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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (14 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Las grandes carretas llevadas a mano por mozos con delantal de rayadillo con la colilla colgando del labio inferior asemejaban inmensos dromedarios, tan cargadas iban de baúles y maletas. Indiferente al esfuerzo de mozos y marinería por subir y repartir los dos centenares de bultos de equipaje que llevaban los noventa y dos pasajeros, un caballero elegante, aunque vestido de sport, con camisa de manga corta blanca, pantalón blanco también, zapatillas de tenis y Rolex de acero en la muñeca, daba la bienvenida a sus invitados al pie de la escalerilla. Era el anfitrión, el rey Pablo de Grecia, que se inclinaba ante las señoras, y daba dos besos o abrazaba a sus invitados saludándoles en cinco idiomas que manejaba con soltura, aunque se había establecido que la lingua franca del barco sería el inglés, porque, como decía la condesa de Barcelona:

—Te evitas problemas, porque no tiene ni tú ni usted.

Al lado del rey Pablo, su hija Sofía, vestida con una falda tobillera estampada y una camisa blanca, el pelo muy rubio y mostrando en una amplia sonrisa las simpáticas palas de sus dientes delanteros que el dentista de Salem no había podido corregir del todo, atendía a las señoras mayores, llamaba a alguno de los marineros para que ayudase a la tía María Bonaparte, que iba con bastón, le daba un beso a su tía Helena y le explicaba que tía Catalina y el mayor Brandam, ¡perdón!, lord Brandam, ya estaban a bordo. Y que tía Irene llegaría un poco tarde porque tenía que acomodar en su palazzo a los hijos pequeños de los Barcelona, Alfonsito y Margot, para que le hiciesen compañía a su hijo Amadeo.

Con una mirada de complicidad, tía Helena, que acababa de llegar de Florencia y llevaba una chaqueta de punto sobre los hombros porque siempre tenía frío, le preguntó a su sobrina:

—Entonces, tu tía Irene… ¿está contenta?

Sofía contestó alegremente que sí. Y es que después de todas las penalidades, el campo de concentración y, lo peor de todo, tener que depender de la caridad de los demás, al final la república italiana le había devuelto a los Aosta su palacio de Capodimente, a las afueras de Nápoles, pero el pobre Aimon ya no había podido disfrutarlo, porque, como todos preveían, había muerto en Buenos Aires; su mujer se enteró por la radio.

¡Aimon ha tenido el dudoso honor de ser el único rey europeo muerto en Sudamérica! ¡Claro que, como no había dinero, su majestad ha tenido que ser enterrado en una fosa común!

Ya nadie recordaba la fugaz aventura del rey Tomislav II en Croacia.

Los pensamientos de Sofía y de su tía habían seguido el mismo camino, así las dos pudieron suspirar al unísono:

—¡Tenemos que hacer que Irene se lo pase muy bien!

Pablo, que había oído el final de la conversación, se dirigió cariñosamente a su hermana y le dijo:

—Y tú también, Helena querida, ¡te lo mereces! ¡Florencia y tus perros te echarán en falta, pero nosotros también queremos disfrutar de ti!

Además, estaremos los cuatro hermanos juntos, Catalina, Irene, tú y yo. Mira, ahí está tu hijo Miguel con Ana.

Miguel y Ana. Los oficiales tenían apuntados en un papel los nombres y tratamientos que correspondían a cada uno de los pasajeros, pero estaban desbordados. El sobrecargo leía cuidadosamente:

—Miquel, rey de Rumanía. Majestad.

En voz baja, dirigiéndose a aquel hombre alto y taciturno que llevaba colgada del brazo a su mujer, Ana de Borbón Parma, le dijo:

—Majestad, por aquí.

Siguió leyendo:

—Pedro y Alejandra, reyes de Yugoslavia.

Y se dirigió a una pareja algo sombría, con gafas oscuras, sombreros calados hasta las cejas y la mirada turbia de los desequilibrados, y les indicó:

—Por aquí, majestades.

Ella, la sobrina de Pablo, la hija póstuma de su difunto hermano Constantino, él, el efímero rey de Yugoslavia, en ese momento en manos de Tito.

En la bolsa tintineaba el cristal de las botellas de licor. La pareja no salió de su camarote en todo el viaje.

Iba con ellos el hermano de Pedro, Alejandro, que a Sofía le parecía muy mayor porque era calvo y ya tenía ¡casi treinta años!

Los siguientes en la lista:

—Reyes de Dinamarca.

Eran la delgadísima reina Ingrid y Federico, convertidos en héroes por su pueblo durante la guerra, sencillamente porque en lugar de exiliarse de la Dinamarca ocupada por los nazis habían decidido compartir las penurias de sus súbditos. Iban cogidos de la mano a pesar de que llevaban veinte años casados y tenían tres hijas.

Y el sobrecargo dio el papel a otro oficial para que leyese lo que a él le parecía inverosímil:

—Pedro de Orleans Braganza y Esperanza de Borbón, reyes de Portugal y emperadores de Brasil. Per la Madonna dellÓrto!

La última frase la dijo para dentro, porque exteriormente solo manifestó un circunspecto:

—Majestades imperiales, tengan la bondad…

El pobre hombre se quitó la gorra y se secó el sudor con un inmenso pañuelo; ¡nunca hubiera imaginado que quedaran tantos reyes en Europa!

¡Estaba deseando llegar a casa para contárselo a su mujer!

Sofía atendía entonces a una señora con expresión autoritaria y unas amatistas al cuello que habían pertenecido a Josefina Beauharnais. Era Eugenia, la hija de la tía María Bonaparte, que estaba preguntando con voz tensa:

—Sofía, ¿has visto a Raymondo?

Detrás de ella, Tatiana ponía los ojos en blanco en dirección a Sofía, porque su padrastro italiano le había salido a mamá tan tarambana como Dominic Radziwill. «¿Es que nunca podrá encontrar Eugenia hombres normales?», se preguntaba la tía María.

Y Eugenia se encogía de hombros resignada y murmuraba:

—De momento no pienso divorciarme, mamá; te recuerdo que Raymondo y yo acabamos de tener un hijo…

Tatiana presentaba el aspecto apacible y simpático de siempre, como si todo aquello no fuera con ella, y Sofía le pidió sotto voce:

—No te muevas de mi lado, por favor.

Pero de pronto Federica, que iba con un guardapolvo muy poco apropiado que la asemejaba a un pintor de paredes, y que en vez de una parecía veinte o treinta, tanta era la actividad centrífuga que desplegaba, pegó un grito:

—Sofía, ¡mis hermanos!, ¡el tío Ernesto!

—Mamá, ya ha subido con la tía Ortrud.

—Los Wurtenberg.

—También.

—¡Los Luxemburgo! ¡No he podido saludarlos!

—No te preocupes. Josefina Carlota estaba mareada y se ha metido corriendo en el camarote. —Y en voz baja Sofía le dijo a su prima—: Está embarazada.

—Alfonso de Orleans y Bee.

—Han sido los primeros. Con su hijo Álvaro y Carla Parodi.

—Eduardo de Kent.

Y aquí Sofía se turbó, porque Eduardo, primo de la reina Isabel de Inglaterra y encima duque porque su padre había muerto en accidente de aviación durante la guerra, era uno de los partidos que su madre creía «convenientes» para ella. Se rehízo y contestó con precisión alemana:

—Ha subido con su hermana Alejandra, con tío Christian, con Beatriz e Irene de Holanda, y con Pilar, la hija de los Barcelona.

Porque la gente joven rehuía saludos y besamanos y se había escabullido por la escalera que utilizaban los marineros. Estaban acodados en la barandilla, a un lado los chicos con chaquetas azul marino y pantalón blanco, al otro las chicas, con sus amplias faldas, sus cancanes y sus risitas tontas. Iban muy vestidos y planchados, pero, dado que no habían podido llevar su propio servicio, pronto imperaría el desaliño indumentario, sandalias, alpargatas, pantalones cortos y camisas de algodón bastante arrugadas y no muy limpias. Todavía no habían empezado a mezclarse, y se miraban, se olían y se medían como los animales en la selva. Un fotógrafo tomó una imagen, que más tarde se publicaría en la prensa alemana, en la que apenas se distingue a «la prinzessin Sofía von Griescheland», a «María Mercedes Herzogin von Barcelona y don Juan Graf von Barcelona» y muchos Wurtenberg, Hohenlohe, Turn und Taxis, Hesse, Baden, Schleswig-Holstein y un solitario «Simeon Exkoning von Bulgaria».

¡Porque al final Federica lo había conseguido! Fletar un barco, el Agamemnon, para pasear por las islas griegas a todas las familias reales europeas con dos objetivos: abrir Grecia al turismo y estrechar lazos, dicho en román paladino, casar bien a los hijos.

Hay dos versiones para explicar de quién partió la iniciativa de este viaje que aun ahora sirve de modelo para las grandes compañías de cruceros que operan en Grecia: tocan los mismos puertos y en los folletos turísticos se cuenta que el Agamemnon es el kilómetro cero de este tipo de viajes recreativos. La reina Federica, en sus Memorias, dando ya una muestra incipiente de la megalomanía que en sus últimos años de reinado dominaría su vida, relata que cuando el armador Eugenides le fue a ofrecer otra joya como agradecimiento por haber amadrinado uno de sus trasatlánticos, el Queen Frederika, ella le había pedido:

—En lugar de un broche quiero un barco para pasear a reyes y príncipes.

Eugenides le contestó que le parecía muy buena idea y que escogiera ella misma alguno de sus yacht. La reina precisó:

—Quiero invitar a cien.

Por lo que Eugenides decidió utilizar un buque normal, que habilitó como barco de recreo, dotándolo de las comodidades necesarias.

Pero existe otra versión. Eugenio Eugenides era un consignatario de buques e importante armador hecho a sí mismo, que también había estado exiliado en Sudáfrica. Los armadores griegos eran los reyes del mar y monopolizaban el transporte de crudo de Oriente a Occidente con sus inmensos petroleros. Operaban con banderas de paraísos fiscales, y Federica se había propuesto recuperarlos para aprovechar la riqueza y la experiencia de los navieros expatriados, lo que contribuiría a engrandecer el país, y, según algunos también, su propia fortuna.

Pero Eugenides se dedicaba solo al pasaje humano. A su regreso a Grecia había establecido una línea Atenas-Nápoles Nueva York que le había proporcionado ganancias fabulosas llevando emigrantes griegos e italianos a la Tierra Prometida. Pero el negocio ya iba de baja y pensó que su compañía, Home Lines, podía especializarse en cruceros para turistas, por lo que no se le ocurrió nada mejor que utilizar a la emprendedora reina como «imagen» de su proyecto. El primer ministro Papagos dio su aprobación, y la reina se entusiasmó, pero añadió categórica:

—Con el barco no basta.

Eugenides puso diez mil libras de su bolsillo.

Aquella iniciativa convirtió la Home Lines en la mayor flota de cruceros de Europa, actualmente gestionada por los descendientes de Eugenides, cuya mujer, Maxwell, era inglesa.

Federica parecía eternizarse en uno de esos raros momentos en la vida de los seres humanos en que todo está en armonía. Gracias a su constancia, su fuerte personalidad y su innato sentido de las relaciones públicas se había abierto paso a codazos, con poca sutileza pero con efectividad, hasta la primera fila de la escena euro pea. Su imagen era tan potente que la revista Life había enviado a su fotógrafo estrella, Alfred Eisenstaedt, que también había sido el autor del reportaje a Fawzia de Egipto, «la Venus de Asia», que tanta envidia había dado a Federica en aquella época que no se podía nombrar. También era el fotógrafo oficial de la siguiente mujer del sah, Soraya Esfandiary, tan bella como Fawzia.

El periodista presentó a Federica como «el ángel de los pobres», «tan cultivada que podría ser pianista profesional o incluso investigadora» y «valiente como la heroína griega Laskarina Bouboulina», que es la Agustina de Aragón de los griegos, el elogio que más había gustado a Freddy.

Valiente, sí. ¿Que Cannes tenía un festival de cine? ¿Y por qué no Grecia? Dicho y hecho; el invierno anterior había conseguido que Atenas fuera el centro mundial de las estrellas de cine, y hasta el mismo Paris Match había publicado una foto a toda página proclamando que «la reina del cine, Martine Carol, hace esperar media hora al rey de Grecia, Pablo, que cubrió a ciento cincuenta kilómetros por hora el trayecto desde su palacio de Tatoi hasta el festival de cine, jugándose la vida». El titular no menciona que al lado de un envejecido Pablo aparece su mujer, compitiendo con Martine Carol en vistosidad y sofisticación; ay, estos periodistas, siempre jugando al equívoco…

Todos tenemos un momento cumbre en nuestras vidas. Federica en esos años fue no solamente reina de su país, sino también reina del mundo.

El caso es que la invitación fue recibida con alborozo por todos los miembros de las familias reales, unos pobres y otros ricos, unos en el exilio y otros en plena actividad, porque, como precisó un periodista años después, «el gremio de los reyes es muy solidario y no distingue si has perdido el empleo. Cuando te has sentado en un trono, por poco tiempo que sea, sigues siendo rey hasta que te mueres». El periodista llamó al Agamemnon «el arca de Noé de los reyes»
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.

Los únicos que declinaron el honor fueron la reina de Inglaterra, con sus hijos y su marido Felipe, que estaba enfrentada a Grecia por el conflicto de Chipre, una especie de Gibraltar de la época, que se saldó al cabo de seis años con la independencia de esta pequeña isla. Pero hubo otra ausencia más importante para las princesitas casaderas que habían emprendido este crucero cargadas de ilusiones: la del príncipe Harald de Noruega, de dieciocho años, que tal vez huía de todo tipo de tentaciones sentimentales. Quizás precisamente para caer en ellas, sí fue su padre, Olav, príncipe heredero a pesar de sus cincuenta y dos años, que se acababa de quedar viudo. Iba acompañado por su hija Astrid, que en la corte noruega, sin reinas, hacía las veces de primera dama, lo cual tenía su mérito pues era disléxica.

También se había recibido la invitación en Estoril, en Villa Giralda. Se había contemplado con asombro la carta y el sobre, se había consultado a los Saboya y a los París, también exiliados en Portugal, y al fin se había decidido aceptar, ¡Juan y María tenían tan pocas ocasiones de alternar con la aristocracia europea y salir de su cascarón! Además, no nos olvidemos, los Barcelona, como se les llamaba entonces, también tenían dos hijos por casar, Pilar, la mayor, de diecinueve años, y Juanito, de diecisiete, porque Margot y Alfonsito eran demasiado pequeños
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.

Su edad precisamente había sido la excusa para no invitarlos al crucero, aunque una enfurruñada Margot opinaba que:

—Si no me han invitado es porque, como soy ciega, tienen miedo de que me caiga por la borda.

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