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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (66 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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Adus calibró la situación y retrocedió hasta el umbral.

—¡Adus! —bramó Kalten, apartando de un puntapié de su camino a un zemoquiano.

—¡Kalten! —rugió Adus.

El bestial personaje avanzó un paso, con la furia pintada en la cara. Después emitió un gruñido y destripó a uno de sus propios soldados para descargar su frustración y desapareció en las profundidades del laberinto.

—¿Cómo está? —preguntó Sparhawk a Sephrenia, que se encontraba arrodillada junto a Bevier.

—Es grave, Sparhawk.

—¿Podéis contener la hemorragia?

—No totalmente.

Bevier yacía pálido y sudoroso, con el peto de la armadura desatado y abierto como la concha de una almeja.

—Seguid adelante, Sparhawk —dijo—. Yo impediré el paso por este umbral durante todo el tiempo que me sea posible.

—No seáis insensato —espetó Sparhawk—. Vendad la herida lo mejor que podáis, Sephrenia, y después volvedle a ajustar la armadura. Berit, traedlo, aunque tenga que ser a cuestas.

En la sala del trono sonó tras ellos un ruido de madera astillada acompañado del constante retumbar.

—Las puertas están cediendo, Sparhawk —informó Kalten.

Sparhawk observó el largo y arqueado corredor que conducía al laberinto, el cual iluminaban en espaciados trechos antorchas apoyadas en aros de hierro, y lo embargó un súbito sentimiento de esperanza.

—Ulath —indicó—, vos y Tynian caminad en retaguardia. Gritad si alguno de esos soldados que están a punto de derribar las puertas se acerca a nosotros.

—Yo no seré más que un estorbo para vosotros, Sparhawk —adujo débilmente Bevier.

—No —repuso Sparhawk—. No vamos a correr por este laberinto. Como no sabemos qué hay ahí adentro, no vamos a incurrir en riesgos. Bien, caballeros, en marcha.

Caminaron por el prolongado pasadizo que se adentraba en el dédalo, pasando delante de dos o tres entradas sin iluminar.

—¿No deberíamos investigar qué hay allí? —preguntó Kalten.

—No creo que sea necesario —respondió Kurik—. Algunos de los hombres de Adus estaban heridos, y hay rastros de sangre en el suelo. Como mínimo sabemos qué dirección ha tomado Adus.

—Eso no garantiza que Martel siga el mismo derrotero —objetó Kalten—. Tal vez ha encargado a Adus que nos llevara por un camino erróneo.

—Es posible —concedió Sparhawk—, pero este pasillo está iluminado y los demás no.

—Un laberinto que tuviera el camino señalado con antorchas no sería digno de tal nombre —señaló Kurik.

—Puede que no, pero, mientras las antorchas y el reguero de sangre continúen por la misma ruta, nos arriesgaremos a seguirla.

El resonante corredor giraba bruscamente a la izquierda al fondo. Las paredes y techo abovedados, que se curvaban alternativamente hacia arriba y hacia abajo, conferían a quienes recorrían los sinuosos pasadizos una opresiva sensación de ser demasiado bajos, a la cual reaccionaba por reflejo Sparhawk agachando la cabeza.

—Han derribado las puertas de la sala del trono, Sparhawk —avisó Ulath desde atrás—. Hay algunas antorchas que se agitan allá en la entrada.

—Eso da por zanjada la cuestión —decidió Sparhawk—. No tenemos tiempo para explorar los pasillos laterales. Adelante.

El corredor alumbrado comenzó a serpentear y girar a partir de ese punto, y las manchas de sangre del suelo indicaban que todavía seguían la misma ruta que Adus.

El pasadizo torció a la izquierda.

—¿Cómo os encontráis? —preguntó Sparhawk a Bevier, que se apoyaba pesadamente en el hombro de Berit.

—Bien, Sparhawk. En cuanto recobre el aliento, podré avanzar sin ayuda.

El pasillo volvió a girar a la izquierda, y luego de nuevo a la izquierda apenas unos metros más adelante.

—Estamos regresando en la misma dirección que hemos venido, Sparhawk —manifestó Kurik.

—Lo sé. ¿Tenemos, no obstante, otra alternativa?

—No que yo sepa.

—Ulath —llamó Sparhawk—. ¿Nos están ganando terreno los hombres que nos siguen?

—No de forma perceptible.

—Quizás ellos tampoco conozcan la dirección que han de seguir —apuntó Kalten—. No creo que nadie vaya a visitar a Azash para pasar el rato.

La arremetida provino de un corredor lateral. Cinco soldados zemoquianos armados con lanzas surgieron del oscuro umbral y embistieron a Sparhawk, Kalten y Kurik. Las lanzas les otorgaban cierta ventaja que no fue, sin embargo, suficiente. Después de que tres de ellos hubieron caído y se hubieron quedado retorciéndose y sangrando sobre las losas del suelo, los otros dos se dieron a la fuga por donde habían venido.

Kurik tomó una antorcha de una de las arandelas de hierro de la pared y condujo a Sparhawk y Kalten al tortuoso y oscuro pasadizo donde al cabo de varios minutos vieron a los soldados que perseguían. Éstos se movían con paso temeroso, abrazados a los muros.

—Ya los tenemos —se regocijó Kalten, disponiéndose a lanzarse hacia ellos.

—¡Kalten! —la voz de Kurik restalló como un látigo—. ¡Deteneos!

-¿Por qué?

—Se mantienen demasiado cerca de las paredes.

—¿Y entonces?

—¿Qué tiene de malo la banda central del pasillo?

Kalten observó con ojos entornados a los dos amedrentados hombres que se pegaban a las paredes.

—Averigüémoslo —propuso.

Arrancó con la punta de la espada una pequeña losa y la arrojó a uno de los soldados, pero ésta cayó a varios metros de distancia del blanco.

—Dejad que lo haga yo —se ofreció Kurik—. No podéis lanzar nada teniendo como tenéis los hombros trabados por la armadura.

El escudero arrancó otra piedra del suelo y, con más puntería que Kalten, acertó en el yelmo del soldado, que resonó como una cacerola. El hombre gritó y se tambaleó, tratando desesperadamente de agarrarse a algún asidero en el muro de piedra. Pero no lo consiguió y hubo de poner los pies en el centro del corredor.

El suelo se abrió prestamente bajo él, y el hombre desapareció chillando de forma desgarradora. Con el afán de ver lo que le había sucedido, su compañero dio también un paso en falso y cayó de la estrecha franja lateral, para seguir la suerte de su amigo.

—Una buena argucia —admiró Kurik, acercándose al borde de la sima con la antorcha levantada—. El fondo está erizado de afiladas estacas —observó, mirando a los dos hombres empalados—. Regresemos para avisar a los demás. Será mejor que vigilemos dónde ponemos los pies.

Volvieron al pasillo principal alumbrado por antorchas cuando Ulath y Tynian llegaban a esa altura. Kurik les describió concisamente en qué consistía la trampa en que habían caído los dos zemoquianos y, mirando con aire pensativo a los soldados que habían fallecido allí, recogió la lanza de uno de ellos.

—Éstos no eran hombres de Adus.

—¿Cómo lo sabéis?—inquirió Kalten.

—Sir Bevier ha partido las lanzas de los que estaban con Adus. Esto representa que hay otros soldados en el laberinto... probablemente distribuidos en pequeños grupos como éste. Apuesto a que están aquí para conducirnos a las trampas de los corredores laterales.

—Algo que deberíamos agradecerles —señaló Ulath.

—No acabo de comprender vuestro razonamiento, sir Ulath.

—Hay trampas en el laberinto, pero disponemos de soldados para descubrírnoslas. Lo único que hemos de hacer es atraparlos.

—¿Es ésa una de las perspectivas esperanzadoras de que habla la gente? —inquirió Tynian.

—Así podría decirse, aunque quizá los zemoquianos que agarremos no lo vean de la misma forma.

—¿Se aproximan muy velozmente los soldados que nos siguen? —le preguntó Kurik.

—No mucho.

Kurik volvió a entrar en el pasillo adyacente con la antorcha en alto y, al regresar, sonreía lúgubremente.

—Hay arandelas de antorchas en los corredores laterales —anunció—. ¿Por qué no cambiamos de sitio unas cuantas antorchas? Nosotros hemos ido siguiendo su luz y esos soldados vienen siguiéndonos a nosotros. Si las antorchas comienzan a llevarlos a pasadizos donde hay trampas, ¿no aminorarán un tanto la velocidad de su marcha?

—No sé ellos —dijo Ulath—, pero yo sí lo haría.

Capítulo 28

Desde los corredores laterales los atacaban periódicamente soldados zemoquianos, con las desesperadas expresiones propias de quienes ya de antemano se tienen por muertos. El ultimátum «rendíos o morid» abría ante ellos perspectivas que no habían tomado en cuenta, y la mayoría de ellos se apresuraban a aceptar la primera posibilidad, aunque su efusiva gratitud se disipaba rápidamente cuando caían en la cuenta de que ellos habían de caminar a la cabeza.

Las asechanzas que aguardaban a los incautos eran ingeniosas. En los pasadizos donde el suelo no se abría, el techo se venía abajo y, mientras los fondos de la mayoría de los pozos estaban erizados de afiladas estacas, varios de ellos contenían diversos reptiles, todos venenosos y horripilantes.

En una ocasión, sin duda como producto de una fase en que el diseñador del laberinto se había aburrido de idear simas y techos abatibles, las paredes se juntaron.

—Hay algo que no funciona bien aquí —declaró Kurik, oyendo otro alarido desesperado que resonaba a sus espaldas, emitido por uno de los soldados que, procedentes de la sala del trono, iban adentrándose en los corredores laterales.

—A mí me parece que todo está saliendo de maravilla —disintió Kalten.

—Esos soldados viven aquí, Kalten —señaló el escudero—, y no parecen estar más familiarizados con el laberinto que nosotros. Nos hemos vuelto a quedar sin prisioneros. Me parece que es hora de que tomemos en consideración varias cosas, no sea que demos un traspié.

Se reunieron en el centro del pasadizo.

—Esto no tiene el más mínimo sentido —aseguró Kurik.

—¿El hecho de venir a Zemoch? —bromeó Kalten—. Yo mismo habría podido decíroslo en Chyrellos.

—Hemos estado siguiendo un rastro de manchas de sangre en el suelo —prosiguió Kurik, haciendo caso omiso de la intervención de Kalten—, y éste se prolonga indefinidamente ante nosotros justo en el medio de un pasillo alumbrado con antorchas. —Rascó con el pie una gran mácula de sangre—. Si alguien sangrara de ese modo, ya habría muerto hace mucho rato.

Talen se inclinó, tocó con un dedo una reluciente mancha roja del suelo y luego se lo acercó a la lengua.

—No es sangre —dijo, escupiendo.

—¿Qué es? —preguntó Kalten.

—No lo sé, pero no es sangre.

—Entonces nos han engatusado —infirió amargamente Ulath—. Ya me lo parecía. Y, lo que es peor, estamos atrapados aquí adentro. Ni siquiera podemos volver sobre nuestro camino orientándonos por las antorchas porque hace más de media hora que estamos cambiándolas afanosamente de sitio.

—Esto es lo que en lógica se conoce como «definición del problema» —observó Bevier con una débil sonrisa—. Creo que la próxima fase se denomina «hallar una solución».

—Yo no soy un experto en estas cosas —reconoció Kalten—, pero no creo que seamos capaces de salir de aquí con ayuda de la lógica.

—¿Por qué no utilizamos los anillos? —sugirió Berit—. ¿No podría Sparhawk abrir un orificio que atravesara el laberinto?

—Los pasadizos son en su mayor parte de bóvedas de cañón, Berit —explicó Kurik—, y, si comenzamos a abrir agujeros en las paredes, pronto se desmoronaría el techo.

—Qué pena —suspiró Kalten—. Son tantas las buenas ideas que hay que descartar simplemente porque no funcionarían...

—¿Es absolutamente imprescindible que resolvamos el acertijo del laberinto? —les preguntó Talen—. Quiero decir que si el hecho de hallar la solución tiene alguna significación religiosa.

—No que yo sepa —respondió Tynian.

—¿Por qué quedarnos dentro del laberinto pues? —inquirió con inocencia el muchacho.

—Porque estamos atrapados aquí —repuso Sparhawk, tratando de controlar su irritación.

—Eso no es del todo cierto, Sparhawk. Nunca hemos estado realmente atrapados. Puede que Kurik tenga razón al señalar el peligro que implica derribar las paredes, pero no ha dicho nada del techo.

Se quedaron mirándolo fijamente y luego todos se echaron a reír.

—Ignoramos lo que hay arriba, desde luego —observó Ulath.

—Tampoco sabemos lo que nos aguarda al doblar el siguiente recodo, caballero. Y nunca sabremos qué hay encima del techo hasta que no lo miremos, ¿no es cierto?

—Podría dar a cielo descubierto —apuntó Kurik.

—¿Acaso es ello peor que lo que tenemos aquí abajo, padre? Una vez afuera, Sparhawk podría usar los anillos para abrir un agujero en el muro del templo. Puede que a Otha le diviertan los laberintos, pero ya me he cansado de éste. Una de las primeras normas que me enseñó Platimo es que, si a uno no le gusta el juego, que no juegue.

Sparhawk miró interrogativamente a Sephrenia.

—A mí ni siquiera se me había ocurrido —reconoció, sonriendo pesarosamente, la mujer.

—¿Es factible?

—No veo por qué no... siempre que permanezcamos a una prudente distancia para que no nos caigan todos los escombros encima. Examinemos este techo.

Pusieron las antorchas en alto para observar el arco abovedado.

—¿Va a causar algún tipo de problema esta construcción? —preguntó Sparhawk a Kurik.

—No lo creo. Las piedras están encajadas entre sí, de modo que lo más probable es que resistan, aunque caerán muchos cascotes.

—Eso no es un inconveniente —aseguró alegremente Talen—. Los escombros nos servirán para subir encima de ellos y llegar al agujero.

—No obstante, se precisará una gran fuerza para soltar uno de estos bloques de piedra —señaló Kurik—, ya que la bóveda se sostiene unida con el apoyo de todo el corredor.

—¿Qué ocurriría si se quitaran unos cuantos de esos bloques? —inquirió Sephrenia.

Kurik se encaminó a una de las curvadas paredes y rascó con el cuchillo en el entresijo formado por dos bloques de piedra.

—Usaron mortero —dijo—, pero se desmenuza fácilmente. Si se disuelve en media docena de bloques, caerá buena parte del techo.

—Pero ¿no se vendrá abajo todo el pasadizo?

—No. Después de que se hayan derrumbado algunos metros, la estructura se mantendrá firme.

—¿Podéis disolver rocas? —preguntó Tynian a Sephrenia con curiosidad.

—No, querido —repuso, sonriendo, ésta—. Pero puedo convertirlas en arena..., lo cual viene a ser lo mismo. —Examinó con atención el techo unos momentos—. Ulath —dijo entonces—, vos sois el más alto. Aupadme. Tengo que tocar las piedras.

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