La soledad de la reina (12 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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Y también, quizás por su influencia, las guerrillas perdieron el apoyo de la Unión Soviética y se autodisolvieron. En 1949 Grecia estaba, por fin, en paz. Pobre, pero en paz.

Pero ni siquiera Grecia le impidió dedicar su amorosa atención a su marido. Pablo se puso enfermo; el tifus, que según se ha comprobado en la actualidad puede tener su origen en situaciones de estrés insuperable, lo recluyó en la cama largos meses. Es una enfermedad grave, y Pablo parece que se regodeaba con la idea de morir, estaba melancólico, no tenía fuerzas. A Federica, desesperada, se le ocurrió una idea:

—Vamos a habilitar el cuarto contiguo y le voy a decir a la pianista Gina Bachauer que venga a tocar para ti.

Así lo hicieron, y el rey mejoró escuchando Bach, Beethoven y Chopin. Cuando Gina debió irse, la sustituyó el gran violinista Yehudi Menuhin, quien sería amigo de la familia toda su vida.

Tiene mérito la entrega de Federica, ya que tanta responsabilidad también a ella le pasó factura: enfermó de depresión, dolencia que llevaba en secreto, ya que no quería que la tía María pretendiera psicoanalizarla. «Los lazos que me unían a mi pueblo llegaron a ser demasiado fuertes… me había identificado tanto con sus sufrimientos que, ahora que habíamos terminado la guerra civil, mi guerra civil particular me estaba destrozando a mí», cuenta en sus Memorias, para a continuación decir resignada:

—Pero ¿qué iba a hacer? Tenía que seguir adelante, era la reina. La mano de mi marido me daba fuerzas, ¡y la física nuclear!

Sí, aunque suene extraño, la reina Federica abandonó su fe en las hadas para interpretar el mundo según los principios de la física nuclear ¡con todo el fanatismo de los recién conversos! Llegó a ser tan experta en esta materia que pudo discutir de tú a tú con grandes científicos mundiales como Heisenberg, del que admiraba su formulación del «principio de incertidumbre»: Federica dedujo que el Mundo, Dios y lo Invisible estaban dentro del alma humana. También que tu mente da «forma» al mundo que te rodea. Esta teoría acerca del insondable poder de la mente para crear está viviendo en la actualidad un segundo renacer, ya que está en el germen de la New Age y de los libros de Rhonda Byrne basados en la física cuántica, lo que nos demuestra que Federica, como en tantas cosas, también en filosofía fue una adelantada a su tiempo.

Heisenberg, halagado supongo por tener de «fan» a toda una reina, le respondió que la interpretación de Federica se trataba de una adaptación personal a sus teorías tan válida como otra cualquiera.

Es fácil entender la admiración de Sofía adulta por esta mujer universal que le tocó como madre, que incluso llegó a ocupar en solitario la codiciada portada de la revista Time, aunque quizás la niña Sofía hubiera preferido una mamá más doméstica.

Como cuando los niños eran pequeños, Federica intentaba justificarse:

—Mis hijos están muy bien, no dan problemas; Nursi es perfecta para ellos. ¡Hay tanto por hacer en Grecia!

De hecho, los príncipes apenas vivieron en el Palacio Real de Atenas; en cuanto se arregló someramente Tatoi, se trasladaron allí con su pequeño ejército de cuidadoras comandado por Nursi, sin recordar por suerte el sonido de las bombas que los recluían en los sótanos cuando eran pequeños. Los padres iban los fines de semana que no estaban de viaje.

Tatoi es una finca grande, que tiene granja, garita para el portero y una puerta de hierro ancha y baja. La fachada de la casa es de piedra, tiene cinco salones de recepción, ocho habitaciones y la única nota real la dan los criados, dieciséis, que llevan corbata blanca y chaqueta escarlata. Pero el lujo de Tatoi es la naturaleza. Las montañas lejanas hunden sus cimas en las nubes, un coro estridente de ranas despide el sol cada día y en el jardín hay retama y espliego, romero y flores silvestres amarillas y violetas, adelfas y laureles:

—¡El olor de Tatoi! —recuerda todavía en la actualidad la reina de España con toda la nostalgia de los sueños perdidos. A los olivos y pinos de la finca antigua, que compró el abuelo de Pablo y que por tanto pertenecen a la familia y no al Estado, se han añadido ahora olmos y altos plátanos bordeando el camino blando y húmedo por las hojas caídas.

En Tatoi pudieron recuperar la libertad de que habían gozado en Sudáfrica. Sofía se lo escribe entusiasmada al general Smuts
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, quien desde Ciudad del Cabo continúa preocupándose por la familia que albergó en su casa: «Querido general Smuts: ¿Cómo está? Muchas gracias por su cariñosa carta… ¿Sabe usted que aquí, en Tatoi, está nevando y todos los árboles están blancos como si pusieran una sábana blanca en el suelo…? Ayer, cuando estaba montando, vimos quince ciervos o así y me caí del caballo del susto… Lot of love from Nursey, Tino and Irene and from me… Sophie».

La letra de Sofía es redonda y dibuja las mayúsculas con una meticulosidad que desgraciadamente ya se ha perdido. ¿Quién hace hoy el complicado arabesco de la D mayúscula?

En Tatoi, el auténtico hogar de Sofía, me atrevo a decir que incluso en mayor medida que Zarzuela, los hermanos disfrutaron de la vida en el campo y del contacto con los animales, ¡hasta se llevaron a un cordero a vivir dentro de la casa! Los invitados lo veían entrar tranquilamente en el salón precedido por el sonido argentino de un cascabel al cuello y sus balidos.

—Bee beee —balaba el animal.

Y el visitante, azorado, respondía en ocasiones:

—Buenas tardes.

Y también siguió la unión compacta entre los tres hermanos, a los que a veces se unía Tatiana, ¡su madre se había vuelto a casar, con Raymondo, su príncipe italiano, y vivían en un castillo algo lúgubre a las afueras de París! A Tatiana le gustaba la vida en Tatoi; era la mejor amiga de Sofía y tenía su propio cuarto.

Nadie más formaba parte del círculo íntimo de los príncipes de Grecia; vivían muy aislados, lo que contribuía a convertir a Sofía en una personita algo huraña y retraída, como confiesa ella misma:

—Yo era introvertida y desesperadamente tímida, me daban miedo los extraños, lo inesperado.

He preguntado a la reputada psicóloga María Jesús Álava por la personalidad de la reina, a la que conoce muy bien, y me ha respondido:

—La personalidad se forma antes de los seis años. Un niño necesita seguridad, ¡ver siempre las mismas paredes! ¡Exactamente lo que le faltó a Sofía! Y buscó esta seguridad en sus hermanos y en sus padres, aferrándose de forma desesperada a ellos para salir adelante. Se refugió en el núcleo familiar más estricto, que luego trató de reproducir en su propia familia. Su timidez, ese temor a lo desconocido, hunde sus raíces en los largos años de exilio y desarraigo.

Nursi la miraba muchas veces con cariño, pero también con algo de preocupación. El rostro de Sofía, antes fino y delgado, se había vuelto más rotundo, con una mandíbula fuerte que denotaba voluntad; tenía casi siempre la mirada baja, y cuando sacaba a pasear su sonrisa se iluminaba no solo su rostro, sino la habitación entera.

Pero aun para los ojos abstraídos en grandes cuestiones de Estado, como los de Federica, por no hablar de sus disquisiciones sobre física nuclear, se hizo evidente que la educación de Sofía era muy incompleta. Además vino a añadirse una preocupación suplementaria:

—Señora, Harold Embelton y yo queremos casarnos.

Freddy se echó las manos a la cabeza. ¡Nursi casarse! ¡Pero si era una solterona, peor que eso, era la madre de sus hijos, cómo iba a dejarlos y casarse!

—Pero, Sheila, ¿a estas alturas? ¿Qué van a hacer los príncipes sin ti?

—Señora, llevamos esperando diez años, y mi novio, que, como sabe la señora, es pastor protestante en una iglesia rural, terminará casándose con otra. Y las basilisas y el diádoco también se casarán y se irán, entonces, ¿quién me querrá a mí?

—Claro, claro, lo comprendo, ¡pero figúrate tú qué complicación!

Se lo consultó a Pablo, que, extrañamente, tenía otro punto de vista:

—Esto les conviene a los chicos, Freddy. Sheila es una niñera, y Sofía ya no la necesita, ¡no es la educadora apropiada para unos príncipes reales! Son unos ignorantes, hasta tú estabas mejor preparada que ellos.

Federica, algo amostazada, dijo:

—Bueno, bien, pero ¿qué propones? ¡La enseñanza en Grecia está muy atrasada!

—¿A tu hermano Jorge no lo han hecho director de las escuelas Kurt Hahn en Salem? Allí le enseñarán disciplina alemana. Y a ver si Sofía adquiere un poco de cultura y ve mundo, ¡nuestros hijos son pueblerinos, tanta oveja y tanta Nursi!

—Sí… no es mala idea. Pero entonces no tendremos más remedio que ir a la boda de mi hermano mayor, Ernesto Augusto, con nuestra prima Ortrud de Schleswig-Holstein.

—¿No te apetece ir? —preguntó extrañado su marido.

—No mucho, ya sabes que mamá siempre me critica. ¡A veces me da la impresión de que se burla de mí y no aprecia los esfuerzos que hago por Grecia!

Pablo murmuró algo ininteligible. Federica prosiguió:

—Pero a Sofía le irá bien alternar, y después la llevaremos directamente a Salem.

Tenemos fotos de esa boda, de la que nacerá Ernesto Augusto de Hannover, el último marido de Carolina de Mónaco. Ernesto Augusto es, por tanto, primo hermano de nuestra reina, y es por esta circunstancia por la que él y su mujer fueron invitados al casamiento del príncipe Felipe con Letizia Ortiz.

La boda del hermano mayor de su madre será una de las raras ocasiones en las que Sofía se relacionará con su familia materna.

Están incluso sus abuelos, a los que apenas conoce, él muy deteriorado ya, de hecho morirá poco después, y ella, la altiva Victoria Luisa, que saludó con displicencia a su hija:

—Servus, Freddy. —Y se puso a contemplar a aquella nieta huraña y taciturna con cierta severidad.

Con su rudo acento prusiano, tan bronceada como un beduino por los deportes de invierno, le preguntó a su nieta:

—¿Te gustó el libro que te regalé?

Dado que el libro de cuentos se lo había enviado cuando Sofía tenía dos años y era para aprender a leer, con las letras del tamaño de rodajas de merluza, se comprende que esta no estuviera muy entusiasmada cuando contestó:

—Ja, oma.

Sofía no se soltó del brazo de su rutilante madre, que sonreía en este palacio donde había transcurrido su infancia como una artista de cine.

Llevaba plumas en el pelo y lucía el fabuloso tesoro Romanov, que pertenecía a la Casa Real griega, ya que la primera reina, la gran duquesa Olga, era hija del zar de Rusia. Federica se las acababa de remontar en Cartier, convirtiendo el anticuado bandeau a la moda de los años veinte en un collar convertible en tiara, con las espléndidas esmeraldas únicas en el mundo resaltando sobre un lecho de centelleantes brillantes, combinando con un corsage del que penden otras seis enormes esmeraldas en forma de gota.

Los antiguos criados comentaban con admiración:

—¡Cómo ha cambiado la prinzessin Freddy!

La sonrisa de Sofía, en cambio, era la mueca cohibida de la chica campesina que iba por primera vez a la ciudad y se encontraba fuera de sitio.

Enseñaba unos dientes algo estropeados, guiñaba los ojos, y se la notaba encogida y avergonzada dentro de un vestido de niña, de organdí, cuando ella ya no era una niña.

Menos mal que la sacaron a bailar sus tíos más jóvenes, Christian y Enrique, que estaban todavía solteros y tenían fama de playboys. Pero aún le dio más vergüenza, porque le parecía que todos se daban cuenta de sus dientes mellados y de cómo le apretaba el vestido su pecho adolescente. En esta boda, Sofía era la única que no tenía apariencia de princesa, pero sería solo ella, entre todos los invitados, la que llegaría a sentarse en un trono, aunque entonces, nadie, ni en sus sueños más locos, podría imaginarlo. ¡Ni siquiera su madre en sus más altos delirios de grandeza!

Después la llevaron a Salem casi a rastras, desesperada por dejar la luz de Grecia y Tatoi, separarse de sus hermanos y, sobre todo, abandonar el manto protector de Nursi y su afecto constante durante doce años. Sus manos siempre dispuestas a dar, sus palabras consoladoras, su mirada de cariño, toda su infancia, sus secretos de niña que solo Nursi conocía se iban con ella, ¡fue desgarrador, el primer dolor adulto de su vida!

Todo el viaje fue llorando
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. Cuando las puertas del colegio, construido sobre una siniestra abadía germánica, se cerraron tras ella, Sofía tuvo que enfrentarse a varios desafíos: decir adiós a la niñez, vivir en soledad y dejar de ser basilisa para ser simplemente Sofía de Grecia.

—No podía quejarme, ni lloriquear; todo debía hacérmelo yo, desde la cama hasta limpiarme los zapatos. Y cada semana nos tocaba una tarea colectiva, pelar patatas o servir la mesa.

Debían ganarse cualquier ventaja, por pequeña que fuera, con el propio esfuerzo; allí nadie iba a ir en su ayuda. Cada noche los alumnos hacían examen de conciencia, y eran ellos los que decidían sus propios castigos. Fueron cuatro años en los que Sofía no gozó de ningún privilegio, fue una más, en un ambiente duro, de pensionado alemán: colegio mixto, uniforme estricto, frío, comida escasa, disciplina militar. Al principio se quedaba a dormir en casa de su tío Jorge y de su mujer, la princesa Sofía de Hannover, al cuidado de una institutriz austriaca, una condesa a la que no podía soportar porque pretendía sustituir a su amada Nursi y porque siempre recalcaba en tono antipático:

—¡Hay diferencias! ¡Ella era niñera y yo señora de compañía!

Nursi ya se había casado en Inglaterra con su pastor protestante y le enviaba postales con fotos de gatitos y de la reina Isabel dentro de un corazón con las cabecitas de los dos hijos que había tenido con Felipe, el príncipe Carlos y la princesa Ana.

Pero Sofía exigió quedarse a dormir con el resto de los alumnos; le daba envidia ver la complicidad que la convivencia completa había creado entre sus compañeros. A las seis tocaban diana, como en un cuartel, gimnasia en el patio recubierto por una capa de hielo, duchas de agua fría, rezos, clases interminables… Sofía, a pesar de que la pusieron en el nivel más bajo, fallaba estrepitosamente en casi todas las asignaturas, llegaba tarde a recuento, era patosa en los deportes, ¿y es que nunca hacía sol en ese país húmedo e inhóspito?

—Incluso me tuvieron que cambiar de clase, porque yo corregía con impertinencia al profesor de griego —confesó ella misma.

Pero no se quejaba; apretaba los dientes, los puños, y lloraba por las noches contra la almohada, sin que nadie la oyera. Y poco a poco fue dándose cuenta de que esforzarse y ganar, ¡le gustaba!

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