—Voy a por el vestido —respondió la dependienta, y, dando media vuelta, se alejó a toda prisa.
Tommy solo había estado una vez en el Safeway cuando la tienda estaba abierta: el día que fue a pedir trabajo. Ahora, sin los Stones o los Pearl Jam sonando a todo volumen por los altavoces, le parecía demasiado tranquilo y al mismo tiempo demasiado ajetreado. Tenía la sensación de que su territorio había sido violado por
desconocidos. Sentía rencor por los clientes que deshacían el trabajo de los Animales llevándose cosas de las estanterías.
Al pasar por la oficina saludó al encargado inclinando la cabeza y se dirigió a la sala de descanso para matar el tiempo hasta que fuera hora de entrar a trabajar. La sala de descanso era un cuarto sin ventanas que había detrás de la sección de carne, amueblado con sillas de plástico, una mesa plegable de fórmica, una cafetera y carteles diversos. Tommy limpió unas cuantas migajas de una silla, encontró un Reader Digest manchado de café debajo de un paquete de bollos abierto y se sentó a leer y a meditar.
Leyó Los osos tienen mamá. Un drama de la vida real y Soy el duodeno de Joe, y empezaba a sentir cierta morriña por el cuarto de baño y el Medio Oeste (cosas ambas que asociaba con el Reader Digest) cuando se topó con un artículo titulado Murciélagos, nuestros amigos alados y sintió que su duodeno se estremecía de interés.
Alguien entró en el cuarto y Tommy dijo sin levantar la vista:
—¿Sabías que si el murciélago pardo se alimentara de humanos en vez de alimentarse de insectos podría comerse a toda la población de Minneapolis en una sola noche?
—No lo sabía —contestó una voz de mujer.
Tommy dejó de mirar la revista y vio que Mará, la cajera nueva, estaba apartando una silla de la mesa. Era alta y un poco flaca, pero pechugona. Una rubia de ojos azules y unos veinte años. Tommy, que creía que quien había entrado era uno de los reponedores, se quedó mirándola un momento mientras cambiaba el chip.
—¡Ah, hola! Soy Tom Flood. Estoy en el turno de noche.
—Ya te conocía —contestó ella—. Me llamo Mará. Soy nueva.
Tommy sonrió.
—Encantado de conocerte. He venido un poco antes para ponerme al día con el papeleo.
—¿Con el Reader Digest?—Mará levantó una ceja.
—¿Ah, esto? No, no suelo leerlo. Pero es que he visto este artículo sobre murciélagos y le estaba echando un vistazo. Son nuestros amigos alados, ¿sabes? —Miró las páginas como si quisiera confirmar su interés—. ¿Sabías, por ejemplo, que el murciélago vampiro es el único mamífero al que se ha podido congelar y revivir con éxito?
—Los murciélagos me dan repelús, lo siento.
—A mí también —dijo Tommy, tirando a un lado la revista—. ¿Te gusta leer?
—He estado leyendo a los beatniks. Acabo de mudarme aquí y quería conocer un poco la literatura de la ciudad.
—¿Bromeas? Yo también llevo aquí solo un par de meses. Es una ciudad genial.
—Todavía no he tenido tiempo de ver mucho. Con la mudanza y todo eso. Dejé una mala situación en casa y estoy intentando aclimatarme.
No lo miraba al hablar. Al principio, Tommy pensó que era porque él le daba asco, pero después de observarla un rato se dio cuenta de que se debía solo a que era tímida.
—¿Has estado en North Beach? Todos los beatniks vivían allí en los años cincuenta.
—No, todavía no conozco bien la ciudad.
—Pues tienes que ir a City Lights Books y al Enrico's. Allí todos los bares tienen fotografías de Kerouac y de Ginsberg en las paredes. Casi se puede oír sonar el jazz.
Mará lo miró por fin y sonrió.
—¿Te interesan los beatniks? —Tenía los ojos muy grandes, brillantes y de un azul cristalino. A Tommy le gustaba.
—Soy escritor —respondió. Ahora fue él quien apartó la mirada—. Bueno, quiero ser escritor. Antes vivía en el barrio chino, está justo al lado de North Beach.
—A lo mejor puedes decirme dónde ir, cuáles son los sitios más interesantes.
—Podría enseñártelos —dijo Tommy. Y en cuanto lo dijo deseó retirarlo. Jody lo mataría.
—Sería estupendo, si no te importa. No conozco a nadie en la ciudad, aparte de las otras cajeras, y todas tienen su familia y su casa.
Tommy estaba confuso. El encargado había dicho que Mará acababa de perder un hijo. Pensaba que estaba casada. No quería que pareciera que intentaba ligar con ella. En realidad, no quería ligar con ella. Pero si todavía estuviera solo y sin compromiso...
No, Jody no lo entendería. Como nunca antes había tenido novia, nunca había sentido la tentación de echar una canita al aire. No sabía cómo afrontarlo. Dijo:
—Podría enseñaros un poco esto a tu marido y a ti, si queréis salir una noche por ahí.
—Estoy divorciada —dijo Mará—. No estuve casada mucho tiempo.
—Lo siento —dijo Tommy.
Mará sacudió la cabeza como si desdeñara su compasión.
—Es una historia corta. Me quedé embarazada y nos casamos. El bebé murió y él se marchó. —Lo decía sin sentimiento, como si se hubiera distanciado emocionalmente de aquella experiencia. Como si le hubiera ocurrido a otra persona—. Estoy intentando empezar de cero. —Miró su reloj—. Más vale que vuelva. Ya nos veremos.
Se levantó y se dispuso a salir del cuarto.
—Mará —la llamó Tommy, y ella se volvió—. Me encantaría enseñarte la ciudad, si quieres.
—Sí, me gustaría. Gracias. Trabajo de tarde el resto de la semana.
—No hay problema —dijo Tommy—. ¿Qué te parece mañana por la noche? No tengo coche, pero si quieres podemos quedar en el Enrico's, en North Beach.
—Apúntame la dirección. —Sacó de su bolso una hojita de papel y un bolígrafo y se los dio. El garabateó la dirección y le devolvió la hoja—. ¿A qué hora? —preguntó ella.
—A las siete, creo.
—A las siete, entonces —respondió Mará, y salió del cuarto de descanso.
Tommy pensó: Soy hombre muerto.
Jody se giró delante del espejo, admirando cómo le sentaba el vestidito negro. El escote le llegaba por detrás hasta los riñones y por delante hasta el esternón, pero una malla negra y transparente mantenía unido el vestido a la altura de la clavícula. A su lado, la vendedora sujetaba, ceñuda, tallas más grandes de la misma prenda.
—¿Seguro que no quieres probarte una treinta y ocho, querida?
Jody contestó:
—No, esta me queda bien. Necesito unas medias de seda negra para ponérmelo.
La dependienta se esforzó por no poner cara de asco y logró esbozar una sonrisa profesional.
—¿Y tienes zapatos a juego?
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Jody sin apartar la vista del espejo. Pensó: Hace unos meses no habría hecho esto ni muerta. Claro que ahora todo lo hago muerta.
Se rió al pensarlo y la dependienta se lo tomó como algo personal y dejó caer su sonrisa de cortesía. Dijo con un filo de repugnancia en la voz:
—Supongo que podrías completar el conjunto con un lápiz de labios granate y un par de zapatos italianos de esos que parecen decir «fóllame».
Jody se volvió hacia la fea dependienta y le lanzó una sonrisa sagaz.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
Tras una visita a la sección de zapatería, Jody se encontró ante el mostrador de cosméticos, donde un gay en estado de ebullición la convenció de que «probara sus colores» en el ordenador. El gay miraba la pantalla con pasmo.
—Oh, Dios mío. Qué emocionante.
—¿El qué? —dijo Jody con impaciencia. Solo quería comprar un lápiz de labios y salir de allí. Había satisfecho su impulso consumidor haciendo llorar a la dependienta de la sección de trajes de noche.
—Eres mi primer invierno —dijo Maurice. (Se llamaba así; lo ponía en su placa)—. He hecho mil otoños, ¿sabes?, y me tocan primaveras a tutiplén, pero un invierno... ¡Nos lo vamos a pasar en grande!
Empezó a amontonar muestras de sombra de ojos, carmín, rímel y colorete encima del mostrador, junto a la paleta de colores de invierno. Abrió un tubo de rímel y lo acercó a la cara de Jody.
—Este se llama Hongo, se parece al color de los árboles muertos en medio de la nieve. Va de maravilla con tus ojos. Adelante, pruébalo, cariño.
Mientras Jody se ponía el rímel en las pestañas usando el espejo de aumento del mostrador, Maurice le leyó el perfil de la Mujer Invierno.
—«La Mujer Invierno es salvaje como una ventisca, fresca como la nieve recién caída. Aunque algunos la consideren fría, bajo esa fachada de reina de los hielos tiene un corazón apasionado. Le gusta la sencillez desnuda del arte japonés y la atrevida complejidad de la literatura rusa. Prefiere las líneas rectas a las curvas, enfadarse a hacer mohines y el rock al country. Su bebida es el vodka, su coche alemán y su analgésico el Advil. A la Mujer Invierno le gustan los hombres débiles y el café fuerte. Es propensa a la anemia, la histeria y el suicidio.»
Maurice se apartó del mostrador e hizo una profunda reverencia, como si acabara de terminar una lectura dramática.
Jody levantó la mirada del espejo y parpadeó, y las pestañas de su ojo derecho trazaron un dibujo en forma de estrella, estilo Naranja mecánica, sobre su piel pálida.
—¿Y todo eso lo deducen del color de mi piel y mi pelo?
Maurice asintió con la cabeza y blandió un pincel de marta cebellina.
—Ven, cariño, vamos a probar este colorete para resaltar esos pómulos. Se llama Óxido Americano, emula el color de un Rambler del 63 que ha recorrido muchas carreteras cubiertas de sal. Muy invernal.
Jody se apoyó en el mostrador para que Maurice tuviera acceso a sus mejillas.
Media hora después se miró al espejo, vuelto ahora por el lado que no tenía aumento, y frunció los labios. Era la primera vez que parecía de verdad un vampiro.
—Ojalá tuviéramos una cámara —dijo Maurice, extasiado—. Eres una obra de arte invernal. —Le dio una bolsita llena de cosméticos—. Son trescientos dólares.
Jody le pagó.
—¿Hay algún sitio donde pueda cambiarme? Quiero ver qué tal estoy con mi vestido nuevo.
Maurice señaló al otro lado de la tienda.
—Allí hay un probador. Y no olvides tu regalo, cariño: la colección de lociones corporales Ideas Superfluas. Vale cincuenta dólares. —Maurice levantó una bolsa de deporte de Gucci falsa llena de botes.
—Gracias. —Jody cogió la bolsa y se alejó hacia el probador. Cuando estaba en medio de la tienda oyó la voz de la fea dependienta de la sección de vestidos de noche y al volverse la vio hablando con Maurice. Se concentró y oyó lo que estaban diciendo bajo el bullicio de la gente y las canciones navideñas.
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó la mujer.
Maurice sonrió.
—Se ha marchado hecha una Barbie de holocausto caníbal. La dependienta y Maurice se chocaron alegremente las manos. Cabrones, pensó Jody.
El Emperador acercó una cerilla de madera a la punta de un habano y chupó y chupó hasta que el extremo del puro empezó a resplandecer como una revolución.
—No comulgo con su ideología —dijo—, pero hay que reconocerlo: esos marxistas saben cómo liar un buen puro.
Holgazán soltó un bufido, gruñó al cigarro y luego se sacudió violentamente, rociando al Emperador y a Lazarus con una fina llovizna.
El Emperador rascó al Boston terrier detrás de las orejas.
—Cálmate, pequeño. Necesitabas un baño. Si vencemos a nuestro enemigo, será por nuestra gallardía y nuestro coraje, no por el hedor de nuestras personas.
Poco después de que anocheciera, un miembro del club de yates le había dado el habano y lo había invitado a usar las duchas del club. Para consternación del conserje, el Emperador había compartido su ducha con Holgazán y Lazarus, que habían dejado el desagüe irremediablemente atascado con los pelos y la mugre de los que están hechos los héroes. Ahora estaban pasando la velada en el mismo muelle en el que habían dormido y el Emperador saboreaba su puro mientras sus tropas montaban guardia.
—¿Dónde vamos a ir? ¿Tendremos que esperar a que ese demonio vuelva a matar para volver a encontrar su pista?
Holgazán sopesó las preguntas, dándoles vueltas en su cerebro perruno por si con tenían alguna palabra que tuviera que ver con comida. Como no la encontró, empezó a lamerse los huevos para quitarse el molesto olor a jabón desodorante. Cuando logró el equilibrio deseado (que sus dos extremos olieran más o menos igual), se puso a pasear por el muelle marcando los postes de amarre contra invasores procedentes del mar. Una vez bien delimitadas las fronteras del reino, se fue en busca de alguna cosa muerta en la que revolcarse para quitarse los últimos rastros de la ducha. Había cerca de allí un olor que le servía, pero venía del agua.
Buscando aquel olor, se paró al borde del muelle. Vio una nubécula blanca que borboteaba sobre la regala de un yate amarrado a cien metros de allí. Ladró para avisar a la nube de que no se acercara.
—Tranquilo, pequeño —dijo el Emperador.
Lazarus se sacudió para sacarse un poco de agua de las orejas y se reunió con Holgazán al borde del muelle. La nube estaba a medio camino entre el yate y el muelle. Palpitaba y burbujeaba al moverse sobre el agua. Lazarus bajó la cabeza y empezó a gruñir. Holgazán completó la armonía con un gemido agudo.
—¿Qué ocurre, soldados? —preguntó el Emperador. Apagó el puro con la suela del zapato y se lo guardó en el bolsillo de la pechera. Luego echó a andar cojeando hacia el extremo del muelle. Se había quedado entumecido de estar sentado.
La nube estaba casi en el muelle. Lazarus le enseñaba los dientes y gruñía. Holgazán, que no sabía si salir corriendo o mantener el tipo, se apartó del borde.
El Emperador miró por encima del agua y vio la nube. Era algodonosa por los bordes, pero bien definida. Parecía más un amasijo de gel que vapor de agua.
—Solo es un poco de niebla, chicos, no...
Vio que una cara se formaba en la nube y que luego cambiaba y tomaba la forma de una mano gigantesca. Después se convirtió en una cabeza de perro.
—Aunque el clima no es mi especialidad, yo diría que eso no es un banco de niebla normal.
La nube tomó la forma de una víbora enorme que se elevó a seis metros del agua como si se dispusiera a atacar. Holgazán y Lazarus soltaron una descarga de ladridos.
—Caballeros, a las duchas. Me he dejado la espada junto al lavabo. —El Emperador dio media vuelta y corrió por el muelle, seguido de cerca por Holgazán y Lazarus. Cuando llegó al edificio del club se volvió y vio que la nube se arrastraba por el borde del muelle. Se quedó allí parado, perplejo, mientras la nube empezaba a cobrar la forma sólida de un hombre alto y moreno.