—No puedo aprobar el robo —se pronunció con severidad el patriarca Ortzel—, pero, dadas las circunstancias... —Una tenue, casi ladina sonrisa tensó sus finos labios.
—La riqueza debe redistribuirse de tanto en tanto, Ortzel —pontificó Emban—. La gente con demasiado dinero dispone de excesivo tiempo para idear selectos pecados que cometer. Tal vez ésta sea la manera que tiene Dios de rescatar al inmundo rico y devolverlo a la saludable pobreza.
—Me pregunto si pensaríais lo mismo si estuvieran saqueando vuestra propia casa.
—Admito que ello podría influir en mi opinión —concedió Emban.
—Las vías del Señor son misteriosas —declaró devotamente Bevier—. No teníamos más alternativa que abandonar la ciudad nueva, y puede que eso sea lo único que nos salve.
—No creo que podamos contar con las suficientes deserciones en las filas de Martel como para cantar victoria, caballeros —advirtió Vanion—. El comportamiento violento de sus tropas nos proporcionara algo de tiempo, en eso concuerdo. —Miró a los otros preceptores—. ¿Una semana, tal vez? —preguntó.
—Como mucho —calculó Komier—. Hay muchos hombres allá afuera, y se mantienen muy activos. No van a tardar tanto en limpiar de sus riquezas la ciudad.
—Y entonces van a comenzar los asesinatos—previo Kalten—. Como bien habéis dicho, lord Komier, hay muchos hombres allá afuera, y estoy convencido de que no todos han entrado en la ciudad. Los que todavía están en descampado son tan codiciosos como los que llegaron primero aquí. Creo que sobrevendrán unos días caóticos y que a Martel le llevará más tiempo recobrar el control.
—Es probable que tenga razón —convino Komier—. En todo caso, disponemos de cierto tiempo. Hay cuatro puertas de entrada a la ciudad interior y la mayoría de ellas no se encuentran en mejores condiciones que las de la muralla exterior. Es más fácil defender una puerta que cuatro, de manera que ¿por qué no lo disponemos así?
-¿Vais a hacer desaparecer las puertas con magia, Komier?—preguntó Emban-, Me consta que los caballeros de la Iglesia están entrenados para hacer muchas cosas fuera de lo común, pero esto es, a fin de cuentas, la Ciudad Sagrada. ¿Aprobaría realmente Dios este tipo de cosas en el propio umbral de su morada?
—Ni siquiera he pensado en la magia —le aseguró Komier—, De hecho, no me he planteado valerme de métodos similares. Es muy difícil abatir una puerta si hay dos o tres casas derribadas apiladas tras ella, ¿no es cierto?
—Casi imposible —acordó Abriel.
—¿No se encuentra la casa de Makova muy cerca de la puerta este de la ciudad interior? —preguntó Emban, con una amplia sonrisa.
—Ahora que lo mencionáis, Su Ilustrísima, me parece que sí —respondió sir Nashan.
—¿Es una casa de buenas dimensiones?—inquirió Komier.
—Así debiera ser —dijo Emban—, teniendo en cuenta lo que pagó por ella.
—Lo que los contribuyentes elenios pagaron por ella, Su Ilustrísima —corrigió Sparhawk.
—Ah, sí. Casi lo había olvidado. ¿Se avendrían de buen grado los contribuyentes elenios a colaborar con esa cara mansión a la defensa de la Iglesia?
—Estarían encantados, Su Ilustrísima.
—No dudéis que consideraremos muy seriamente la casa del patriarca de Coombe cuando seleccionemos las que vamos a derribar —prometió Komier.
—La única cuestión pendiente ahora es el paradero del rey Wargun —recordó Dolmant—. El error de Martel nos ha facilitado tiempo, pero ello no le mantendrá indefinidamente inasequible la ciudad interior. ¿Cabe la posibilidad de que vuestros mensajeros se hayan extraviado, Ortzel?
—Son hombres fiables —respondió Ortzel—, y un ejército del tamaño del de Wargun no es, en principio, difícil de localizar. Además, los mensajeros que vos y Emban enviasteis anteriormente deberían haber llegado hasta él hace ya tiempo, ¿no es así?
—Por no mencionar los que expedió el conde de Lenda desde Cimmura—añadió Sparhawk.
-La ausencia del rey de Thalesia es un misterio —declaró Emban—, que está degenerando en un serio inconveniente.
—Excusadme, mis señores —se disculpó Berit, entrando en la habitación—, pero queríais que os informara si ocurría algo extraordinario afuera en la ciudad.
—¿Qué has visto, Berit? —le preguntó Vanion.
—Estaba en esa casita de encima de la cúpula de la basílica, mi señor...
—Linterna —lo corrigió Vanion.
—Nunca puedo recordar esa palabra —confesó Berit—. Sea como fuere, desde allí se divisa la totalidad de la ciudad. El pueblo llano está huyendo de Chyrellos. Están saliendo en hilera por todas las puertas de la muralla exterior.
—Martel no quiere que le estorben —señalo Kalten.
—Y en especial las mujeres —agregó ferozmente Sparhawk.
—No he acabado de comprender eso, Sparhawk —indicó Bevier.
—Os lo explicaré más tarde —le prometió Sparhawk, lanzando una mirada a Sephrenia. Llamaron a la puerta y luego entro un pandion, agarrando a Talen del brazo. El chiquillo callejero de Cimmura tenía una expresión de disgusto en la cara y un abultado saco en una mano.
—Queríais ver a este joven, sir Sparhawk? —inquirió el pandion.
—Sí —repuso Sparhawk—. Gracias, caballero. —Miró con cierta severidad a Talen—. ¿Dónde estabas? —le preguntó sin rodeos.
—Ah... por ahí, mi señor —respondió Talen con tono evasivo.
—Sabes muy bien que no te van a servir los disimulos —le advirtió cansinamente Sparhawk—. De todas formas acabarás respondiéndome, de modo que no vale la pena que intentes ocultármelo.
—Supongo que lo hago para no perder la costumbre. —Talen se encogió de hombros—. ¿Me vais a retorcer el brazo hasta que os lo diga?
—Esperemos no tener que llegar a esos extremos.
—De acuerdo. —Talen exhaló un suspiro—. En las calles de la ciudad vieja hay ladrones, y afuera se suceden toda clase de cosas de interés para ellos. He encontrado la manera de deslizarme afuera y he estado vendiendo esa información.
—¿Cómo va el negocio? —inquirió Emban, con los ojos brillantes.
—No va mal, de hecho —admitió Talen con aire profesional—. La mayoría de los soldados de las murallas no tienen gran cosa con la que comerciar. Uno no saca gran provecho quedándose sentado sobre lo que acaba de robar, pero yo no aprieto a la hora de hacer trato, solo les cargo un porcentaje por lo que consigan robar a los soldados de fuera de la muralla.
—Abre el saco, Talen —le ordenó Sparhawk.
—Me asombráis, Sparhawk —dijo Talen—. Hay santos hombres en esta habitación y no me parece adecuado exponerlos a... bueno, ya sabéis.
—Abre el saco, Talen.
Con un suspiro, el muchacho depositó el saco sobre el escritorio de sir Nashan y lo abrió. Dentro había un buen número de objetos de decoración: copas de metal, pequeñas estatuas, gruesas cadenas, diversos utensilios de cocina y una bandeja de intrincados grabados tamaño de un plato, todo con aspecto de ser de oro macizo.
—¿Has obtenido todo esto solamente vendiendo información? —Preguntó Tynian, incrédulo.
—La información es lo más valioso del mundo, sir Tynian —repuso Talen con altivez—, y yo no estoy haciendo nada inmoral ni ilegal. Tengo la conciencia perfectamente tranquila. Y, lo que es más, estoy aportando mi propia contribución a la defensa de la ciudad.
—No acabo de entender ese razonamiento —apuntó sir Nashan.
—Los soldados de allá afuera no van a ceder de buena gana lo que han robado, caballero. —Talen sonrió con afectación—. Como los ladrones lo saben, no se molestan en pedírselo. Martel ha perdido una buena parte de sus tropas desde la puesta del sol.
—Totalmente reprobable, joven —lo regañó Ortzel.
—Tengo las manos completamente limpias, Su Ilustrísima —arguyo Talen con expresión inocente—. No he apuñalado por la espalda ni a un solo soldado. Lo que los villanos de la calle hacen allá afuera no es responsabilidad mía, ¿no os parece? —Los ojos del chiquillo lucían un cándido brillo.
—Dejadlo, Ortzel —aconsejó, riéndose entre dientes, Emban—. Ninguno de nosotros está versado en las cosas de este mundo como para sostener una discusión con este joven. —Guardó silencio un instante—. Dolmant —dijo—, la recaudación del diezmo es una práctica legalmente establecida, ¿no es así?
—Desde luego —corroboró el patriarca de Demos.
—Estaba seguro. Dadas las extraordinarias circunstancias presentes, diría que el chico debería contribuir con un cuarto de sus ganancias a los gastos de la Iglesia, ¿no os parece?
—A mí me parece bien —acordó Dolmant.
—¿Un cuarto? —exclamó Talen—. ¡Esto es un asalto a mano armada!
—¿No nos irás a confundir con salteadores? —Emban sonrió—, ¿Prefieres rendir cuentas después de cada una de tus excursiones? ¿O deberemos esperar a que hayas reunido todos tus beneficios y a hacernos cargo de ellos de una sola vez?
—Después de que hayas cumplido con tu contribución a la Iglesia, Talen —indicó Vanion—, satisfarás mi acuciante curiosidad por saber cuál es esa vía secreta que has encontrado para entrar y salir de la ciudad.
—La verdad es que no es un secreto —respondió Talen con modestia—. Todo consiste en saber cómo se llaman los componentes del pelotón de emprendedores soldados eclesiásticos que tienen asignada la guardia de noche en una de las torres de la ciudad. Tienen una cuerda larga con nudos para facilitar la escalada y la bajada por ella. A ellos les conviene alquilarla y yo les ofrezco encantado no revelar sus nombres ni el de la torre que custodian. Todo el mundo sale ganando.
—Incluso la Iglesia —le recordó el patriarca Emban.
—Abrigaba la esperanza de que os olvidarais de eso, Su Ilustrísima.
—La esperanza es una virtud cardinal, hijo mío —dijo piadosamente Emban—, incluso cuando está fuera de lugar.
Kurik entró llevando una ballesta lamorquiana.
-Creo que quizá la suerte esté de nuestra parte, mis señores —decía—. He mirado por azar en la armería de la guardia personal del archiprelado, en la basílica, y me he encontrado con montones de estantes llenos de esto y con muchas barricas repletas de saetas.
—Un arma eminentemente adecuada—aprobó Ortzel, haciendo gala de su condición de lamorquiano.
—Son más lentas que el arco normal, Su Ilustrísima —señalo Kurik —pero tienen un extraordinario radio de alcance. Creo que serán muy efectivas para desbaratar las cargas contra la ciudad interior antes de que puedan adquirir un impulso considerable.
—¿Sabéis manejar esta arma, Kurik?—le preguntó Vanion.
—Sí, lord Vanion.
—En ese caso, comenzad a entrenar a unos cuantos soldados eclesiásticos.
—Sí, mi señor.
—Un buen número de aspectos se vuelven a nuestro favor, amigos míos —observó Vanion—. Tenemos una posición defensiva, una paridad de armas y un cierto retraso que juega en ventaja nuestra.
—Me sentiría más contento si Wargun estuviera aquí —objetó Komier.
—Yo también —convino Vanion—, pero me temo que, hasta que llegue, tendremos que componérnoslas con lo que contamos.
—Hay otra cuestión que debería preocuparnos, caballeros —apuntó gravemente Emban—. Suponiendo que todo sale bien, la jerarquía volverá a reanudar sus sesiones en cuanto hayamos expulsado a Martel. El hecho de haber abandonado la ciudad exterior hará que un buen número de patriarcas se distancien de nuestros postulados. Si uno deja la casa de un hombre a merced del saqueo y las llamas, éste no lo apreciará mucho a uno ni querrá votarlo. Hemos de encontrar la manera de probar que Annias y Martel están confabulados. De lo contrario, todo lo que estamos haciendo no dejará de ser un esfuerzo gratuito. Yo soy capaz de hablar tan velozmente como el mejor, pero no puedo hacer milagros. Necesito algo en que apoyarme.
Alrededor de medianoche, Sparhawk subió las escaleras que conducían a las almenas de la muralla de la vieja ciudad, no lejos de la puerta sur, la más defendible de las cuatro y, por consiguiente, la que se había decidido dejar sin obstruir. Chyrellos ardía en serio entonces. El saqueador que entra en una vivienda y descubre que ya está vacía experimenta cierta exasperada frustración, que suele descargar incendiándola. Tal comportamiento es totalmente previsible y, en cierto sentido, natural. Los individuos dedicados al pillaje, con ceños cada vez mas hoscos a medida que disminuía el número de casas intactas, corrían de edificio en edificio esgrimiendo antorchas y armas. Kurik, siempre tan práctico, había estacionado en los adarves a los soldados eclesiásticos que entrenaba en el uso de la ballesta, y éstos utilizaban a los saqueadores como blancos móviles con los que practicar. Eran pocos los que caían acertados, pero los soldados parecían ir mejorando la puntería.
Entonces, de una estrecha calle situada en el linde de la zona de casas derruidas, justo un poco más allá de donde acababa el radio de alcance de las saetas, salió un numeroso grupo de jinetes armados, capitaneados por un hombre que montaba un lustroso caballo negro y vestía una armadura deirana adornada con incrustaciones. Cuando se quitó el yelmo, vieron que era Martel, detrás del cual cabalgaban el brutal Adus y Krager, el individuo de cara de comadreja.
—Puedo hacer que les disparen los soldados, si queréis —ofreció Kurik, acercándose a Sparhawk y a su rubio amigo—. Tal vez alguno acierte por chiripa.
—No, me parece que no, Kurik —rehusó Sparhawk después de rascarse un instante la barbilla.
—Estás desperdiciando una magnífica oportunidad, Sparhawk —le advirtió Kalten—. Si a Martel se le clavara por azar una saeta en el ojo, todo ese ejército se desperdigaría.
-Todavía no —precisó Sparhawk—. Primero veamos si consigo irritarlo un poco. Martel a veces deja escapar información cuando está irritado. A ver si puedo sonsacarle algo.
—Está bastante lejos para hablar a gritos —observó Kalten.
—No tengo por qué gritar. —Sparhawk sonrió.
—Me gustaría que no hicieras eso —se quejó Kalten—. Siempre me hace sentir como un inútil.
—Deberías haber prestado atención a las clases cuando eras un novicio. —Sparhawk centró la atención en el hombre de pelo blanco y trazó el intrincado hechizo estirio—. Parece que no os han salido muy bien las cosas, ¿eh, Martel? —preguntó en tono familiar.
—¿Sois vos, Sparhawk? —La voz de Martel sonó igual de familiar cuando él utilizó también el encantamiento que ambos habían aprendido en su época de novicios—. Es maravilloso volver a oíros, viejo amigo. Pero no he acabado de entender vuestro comentario. Las cosas parecen tener bastante buen cariz desde mi posición.