—A veces creo que lo único que me mantiene con vida es mi odio por ese hijo de puta.
El menú provocó bastantes críticas por lo escaso y vulgar. Primero iba el socorrido cóctel de langostinos, después una ligera suprema de ave con legumbres, como plato fuerte un inesperado e incongruente foie gras a la gelatina con ensalada y de postre un simple helado de moka, más propio de una boda de menestrales que de un casamiento real. El pastel, eso sí, levantó un murmullo de sorpresa entre los exhaustos invitados, aunque tampoco se consideró de muy buen gusto: tenía cuatro pisos, estaba adornado por cadenas de flores hechas de merengue y en su cima, en lugar de la ordinaria pareja de novios, Federica había decidido que se pusiera una aparatosa corona.
A mi informador le llamaron la atención los malos modales de los invitados griegos en la cena:
—Comían con la boca abierta, cogían las colas de los langostinos con la mano y se limpiaban con el mantel.
Había orquesta, y Onassis se empeñó en que tocaran Zorba el Griego:
—Él mismo se puso a bailar el sirtaki con otros invitados. A Federica se le notaban unas ganas locas de unirse a ellos, pero no se atrevió; seguía la música con los pies y dando palmas. Fue el momento más emocionante y espontáneo de la ceremonia, en el que se vio que, por debajo de todo el paripé artificial que había querido montar la reina para deslumbrar al mundo, en el fondo solo se trataba de la boda de una chica griega.
Era el 14 de mayo de 1962.
Los novios se fueron a los postres y embarcaron en el lujoso yate negro de Niarchos, el Creole, donde pasarían la noche de bodas. El armador, que había hecho su fortuna con sus ochenta superpetroleros gracias al apoyo personal de Palo y Federica, que también le habían conseguido el contrato para construir un importante astillero en Eskaramanga, a las afueras de Atenas, ¿de dónde, si no, los lujos que adornaban el Palacio Real?, fue naturalmente el invitado más rumboso de todos: no solamente estaba agradecido, sino que también era el más rico. Además del barco de sobremesa de oro, le regaló a doña Sofía un soberbio conjunto de diadema, collar y pendientes de Van Cleef con gruesos rubíes de cabujón rodeados de brillantes, y puso a su disposición el Creole con toda la tripulación, dieciséis personas, a su servicio.
El Creole está considerado el velero más bello del mundo. Tiene doscientos catorce metros, puede albergar a doce pasajeros, y la inmensa suite, donde pasaron Juanito y Sofi la noche de bodas, está recubierta con moqueta blanca y alfombrillas de ciervo; los muebles son de color beis y marrón foncé realizados con veinte clases de madera diferentes. En las paredes, cuadros impresionistas e iconos rusos, y peines y cepillos de oro en el cuarto de baño, hecho en mármol de Siena y adornado con espejos venecianos.
La leyenda dice que este barco negro, sin embargo, trae mala suerte. Sus dos primeros dueños murieron violentamente, la mujer de Niarchos, Eugenia, se suicidó, y el modisto Gucci, su siguiente propietario, fue asesinado por su esposa. En la actualidad pertenece a las hermanas Allesandra y Allegra Gucci. El barco que tan buenos recuerdos debe tener para Sofía no se ha hecho a la mar desde hace cinco años; es un jubilado de lujo, en perfecto estado, en el puerto de Palma. ¿Lo habrá visitado en alguna ocasión, se habrá sentado en la cama que ocupó por primera vez con el que ya era su marido? ¿Habrá intentado revivir los sentimientos de aquella muchacha llena de ilusiones que estaba poniendo apenas la punta del pie en el nuevo camino que se abría ante ella?
Sería interesante imaginar a una Sofía madura y ya de vuelta de muchas cosas, con algunas arrugas en los ojos que no se deben a los años, abriendo de par en par la puerta del camarote para que saliera una Sofía joven y descalza gritando:
—¡Juanito!
La semana antes de la boda, para deleite de los novios, Niarchos colgó en el salón principal las joyas de su colección, que acababa de comprar al actor Edward G. Robinson en Hollywood: la Pietà del Greco y el Retrato de Jane Abril, de Toulouse Lautrec, además de dos Renoirs. Sobre la chimenea de lapislázuli también había colocado dos impresionantes candelabros de plata que le habían costado quinientos mil dólares y que daban a la decoración un toque gótico bastante inquietante.
Como dijo doña Victoria Eugenia con ironía:
—Cést beau la fortune!
En el Pireo una mujer vestida de negro consiguió acercarse hasta Sofía y le besó solemnemente la mano mirándola a los ojos:
—Na zisete, basilissa [larga vida, princesa].
Mientras el barco se alejaba, Sofía no pudo apartar su mirada de la silueta inmóvil que también parecía mirarla, ¡era el alma de Grecia que le decía adiós!
Nada sabemos de la noche de bodas de Juanito y Sofía. Ni de la pasión entre un Juanito de larga experiencia que besaba con sus labios «calde, secqui y sapienti» y una muchacha cuya sexualidad desconocemos. Durante su noviazgo, Franco, que conocía la incontenible pulsión erótica de los Borbones, les ponía una «carabina» cada vez que debían verse. Era el general Castañón de Mena. Por ejemplo, Juanito escribía a Franco comentándole que le gustaría ir unos días a ver a su novia a Zúrich, donde Sofía estaba comprando parte de su ajuar.
Franco accedía y llamaba a Castañón:
—Toma un avión a Zúrich; ¡no se te ocurra despegarte de su lado!
Los tres se encontraban en un restaurante. Pero, en lugar de seguir las instrucciones del Caudillo, Castañón les decía que tenía que ausentarse para comprar regalos para sus hijos.
Cuando Sofía estuvo en Estoril, se habían perdido solos con el coche por las ignotas carreteras portuguesas. Los novios volvían a Villa Giralda muy tarde, ya noche cerrada. No es difícil imaginar el diálogo que tenía lugar en el interior del elegante Porsche metalizado que los monárquicos españoles le habían regalado a don Juanito para que deslumbrara a su novia:
—Tonta, si total vamos a casarnos. Va.
—Déjame.
—Qué más da adelantarlo unos días… es como si ya estuviéramos casados… Solo una vez… te lo prometo.
¿Cedería ella?
Aunque a nivel teórico aquella princesa en cuya familia se hablaba del sexo libremente, que además estaba acostumbrada a asistir a partos humanos y del reino animal y se había encontrado en su escuela de huérfanos con todo tipo de parejas, no iba a escandalizarse de nada.
Empezaban también los años sesenta y la revolución sexual.
Poco después las muchachas quemarían sus sujetadores en la hoguera y celebrarían el amor libre.
Recordemos que Sofía quería tener muchos hijos.
Pero lo más probable es que, en la noche de bodas, en lugar de entregarse a la fogosidad natural de los cuerpos jóvenes, Sofía tuviera que poner en práctica sus conocimientos médicos, ¡sabemos que el yeso que Juanito tenía en el brazo se había pegado a la piel y, según su abuela, su hombro estaba en carne viva!
Claro que también don Juan estaba enfermo el día en que se casó con doña María y, como le explicó a su hijo con desgarro en una ocasión en que este pretendía ausentarse de una ceremonia con la excusa de que se encontraba mal:
—¡Yo también estaba hecho una mierda el día que me casé y a pesar de eso por la noche tuve que cumplir con tu madre!
Pero la verdad es que no sabemos lo que pasó entre Juanito y Sofía, ni si para Sofía fue su primera vez.
¿Mi hipótesis? Juanito sabía cómo enamorar a las chicas. Y podía vencer la resistencia de la mujer más endurecida, ¿cómo no la de una mujer enamorada?
Lo que sí podemos asegurar con bastante exactitud es que la intimidad que estrenaron aquella noche duraría trece años.
Cuando amanecía, Sofía vio la silueta empolvada y luminosa de la isla de Stepsopoula.
El regalo de don Juan fue un viaje alrededor del mundo:
—¡En aviones jet! —comentaba una deslumbrada doña Victoria Eugenia. Tenía que durar tres meses después del pequeño crucero por las islas griegas que emprendieron con el Creole. Era el mismo regalo que Alfonso XIII le había hecho a Juan y María, aunque en este caso el viaje había durado seis meses y se había realizado con los ayudantes de Juan y la doncella de María. Juanito y Sofi iban a viajar completamente solos.
Federica, de todas formas, no podía dejar marchar a su hija y a su yerno así como así. Y además tenía que recordarles que a su regreso los esperaba en la casa de Psychico. Así que se presentó en Stepsopoula, propiedad de Niarchos, en la lujosa villa de quince habitaciones también del magnate naviero, para echarse en sus brazos gimiendo:
—¡Os voy a echar mucho de menos! ¡Volved pronto!
Sofía se emocionó y hasta su ya marido soltó alguna lagrimita.
Después quedaban dos trámites que aunque, según recordaba diplomáticamente Sofía, cumplieron con mucho gusto, debieron resultar bastante penosos para ambos. Primero visitar al papa y después a Franco.
En Roma se alojaron en el palacio Torlonia, en la via Boca di Leone, propiedad de los tíos de Juanito, la infanta Beatriz y el principone Torlonia. Quizás por los históricos suelos del palacio correteaba el primer nieto de la pareja, Alessandro Lequio, de diez meses, al que todos llamaban Dado. La infanta le dejó a Sofía los atavíos con los que tenía que presentarse ante el papa; fue la primera vez que la princesa se colocó una peineta y una mantilla. Que, según le decía doña María
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, era muy difícil de poner, porque:
—Si te despistas, te quedan como dos cipreses a un lado y otro de la cara.
La tía Beatriz también le enseñó el complicado ceremonial de saludo: tres reverencias, hincarse en el suelo de rodillas y después besar la zapatilla del papa.
Cuando Sofía estaba tratando de coordinar estos movimientos, cosa bastante complicada porque además llevaba un misal y un ramo de flores, aparte del bolso, se encontró de repente con el papa, que se limitó a estrecharle las manos y decirle:
—No te preocupes, hija, quédate tranquila.
Era el afable Juan XXIII.
La segunda visita tenía mucha más complicación. Por primera vez Sofía se iba a encontrar con quien tenía en sus manos las riendas de su destino.
La visita la hicieron a espaldas de don Juan, quizás aconsejados por Federica y también por doña Victoria Eugenia.
Aunque lo cierto es que Sofía quiso dejar muy claro años después que había sido una decisión autónoma de ella y de su marido:
—Ni lo consultamos ni lo dejamos de consultar, ¡lo hicimos!
En aquella época todo lo decidíamos los dos, conjuntamente.
Juan Carlos le comentó a su ayudante en el avión que los llevaba a Madrid:
—Cuando se entere mi padre, va a querer romper conmigo.
Estaba muy nervioso, sin embargo Sofía parecía muy tranquila.
Fueron a recibirlos al aeropuerto los marqueses de Villaverde.
Ella, Carmen, a la que su familia llamaba Nenuca y los españoles Carmencita, era la única hija del Caudillo; él, Cristóbal Martínez Bordiú, su apuesto marido, pertenecía a la nobleza andaluza, era médico y ejercía de cirujano en La Paz; y ambos estaban en la cúspide social de aquella España que poco a poco iba saliendo de su terrible posguerra y entrando en el desarrollismo.
El yernísimo, como lo llamaban en la sociedad madrileña, no sabía muy bien por qué su suegro se tomaba tanto interés por «este niñato», como decía él, pero no se atrevió a desobedecer al Caudillo cuando este les ordenó que fueran a recibirlos al aeropuerto.
Se acercó al pie de la escalerilla contoneándose, parecía un torero haciendo el paseíllo, se giró mirando la parte posterior de una azafata y le soltó un guiño lúbrico a Castañón, que, perfectamente cuadrado, enrojeció violentamente a pesar de que era un héroe de guerra y tenía la Laureada (colectiva) de San Fernando.
Villaverde se sacó el cigarrillo de la boca, lo despidió con dos dedos dándole un vuelo en forma de arco, y tanto él como su mujer hicieron a los príncipes la reverencia protocolaria, aunque tanto Sofía como Juanito los besaron en las mejillas.
Era la primera vez que Sofía pisaba suelo español, y luego lo recordará todavía emocionada; el paisaje, el color de la tierra, de los campos, de los árboles le recordaba mucho a Grecia. La princesa pensaba:
—¿Simpatizaremos, habrá conexión entre esta gente y yo?
—Y al decir «gente» podemos suponer que no se refería únicamente a los hijos del Caudillo
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Desde el aeropuerto fueron directamente al palacio de El Pardo. A la princesa le llamaron la atención las estrictas medidas de seguridad que rodeaban el recinto. Juanito todavía estaba más nervioso que ella. Sabía que su futuro dependería de la impresión que su mujer causase en Franco y en la generalísima.
En el avión ya habían estado estudiando la mejor forma de dirigirse a él. Juanito le llamaba excelencia. Sofía no dudó:
—Creo que «mi general» es lo más adecuado.
Franco era muy distinto de la idea que se había hecho de él, ya que se lo imaginaba como un caudillo, un generalísimo soberbio, un dictador, y creía que sería duro, seco, antipático. Y se encontró a un hombre sencillo, con ganas de agradar y muy tímido.
El estudiado primer comentario de Juanito fue:
—Hemos venido porque la princesa tenía muchas ganas de conocerles, excelencia, ¡le he hablado tanto de ustedes!
Franco cabeceó con satisfacción, las manos sobre su prominente barriga, y todavía más satisfecho se mostró cuando Juanito le dijo devotamente:
—Además, mi abuela, la reina, me dijo que después de ver a Su Santidad debíamos venir a ver a su excelencia.
Doña Carmen enseñó su amplia dentadura en lo que pretendía ser una sonrisa simpática, bastante halagada, ya que Victoria Eugenia había sido reina de España. Tal vez Juanito también sería rey, siempre que a su marido le diera la gana, claro está, ¡lástima que las dictaduras no puedan ser hereditarias!
Sofía lo recordaría después en varias ocasiones:
—Yo le caí bien a Franco, a Juanito lo trataba como el hijo que nunca pudo tener… como su abuelito… le brillaban los ojos al mirarlo.
Franco le preguntó al príncipe:
—¿Qué tal la boda? ¿Salió todo bien, alteza?
Sofía vio cómo su marido tragaba varias veces para deglutir todos los desplantes, la censura con que se había amordazado a la prensa, el pasodoble torero con el que se quería humillar a su padre, para contestar:
—Sí, excelencia, todo bien, ¡muchas gracias!