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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (45 page)

BOOK: La soledad de la reina
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—¡Soy soldado raso!

—Papá, ¡cómo!, ¿soldado raso? —preguntó muy despacio y gesticulando mucho Alfonso.

—Tú eres teniente, pero yo soy solo soldado raso, de artillería, y estoy muy orgulloso de serlo.

La periodista se apresuró a sacar papel y bolígrafo y preguntó con mucha retranca:

—¿No ha fallado ningún tiro importante?

—No, soy hombre de cañonazos.

—¿Cuándo conoció a su futura nuera?

—Hace dos semanas.

Protestó de nuevo Alfonso:

—Pero, papá, te la presenté hace un mes, en Lausana, ¿no te acuerdas?

—Don Jaime, ¿qué le parece María del Carmen?

—Es adorable, sencilla, simpática y humana. Está a la altura de mi hijo. Es muy cariñosa, pero el que tiene que estar contento eres tú, Alfonso.

La entrevista terminó con don Jaime explicando que seguía teniendo hábitos españoles: «Soy buen cocinero, hago paella, gazpacho y tortilla de patatas, duermo cada día la siesta, bailo el pasodoble, fumo tabaco negro y me gusta el vino tinto». Y la periodista añade que «me besa la mano y me ofrece una flor», de lo que deduce que «es un caballero». Carlota, sin embargo, que había accedido a regañadientes a quedarse en París, era un ectoplasma que en España no existía para nadie.

Carmen, mientras, en otra habitación de la casa exhibía su buen humor comentando a los periodistas:

—Me lo paso muy bien con mi futuro suegro, jugamos al mus juntos.

Cuándo jugaban, no lo aclaró, y teniendo en cuenta que él acababa de llegar, resultaba una afirmación bastante peregrina.

Y también dijo:

—Alfonso es maravilloso, ¡si no lo digo, me da un ladrillazo!

La noche antes de la boda, la nietísima celebró su despedida de soltera en el restaurante Jockey con sus íntimas amigas Marta Oswald, Chata López Sáez, Pilar Lladó, Margarita Fierro y Patricia Giménez Arnau, hermana de Jimmy, que años más tarde se casaría con Merry, hermana de Carmencita.

Los camareros advirtieron que las amigas ya la llamaban alteza y princesa y le hacían una reverencia antes de besarla.

Carmen no hacía más que repetir:

—Es un sueño, soy muy feliz.

Lo que era un sueño para ella, era una pesadilla para Juan Carlos y Sofía.

Llegó el día de la boda; había más de dos mil invitados, que debieron acomodarse en los distintos salones, pasillos, despachos, habitaciones, «se tuvieron que cubrir de cortinas dos patios interiores para colocar las mesas y los bufets que no cabían en el palacio, es el día de mi vida que más me gustó Carmen», cuenta Alfonso en sus Memorias con su habitual estilo rebuscado. Los invitados de honor fueron los príncipes de Mónaco, el hijo del dictador de Paraguay Stroessner y la hija del presidente Thomas de Portugal, el príncipe Bertil de Suecia con su sobrina Cristina, Imelda Marcos, la mujer del dictador filipino, y la Begum madre.

Entre los invitados populares, Perico Chicote, Julio Iglesias, con capa española, y su mujer, la incombustible Isabel Preysler, vestida de rojo, quienes contaban:

—Hemos venido porque somos muy amigos de Carmencita, que ha visto cantar a Julio varias veces.

Luciana Wolf:

—Soy amiga de los marqueses de Villaverde.

Los deportistas Manolo Santana y Paquito Ochoa, el torero Victoriano Roger Valencia, Carmen Sevilla y Augusto Algueró.

Y Lola Flores sola:

—Porque Antonio está de luto.

También acudieron una treintena de franceses legitimistas, para quienes don Jaime y su hijo eran los reyes de Francia en el exilio. Alfonso, al finalizar la ceremonia oficiada por el obispo Tarancón, les dirigió unas palabras de agradecimiento.

La cena consistió en consomé, timbal de langostinos y silla de ternera. Los invitados de menos rango vieron la ceremonia por televisión en circuito interno, y no se les dio cena. Pilar Jaraiz Franco, la sobrina del Caudillo, a la que se consideró invitada de segunda, tuvo que contentarse con unos canapés resecos y con ver la ceremonia por televisión. Así me resumió la fiesta:

—Una boda totalmente fuera de lugar, todo aquel boato en aquella época.

No se publicó la lista de regalos, pero se dijo que Fierro, uno de los banqueros de Franco, le había regalado a Carmencita un brillante tasado en diez millones de pesetas de la época. Los marqueses le regalaron la corona de brillantes, perlas y esmeraldas que lució y que, según se dijo, años más tarde fue robada de su casa de París. La abuela, un piso en la calle San Francisco de Sales, y Franco, un millón de pesetas, «de su sueldo de general», según precisaban las revistas. Cuando un periodista avispado le preguntó a Carmencita qué regalo le había gustado más, ella contestó:

—Unos saleros que me ha regalado no sé quién.

Franco fue el padrino. A pesar de que en sus discursos continuaba diciendo: «Aquí me tenéis, con la misma firmeza de años atrás, el tiempo que Dios quiera pueda seguir sirviendo los destinos de mi patria…», se le veía depresivo y silencioso; el escándalo Matesa, en el que estaban implicadas personalidades del Opus Dei, mayoritario entonces en su gobierno, y el escándalo Reace, en el que estaba metido su hermano Nicolás, lo habían convertido en un ser patético, de ojos llorosos y con las manos presas de un temblor incontrolable. Apenas hablaba, mientras su mujer, vestida por Pertegaz de verde loro, se mostraba cada día más locuaz, sobre todo desde que suponía que su nieta iba a ser reina y que por tanto los Franco iban a gozar de privilegios para toda la eternidad e incluso un poco más.

Sofía llevaba un vestido muy parecido al que lució en el bautizo de Felipe, del mismo color malva, y también se había prendido en la solapa el broche Actinia que le había regalado el matrimonio Franco por su boda en Atenas, ¡le parecía que habían pasado siglos desde aquel día! Tenía la sensación de que en esos años, diez, había estado atravesando un desierto interminable, hundiendo los pies en la arena, arrastrándose, y que después de una duna había otra y después otra y que todavía no se habían terminado.

La acompañaban sus tres hijos, los tres con abrigos azules con doble botonadura dorada. Eran su escudo contra las miradas hostiles. Cuando quería evitarlas, se inclinaba sobre ellos, le arreglaba un mechón que se le escapaba de la cinta del pelo a Elena, le abotonaba el abrigo a Cristina, y aprovechaba para depositar un beso fugaz, que nadie advertía, en la mejilla de su hijo.

Cuando se incorporaba, ¡ellos eran su fuerza!, podían enviarle legiones romanas, que Sofía les haría frente como las amazonas a las que cantó Virgilio.

La madrina, al fin, fue Emanuela de Dampierre, vestida de beis, con un vestido cerrado hasta el cuello y «muy española, con mantilla y peineta».

En esta ocasión la trataron con gran deferencia, dado el futuro esplendoroso que le esperaba a su hijo, lo que le llevó a comentar con malignidad:

—Por supuesto que los entonces príncipes de España, Juan Carlos y Sofía, estuvieron presentes, aunque no podía decirse que la expresión de sus rostros contagiara alegría… comprendo que en ciertos círculos el enlace produjera más nerviosismo que el que ya había… yo misma llegué a considerar la posibilidad de que Franco se volviera atrás en la decisión que ya había tomado en cuanto a su sucesor… ¡fuimos muchos los que pensamos en esa posibilidad!.

Carlota, la segunda mujer de Jaime, y Sozzani, un agente de bolsa con el que Emanuela se había casado y del que ya vivía separada, no estaban, nadie los nombró, fue como si no existieran.

Emanuela no le dirigió la palabra a su exmarido, al que pusieron en un reclinatorio aparte. En el momento de posar para las fotografías, en el salón Goya hubo momentos de tensión, ya que Emanuela y Jaime no querían estar el uno al lado del otro. Don Jaime se echó encima todas las condecoraciones, medallas, bandas, lazos, collares, cintas francesas, españolas y de países desconocidos que pudo encontrar, y su hijo Gonzalo, al que el día anterior había nombrado duque de Aquitania, le servía de intérprete ante los invitados, que pronto se cansaron de darle conversación. Al final, don Jaime y el nuevo duque de Aquitania optaron por el whisky con admirable dedicación.

La marquesa de Villaverde llevaba un traje de Balenciaga de color rojo y fabulosas joyas; pero el ser más feliz de la boda y seguramente del mundo entero fue el marqués de Villaverde, que deslumbró con su traje de caballero profeso del Santo Sepulcro, el mismo que llevó el día de su propia boda, aunque en esta ocasión se había visto obligado a añadir una capa, también blanca, para disimular algunas redondeces que la edad había puesto en su figura.

El único inconveniente de su vistoso uniforme era que no hubiera sido oportuno colocarse el casco emplumado en la cabeza, y lo tuvo que llevar bajo el brazo durante toda la ceremonia, lo que le obligó a realizar difíciles ejercicios de equilibrio para mantener al mismo tiempo la copa y el canapé durante el aperitivo.

El Caudillo pudo estar tranquilo. Esa noche su yerno no bailó ritmos pop ni yeyés, quizás imbuido de la gravedad de su cargo, caballero del Santo Sepulcro, y de la importancia de su futuro: rey-padre.

Carmen contó más tarde, con esa ingenua sinceridad que muchos confunden con simpleza:

—La boda y todo eso lo prepararon entre Alfonso y mi padre, a mí entonces lo único que me importaba era aprender a bailar flamenco con una hija de Manolo Caracol.

El marqués no cabía en sí de gozo, viendo como los presentes, militares de alto rango incluidos y grandes de España, excepto el duque del Infantado, que se negó a acudir, ignoraban a los Juanitos y le hacían unas reverencias a su hija que barrían el suelo. Una invitada amiga mía me contó que fue advertida de que:

—Al saludar, debes semiarrodillarte, como en la iglesia cuando pasas delante del Sagrario, y le has de tratar de alteza.

Mi amiga, que conocía a Carmen desde hacía muchos años, tuvo que hacer casi tres horas de cola para poder saludarla, hizo la reverencia preceptiva, que Carmen aceptó con perfecta naturalidad, para decirle luego al oído:

—¿Sabes qué es lo que más ilusión me hace de casarme con Alfonso? ¡Que ya podré llevar tacones!

Hicieron el viaje de novios a las islas Vírgenes, concretamente a Beck Kay, donde un amigo de los Villaverde, el multimillonario Vilard, les dejó su casa, y hasta allí los persiguieron los fotógrafos, quienes sacaron a María del Carmen «con un atrevido biquini».

Más tarde, Alfonso contaría:

—Fueron los días más felices de nuestro matrimonio.

Aunque Carmen reconoció:

—Desde el primer día, la convivencia fue un fracaso.

Y también:

—Nuestra vida sexual desde el principio fue un puro vegetar… casi inexistente.

¿Es de mal gusto recordar aquí el comentario de Marujita Díaz explicando lo soso que Alfonso era en la cama?

Cuando regresaron al aeropuerto de Madrid, bronceados y llenos de regalos, estaba esperándolos la Señora, que dio una pequeña pero inesperada carrerilla para hincarse a los pies de su nieta y besarle la mano.

Al cabo de un mes, regresaron a Suecia. A Alfonso la felicidad de su mujer en realidad no le preocupaba. Siguió rastreando los agravios reales o imaginarios que se le infligían. Tenían prisa por volver a Madrid a ocupar el lugar de preeminencia que les correspondía, ¿para qué diablos, si no, se habían casado?

Sofía y Juanito, en Madrid, se mantuvieron en una calma tensa.

Se habían vuelto a quedar completamente solos, porque don Juan había vuelto a hacer unas declaraciones incendiarias contra Franco y este le había prohibido definitivamente la entrada en España.

La boda de Margot, entonces, se presentaba como otro frente abierto para Juanito y Sofía, ¡como si no hubieran tenido bastantes en España! Una boda que, al principio, no fue bien vista por los monárquicos, que sospechaban de la limpieza de los sentimientos del doctor Zurita:

—Cuando Margarita quiso casarse con Carlos Zurita, Juan no lo permitió, pero al final terminó dando su bendición. ¿Por qué Zurita se casó con ella? ¡No lo sé! Hubiera podido casarse con cualquier chica buena y mona… porque es un hombre que se hace querer —comenta la malvada Emanuela acerca de este enlace.

Balansó, sin embargo, explica que Zurita aprendió el método braille para cartearse con su novia y que los dos estaban conmovedoramente enamorados.

La ceremonia de la boda desde el principio estuvo llena de dificultades. Zurita, sin consultar con su futuro suegro, le pidió a Cristóbal Villaverde, médico como él, que fuera su testigo. Cuando don Juan se enteró, montó en cólera:

—Vaya trallazo, Carlos, ¡invitar a nuestro mayor enemigo! Ya estás rectificando.

Lo que debió de pasar Carlos Zurita explicándole al yerno del Caudillo de España que no solamente lo apeaba de testigo, sino que además ni siquiera lo invitaba a la boda, da buena medida del amor que debía sentir por Margot.

Hubo otro damnificado: cuando Alfonso vio que en la invitación se le había hurtado el tratamiento de alteza real y únicamente se le llamaba duque de Cádiz, que es el título que Franco al final tuvo a bien otorgarle, se negó a acudir, escribiéndole al conde de Barcelona una carta durísima que su secretario hizo pública.

Gonzalo también se vio obligado a escribir una carta, pero él aceptó la invitación, ¡vamos, hombre!, ¡como para borrarse de una fiesta con lo escaso que estaba de invitaciones!

La pequeña iglesia de San Juan de Estoril era como una olla en ebullición. Juan y Juanito no se dirigían la palabra, y hubo momentos tan tensos que incluso estuvieron a punto de llegar a las manos. A Juanito y a Sofía los sentaron en lugares muy secundarios, y se retiraron muy pronto, pero aún tuvieron que oír algunos gritos de:

—Viva Juan III.

Aprovechando que Alfonso y Carmencita seguían en Suecia, López Rodó aconsejó a los príncipes que neutralizaran el peligro yendo más a menudo a El Pardo, y que Sofía intentara que doña Carmen la volviera a invitar a sus meriendas «azules», como las llamaban los Juanitos cuando estaban solos.

Doña Carmen la convidó de mala gana. Sofía notó a las invitadas reticentes, aunque fingió no darse cuenta, excusándose en su mal dominio del español. Se miraban entre ellas con astucia, y las palabras «príncipe» y «princesa», refiriéndose a Carmencita y a Alfonso, no se les caían de la boca:

—La princesa debe estar pasándolo mal en Suecia con tanto frío.

—El príncipe está indignado con el gobierno sueco, ese tal Olof Palme, ¡se permite recoger dinero en la calle para los rojos españoles!

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