—Tengo seis hijos varones y a Freddy, ¡pues Freddy es el más macho de todos!
Con sus hermanos también estaba enfadada por los repartos testamentarios de su padre. La tía María Bonaparte, su apoyo durante los largos años de exilio, ya no podía soportarla, y achacaba su febril actividad a su bajo funcionamiento sexual:
—Tu marido es mayor y tienes energía sobrante. ¡Me ha dicho Pedro que él con mucho gusto puede suplirlo! ¡Por hacerte un favor!
Federica daba un bufido, decidida a no escuchar aquellas insensateces que tan atrayentes le habían parecido cuando era más joven. La tía María, además, era víctima de una depresión desde que se había muerto el tío Jacob, aquel hombre del que nunca había estado enamorada y que jamás la había satisfecho, pero que era simpático, buen padre, buen compañero y honrado.
¡Federica ya no podía contar ni con la tía María! Y tampoco con su hija Eugenia, que bastante trabajo tenía apaciguando el temperamento exaltado de su Raymondo. Sus cuñadas Irene y Helena vivían en Italia; Catalina, su dulce compañera de la Cruz Roja, de Sudáfrica y Egipto, que se disfrazaba de rey mago para sorprender a sus hijos, vivía en Londres. Como todos los tiranos, Federica se quejaba porque estaba sola, ¡no tenía a nadie! ¡Hasta había perdido la cruz que le había regalado el muchacho herido en el hospital, en los primeros días de la guerra, «in touta Niké»
[Dios está contigo]! Y se decía con amargura que las reinas debían estar solas; se lo repetía a Sofía:
—¡Solas, hija mía! ¡Las almas grandes se forjan en soledad!
¡Rodeada de mediocres! ¡Cómo podía gobernarse así un país!
El único que hubiera podido frenarla era su marido, pero Pablo estaba cansado de vivir, ansiaba que su alma se uniera a las de los muertos que viajaban al Hades y prefería prepararse para otro mundo mejor que este. Federica solo se conmovía con él. Su carácter había cambiado, sus afectos también, pero su inconmensurable amor por Palo permanecía intacto a través de los años. Cuando visitaron el Taj Mahal en la India, Freddy apoyó la cabeza en su hombro y le preguntó:
—Palo, ¿serías capaz de levantarme un monumento como este cuando yo me muera?
Y el buen rey, envejecido y enfermo, aún tuvo ánimos de sonreír:
—Desde luego que no, prinzessin. Por hermoso que sea, preferiría que descansáramos bajo el cielo abierto de Tatoi y que los ciervos pasearan por encima de nosotros y brotaran florecillas silvestres en primavera…
Descansar, sí. Federica solo se sentía en paz cuando paseaba con él y con sus perros por el lugar escogido para sus sepulturas.
Entonces volvían a sus labios las viejas palabras de cariño:
—Agapi mou.
Y él le repasaba los labios con el dedo:
—Omorfi.
El resto del tiempo era un volcán en ebullición, una oleada de lava que amenazaba con arrasarlo todo. Una mujer constantemente en pie de guerra, agotadora e impetuosa. Pisar a los demás se había convertido en su segunda naturaleza.
Y Juanito no lo iba a consentir. ¡Hombre, él aguantaba a su padre porque era su padre, a Franco porque no tenía más remedio, pero a su futura suegra ni hablar!
Se enfrentaron un día en el salón bajo de Mon Repos y sus gritos se oyeron en toda la casa e incluso en el jardín. Sofía los escuchaba llena de angustia desde su habitación retorciéndose las manos. Una Federica más altanera que nunca acababa de conseguir de Karamanlis y el Congreso griego una dote de nueve millones de dracmas para su hija. Además se habían comprometido a celebrar la ceremonia con todo el boato posible.
Algún político comentó:
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—La basilisa Sofía es la única de la familia que vale la pena, es la más inteligente y la más equilibrada.
Hubo amenazas, súplicas, chantaje, Federica utilizó todos los recursos histriónicos aprendidos en sus veinte años de vida pública, recordó su labor en los hospitales, la dureza de su exilio, ¡las ratas!, ¡el terremoto de las islas Jónicas!, ¡los niños de Macedonia!
Y al final lo había conseguido.
Sí, la misma cantidad que le habían negado para que Sofía se casara con Harald de Noruega. Federica estaba borracha de soberbia. No sabía que aquella cifra monstruosa era una cuenta más en el memorial de agravios que la iban empujando hacia su catastrófico final, ¡los griegos no se lo iban a perdonar nunca!
Quería anunciar el compromiso inmediatamente, en Corfú, a pesar de que los padres del novio ya se habían ido. Porque quería que Juanito y Sofi se casaran en octubre, dos meses después. Temía que el Parlamento diera marcha atrás en la dotación económica, y además sabía que una boda en el seno de una familia real era un sistema infalible para ganarse el amor de su pueblo, ¡ese ingrato que reclamaba a gritos la república!
Se lo comunicó al «chico de los Barcelona» con tono conminatorio que no admitía réplica. Pero Juanito contestó con tranquilidad y una chulería típicamente española:
—Me casaré cuando a mí me salga de las narices.
La reina se puso como la grana, ¡la cólera de Aquiles enfrentándose a Agamenón en la Ilíada no era nada a su lado! Sus rizos cobraron vida propia, sus cejas se unieron en medio de los ojos, se le hincharon los belfos, y apuntó con un dedo tembloroso a aquel muchacho que osaba responderle:
—Tú… tú… tú no eres nada, un desgraciado, nadie te quiere… no se sabe lo que serás… Nada, ¡una mierda!, menos que nada… Solo serás rey si Franco quiere…
Y Juanito cogió aquel dedo índice amenazante, y con una media sonrisa y una suavidad que había aprendido en su trato diario con uno de los hombres más fríos del mundo, que firmaba sentencias de muerte mientras lo afeitaban, le dijo:
—Eh, eh, eh, de eso nada… Tú, Freddy, serás todo lo reina que quieras, pero es bastante probable que yo también lo sea… pero no por Franco, sino por mis diecisiete antepasados que también fueron reyes…
Si estamos hablando de sangres, tan pura es la mía como la tuya…
Cogió entonces la mano entera de Federica y se acercó a ella, que se quedó tan desconcertada al ver que le plantaban cara que enmudeció. Juanito se inclinó y pudo verse reflejado en las pupilas atigradas de su suegra, y hundiendo en su corazón el dedo índice de la otra mano, con voz aterciopelada le dijo:
—Como tú. Soy nieto de reyes.
La tensión llegó a ser insoportable, pero tras esto el chico de los Barcelona rompió a reír, cogió a la reina de Grecia por los hombros y, aproximándola a su pecho, frotó la nariz contra su pelo mientras le decía:
—Freddy, Freddy.
Y ya Federica ronroneaba oliendo esa mezcla a tabaco y hombre limpio que desprendía la piel de su yerno, sucumbiendo a su embrujo como tantas antes, como tantas después.
Cuando era pequeña, Freddy tenía un perro al que decía:
—¡Morir por el rey!
Y el perro se tumbaba inmóvil y se hacía el muerto. Si se lo pidiera Juanito, ella también se tumbaría sobre el suelo de piedra de Tatoi, pero el príncipe ya llamaba a gritos a su novia:
—Sofi, Sofi, vámonos al merendero, ¡tu madre también viene!
Pero para Sofía eran victorias tristes. ¡Qué injustamente había repartido Dios por el mundo esos polvos misteriosos llamados encanto que tan solo se posaban sobre algunas afortunadas cabezas sin mérito alguno!
Es cierto que Juanito estuvo a punto de romper el compromiso, pero lo disuadieron una llamada de su abuela y los ojos de Sofía. Cuando se fue de Corfú, envuelto en la luz lechosa de la mañana que reverberada en una neblina tenue, le tuvo que dar su palabra de caballero de que no huía, que volvería a lomos de un caballo blanco como el príncipe fascinante que era, que nada había cambiado.
Antes se tenía que despedir de sus «novias»: María Gabriela hacía tiempo que había comprendido que no se casaría nunca con Juanito, aun así, le dolía perderlo, ya que seguía enamorada de él.
Con el tiempo reanudarían la amistad, ya en plan camaradería y, según me cuentan, una de las grandes depositarias de los secretos más íntimos de nuestro rey es precisamente ella, por encima incluso de sus hermanas. María Gabriela suele contar a sus amigos que nunca ha podido olvidar a su primer amor.
La otra «novia» era más difícil de despachar. Era tanto el atractivo sexual de Olghina, que Juanito temía volver a caer en sus redes. Fue a buscarla de madrugada al Club 84 de Roma y se hizo acompañar de Clemente Lecquio, el marido de su prima Sandra. Ya había nacido Paola, pero Olghina no le había dicho nada a su amante, porque llevaba casi un año sin verlo. Clemente se esfumó y la pareja, arrebatada de pasión, cogió un taxi y fue a la pensión Pasiello, un lugar «horrible, pero la imaginación puede convertir una habitación en un jardín de la Alhambra, y fue eso lo que hice».
A la mañana siguiente Juanito le contó que se había prometido con la princesa Sofía de Grecia y le enseñó el anillo que le había comprado:
—¡Con mi dinero!
Eran dos rubíes en forma de corazón con una barrita de brillantes por en medio.
La afirmación de Juanito no dejaba de ser una exageración, ya que los rubíes pertenecían a una botonadura de su padre.
Entonces Olghina le contó lo de Paola, y don Juan Carlos la escuchó con distanciamiento borbónico, se mostró «esquivo y asustado… le entró miedo de que le atribuyera esta paternidad»
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.
Olghina tuvo que pagar la habitación y el taxi, aunque luego el galante Juanito le devolvió el dinero por correo.
La petición de mano tiene lugar por fin, y como querían los novios, en Lausana, donde se reúnen las dos familias en la Vielle Fontaine, el 13 de septiembre de 1961. Ha sido el duque de Alba, el jefe de la casa de la reina Victoria Eugenia, el que ha viajado a Atenas a entrevistarse con Federica, que le dice algo así como:
—Tengo ganas de abofetearle, pero, por mi hija, le estrecharé la mano.
La reina Victoria Eugenia, a la que sus nietos llaman Gangan, está encantada con su nueva nieta. Comenta:
—Está preparada para su metier de reina, aparte de que es hija de reyes.
Y también:
—Esta muchachita tímida es en realidad un gran personaje. Ya veréis como más tarde desempeñará un papel muy importante.
La irreductible reina Federica se agarra del brazo del fornido Juan y ya no se suelta en toda la tarde. Pocas personas saben que, antes de salir al jardín, ya había tenido un enfrentamiento con la abuela de Juanito a propósito de cómo debían posar en las fotos.
Doña Victoria Eugenia se había limitado a cortar su monólogo chillón con su inglés impecable de clase alta:
—Dear… you tend to forget that I am a queen too…
Tino y el rey Pablo van con uniforme militar, cosa bastante desacertada, ya que se trata de una reunión privada y familiar; a doña María solo se la ve en segundo plano, mientras el centro de la imagen queda para la reina Victoria Eugenia, muy ajada ya aquella belleza estatuaria que había conmovido Europa. En las fotos vemos una anciana despeinada con un perfil de bruja de cuento y una mirada demasiado perspicaz para resultar bondadosa. Juanito sale en casi todas las fotos mirando a su padre, como buscando su aprobación, y ambos, él y Sofía, sonríen. Juanito ampliamente, la princesa, con cierta contención. Los periodistas presentes en el acto definen el estilo de Sofía: «Lucía un sencillo vestido de vuelo, estampado en azul, zapatos blancos y cinturón blanco también…
No llevaba reloj. Es esbelta. Debe medir un metro setenta. Rubia, pero no demasiado… Es una chica moderna a la que nadie regatearía un piropo».
José María Pemán, consejero de don Juan, improvisa una copla, para mí algo ininteligible: Mi pueblo se ha vuelto loco, todito lo que tenía le pareció que era poco y ha venido por Sofía.
En Atenas se disparan ciento un cañonazos desde la colina del Lycaon.
El último en enterarse del compromiso es Franco. Don Juan, preterido hasta entonces en todos los aspectos de la vida de su hijo, quiere ser el principal aval en su boda, quizás el momento más importante de su existencia. Ha sido él personalmente, ayudado por la reina Victoria Eugenia, el que ha llevado todas las conversaciones definitivas con la reina de Grecia: el día de la ceremonia, la doble celebración ortodoxa y católica, la conversión al catolicismo de Sofía. El mismo día en que el compromiso sale en la prensa, don Juan telefonea a Franco, que está a bordo del Azor. Hay tormenta, la comunicación es deficiente, don Juan da grandes voces:
—¡Que el príncipe se casa! ¡Con la princesa Sofía de Grecia!
Lo repite varias veces. Nadie contesta al otro lado del auricular, solo se oye el bravío oleaje. Al final, cuando Juan ya ha apurado varios whiskys, se oye la voz atiplada del Caudillo recitando:
—Es motivo de gran alegría este compromiso de…
A su enemigo, «el borrachín de Estoril»
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, según lo llaman en El Pardo, se le escapa la risa. Comprende que Franco se ha retirado para escribir una declaración oficial. Y masculla entre dientes:
—¡Ese enano despreciable!
El aparatoso y pesado velo de novia de encaje de Bruselas que llevaba Sofía era el mismo que lució Federica el día en que se casó con Palo. Sí, el que le hacía parecer una colegiala disfrazada de novia, según palabras del agudo Peyrefitte. No es el caso de Sofía, que debido a su peinado rígido y al rictus circunspecto de sus labios escuetos, parece mayor de sus veintitrés años.
La esteticista Elizabeth Arden había ido desde Nueva York para vestir y maquillar a la novia, Federica sabía que la reina Isabel de Inglaterra la había contratado el día de su coronación y quería que Sofía estuviera tan deslumbrante como la prima Lilibeth, como la llamaba Juanito.
Elizabeth Arden tenía ya setenta y cinco años, pero estaba de pie desde las cinco de la mañana, cuando había preparado sus mascarillas caseras a base de pepino y caviar para que el cutis de Irene, Federica y sobre todo Sofía se mantuvieran mate y sin brillos durante doce horas. A pesar de que las tres habían brindado con pastillas tranquilizantes la noche anterior, Sofía no había podido pegar ojo. Ella e Irene era la primera vez que las tomaban, pero, al parecer, Federica, desde su depresión, necesitaba la ayuda de un somnífero para dormir.
El traje de Sofía lo había hecho Jean Dessès, ¡habían pasado quince años desde que diseñara aquel primer ajuar de una princesa errabunda que quería conquistar a su pueblo! ¡Sí, el mismo ajuar que se había caído al mar en sus baúles de Vuitton! Era de lamé blanco bordado con puntilla de bolillos hecha con hilo de plata, una filigrana que había requerido muchas horas de trabajo minucioso y que solo se apreciaba de cerca, si no parecía una túnica casi monacal. Federica había cuidado hasta el último detalle; los zapatos eran de Roger Vivier y tenían justamente siete centímetros y medio para que la estatura de la novia concordase con la del novio, y la cola del vestido medía siete metros. Pero el velo caía alrededor del rostro sin mucha gracia, porque, como decía Elizabeth Arden: