La consideraban perjura y hereje. Franco le había pedido que se quedara en España:
—Para que los españoles lo conozcan y lo amen.
Se lo dijo con su voz que los periódicos definían como «broncínea con diamantinos armónicos», pero no le dio ninguna seguridad respecto a su futuro. Mal que bien, sus estudios, que no había podido seguir regularmente por todo el trajín de la boda, se daban como oficialmente concluidos. ¿A qué tenía que dedicarse en España? Su primo estaba trabajando en un cargo de verdad; él, ¿qué podía hacer? Ni siquiera podría inaugurar pantanos, pues ese honor estaba reservado para el Caudillo.
Pero todavía era peor la idea de vivir en Grecia, como quería su suegra, «el sargento prusiano»; ¡hasta les había puesto ya los cepillos de dientes en Psychico! También sería horrible vivir en Estoril, en el exilio, compartiendo con su padre la angustia, los anhelos del desterrado.
Se lo decía a Vilallonga:
—Mi padre se consumía en Estoril; me hablaba de una España que formaba parte de su memoria histórica, de su nostalgia, pero que ya no existía…
También era lógico que le diera miedo emprender ese viaje hasta el fin de sus vidas al lado de una muchacha a la que apenas conocía. ¿Se entenderían? Porque casarse significaba limitarse a tan solo una mujer en el mundo.
De vez en cuando miraba con asombro a esa mujer que ya sería la suya para siempre.
La carita triangular de Sofía, en la que tan difícil resultaba leer.
Una Sofía que había estado en Estoril, es cierto. Los amigos de la infancia de Juanito me lo cuentan cincuenta años después:
—Era muy callada y seria… Era distinta a nosotros, que tengo que reconocer que éramos bastante brutos… Nos preguntaba cosas de la historia de Portugal y de arqueología que no sabíamos cómo contestar. Se llevaba a don Juanito solo por ahí, ¡decía que quería hacer turismo y visitar ruinas! Fueron a ver los cerezos en flor del Algarve que nosotros, que llevábamos toda la vida en Portugal, desconocíamos. Nosotros entreteníamos a Irene. Y a su madre, que era de armas tomar, la dejaban con doña María, que no sabía muy bien qué hacer con ella. ¡Cuando estaba Federica delante nadie podía abrir la boca!
Babá Espirito Santo le contaba a José Antonio Gurriarán:
—A Sofía le gustaban mucho los niños, y quería tener muchos hijos.
¿Se han dado cuenta ustedes de que a los grandes solitarios les gustan mucho los niños y los perros?
En su boda, la princesa que quería tener muchos hijos, sin embargo y a diferencia del novio, sí sonreía. La sonrisa de Sofía no encendía inmediatamente la luz de su rostro; era como lava caliente, se extendía con lentitud, primero elevaba las comisuras de sus labios, después eran sus ojos los que chispeaban. Miraba con timidez a Juanito, no sabía qué significaban esos suspiros que parecía que fueran a partirle el pecho.
La vida de Sofía, antes tranquila, se había convertido en un torbellino. En esta semana que llevaba su novio en Atenas incluso había recorrido calles que ni siquiera conocía, porque a Juanito le gustaba todo lo popular, y lo había tenido que llevar a la Platka a beber ouzo, bailar sirtaki y romper platos en los pequeños bares donde orquestinas de turcos tocaban el bouzouki, con el olor del pan recién horneado mezclado con el perfume de jazmín y de mimosas. A Juanito le sorprendió que el país de su novia tuviera un aire tan exóticamente oriental. ¡Europa parecía estar muy lejos!
Pero Sofía tenía gran interés en que Juanito conociera «su»
Grecia y le enseñó su escuela, Mitera, sus excavaciones arqueológicas y todos los lugares de su infancia; salieron a navegar en el barco del armador Goulandris, y juntos vieron los atardeceres lentos de esa primavera que ya estaba entrando en el verano. Incluso le presentó a su profesor, Jocelyn Winthrop-Young, que a pesar de su aspecto de erudito, sus «hum, hum» constantes y sus citas a los clásicos, no impresionó demasiado a Juanito, que le dijo:
—Perdóname, Jocelyn, pero a ti y a mí nos separará siempre una roca: ¡Gibraltar!
Al viejo Jocelyn no se le cayó la baba porque era un señor muy educado, pero casi. ¡Cuando Juanito saca la artillería pesada para seducir no hay nadie que se le resista! Un amigo suyo me lo explica:
—Es un poco teatro y un poco verdad. Tiene un corazón de oro, y esa cualidad tan rara es fascinante en las distancias cortas. Por otra parte, por la vida que ha llevado, sabe perfectamente cómo utilizar a su favor la naturalidad desarmante que ha heredado de su madre.
Sí. Corazón de oro, pero con una debilidad que no aflorará hasta años después. Claro que es el pecado que más perdonan los amigos y los pueblos.
Sofía no sabía muy bien dónde iban a vivir, con qué, para qué, pero su sonrisa brillaba tenuemente, era esa llamita insignificante que no se extinguía nunca y que quedaba en las fogatas, debajo de la ceniza. Años después
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, ella intentó explicar sus impresiones:
—Yo tenía dentro una mezcla tremenda de sentimientos muy nuevos. Estaba radiante. Me sentía feliz, y al mismo tiempo tenía un nudo en la garganta, pensaba, me voy de aquí, algo importante se ha acabado…
Adiós, Mitera, adiós, niños huérfanos, adiós, Tatoi, ¡adiós las higueras bajo cuya sombra se adormecía escuchando el canto de las cigarras y olfateando el aroma sutilmente amargo del espliego!
Adiós, mares azul tinta, ¡adiós rocas color violeta recibiendo el último rayo de sol del día, que cuando ponías la mano encima estaban calientes! Fuentes, volcanes, terremotos, adiós cítaras y mandolinas de Grecia, adiós, Grecia. Ya sas Elleniki.
Nadie ha remarcado jamás lo difícil que debió de ser para Sofía dejar su tierra. Como si el dolor por la patria perdida la disminuyera a los ojos de los españoles.
Ni siquiera se ha permitido ella misma, en las escasas ocasiones en las que ha hablado de su vida, expresar la nostalgia por su país natal, en un ejercicio de autocontrol que tiene algo de monstruoso.
Tuvo que ser muy duro. Sus veintitrés años de vida los había entregado a Grecia. Había recorrido sus mares, excavado en sus entrañas, curado las heridas que le habían producido los terremotos, las guerras, el hambre… Había visitado las islas más remotas, escuchado los problemas de sus compatriotas, enjugado su llanto…
Había abrazado a sus niños. No había paisaje que no hubiera pisado, ni había griego que no la conociera; esa tierra antigua corría por sus venas, ¡podía recitar los cantos de Homero, hacer música como las sirenas, llorar todas las lágrimas de Penélope!
Pero no le estaba permitido demostrarlo, ¡las princesas no lloran! Se lo dijo su madre; a su madre se lo dijo la suya. Durante toda la boda se mantendrá impasible. Aquí, en ese momento, en este país telúrico y desgarrado llamado España que gusta de la exageración y de la desmesura, empieza a gestarse su leyenda de mujer fría. Mi informante me cuenta:
—Sí, de vez en cuando se enjugaba una lágrima, pero sin descomponer el semblante. A mi lado una invitada que lloraba a moco tendido, todavía no sé por qué, le dijo a su marido, ¡se nota que es alemana!
¡Ya empezamos!
A pesar de su aparente despego, Sofía se atreverá, sin embargo, a contar años después que sí se sentía preocupada respecto a su futuro:
—La situación de mi marido en España era muy delicada, muy difícil, muy extraña. Franco y don Juan querían cosas distintas, había que nadar entre dos aguas…
Debió convertirse al catolicismo; no le importó. Fue instruida en secreto por el arzobispo católico de Atenas, que iría quince días después de la boda a bautizarla. Había visitado al papa y, según decía, tanto el papa como la religión católica le habían impresionado profundamente.
La reina Victoria Eugenia había pretendido advertirla:
—A mí me hicieron muy antipática la conversión… pero es un trago que pasa pronto…
Pero no hacía falta que la consolaran, Sofía se sentía cómoda en el seno de la Iglesia católica. No se comprende cómo puede uno cambiar de religión de la noche a la mañana, encima no cayéndose del caballo como Pablo camino de Damasco, sino por imperativo categórico, y sentirte «muy impresionada» y «muy cómoda». Solo puedo explicármelo pensando que Sofía, como su madre, como su padre, tenía un sentido amplio de la espiritualidad, sin sujeciones a ninguna disciplina concreta. No en vano al parecer Federica le había comentado
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a Franco:
—No se preocupe su excelencia, garantizo que mi hija va a ser una buena católica.
El ritual ortodoxo les resultó pintoresco a los invitados españoles. Las coronas suspendidas encima de la cabeza de los novios como símbolo de pureza, beber en la misma copa como señal deunión, también bailar con el arzobispo alrededor de la mesa nupcial según el libro de Isaías mientras diez toneladas de pétalos de rosas caían encima de los contrayentes. Pero el momento decisivo sí que lo entendió todo el mundo. A la pregunta en griego:
—???ete??a??a? s?????.
Juanito contestó con voz que era casi un suspiro:
—Sí.
Mientras Sofía pronunció cuidadosamente:
—Malixta [sí, quiero].
Después se sentaron mientras los interminables cantos gregorianos atronaban en la catedral de Atenas. Sofía, tal vez para relajarse, recordaba los regalos recibidos, desde una lancha motora de los príncipes de Mónaco, hasta un collar de diamantes en chatones con el que la ha obsequiado la reina Victoria Eugenia, ¡cada uno de esos brillantes le fueron regalados para hacerse perdonar una infidelidad! También recibió de la abuela de su novio un brazalete de zafiros y rubíes y la diadema de conchas de perlas y brillantes de «la Chata», realizada por Mellerio. Una simple carabela de plata, regalada por el rey Pablo; el general De Gaulle, una vajilla de Sèvres; los duques de Alba, una petaca de jade; los duques de Montellano, unos pendientes de brillantes; un petrolero de oro macizo como adorno de mesa del naviero Niarchos; un abrigo de martas cibelinas que le ha regalado Onassis se lo pondrá en contadas ocasiones, porque la reina no lleva pieles…
Su madre le regaló a Juan Carlos un anillo del siglo v antes de Cristo, de oro con un camafeo, que es el que siempre lleva el rey en el dedo meñique. Claro que los regalos de los padres despertaron el desprecio de la letal Victoria Eugenia, quien le dijo a su prima:
—Freddy le ha dado solo cuatro sencillas pulseras de cadenas de oro con cabujones de rubíes, zafiros y esmeraldas, ¡muy pobre!
Sofía no recibió ninguna perla, yo creo que podía haberle regalado un bonito hilo de perlas cultivadas en vez de tanta pulserita y tanto barco.
Y añadió:
—A última hora yo le di también un broche de brillantes del siglo XVIII, ¡parece que no lo apreciaron! ¡Estoy indignada!
El Real Madrid les regaló un estupendo equipo de estereofonía de alta fidelidad, como se decía en aquellos tiempos.
Sofía adivinó que su padre estaba sufriendo y tal vez se había refugiado en algún mundo interior que solo él conocía. Se había habituado a sacarse los lentes, limpiarlos lentamente con un pañuelo blanquísimo, exponerlos a la luz y volver a ponérselos.
Su basilisa, la primera, la que nació en la mesa de Tatoi y que creía que él era el padre más guapo del mundo, salía para siempre de su país y de su familia.
Su madre no le quitaba la vista de encima, trataba de infundirle seguridad y fuerza. Sofía miraba hacia atrás. Pilar parecía molesta y rehuía sus ojos; Irene solo estaba pendiente de colocarse bien la diadema y la chaquetilla; pero Tatiana le sonreía, como siempre, de forma tranquilizadora.
En primera fila estaba el rey Olav, el padre de su amor juvenil Harald, ¡qué lejano le parecía todo ahora!, ¡qué joven e inocente era entonces!
La novia de Harald, Sonia, la modistilla, sería reina de Noruega aunque le pesara a su padre y al mundo entero.
Ella, que era hija de reyes, ¿sería reina también?
Sabía que su futuro dependía de la buena voluntad del Caudillo, al que Sofía todavía no conocía. El matrimonio Franco le había regalado una diadema en forma de flores de la casa Aldao que también puede usarse como collar y un broche de brillantes, el Actinia, con un enorme zafiro; también le había sido impuesto el Gran Collar de la orden de Carlos III, del que la reina Victoria Eugenia dijo con desprecio:
—Pues vaya regalo más inapropiado, es una condecoración para hombres; a ti te tenía que haber dado la cruz de María Luisa.
A Sofía, además, dos escribanías de plata, unas mantillas españolas y unos abanicos. La princesa ya había cumplido con el primero de sus deberes: halagar al Caudillo. Le acababa de escribir una carta muy emotiva, dictada por Juanito, en la que le decía: «Mi querido generalísimo, me he sentido abrumada y profundamente emocionada por los maravillosos regalos que el almirante Abárzuza me ha traído de su parte y que le agradezco de todo corazón.
La condecoración me ha complacido en extremo, al igual que el magnífico broche de brillantes que me envió como regalo de boda. Lo valoraré como un tesoro toda mi vida. Sofía».
También valoraron los príncipes el obsequio que les hizo la diputación de la Grandeza, a instancia de la duquesa de Alba, una cantidad de dinero que les servía, junto con la dote que le había concedido el gobierno griego, para ir viviendo. En sus primeros años de matrimonio, la pareja real necesitaba sesenta mil pesetas al mes.
Cuando acabaron las interminables ceremonias religiosas, los invitados se fueron trotando al Palacio Real a firmar la tercera boda, la civil, delante del alcalde de Atenas.
A las tres y media de la tarde, ciento setenta elegidos, que habían asistido a varias fiestas prenupciales y que además llevaban arreglados y vestidos desde las seis de la mañana, se sentaron por fin a almorzar en las grandes carpas instaladas en los jardines del Palacio Real con un suspiro de alivio. Muchos se descalzaron con disimulo. Aristóteles Onassis, el millonario armador al que Karamanlis había cedido la Olympic Airways, convirtiéndolo en el único ciudadano del mundo que poseía a título privado una compañía aérea internacional, tan presente en las revistas de sociedad de la época como Grace Kelly, había acudido solo a la boda. No podía llevar a una boda real a su amante, la prima donna María Callas, ya que no estaban casados, ¡por mucho que fueran los dos griegos más famosos del mundo!
María, a la que había retirado de la ópera, lo esperaba pacientemente en su lujoso apartamento de la avenue du Foch de París. Onassis iba con sus características gafas oscuras y paseaba su mirada de depredador por todo el recinto en busca de una presa mordiendo más que fumando su habitual Papastratos. De reojo miraba a su rival en los negocios y en la vida, el magnate Stavros Niarchos, que estaba acompañado por su mujer, Eugenia Livanos
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. Y mascullaba: