—La tiara es muy pequeña, y hay que despejarla para que se vea bien.
La corona era la «helena», que le había regalado a Freddy su madre, la altiva Victoria Luisa. Freddy no la había invitado, y tampoco a tres de sus hermanos; únicamente fue Christian, el apuesto playboy de la familia. La causa principal del conflicto era la propiedad del castillo de Marienburg que Federica también reclamaba.
Pero, según argüían sus hermanos, la finca debía ir vinculada al apellido Hannover y ella era ya reina de Grecia y tenía a su disposición multitud de palacios. Además, ¿no renegaba siempre de su pasado alemán? ¿No quería ser más griega que nadie?
En vano había esperado la hija del káiser que le llegara la invitación para la boda de su nieta. Palo le había dicho a su mujer:
—¿Pero no vas a invitar a tu madre?
La arrogante Federica no se había dignado contestar y, una vez más, Palo se encogió de hombros, le dio una larga chupada a la boquilla en la que ensartaba sus cigarrillos y cerró los ojos sin intentar convencer a su mujer, ¡una humilde barquichuela no puede luchar contra los elementos desatados! ¡Reinar sobre un país balcánico ya le llevaba bastante trabajo!
Al lado de la carroza nupcial, Constantino, vestido como un domador de circo, según le expresó uno de los invitados a esta biógrafa, caracoleaba innecesariamente con su caballo blanco para impresionar a una de las princesitas del cortejo, Ana María, la hija pequeña de los reyes de Dinamarca, de tan solo dieciséis años.
La reina Federica iba detrás, centelleante con un traje de lamé dorado con un abrigo beige largo ribeteado de martas cibelinas y con las esmeraldas de los Romanov bamboleándose en su cuello y su pecho. El año anterior, Federica había acudido con este collar a una sesión de Naciones Unidas. A su lado estaba el delegado soviético, Vichinsky, quien se inclinó sobre su escote y se interesó por la aparatosa joya.
Federica, rompiendo el silencio sepulcral, le informó con frialdad:
—Eran de los Romanov, ¡esos a los que ustedes asesinaron!
No se podría decir si era una grosería o un acto de valor, ¡con Federica nunca se estaba muy seguro de dónde se hallaba la frontera entre una actitud y otra!
Pablo, con la pechera llena de condecoraciones y medallas, se movía tan rígidamente que parecía un muñeco de madera. Sus gafas oscuras, que debía llevar constantemente debido a sus cataratas, no permitían saber cuáles eran sus sentimientos. La presencia de la pareja real ya no despertaba ninguna admiración entre su pueblo.
A pesar de eso, Freddy sonreía y saludaba al vacío, y así, saludando y sonriendo, aparece en las fotografías. ¡Federica llevaba tanto tiempo en la vida pública que ya conocía todos los trucos! Según me dijo mi informador:
—Cuando pasaba la reina Federica, era impresionante, el silencio casi se masticaba, ¡te daba angustia verla hacer aquellos gestos exagerados dirigidos nadie sabía a quién!
Había ciudadanos griegos a lo largo de todo el recorrido nupcial que agitaban civilizadamente banderitas en unas calles limpias y un entorno agradable. Pero lo que pocos conocían eran los duros combates que habían enfrentado a los manifestantes en contra de esta boda y a la policía, que se comportaba con extremada dureza; había heridos y muchos detenidos. Unos protestaban por el alto coste de los festejos, otros porque Sofía iba a renegar de su religión para hacerse católica. La oposición, a cuya cabeza estaba el socialista Papandreu, que había roto en público desdeñosamente la invitación a la boda, aprovechaba el río revuelto para manifestarse, ellos también, reclamando la república.
El primer ministro, Karamanlis, asimismo estaba enfrentado con la familia real. ¡Federica había estirado demasiado la cuerda, y aquellos nueve millones de dracmas entregados como dote a Sofía los tenía atragantados! Karamanlis estaba arrepentido de haber cedido a los ruegos de la reina, y su actitud durante todas las ceremonias fue de gélida displicencia.
Jaime Peñafiel, que asistió a aquel enlace como enviado de la agencia Europa Press, me explica:
—Entonces se nos contó que Federica había conseguido ocultar estos problemas a los ojos de los novios para que no sufrieran.
Yo no me lo creo. Tanto Juanito, acostumbrado a las manifestaciones en su contra, como Sofía, que conocía perfectamente a sus compatriotas, estaban al tanto de las revueltas, pero no tenían ninguna intención de volverse atrás en la decisión que habían tomado. Los dos por sentido del deber. Uno de los dos, además, por amor.
Peñafiel también me cuenta las dificultades que tuvo para «cubrir» aquella boda:
—Como yo trabajaba en una agencia, debía ir a toda prisa a Madrid, donde me esperaban para publicar el material al día siguiente. Entonces no había vuelo directo Atenas-Madrid, así que tuve que coger uno de Olympic Airways, la compañía de Onassis, hasta Roma, y allí otro de Iberia hasta Madrid. Como tenía miedo de perder la conexión, llamé desde Atenas a Iberia diciendo que «una alta personalidad española» que había asistido a la boda debía coger ese avión sin falta y, que si era menester, debían esperarlo. Cuál fue mi sorpresa al ver que, cuando llegué al avión de Iberia en el aeropuerto de Fiumicino con una hora de retraso, estaba esperándome Fraga Iribarne al pie de la escalerilla, y con aquella forma brusca que tenía de hablar, me espetó: «¿Así que usted es la alta personalidad española? ¡Mañana quiero verlo en mi despacho!».
Las autoridades griegas arreglaron someramente las calles por donde pasaba el cortejo para que quedaran bonitas en las fotos y para no ofender la vista de los regios asistentes, pero los invitados más sensibles no se dejaron engañar por esta treta y, si caminaban un poco, tenían ocasión de asombrarse con el contraste entre la pompa de todas las familias reales, incluida la griega, y la pobreza que reinaba en Atenas. Los delincuentes habituales habían sido ingresados en prisión —aun así, volaron muchas carteras—, y los lisiados, pordioseros, mendigos y gitanos fueron mantenidos a raya por la implacable policía griega, que formó un cordón alrededor de los invitados y sus valiosas joyas: la corona de zafiros de María Antonieta que llevaba la condesa de París; la corona de esmeraldas que había pertenecido a la reina Amelia que lucía la princesa Ana de Francia; la tiara con el famoso diamante de la corona, una de las gemas más bellas del mundo, que lucía la reina Juliana de Holanda; la tiara de la emperatriz Eugenia que adornaba el complicado peinado de madame Niarchos, Eugenia, la desgraciada esposa del multimillonario armador griego; los rubíes de la exmujer de Onassis, Tina, casada entonces con el marqués de Blandford, que hacían juego con su vestido de Guy Laroche de color carmín, y las perlas de la duquesa de Marlborough y de doña María, que contrastaban con su traje azul noche.
¡Muy inapropiado!, según la crítica Victoria Eugenia, quien, en carta a su prima Bee, que no había podido acudir a la boda no se sabe muy bien por qué, aunque sí lo había hecho su marido, el tío Ali, le escribió:
[47]
—El traje de mi nuera, María, era azul fuerte y hacía que pareciese… Está enormemente gruesa de nuevo y casi siempre en las viñas del Señor, ¡temo que la mayoría se dé cuenta! ¡Siempre es la que va peor vestida!
Hay que entender la maledicencia de la que hace gala quien fue reina de España, ya que, según contaba el consejero de don Juan, Pedro Sainz Rodríguez:
—En el exilio se aburre uno mucho.
Pero, en la boda de su hija, Federica no pudo quejarse, ¡por tiaras que no quede! ¡Incluso la mujer del enviado de Franco, que era inglesa, se había plantificado una corona de brillantes que nadie sabe de dónde había sacado en todo lo alto del moño!
Aunque la invitada que acaparó todas las miradas fue la exactriz Grace Kelly, que se había casado hacía cinco años con el príncipe Rainiero de Mónaco y era la mujer más popular del planeta.
Federica estuvo a punto de no enviarle a ella tampoco invitación; por muchas declaraciones democráticas que hiciera cuando iba a Estados Unidos, para ella una actriz de cine era poco más que una prostituta. Solo accedió a invitarla a instancias precisamente de la reina Victoria Eugenia, la abuela de Juanito, que se había erigido en protectora de Grace. A cambio, la exreina de España pasaba largas temporadas invitada «a tó meter», como decía castizamente, por los príncipes de Mónaco en el confortable clima invernal de la Costa Azul.
Federica en todo momento trató con altanería a la apabullante princesa-actriz. A pesar de eso y de la actitud recatada de Grace, que en las fotos aparece mirando el suelo, era la mujer más guapa de la boda, con diferencia. Aún ahora, a una distancia de cincuenta años, las aristócratas europeas, con sus joyas pasadas de moda colgando de sus cuellos ajados, enseñando brazos flácidos y perfiles ridículos, semejan patos al lado de la que fue apodada «El Cisne».
Según cuentan los cronistas de sociedad, «la princesa está bellísima, de una elegancia suprema, de una solemnidad regia. Vestía un maravilloso traje azul pervenche con sombrero del mismo tejido y color. Cuando desde el umbral de la puerta del enrejado que cerraba el templo empezó a subir la escalinata, pisando casi de manera alada el alfombrado, parecía una reina».
La otra invitada que atraía todas las miradas era la novia despreciada, María Gabriela de Saboya, de quien el mismo piadoso cronista de sociedad dice algo incongruente, que «llevaba un precioso vestido verde y sombrerito-casquete del mismo color, que despertaba admiración porque espiritualizaba su figura».
Pues sí. A pesar de que el poder se le estaba escapando a Federica entre los dedos como fluye el agua y la arena, lo había conseguido una vez más. Ciento treinta y siete miembros de familias reales. Veinticuatro soberanos o jefes de casas exsoberanas —además de los de Grecia, estaban los reyes de Holanda, Noruega, Dinamarca, Liechtenstein y Mónaco; por Inglaterra fue el príncipe Luis Mountbatten—. Todos habían acudido a la llamada de la reina de los griegos. Tres mil personas habían aceptado su invitación con el mismo entusiasmo con que se apuntaban a sus famosos cruceros. Lo de menos era la presencia de la familia de Palo, pero ahí sí que el rey de Grecia se había mostrado inflexible: sus tres hermanas tenían que ser invitadas de honor y estar en los mejores puestos. Helena vivía entonces en Lausana y había ido con su hijo Miguel, con su nuera Ana de Borbón Parma y con su nieta mayor, Margarita. Helena, a la que en la boda se le siguió dando el tratamiento de reina, no en vano lo fue de Rumanía, se dedicaba a pintar y, como decía orgullosa:
—Hago exposiciones y vendo bastante, ¡y me compran personas que no saben quién soy!
Irene fue con su inseparable hijo Amadeo. Vivían en Fiesole, otra hacienda devuelta a los Aosta por la república italiana, pero para comprarse los trajes de ceremonia tuvieron que hacer mil y una economías. ¡Eso que a ella en la boda también la trataron de majestad, porque fue reina de Croacia, un país que no llegó a conocer nunca y que fue el principio de sus desgracias! Como si el destino quisiera compensarla por sus sufrimientos, Amadeo había resultado un chico guapo e inteligente que estaba estudiando para ingeniero, y en las fiestas prenupciales se le había visto bastante interesado por una de las hijas del conde de París, Claudia. La hermana pequeña de Palo, Catalina, que según la maledicencia popular no era hija de su padre, vivía como lady Brandam en el campo, en Inglaterra, y llevaba la vida de una señora rural, con sus caballos y sus faldas de franela. Cuando observaba a su cuñada no reconocía en la altanera Federica a la prinzessin que se postró a los pies de su hermano diciéndole:
—Solo soy una bárbara del norte que vengo a Grecia para civilizarme.
Miraba a Sofía con ternura, no podía imaginarla de otra manera que viviendo en su cuarto poblada por todos los personajes de Walt Disney.
La tía María Bonaparte, que parecía indestructible, no pudo asistir a la boda porque se estaba muriendo a chorros de leucemia, ya no se levantaría de la cama de su casa de SaintTropez, donde traspasaría definitivamente dos meses después. Su perro Topsy se puso a aullar a sus pies, y así supieron que había muerto.
Sí, sí, es muy triste lo de la pobre tía María, pero hay que buscar una habitación para su hija Eugenia, que sigue con el inconstante Raymondo.
¡Y puede ser que a última hora, a Pedro, el hermano loco, le dé por venir también, aunque ya se le ha hecho saber que la presencia de su mujer Irina no sería bienvenida!
También fuera de plazo aceptó acudir Alejandra, la sobrina de Palo, la hija de la «señorita» Aspasia Manos. Su marido, el rey Pedro de Yugoslavia, vivía completamente alcoholizado en Estados Unidos. Alejandra, a pesar de que acababa de salir de un sanatorio inglés donde le estaban tratando su depresión, a pesar de que le habían quitado a su hijo Alejandro, ya que era incapaz de cuidarlo, no contestaba si no se la llamaba majestad, ya que había sido reina consorte de Yugoslavia, y de eso sí que se acordaba perfectamente.
También exigió una habitación acorde con su rango.
La familia de Palo se alojó en el Palacio Real, donde Irene había metido a escondidas a sus cuatro perros. Todos observaron con asombro los cambios que había introducido Federica en el antaño destartalado edificio: obras de arte, tapices valiosos, lámparas de baccarat, iconos medievales… Un ejército de criados vestidos de escarlata satisfacían cualquier capricho de los huéspedes.
Se comentaba, de todas formas, que los reyes de Grecia, que eran tan espirituales que nunca le habían dado importancia a la comida, no habían previsto que sus invitados pudieran tener hambre, y estos debían introducir a escondidas algún bocadillo para picar entre horas, lo que resultaba bastante violento, ya que en las puertas de los aposentos hacían guardia los tsoliadas con sus exóticos atuendos.
La familia del novio estaba en el hotel de la Gran Bretaña; las tías de Juanito y sus primas escandalizaban al personal porque se paseaban en ropa interior por los pasillos con la excusa de que hacía mucho calor. Lo contaba una nieta de la tía Bee:
—Nosotras íbamos en combinación y los hombres en calzoncillos, descalzos para poder pisar la moqueta. —La moqueta, un lujo entonces desconocido en la atrasada España.
En el puerto de El Pireo estaban el buque insignia de la armada española, el Canarias, a bordo del cual había llegado el ministro de Marina, el almirante Abárzuza, en representación de Franco, y dos barcos comerciales, el Cabo San Vicente y el Villa de Madrid, que habían transportado aproximadamente cinco mil personas. Muchos barcos de recreo particulares, como los espectaculares yates de los navieros griegos a los que tanto debía Federica, los Niarchos, Goulandris, Eugenides, Onassis, Livanos, Embiricos, Kulukundis, Nomicos, y al lado el pequeño Saltillo, recién pintado, a bordo del cual había llegado don Juan. Sería la última travesía del Saltillo; a su regreso a Estoril don Juan lo cambiaría por el Giralda, obsequio de un grupo de monárquicos españoles.