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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (15 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Lo que a ella le parecía una solemne tontería, porque antes de caminar ya navegaba y, además, al contrario que la gente, ¡ella no se consideraba ciega! Don Juan había decidido ir en su propio barco, el Saltillo, hasta el puerto de Nápoles, desde donde salía el Agamemnon, ya que allí radicaba la casa consignataria de Eugenides.

Comentando el caso de Alfonsito y Margot con los Saboya, María José sugirió:

—Dejadlos en la casa de Irene de Aosta en Capodimonte. Su hijo Amadeo, que tampoco va al crucero, se sentirá más acompañado.

Invitar a los terribles niños Barcelona al elegante palacio napolitano lleno de valiosas antigüedades y delicados objetos de cerámica no hace más que confirmar los rumores que corrían por Estoril: la exreina de Italia, María José de Saboya, era muy mala persona.

Cuando el Agamemnon soltó amarras, en los primeros días de agosto de 1954, Sofía sintió esa exaltación que experimentaba siempre en el mar y recordó quizás su ingenuidad de niña, ¡creía que su padre escribía utilizando el Mediterráneo como tinta! Como era una persona reflexiva, tal vez se dio cuenta de que si el barco naufragaba casi todos los tronos europeos se quedarían sin reyes y sin herederos, pero también sabía que si sucedía esta tragedia, de todos los confines del mundo, del interior de las selvas, de una fábrica de automóviles de Inglaterra, de un balneario decadente, de un pisito en la banlieu de París, avanzarían caminando paso a paso los descendientes para ocupar el puesto de los ahogados, porque esta es la grandeza de las monarquías y también su garantía de supervivencia.

Todo se organizó, según comentó doña María en sus Memorias, «a la prusiana». Creta, Rodas, Corfú, Tesalónica, Bolos, Mikonos, Knosos… En el teatro de Epidauro asistieron a una representación del Hipólito de Eurípides… Trece días. El barco navegaba de noche, y el transporte en tierra se hacía en pequeños autobuses o en burro.

Pablo era el cicerone de las excursiones, ¡en cinco idiomas!

Había pasado muchos meses preparando estas visitas culturales y no hubo ruina que no visitaran. Claro que muchos, en lugar de agradecer este esfuerzo y la posibilidad de cultivarse, maldecían en sus cinco idiomas respectivos, porque el rey de Grecia se empeñaba en explicarles en la maravillosa isla de Spetses bajo un sol de justicia y frente a un mar tan transparente que daban ganas de bebérselo:

—Este lugar es un importantísimo símbolo de la resistencia, porque aquí se enfrentaron los griegos a los turcos por primera vez, en 1821.

Un pasajero, entonces casi un adolescente, me contó años después su visión de primera mano de aquel viaje:

—Estaba muy bien organizado, ¡demasiado! La gente joven lo que queríamos era hacer nuestros planes… Nos levantábamos tarde porque estábamos toda la noche de juerga, cuando los grupos ya habían bajado a tierra. ¿Tú crees que a cincuenta chicos les apetecía visitar restos arqueológicos?

Nuestros padres nos reñían, ¡a Juanito el primero, que conste!, nos obligaban a unirnos a las excursiones organizadas por los reyes de Grecia y a las actividades programadas, que eran bastante infantiles, adivinanzas, loterías, cosas así, decían que era una falta de educación intentar evitarlas; las peleas de los jóvenes con los mayores eran constantes por no atenernos al programa previsto, ¡pero quién le pone puertas al campo!

Para que todos alternasen con todos, sorteaban los puestos de las mesas, en las que siempre se servía comida griega. La moussaka era el plato más alabado, y se hizo subir al cocinero para explicar la receta:

—Es fácil. Se pone una capa de berenjenas, otra de cordero picado, otra de berenjenas, otra de cordero, se cubre de bechamel y al horno.

Todos escuchaban con gran atención, aunque claro está que ninguno de aquellos nobles tan empingorotados se iba a atar un mandil a la cintura para meterse en ninguna cocina.

Ninguno excepto María de Borbón, la condesa de Barcelona, que se empeñaba en apuntar los trámites culinarios en un papel porque, como decía alegremente:

—¡Nunca se sabe lo que puede pasar! ¡Si Franquito no nos llama, siempre puedo emplearme de cocinera en el Beau Rivage!

Su marido, rojo de vergüenza, musitaba con los dientes apretados:

—María, coño, ¿es necesario?

A la reina Juliana de Holanda, por ejemplo, en aras del azar le podía tocar de vecino de mesa un chico de quince años. Como la posibilidad de cenar con Juliana al lado, por muy reina que fuera, no le apetecía a ningún chico en edad de merecer, los jóvenes se dedicaban a hacer trampas para que los sentasen al lado de las chicas que les gustaban y, según me contó mi informante:

—Si eran «frescas», mejor.

Entre los jóvenes se formaron dos grupos, el de los alemanes y el de los latinos:

—Los latinos, franceses, italianos y portugueses, eran muy estilo «Costa Azul». María Gabriela y Diana de Francia, las más atrevidas, se bajaban los tirantes del traje de baño para tomar el sol y fumaban; ¡fue la primera vez que vi las uñas de los pies pintadas de rojo! Siempre tenían un grupo de moscones alrededor.

Uno de estos moscones era Juanito. Por las noches, se las arreglaba para cenar siempre con Ella. Estaba irresistible con su primer esmoquin, que se había comprado en el mejor sastre de San Sebastián, que
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, mientras se lo probaba, le iba informando de que:

—El precio es de tres mil quinientas pesetas, pero por tratarse de su alteza se lo dejaré por dos mil quinientas, que es lo que me ha costado la tela y los forros.

Había sido su último año en el colegio; el curso siguiente ya entraría en la Academia Militar de Zaragoza. Juanito, «el chico de los Barcelona», era alto, rubio, atrevido y descarado, coqueteaba con todas las mujeres del barco, incluidas las señoras mayores, se ponía las babuchas que le compraba su madre en Marruecos e iba con shorts, excepto para bajar a tierra o ir al comedor, porque estaba prohibido. Con Ella bailaba el rock y el buguibugui, en plan de:

—¡Pista! ¡Dejadnos solos!

A veces salía incluso a bailar una rumba con Federica, ¡muchos recuerdan el sensual movimiento de caderas de la reina griega! Entonces Diana de Francia, salvaje y coqueta, saltaba también descalza a bailar sujetándose la falda a un costado como las gitanas portuguesas, y todos se quedaron de una pieza cuando una noche Karl Wurtenberg, del grupo de los «sosos», puso en movimiento sus zapatones del 45 en una danza que nadie sabía si era griega o apache, pero todos comprendieron que tamaño esfuerzo se debía a que se había enamorado como un becerro.

Alejandro de Yugoslavia, que a Sofía le había parecido mayor porque era calvo y tenía treinta años, no bailaba y se limitaba a mirar intensamente a María Pía de Saboya, la hermana mayor de Ella, una gordinflona siempre sonriente, lo que presagiaba un carácter apacible y un cuerpo acogedor.

María Pía y Alejandro se casaron tan solo cinco meses después de este viaje.

Por las noches, cuando cerraban la boîte del barco, se oían carreras por los pasillos, puertas que se cerraban, suspiros, risas, algún bofetón…

Todavía no había llegado la revolución sexual y las chicas esperaban llegar vírgenes al matrimonio.

Precisamente este tema de los «virgos» era uno de los favoritos de Juanito, según cuenta en su libro su gran amigo Manuel Bouza.

Al fin y al cabo una se lo puede pasar muy bien sin necesidad de entregar «el bien más preciado de una mujer honrada», como decía Pilar Primo de Rivera en la España ultracatólica de Franquito, como lo llamaban en Estoril. Pilar era hermana del fundador de la Falange y formaba a las mujeres españolas según la vieja divisa de «mitad santa, mitad soldado y mitad madre», lo que hacía dudar bastante de su aptitud para las matemáticas.

Lo que venían a ser las tres «k» que había estudiado Federica en las Juventudes Hitlerianas: kinder, küche, kirche.

Pero quizás alguna princesa del Agamemnon se saltó las reglas.

En el año 2001 una mujer francesa presentó ante los tribunales de Burdeos una demanda de paternidad. Se llamaba María José de la Ruelle y decía ser hija natural de Juan Carlos de Borbón y de María Gabriela de Saboya. Afirmó que había sido concebida en el Agamemnon, que María Gabriela había ido a dar a luz a Argel y posteriormente la había entregado en adopción. Su demanda fue desestimada, pero la Casa Real española se vio obligada a pronunciarse por boca del embajador de Francia:

—Todo es un infundio sin ninguna base.

Lo que sí era cierto es que María Gabriela estaba locamente enamorada de Juanito. En su diario
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, en esos días, escribió estos arrobados versos: Es tan joven, tan rubio, bueno sin esfuerzo, grande sin enemigos.

Claro que las carreras por los pasillos y el buguibugui del Bueno Sin Esfuerzo y de la rubia princesa italiana no tenían nada que ver con Sofía:

—Mis padres no me dejaban quedarme por la noche; a las doce tenía que estar en cama.

Antes de irse bailaba un par de piezas con su hermano Tino, con el que había practicado largamente en las calurosas tardes de Tatoi con una gramola de manivela. Su hermano era el único chico que había enlazado su cintura hasta aquellos momentos, si exceptuamos esos amores de Salem de los que nada sabemos, aunque todo hace suponer que el bien más preciado de las mujeres honradas en general y de Sofía en particular seguía en su lugar de siempre. Mi amigo, italiano, me decía con expresión soñadora:

—Sofía era una meravigliosa ballerina.

Además, Sofía formaba parte del grupo alemán e inglés, mucho más comedido, aunque lo cierto era que cuando miraba las contorsiones de Juanito en la pista de baile, cómo ponía la mano paralela al suelo queriendo aquietar las olas mientras sus pies se movían a un lado y otro frenéticamente, le brillaban los ojos.

Pero le suspiraba a su prima Tatiana con pesar, única depositaria de sus confidencias:

—¡Es un gamberro!

Eduardo de Kent, sin embargo, tenía un humeur contenido e irónico muy británico, y cuando aparecía en la cubierta, delgaducho, embutido en su largo albornoz de rayas, con gafas de bucear, tubo y pies de pato, el rey de Grecia le comentaba a su hija:

—Mira, ahí viene Marlon Brando.

En las escasas fotografías que existen de este viaje, vemos a Sofía sentada en el suelo, con pantalones piratas y un pañuelo en la cabeza, seria y creemos que callada, mientras un poco más allá podemos advertir las espaldas bronceadas de las princesas latinas, tumbadas en la cubierta, con el bañador bajado casi hasta la cintura, con las bocas pintadas, fumando cigarrillos.

No era el caso de Pilar, la hermana mayor de Juanito, a la que no gustaban los perifollos femeninos ni el maquillaje. Su padre, Juan de Borbón, tuvo que ir expresamente a un pueblo, buscar una perfumería, comprarle un lápiz de labios y pintárselos él mismo, mientras su hija hacía muecas de asco y movía la cabeza a un lado y a otro como si la estuvieran martirizando. Pilar y Sofía eran introvertidas y algo insociables. Pero lo que en Pilar era tosquedad y desgana, en Sofía era simplemente timidez. No intimaron en el viaje.

Mi confidente me dio unas cuantas pinceladas muy subjetivas sobre los pasajeros de aquel barco peculiar:

—A Juanito ya lo conocía de Estoril; era el más lanzado de todos, pero sabía cuándo debía detenerse… En esa época solo pensaba en chicas. Ella estaba colada por él y le hacía muchas escenitas de celos. ¡Yo a él lo vi coquetear hasta con la reina Federica! ¡Y no te creas que ella le hacía ascos! Federica era muy mandona, la llamábamos «el sargento prusiano»; mi madre comentaba que no era elegante, pero todas las noches sacaba traje largo y unas joyas que a mí me parecían de esas falsas de película.

Una de esas joyas falsas de película probablemente era el impresionante zafiro de 478 quilates que había pertenecido a la reina María de Rumanía, que lo había comprado a plazos a Cartier previa advertencia de que en caso de revolución y ruina la joya debía volver a la casa madre.

A la reina Federica quizás se lo había regalado alguno de los armadores que gracias a su influencia empezaban a operar en Grecia con ganancias fabulosas, ya que se beneficiaban de contratos muy ventajosos y exenciones fiscales.

Mi amigo proseguía en tono conmiserativo:

—A los hijos se les veía un poco apagados al lado de las personalidades de los padres… Irene por las tardes tocaba el piano y el acordeón… Sofía era seriecita, pero no antipática. Comentábamos que le gustaba el duque de Kent, que era tan feo y siempre estaba constipado. A pesar de ser de nuestra edad, tenía algo que imponía, no te sentías muy cómodo a su lado, no favorecía las confianzas.

Tino no se despegaba de su padre, ¡le miraba con adoración!

Pablo, que tenía más de cincuenta años, procuraba que fuera así. Sabía que los varones de su familia apenas superaban la sesentena y quería que Constantino estuviese bien preparado cuando le llegase el momento de sustituirle.

Una tarde, antes de cenar, con un dry martini entre las manos, descalzo y tocado con un gorro sarakatsano que había comprado en un bazar, Juanito contemplaba el atardecer junto al tío Jacob, del que se había hecho muy amigo, mientras esperaba a María Gabriela, que se estaba arreglando en su camarote. Con ellos estaba Áxel de Dinamarca, que era el hijo del adorado Valdemar, el gran amor del tío Jacob, con su mujer Margarita. Todos tomaban cócteles.

Juanito había escuchado sin pestañear durante el viaje las amenas historias que le contaba el tío Jacob de sus viajes por Dinamarca con Valdemar y de lo que sufrió cuando falleció, quince años atrás, lo que daba cuenta del carácter tolerante del chico de los Barcelona o de que no comprendía la naturaleza de la íntima amistad de los dos príncipes. Don Juan sí rezongaba continuamente:

—Menudo maricón.

Aunque doña María se apresuraba a gorgojear:

—¡Qué anécdotas más interesantes, tío Jacob! ¡Debíais quereros mucho!

El tío Jacob le dirigía mudas miradas de agradecimiento a María y puñaladas iracundas, también mudas, a Juan, ya que no había logrado superar la ausencia del hombre amado y moriría dos años después con su nombre «¡Valdemar!» en los labios.

Juanito no perdía ocasión para timarse con Margarita, la mujer de Áxel, una rubia lánguida cuya vida matrimonial no parecía muy satisfactoria.

En las hamacas de al lado, Diana e Isabel de Francia leían el Vogue entre las dos mientras fumaban un cigarrillo. Irene, Helena y Catalina, las tres hermanas de Pablo, también fumaban apoyadas en la barandilla, copa en mano; se sentían tan a gusto que no necesitaban ni hablar. El mar estaba tirante como la piel de un tambor, el viento del sur, tibio y perezoso, movía suavemente el velamen y peces de lomos plateados bailaban sobre el agua.

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