—Solo estaba comprobando si acierto. Es como poner a cero un polígrafo.
—No mucho —dijo Tommy.
—Entonces tendré que ajustar mi percepción. Yo te habría considerado un pajillero de mucho cuidado. No hay de qué avergonzarse. Teniendo en cuenta tus cartas, yo diría que no te queda otro remedio.
—Pues se equivoca.
—Como quieras. Déjame verte la mano otra vez.
De mala gana, Tommy le enseñó la palma.
—Ah, por fin buenas noticias —dijo Madame Natasha—. Vas a encontrar piso.
—Bien —dijo Tommy, apartando la mano—. Tengo que irme.
—¿No quieres saber lo de las ratas?
—No. —Tommy dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Al alargar el brazo hacia ella, se volvió y dijo—: No estoy jodido.
El lector de Sartre levantó la mirada de su libro y dijo:
—Todos lo estamos. Todos lo estamos.
Cuando uno sabe que lo lleva crudo, no hace falta apresurarse. Tommy decidió ir andando al distrito financiero. Iba arrastrando los pies, con la mirada alicaída de los jodidos por los astros.
Atravesó el barrio chino, vio a tres de los Wong comprando lotería en una tienda de licores y subió a la habitación a recoger su máquina de escribir y su ropa antes de que volvieran. Se animó un poco al subir la estrecha escalera por última vez, pero las palabras de Madame Natasha volvieron a deprimirlo.«No hay ninguna mujer en tu futuro.»
Buscar novia era una de las razones por las que había ido a San Francisco. Una novia que lo considerara un artista. No como las chicas de su pueblo, que lo consideraban un ratón de biblioteca. Era todo parte del plan: vivir en la ciudad, escribir historias, mirar el puente, montar en funicular, comer arroz Rice-a-Roni y tener novia: una novia a la que contarle sus ideas, preferiblemente después de follar Durante horas como dioses. No buscaba la perfección, solo a una chica que le hiciera sentirse lo bastante seguro como para ser inseguro con ella. Pero ahora, nada. Ahora estaba condenado.
Miró la línea del cielo y se dio cuenta de que había errado el rumbo: había llegado al distrito financiero, pero estaba a varias manzanas de la Pirámide. Zigzagueó de manzana en manzana, evitando mirar a los ojos a los hombres y mujeres trajeados que, a su vez, evitaban mirar a los ojos a los demás transeúntes echando una ojeada a sus relojes cada pocos pasos. Claro, pensó, ellos pueden mirar sus relojes. Tienen futuro.
Llegó al pie de la Pirámide un poco jadeante y con los brazos doloridos por el peso de sus efectos personales. Se sentó en un banco de cemento al borde de una fuente y estuvo un rato mirando pasar a la gente.
Eran todos tan decididos... Tenían sitios donde ir, gente a la que ver. Llevaban el pelo perfecto. Olían bien. Sus zapatos eran bonitos. Se miró las zapatillas de cuero gastadas. Jodido.
Alguien se sentó a su lado, en el banco, y Tommy evitó levantar la mirada, pensando que sería otra persona que le haría sentirse inferior. Estaba mirando el cemento, a sus pies, cuando un Boston terrier apareció de pronto y pegó un hilo de moco en su pierna izquierda.
—Holgazán, eso es de mala educación —dijo el Emperador—. ¿No ves que nuestro amigo está meditando?
Tommy miró al Emperador.
—Hola, alteza. —Aquel hombre tenía las cejas más agrestes que Tommy había visto nunca; era como si llevara dos puercoespines grises encaramados a la frente.
El Emperador se tocó la corona: un sombrero hecho con recortes de latas de cerveza unidos con hilo amarillo.
—¿Conseguiste el trabajo?
—Sí, me contrataron ese mismo día. Gracias por el consejo.
—Es un trabajo honrado —dijo el Emperador—. Y eso tiene cierta elegancia. No como esta tragedia.
—¿Qué tragedia?
—Estas pobres almas. Estas pobres almas patéticas. —Señaló a los viandantes.
—No le entiendo —dijo Tommy.
—Su tiempo ha pasado y no saben qué hacer. Les dijeron lo que querían y lo creyeron. Solo pueden mantener vivo su sueño estando con otros como ellos, que reflejen sus ilusiones como un espejo.
—Llevan unos zapatos muy bonitos —dijo Tommy.
—Han de tener buena presencia o sus iguales arremeten contra ellos como perros hambrientos. Son los dioses caídos. Los nuevos dioses son los productores, los creadores, los emprendedores. Los nuevos dioses son los ciberchavales sin conciencia que prefieren comer azúcar blanquilla y ver películas de ciencia ficción a tener que preocuparse por qué zapatos llevan. Y estas pobres almas acarrean desesperadamente papeles de un lado a otro con la esperanza de que aparezca un mensaje místico que los salve de los nuevos dioses, de los dioses desarrapados y brillantes, y de su mundo de chips de silicona. Algunos sobrevivirán, claro, pero la mayoría caerá. El pensamiento gregario se les da mejor a las máquinas. Pobrecillos, casi se les oye sudar.
Tommy miró la corriente de personas bien vestidas, miró luego el gabán astroso del Emperador, sus propias zapatillas y luego otra vez al Emperador. Por alguna razón, se sentía mejor que hacía unos minutos.
—Se preocupa usted de verdad por esta gente, ¿no?
—Es mi sino.
Una mujer atractiva con traje gris y tacones altos se acercó al Emperador y le dio un billete de cinco dólares. Llevaba una camisola de seda bajo la chaqueta, y Tommy distinguió la parte de arriba de su sujetador de encaje cuando se inclinó. Se quedó hipnotizado.
—Alteza —dijo ella—, hoy en el Café Suisse tienen ensalada de pollo china de plato especial. Creo que a Holgazán y a Lazarus les encantaría.
Lazarus meneó la cola. Holgazán ladró al oír mencionar su nombre.
—Eres muy considerada, hija mía. A los muchachos les encantará.
—Que tenga un buen día —dijo ella, y se alejó. Tommy le miró las pantorrillas mientras caminaba.
Dos hombres que pasaban enzarzados en una discusión sobre precios y ganancias se callaron un momento y saludaron al Emperador inclinando la cabeza.
—Id con Dios —dijo él. Se volvió hacia Tommy—. ¿Sigues buscando domicilio o ya solo buscas mujer?
—No entiendo.
—Llevas tu soledad como una insignia.
Tommy se sintió como si su ego acabara de recibir un gancho a la barbilla.
—La verdad es que he conocido a una chica y esta tarde voy a alquilar un piso para que vivamos juntos.
—Discúlpame —dijo el Emperador—. Te he juzgado mal.
—No, qué va. Estoy jodido.
—¿Cómo dices?
—Una vidente me ha dicho que no hay ninguna mujer en mi futuro.
—¿Madame Natasha?
—¿Cómo lo sabe?
—No debes darles mucho crédito a las predicciones de Madame Natasha. Se está muriendo y eso ensombrece su visión. Es la peste.
—Lo siento —dijo Tommy. De hecho, se sintió aliviado, y luego culpable por lo que había detrás de aquello. No tenía derecho a compadecerse a sí mismo. El Emperador no tenía nada, excepto sus perros, y sin embargo volcaba toda su
compasión en el prójimo. Soy un mierda, pensó Tommy. Y dijo—: Alteza, tengo un poco de dinero, si necesita...
El Emperador levantó el billete que le había dado la mujer.
—Tenemos todo lo que necesitamos, hijo mío. —Se levantó y tiró de las cuerdas con las que sujetaba a Lazarus y Holgazán—. Y debería irme antes de que los hombres se me amotinen por hambre.
—Yo también, supongo. —Tommy se levantó y fue a estrecharle la mano, pero al final hizo una reverencia—. Gracias por la compañía.
El Emperador le guiñó un ojo, giró sobre un talón y empezó a alejarse al frente de sus tropas. Luego se detuvo y dio media vuelta.
—Hijo, no toques nada que tenga filo mientras estés en ese edificio. Tijeras, abrecartas, lo que sea.
—¿Por qué? —preguntó Tommy.
—Es por la forma del edificio, por la pirámide. Prefieren que la gente no lo sepa, pero tienen un empleado a tiempo completo que va por ahí embotando el filo de los abrecartas.
—Está usted de broma.
—La seguridad es lo primero —dijo el Emperador.
—Gracias.
Tommy respiró hondo y se armó de valor para asaltar la Pirámide. Al salir al sol y meterse bajo los enormes contrafuertes de cemento, notó un escalofrío bajo la camisa de franela. Parecía que el cemento había conservado el frío húmedo de la niebla nocturna y lo irradiaba como una bobina de refrigeración. Estaba tiritando cuando llegó al mostrador de información. Un guardia lo miró con recelo.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Busco el departamento de personal de Transamérica.
El guardia hizo una mueca, como si Tommy acabara de salir de una cloaca.
—¿Tiene cita?
—Sí. —Tommy agitó los papeles de Jody debajo de la nariz del guardia.
El guardia cogió un teléfono y estaba marcando los números cuando otro guardia apareció tras él y cogió el aparato.
—No pasa nada —dijo—. Que suba.
—Pero...
—Es amigo del Emperador.
El primer guardia colgó el teléfono y dijo:
—Piso veintiuno, señor. —Señaló hacia los ascensores.
Tommy cogió un ascensor hasta el piso veintiuno y siguió luego los carteles hasta que encontró el departamento que buscaba. Una mujer mayor le dijo con aire ceremonioso que se sentara en la sala de recepción, que enseguida estaría con él. Y luego hizo todo lo posible por comportarse como si Tommy hubiera desaparecido del mapa.
Tommy se sentó en un sofá de cuero negro que suspiró al notar su peso, eligió una revista de las que había sobre la mesa baja de piedra negra y esperó. Durante la hora siguiente leyó una columna de consejos domésticos («Si pones los posos del café en la caja del gato, tu hogar se llenará del aroma delicioso del café expreso cada vez que tu minino orine»); un artículo sobre adictos al ordenador («Bruce lleva seis meses desenganchado del ratón, pero dice que se toma la vida byte a byte»), y la crítica de Jonestown, un nuevo musical («La versión de Andrew Lloyd Webber de la cancioncilla de los anuncios de tiritas es al mismo tiempo escalofriante y evocadora. Donny Osmond brilla en el papel de James Jones.»). Pidió prestado un poco de tippex a aquella señora tan formal, se pintó la punta de las zapatillas y se las secó debajo de un flexo halógeno que parecía el brazo de un robot sujetando el sol. Cuando empezó a sacar muestras de colonia de GQ y a frotarse con ellas los calcetines, la señora le dijo que podía pasar.
Tommy recogió sus zapatillas y entró en la oficina en calcetines. Otra señora de aspecto formal, que se parecía a la primera hasta en la cadenita de sus gafas de leer, le hizo sentarse frente a ella mientras miraba los papeles de Jody y hacía caso omiso de él.
Consultó la pantalla de su ordenador, pulsó un par de teclas y esperó mientras el ordenador hacía algo. Tommy se puso las zapatillas y esperó.
Ella no levantó la vista.
Él se aclaró la garganta. Ella siguió tecleando.
El se agachó, abrió su maleta y sacó su máquina de escribir. Ella no lo miró.
Siguió tecleando con la vista fija en la pantalla.
Tommy abrió la funda de la máquina de escribir, puso una hoja de papel y apretó unas cuantas teclas.
Ella levantó los ojos. El apretó unas cuantas teclas más.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó ella.
Tommy siguió tecleando. No levantó la mirada.
La mujer alzó la voz.
—He dicho que qué está haciendo.
Tommy siguió tecleando y la miró.
—Disculpe, estaba ignorándola. ¿Qué ha dicho?
—¿Qué está haciendo? —repitió ella.
—Es una nota. Deje que se la lea. «¿Acaso nadie más veía que eran todos esclavos de Satanás? Tenía que limpiar el mundo de tanta maldad. Soy la mano de Dios. ¿Por qué, si no, iban a dejarme pasar los guardias de seguridad con un rifle en la maleta? Soy un instrumento divino.» —Tommy se detuvo y levantó la vista—. Es lo único que tengo por ahora, pero creo que voy a acabarlo con una nota de disculpa para mi mamá. ¿Qué le parece?
Ella sonrió como si tuviera gases y le entregó un sobre.
—El finiquito de Jody. Dele recuerdos. Y que pase un buen día, joven.
—Igualmente —respondió Tommy. Recogió sus cosas y salió de la oficina silbando.
A Tommy, el estiloso barrio de Soma le recordaba una barbaridad a una zona industrial. Los edificios de dos y tres plantas tenían cierres enrollables y ventanas de hierro. Las plantas bajas las ocupaban restaurantes étnicos, discotecas underground, talleres mecánicos y alguna que otra fundición. Al pasar por delante de una, Tommy vio a dos hombres de pelo largo vertiendo bronce en un molde.
Artistas, pensó. Nunca había visto un artista de verdad y, aunque aquellos tipos parecían más bien moteros, sintió ganas de hablar con ellos. Cruzó el umbral, indeciso.
—Hola —dijo.
Ellos estaban luchando a brazo partido con un caldero cuya larga asa de metal agarraban con guantes de amianto. Uno de ellos levantó la vista.
—¡Largo! —gritó.
Tommy dijo:
—Vale, ya veo que estáis ocupados, chicos. Adiós. —Se quedó en la acera y miró su plano. Se suponía que tenía que encontrarse con el agente de la inmobiliaria por
allí cerca. Miró a un lado y otro de la calle. Salvo por un tipo desmayado en una esquina, estaba vacía. Tommy estaba pensando en despertar al de la esquina y preguntarle si aquella era, en efecto, la parte elegante del Soma cuando un Jeep verde se detuvo a su lado. La conductora, una mujer de unos cuarenta años con el pelo gris y alborotado, bajó la ventanilla.
—¿Señor Flood? —dijo.
Tommy asintió con la cabeza.
—Soy Alicia de Vries. Aparco y enseguida le enseño el loft.
Aparcó marcha atrás (subiéndose al bordillo) en un hueco al que parecían faltarle quince centímetros para que cupiera el Jeep, y se apeó de un salto, arrastrando tras ella un bolso aproximadamente del tamaño de la maleta de Tommy. Llevaba sandalias, camisola ancha y pantalones guatemaltecos de algodón multicolor. De su pelo sobresalían palillos aquí y allá, como si fuera preparada para hacer un wok de urgencia en cualquier momento.
Miró la maleta de Tommy.
—Parece que quiere mudarse hoy mismo. Venga por aquí.
Pasó a toda prisa junto a él y se dirigió a una puerta de emergencia que había junto a la fundición. Tommy notó el olor a pachuli que dejaba a su paso.
—Esta zona es como el Soho hace veinte años —dijo ella—. Tiene suerte de alquilar uno de estos lofts antes de que se conviertan en cooperativas y empiecen a venderse por un millón de dólares.