. La luz de las antorchas que habían traído de abajo resultaba mortecina y no alcanzaba a iluminar las paredes... en el supuesto de que aquel lugar en penumbra las tuviera. El suelo guardaba un asombroso parecido con un campo plagado de abultadas madrigueras de una colonia de topos extraordinariamente laboriosos, y en él advirtieron una serie de peculiaridades estructurales que no habían percibido al hallarse en el laberinto.
—Paredes correderas —identificó Kurik, señalando—. Pueden cambiar el laberinto a su antojo cerrando algunos pasadizos y abriendo otros. Por eso los soldados zemoquianos no sabían adonde iban.
—Hay una luz —anunció Ulath —por allá a la izquierda. Parece que proviene de abajo.
—¿Del templo quizá? —sugirió Talen.
—O de la sala del trono. Vayamos a indagar.
Caminaron un trecho sobre las bóvedas y pronto llegaron a una vía recta que se prolongaba en una dirección hacia la luz que había visto Ulath y hacia la oscuridad en la otra.
—No hay polvo —observó Ulath, apuntando a las losas—. Lo utilizan a menudo.
Avanzaron con mayor rapidez que antes por la derecha vía y a poco descubrieron el origen de la parpadeante luz. Eran unas escaleras de piedra que daban a una habitación alumbrada con antorchas, que, como todas, tenía cuatro paredes, pero carecía de puerta.
—Es ridículo —bufó Kalten.
—No tanto —disintió Kurik, elevando la antorcha para mirar a un lado—. Esa pared de enfrente se desliza sobre este carril. —Señaló un par de raíles metálicos que partían de la estancia y se agachó para mirarlos más de cerca—. No hay ningún mecanismo allí, de manera que debe de haber algún pestillo en esa habitación. Sparhawk, bajemos y tratemos de localizarlo.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Sparhawk a su amigo cuando se hallaron abajo.
—¿Qué sé yo? Algo que parezca normal pero que no lo sea.
—No es una descripción muy atinada, Kurik.
—Limitaos a empujar las piedras, Sparhawk. Si encontráis alguna que cede, será probablemente el pestillo.
Recorrieron las paredes tentando los bloques de piedra, hasta que, al cabo de unos minutos, Kurik se detuvo con una expresión algo alelada en la cara.
—Podéis parar, Sparhawk —indicó—. He encontrado los pestillos.
—¿Dónde?
—Hay antorchas en los muros laterales y en el del fondo, ¿no es así?
—Sí. ¿Y qué?
—Pero no hay ninguna en la pared frontal, la que mira al pie de las escaleras.
—¿Y entonces?
—Hay, sin embargo, un par de arandelas para antorchas. —Kurik se dirigió a aquella pared y tiró de uno de los herrumbrosos aros de hierro, provocando un fuerte ruido metálico—. Estirad el otro, Sparhawk —pidió—. Abramos esta puerta y veamos lo que hay tras ella.
—A veces eres tan listo que me repugnas, Kurik —declaró Sparhawk con acritud. Luego sonrió—. Esperemos primero a que bajen los otros —propuso—. No me agradaría abrir y encontrarme con la mitad del ejército zemoquiano estando sólo nosotros dos. —Se encaminó a las escaleras e hizo señas a sus amigos para que bajaran, llevándose a un tiempo un dedo a los labios en recomendación de silencio.
Éstos bajaron lentamente, para evitar el sonido del roce de las planchas de las armaduras.
—Kurik ha encontrado el mecanismo —susurró Sparhawk—. Como no sabemos qué hay al otro lado, mejor será estar prevenidos.
—La puerta no es muy pesada —dijo Kurik en voz baja—, y el riel sobre el que se desliza está bien engrasado. Berit y yo nos bastaremos para moverla. Los demás debéis estar preparados para hacer frente a cualquier eventualidad.
Talen se situó en el rincón de la izquierda y acercó la cara a la intersección de los dos muros.
—Yo veré lo que hay si la abrís un par de centímetros —informó a su padre—. Si grito, cerradla deprisa.
—¿Listos? —preguntó Kurik.
Todos asintieron, con las armas prestas y los músculos en tensión. Kurik y Berit tiraron de las arandelas de hierro e hicieron correr ligeramente la pared.
—¿Ves algo? —musitó Kurik a su hijo.
—No hay nadie —respondió Talen—. Es un pasillo corto con una sola antorcha. Parece alejarse unos quince metros y luego dobla a la izquierda. Después del recodo se aprecia más luz.
—Bien, Berit —indicó Kurik—, abrámosla por completo. Corrieron el muro.
—Una argucia muy lograda —observó Bevier con tono admirativo—. El laberinto de abajo no conduce a ninguna parte. La verdadera ruta del templo discurre encima de él.
—Averigüemos dónde nos hallamos, en el templo o en la sala del trono —propuso Sparhawk—. Y mantengamos el sigilo.
Talen hizo ademán de decir algo.
—Olvídalo —lo disuadió Kurik—. Es demasiado peligroso. Tú vas a quedarte detrás de nosotros con Sephrenia.
Se adentraron por el breve corredor que iluminaba con luz vacilante y mortecina una antorcha prendida en un extremo.
—No oigo nada —susurró Kalten a Sparhawk.
—La gente que tiende emboscadas no suele hacer ruido, Kalten.
Se detuvieron justo antes de torcer a la izquierda y Ulath se quitó el yelmo y se asomó a mirar.
—Está solitario —anunció—. Parece que gira a la derecha a unos ocho o diez metros de aquí. Doblaron el recodo y siguieron avanzando. De nuevo se detuvieron en la esquina y Ulath inspeccionó el terreno.
—Es una especie de nicho —susurró—. Hay una arcada que da a un pasillo más ancho muy bien iluminado.
—¿Habéis visto a alguien? —inquirió Kurik.
—Ni un alma.
—Ése debe de ser el corredor principal —murmuró Bevier—. Las escaleras que conducen del laberinto al camino real del templo deben de estar bastante próximas al final de éste, ya sea en la sala del trono o en el templo.
Se adentraron en el nicho y Ulath volvió a echar un vistazo.
—Es un pasillo principal, en efecto —informó—, y gira a la izquierda a unos ochenta metros de aquí.
—Vayamos allí —decidió Sparhawk—. Si Bevier está en lo cierto, después de ese recodo debería estar la salida del laberinto. Sephrenia, quedaos aquí con Talen y Berit. Kurik, tú guardarás la puerta.
Los demás iremos a dar un vistazo. —Se inclinó sobre el escudero y prosiguió en susurros—. Si se agravara la situación, lleva a Sephrenia y a los otros a la habitación del pie de las escaleras y ciérrala por dentro.
Kurik asintió.
—Tened cuidado, Sparhawk —le recomendó en voz baja.
—Tú también, amigo mío.
Los cuatro caballeros caminaron por el amplio corredor abovedado en dirección a la iluminada esquina. Kalten cerraba la marcha, volviéndose con frecuencia a mirar si los seguían. En el recodo, Ulath asomó brevemente la cabeza y luego dio un paso atrás.
—Debimos suponerlo —susurró con disgusto—. Es la sala del trono. Estamos justo en el sitio de partida.
—¿Hay alguien adentro? —preguntó Tynian.
—Seguramente, pero ¿para qué molestarse en averiguarlo? Lo que debemos hacer es volver a esas escaleras, correr de nuevo la pared y dejar que los ocupantes de la sala del trono se entretengan solos.
Fue cuando giraban sobre sí que ocurrió. Adus, seguido por una veintena de zemoquianos, surgió de un pasillo lateral próximo a la entrada del nicho, bramando a voz en cuello. Los gritos de alarma resonaron en el propio pasadizo que conectaba con la sala del trono.
—¡Tynian! ¡Ulath! —espetó Sparhawk—. ¡Contened a los que vienen de la sala del torno! ¡Vamos, Kalten! —Él y su rubio amigo se precipitaron hacia la abertura donde montaba guardia Kurik.
Adus, que era de facultades demasiado limitadas para obrar de modo previsible, hacía avanzar a sus soldados delante de él y caminaba con aire desgarbado, con una brutal hacha de guerra en la mano y una mirada alocada en sus porcunos ojos.
Sparhawk comprendió al instante que estaban demasiado lejos. Adus se encontraba mucho más cerca de la arcada del nicho que él y Kalten, y ya había soldados que se interponían en su camino hacia allí. Apartó de un tajo a un zemoquiano que le cerraba el paso.
—¡Kurik! —gritó—, ¡retrocede!
Pero ya era demasiado tarde, pues Kurik se había enzarzado en combate con el simiesco Adus. Su maza silbaba en el aire, aporreando el pecho y hombros acorazados de su adversario, pero Adus, poseído por un frenético instinto asesino, parecía no acusar aquellos espantosos golpes y descargaba sin tregua su hacha de guerra contra el escudo de Kurik.
Kurik era sin duda uno de los hombres más hábiles del mundo en la lucha cuerpo a cuerpo, pero Adus estaba totalmente enfebrecido y lo acosaba implacablemente a hachazos y patadas. El escudero se vio obligado a retroceder a su pesar, cediendo terreno paso a paso.
Entonces Adus se deshizo del escudo, asió el mango del hacha con ambas manos y la dirigió con una rápida serie de embestidas a la cabeza de Kurik. Recurriendo a una medida extrema, Kurik cogió el escudo con las dos manos y lo levantó para protegerse la cabeza de los golpes. Bramando triunfalmente, Adus descargó el hacha... no contra la cabeza de Kurik, sino en su cuerpo. El brutal hachazo ahondó en su pecho y la sangre empezó a brotar de su boca y de la espantosa herida.
—¡Sparhawk! —gritó débilmente, desplomándose al lado de la arcada. Adus volvió a levantar el hacha.
—¡Adus! —rugió Kalten, matando a otro zemoquiano.
Adus detuvo el hachazo que pensaba asestar a la cabeza desprotegida de Kurik y giró sobre sí.
—¡Kalten! —vociferó, aceptando el reto.
Apartó desdeñosamente con una patada al amigo de Sparhawk y corrió hacia el rubio pandion, con un enloquecido ardor en los porcinos ojos enmarcados de enmarañadas cejas.
Sparhawk y Kalten abandonaron cualquier semblanza de arte en el manejo de la espada, limitándose a abrirse camino a mandobles, recurriendo más a la fuerza y a la furia que a la habilidad.
Adus, totalmente enloquecido ahora, también se franqueaba el paso impartiendo hachazos contra sus propios hombres para llegar hasta ellos.
Kurik salió tambaleándose al corredor, apretándose el sangrante pecho y tratando de agitar la maza, pero le cedieron las piernas y dio con el cuerpo en tierra. Con enorme esfuerzo, se incorporó sobre los codos y se dispuso a arrastrarse hacia el salvaje que lo había derribado. Después puso los ojos en blanco y cayó de bruces.
—¡Kurik! —aulló Sparhawk.
La luz pareció disiparse de sus ojos y un ensordecedor ruido se instaló en sus oídos. La espada se le antojó de repente muy liviana. Acuchillaba cuanto aparecía ante él. En una ocasión, se sorprendió atacando las piedras de la pared. Fueron las chispas lo que de algún modo le hicieron caer en la cuenta de ello. Kurik lo regañaría si estropeaba el filo del arma.
Talen consiguió llegar junto a su padre y, arrodillándose, forcejeó para volverlo de cara. Entonces emitió un alarido, un grito de indecible pena.
—¡Está muerto, Sparhawk! ¡Mi padre ha muerto!
El dolor de aquel grito casi postró a Sparhawk de rodillas. Sacudió la cabeza como un animal aturdido. No había oído ese grito. No podía haberlo oído. Casi sin advertirlo, mató a otro zemoquiano y oyó vagamente cómo alguien combatía tras él y supo que Tynian y Ulath estaban luchando con los soldados que acudían desde la sala del trono.
Entonces Talen se levantó sollozando y alargó la mano hacia la bota. Su largo y afiladísimo puñal surgió reluciente, y él se encaminó sigilosamente hacia Adus por detrás. Aunque las lágrimas le resbalaban por la mejilla, el muchacho apretaba fuertemente, con odio, las mandíbulas.
Sparhawk traspasó con la espada a un nuevo zemoquiano mientras Kalten lanzaba a rodar por el suelo la cabeza de otro.
Adus decapitó a uno de los propios soldados, bramando como un toro enfurecido.