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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (17 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Su padre, que últimamente solo atendía a Tino porque se daba cuenta de lo incompleto de su educación y de lo mimado que estaba, advertía los esfuerzos de Sofía, y mientras le acariciaba distraídamente las mejillas, le decía:

—Sofía, eres la más voluntariosa y emprendedora de los hermanos, la pena es que, siendo tan discreta, la gente no podrá agradecértelo porque no se va a enterar nunca de tus buenas obras.

Sofía no era ya aquella niña que le decía orgullosa a su madre:

«¿Verdad que tenemos el padre más guapo del mundo?», pero lo seguía pensando, y no porque el deteriorado Pablo pareciera un galán de cine: el antiguo hombretón de aspecto imponente estaba desfondado, era como un odre vacío al que le colgara la piel por todas partes. Apuntalado por el uniforme, que vestía aun en reuniones familiares, conseguía mantener su apariencia marcial, pero en casa, cuando se ponía cómodo, se colocaba las gafas y relajaba su fisonomía, se mostraba como lo que era: un hombre en franca decadencia. Pero era así cuando más lo quería Sofía, con esa inclinación hacia los más débiles que iba ya a tener toda su vida:

—Mi padre era profundo, tenía gran sensibilidad para el bien y la belleza, era religioso con autenticidad, sin alardes, discreto…

Pasaba con él ratos breves pero intensos que me han influido para toda mi vida —le explica Sofía a su biógrafa, para luego añadir algo avergonzada—: ¡Lo tengo idealizado!

A Sofía le hubiera gustado ser como él, silenciosa y eficaz. A veces imaginaba que era invisible, para entrar en las casas volando para arreglar los problemas de la gente común. Confesaba:

—No me gusta que me den las gracias… no sé cómo corresponder.

Al final, se vio lo suficientemente preparada para suplir a su madre en sus viajes. Federica había ampliado sus objetivos, ¡ella todo tenía que hacerlo a lo grande!, y se desplazaba a Estados Unidos, a Suiza, a Italia, a Alemania, siempre con un montón de fotógrafos detrás como si fuera una star del rock. En Yugoslavia, adonde fue con su marido, recibieron la noticia de que su inseparable mastín había muerto de viejo en Atenas.

Ambos, como sucede siempre en estas ocasiones, después de haber llorado todo el día, se presentaron en una cena de gala con los ojos rojos evitando explicar por qué. Su sorpresa fue que el sanguinario mariscal Tito se les acercó
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y les dijo en tono emocionado:

—Les acompaño en su dolor. Sé muy bien lo terrible que es querer a un perro y perderlo.

Es una pena que ninguno de los historiadores que han escrito sobre la familia real griega nos haya facilitado el nombre de ninguno de sus fieles compañeros del reino animal, cuando tan importantes eran para ellos. Sí sabemos que Palo tenía labradores y mastines y Freddy caniches, pero ignoramos cómo se llamaban.

¿No conocemos hasta el nombre del perro de Ulises, Argos, que tiene veintinueve siglos y ni siquiera existió?

Tanto quería Sofía a los animales que, imitando a su madre, dejó de comer carne, como le contó en su día a la periodista Carmen Enríquez. No fue, como explicó Pilar Urbano en su libro, por ninguna especie de superstición cuando se murió su padre, sino porque no quiere que por su culpa se sacrifique a ningún ser vivo. De las mínimas inexactitudes que salieron en el libro de Urbano (interesantísimo y muy útil, por otra parte, como pongo en evidencia en mi trabajo), esta, según me cuentan, es una de las que más disgustó a doña Sofía.

Sí, Federica se dedicaba al mundo entero y para Sofía quedaba Grecia. Con meticulosidad preparaba sus visitas hasta el último confín del territorio, y hasta allí llegaba con un chófer y una secretaria, Helena Korizi, a los pueblos más remotos. Con su carpeta debajo del brazo se sentaba en los bancos de la plaza y, poniendo en práctica la democracia más directa, apuntaba en un bloc los problemas que le iba contando la gente. Cada vez comentaba lo mismo:

—Se lo transmitiré a la reina.

Las multitudes no gritaban:

—Mitera, mitera.

No se echaban a sus pies para besárselos, no había histerismo.

Pero todos miraban primero con curiosidad y después con respeto a esa muchacha que, con su peinado rígido, sus abrigos por la rodilla, sus zapatos viejos y su expresión concentrada, más se asemejaba a una funcionaria que a una princesa de cuento.

Durante la semana, cuando tenía turno de tarde, iba al club marítimo con Tino a navegar. Sus padres les habían regalado un velero de clase Dragón, único en toda Grecia, lo que era una lata porque no tenían a nadie con quien competir. Salían los dos hermanos casi cada día, en esa unión única, sin palabras, que solo se tiene yendo en el mismo barco. Con gran dolor de su corazón, Sofía dejaba a su gato y sus perros en casa. Llevaba una cesta con algunas viandas. Con el viento en la cara, quizás Sofía recordara a aquel príncipe español tan gamberro al que tiró al suelo con una llave de judo.

Todo lo que le contaban de él era malo. Salía con Ella, pero al mismo tiempo mantenía en Zaragoza varias relaciones con chicas extranjeras, ¡encima brasileñas!, entre las que su uniforme militar y su condición de príncipe causaban estragos. Cómo habían ido a parar estas brasileñas a Zaragoza no nos lo cuentan las crónicas.

También existía una escultural venezolana, Cristina Cárdenas, y una hija del duque de Sotomayor, aunque don Juan intentaba meterle por los ojos a una feúcha princesa de la casa de los Hohenzollern, María Cecilia de Prusia, y cuando él ya estaba dispuesto al sacrificio, ella se enamora del duque Federico Augusto de Oldem burg.

Nunca se le ocurriría a Juanito plantar cara a las órdenes de su padre. Es lo primero que les decía a sus embelesadas novias, que ante él caían como moscas:

—Me gustas muchísimo, pero no te puedo prometer nada, porque tengo que casarme con quien mi padre me diga por el bien de la dinastía.

Lo que, en un país en el que los chicos tenían que prometer matrimonio para conseguir el más mínimo avance sexual, no dejaba de ser comodísimo.

Ya me imagino a sus amigos Antonio Eraso, Miguel Primo de Rivera, su primo Carlitos de Borbón Dos Sicilias, Babá Espirito Santo, Maná Arnoso, comentando mientras se dejaban las pestañas para rozar aquella mínima y mítica porción de muslo que quedaba entre la media y la faja:

—Menuda potra, don Juanito.

—Pues sí.

Sofía a veces iba directamente desde el barco al hospital, intentando arreglarse en el espejo de su polverita. ¿Qué era lo que veía? Unas pecas sobre su nariz respingona, unas cejas que gracias a las pinzas de depilar habían perdido la forma agreste que tenían en su niñez y unos rizos rebeldes que se escapaban por debajo de la cofia.

Las crónicas no dan cuenta de ninguna espina en este rosal simbólico en el que han convertido el relato de la vida de nuestra reina. Las biografías que se han escrito sobre ella solo nos hablan de sus estudios y de su impecable juventud, sin sufrimientos, sin sombras; si fuera así, ¡bienaventurada ella! Personalmente opino que, queriendo hacerle un servicio al presentarla como una persona de pasado impoluto y un dechado de virtudes, se ha disminuido su figura hasta convertirla en un muñeco irreal, frío y lejano.

Porque en todos los cielos, por despejados que estén, tarde o temprano aparece alguna nube.

La terrible reina Federica no dejaba de repetir:

—A Sofía hay que casarla.

Como para Juanito, la cosecha de príncipes casaderos tampoco era muy abundante: tanto en Inglaterra como en Liechtenstein y Luxemburgo, los príncipes eran demasiado jóvenes para ella. En Suecia, Holanda y Dinamarca, no había varones. Estaban, por supuesto, los hermanos Balduino y Alberto de Bélgica, pero el primero decían que se iba a hacer sacerdote, y el segundo ya «salía» con Paola Ruffo di Calabria, la «dolce Paola» de la canción de Adamo, una bellísima italiana con la que acabaría casándose en 1959.

Quedaba Harald de Noruega. ¡Su relación con Sofía es uno de los episodios sobre los que más se ha mentido! Aquí el maquillaje llega hasta el sonrojo: unos dicen «no hubo nada, todo fue una mentira de los periodistas», otros, «la reina lo rechazó, no le gustaba», y ella misma le contó a Pilar Urbano, «casi no lo conocía, fue un invento de la prensa».

Harald, el heredero de la Corona de Noruega, llamado «el jeque blanco» por la inmensa fortuna que atesoraba, ya que era propietario de los mayores yacimientos de petróleo de Europa, era guapo y fuerte como el dios Tor, un puro ejemplar de vikingo. Le gustaba la navegación, como a Sofía, y, como ella, era un chico de pocas palabras y muchos silencios. Balansó, que lo conoció bien, opina que era insípido y poco inteligente, de ahí que fuera tan callado. Tenía dos años más que Sofía.

A Tatiana Radziwill también le gustaba y también se hacía ilusiones, ¡ha sido la única ocasión, en toda su vida, en que las primas estuvieron a punto de pelearse! Con la excusa de la navegación, Federica planificó varios viajes a Noruega. Las dos familias se encontraron en las regatas de Hankoe. La prensa griega armó un gran revuelo, dieron como inminente el anuncio de boda de Harald y Sofía, pero los periódicos noruegos guardaron un hermético silencio. Freddy invitó a Harald y a su padre a Corfú, que ella describía como:

—Un lugar mágico para enamorarse.

Harald y Olav estuvieron nada menos que un mes viviendo con la familia real griega y con Sofía. Los dos príncipes, según las revistas de entonces «sostienen un tierno idilio con todo el esplendor de sus veinte años», ilustrando la información con una foto de ambos a bordo de una lancha motora. Se interpeló al Palacio Real de Oslo, pero no hubo respuesta.

Ambos jóvenes se reunieron también en la puesta de largo de las nietas del rey de Suecia, y me imagino a la intrigante Freddy diciéndole a su hija para infundirle seguridad en sí misma:

—A su padre le gustas; a su abuelo también.

Y era cierto, al padre y al abuelo les gustaba Sofía, solo había un pequeño inconveniente. Mejor dicho, dos.

El primero era la cuestión de la dote
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. A pesar de la exhibición de joyas y martas cibelinas que solía prodigar Federica, y de todos los fastos del Agamemnon, las familias reales europeas sabían de primera mano que la monarquía griega era muy pobre. Hubo conversaciones, ¡claro que las hubo! Empujado por su mujer, la reina Federica, Pablo se enfrentó al Parlamento griego pidiendo nueve millones de dracmas como dote para la basilisa, pero el primer ministro, Constantino Karamanlis, le tuvo que explicar que los congresistas solo habían aceptado conceder cuatro millones, cantidad que le pareció insuficiente al padre de Harald.

Federica no lo entendía:

—Me he dejado la piel por este país y ahora era el momento de agradecérmelo.

El segundo inconveniente, mucho más grave, era que Harald estaba enamorado de otra: Sonia Haraldsen, una sencilla vendedora y modistilla de Estocolmo que intentaba suicidarse cada vez que las revistas emparejaban a Harald con alguna princesa. Los dos estaban profundamente enamorados, pero el padre de él se oponía y no vencerían su resistencia hasta once años después. En medio de esta situación tan complicada, Harald mantenía también una relación basada tan solo en el sexo con una azafata. Se encontraban en un pisito de un barrio apartado. Alguien avisó a Sonia, quien se presentó allí, tropezó con su rival en la escalera y la emprendió a bolsazos con ella. Si recordamos cómo eran los bolsos en aquella época, de charol, con gruesas armaduras metálicas y asas rígidas, podemos hacernos una idea de la contundencia disuasoria de aquellos golpes.

De estas historias dio cuenta puntual la prensa noruega, la más libre de Europa, que explicaba también que, mientras Harald estaba en Corfú, Sonia se había empleado en la tienda de sus padres para reunir dinero con el fin de hacerle, a su regreso a Noruega, un regalo. Federica apareció en el cuarto de Sofía con la revista Se Og Hcr, que sacaba unas fotos de Harald y Sonia en el Yachting Club de Oslo, diciendo con desprecio:

—Mira el tonto este liándose con una chica que no es de sangre real. ¡Pobre Olav!

Cuando el padre le insinuó a Harald que no hacía falta que abandonara a su novia cuando contrajera matrimonio, Sonia volvió a tomarse un tubo de píldoras y le debieron hacer otro lavado de estómago. Se contabilizaron siete durante el largo noviazgo.

Al final fue evidente para todos que Harald no se casaría ni con Tatiana ni con Sofía
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. Después de haberse ilusionado con ser reina de Noruega, después de que el romance saliera publicado en diversos magacines europeos, incluidos los españoles (frente a mí en estos momentos tengo un ejemplar amarillento de la revista Lecturas), tuvo que ser una gran humillación este rechazo público.

De ahí que sea un recuerdo ingrato para la reina, mujer al fin y al cabo, y que corte secamente con un «no hubo nada» la pregunta de la periodista curiosa y se haya negado a hablar siempre de este tema.

Nadie podrá quitarle la amarga sensación de rechazo, uno de los reveses sentimentales más difíciles de digerir, sobre todo en esa etapa existencial en la que estamos buscando nuestro lugar en la tierra. La cabecita de la tortuga, que había osado salir para ver cómo era el mundo e incluso participar en su vertiginosa marcha, volvió a meterse en su caparazón. Mamá, papá, Tino, Irene, Tatiana, podían consolarse mutuamente.

Esta historia también haría reflexionar a Federica, y quizás se le bajaron a la vez los humos y el listón: bueno, vale, descartemos príncipes de dinastías reinantes, porque si se van a poner tan pesados con el tema de la dote… ¿Quién hay en segunda fila? ¿Algún príncipe de edad adecuada sin demasiadas pretensiones? ¡Eduardo de Kent, duque, primo de la reina y fortuna inmensa, que parecía que tenía cierta inclinación por Sofía, también se había enamorado de Katherine Worsley!

¡Virgen de la Panagia, ayúdame!

De pronto se acordó de cierta sonrisa en el rostro de su hija.

¡Ya está! ¡El chico de los Barcelona! ¡Juanito!

Capítulo 5

Jueves Santo de 1956, 29 de marzo. El dolor más grande se abatió sobre Juan y María. La muerte de un hijo, que cambiará a la familia para siempre.

—Mami, mami, te lo tengo que decir yo.

Un accidente. Villa Giralda, Estoril, Juanito, dieciocho años, y Alfonsito, catorce, juegan en un día de lluvia, aburridos, sin salir de casa.

—Mami, mami, yo no he tenido la culpa.

La madre es un agujero de dolor a la altura del estómago que estrecha absurdamente contra su pecho el tapete que estaba bordando «para tomar té».

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