—No pasa nada —dijo Honma. Cogió a Makoto de la mano para alejarlo de allí cuando miró hacia abajo. En la base del incinerador descansaban pilas de libros de contabilidad atados con cuerdas negras.
—¿Va a quemar esos? —preguntó Honma.
El hombre de mantenimiento se enjugó la frente con la mano enguantada.
—Sí, señor. El chico que se mudó el domingo pasado era contable. Estos archivos son de hace diez años.
—Mucho trabajo.
—Ni que lo diga. Pero no podíamos dejarlos allí. Alguien tiene que deshacerse de ellos. El chico ha gastado un montón de tinta. Podrían ir a parar a un museo, ya nadie hace las cuentas así. Hoy en día, todo se hace con los ordenadores. Metes los datos y adiós papel.
«Metes los datos y adiós papel… » Honma repitió las palabras del hombre.
—Eso no es verdad —intervino Makoto.
—¿Ah, no? —sonrió el hombre de mantenimiento.
—Eso dice mi profesora. Compró una de esas agendas electrónicas, pero ¿sabe qué? En las instrucciones advertían que si la batería llegaba a agotarse, todo se perdería. Hay que tener una copia de las cosas importantes, en cualquier otro lugar, sólo por si acaso. Cuestión de seguridad. Eso dijo ella.
El hombre se echó a reír.
—Eso sólo sucede con las máquinas baratas.
—Pues ella dice que todas son iguales. Y que siempre hay que tener una copia de seguridad.
—Pero eso supone el doble de trabajo. —Sí, pero es lo que dicen las instrucciones.
El conserje abrió la tapa del incinerador y la cargó con un nuevo fajo de papeles. Makoto miró a su padre, que se había quedado allí parado, misteriosamente callado.
—¿Qué pasa, papá?
Honma colocó la mano sobre la cabeza del pequeño.
—Muchas gracias, jovencito.
—¿Eh? ¿Por qué?
Honma le despeinó y sonrió.
—Aunque hay una pega, ¿sabes cuál? Que gracias a ti, mañana tendré que ir a Osaka otra vez.
—¿Una copia impresa?
En la sala de espera de Roseline, Wada miraba a Honma con el ceño fruncido mientras éste le volvía a exponer su petición. Honma había cogido un tren de alta velocidad a primera hora de la mañana, se había plantado en las dependencias del Grupo Mitomo y había preguntado por Wada. Esta vez, la recepcionista lo invitó a pasar dentro. Wada cerró la puerta de su despacho tras ellos.
—¿Ha hecho un viaje tan largo para pedirme eso?
—Bueno, en realidad, no es lo único que he venido a pedirle. —Honma se inclinó hacia delante y habló algo más enérgicamente—. Esos cuestionarios y las órdenes de pedido. Una vez que introducen los datos en el ordenador, ¿dónde van a parar? ¿Se deshacen de ellos acto seguido?
—Por supuesto. Si no, acumularíamos documentos por toda la oficina. Los destruimos por lotes, una vez al mes.
—¿En serio?
—Así es. Hasta el último trocito de papel. —Wada hablaba con un tono confiado. Demasiado confiado.
—¿Ah, sí? —dijo Honma, dándole énfasis a cada sílaba que pronunciaba—. Y, si me permite preguntarlo, ¿quién se encarga de esos procedimientos de eliminación?
Wada agachó la mirada y miró a un lado y a otro.
Honma repitió la pregunta.
—¿Quién pone en marcha la trituradora?
Wada alternó su peso de una pierna a otra, se llevó la mano hacia la nariz como si quisiera esconder la cara, y agachó la mirada de nuevo.
—No es una pregunta muy difícil. ¿Hay alguna razón que le impida decírmelo?
—Administración, Sección de Asuntos Generales —repuso finalmente antes de apresurarse a añadir—: Pero la señora Shinjo no estaba en Asuntos Generales.
—¿Y qué hacen con los papeles que van a ser triturados?
—Una vez al mes, los enviamos a una empresa de seguridad de datos.
—¿Y hasta entonces?
—Los guardamos en un almacén del sótano.
—¿Y ese almacén está abierto? ¿Puede entrar cualquiera?
Esta vez el silencio fue más acusado aún.
—Señor Wada.
—Sí, señor. —Era el tono insulso con el que un estudiante responde al profesor.
—¿Puede entrar cualquiera?
Wada tosió.
—Cualquiera de las mujeres empleadas, sí.
Honma dejó escapar un suspiro de alivio. Papeles. Solicitudes escritas a mano por los propios clientes. Kyoko no tuvo que tener ningún conocimiento informático para hacerse con los datos. ¿Pero quedaría alguna prueba?
—Supongo que tienen un acuerdo de confidencialidad con esa empresa de seguridad.
—Por supuesto. Nuestros cuestionarios y órdenes de pedido contienen información privada.
—Cuando cargan el camión que viene a por esos documentos, ¿no hay nadie que se encargue de contar las cajas y asegurarse de que llegan a su destino? ¿Quién es el responsable de esa tarea?
—Administración, creo.
—¿Podría comprobarlo? Volvamos a… cuando Kyoko Shinjo estuvo aquí, de abril de 1988 a diciembre de 1989. Eche un vistazo, a ver si hay constancia de alguna irregularidad, un número de cajas que no coincidía, una disminución de la carga…
—¿Comprobar todo eso? —Wada parecía atónito.
—Si pudiera hacerlo.
—Me temo que no tengo tiempo de…
—Bien, entonces tendré que discutir el asunto con un superior. ¡ Podría darme el nombre de su jefe? —En realidad, si Wada se negaba a jugar, podía complicar toda la investigación. Pero no tenía nada de malo ver qué sucedía si lo presionaba un poco.
—¿Mi jefe?
—Desde luego, no me gustaría involucrar a nadie más si no es necesario. Este es un caso muy delicado —dijo Honma con cautela. Un segundo más tarde, se convenció a sí mismo: no había necesidad de comprobar nada,
ese hombre lo sabía
—. Señor Wada, ¿le pidió alguna vez la señora Shinjo que le enseñara o le hiciera copias de los datos de un cliente?
De repente, Wada se desmoronó por completo. Agachó la cabeza y confesó.
—Sí, me lo pidió, ¿de acuerdo? Y yo se lo enseñé. La ayudé. Le dije cómo hacerlo.
Honma suspiró de nuevo.
—Aunque no recuerdo exactamente cuando sucedió. —¿Ah, no? ¿Ninguna idea? Negó con la cabeza.
—No importa —prosiguió Honma—. Sólo dígame lo que hizo.
—Es facilísimo. Lo único que hay que hacer es robar unos pocos papeles de las cajas de salida. La empresa sólo viene a por ellas una vez al mes.
—¿Y qué había en las cajas que usted abrió? —Algunos cuestionarios. —¿Cuestionarios estándares? Wada se encogió de hombros.
—Como le he dicho, no me acuerdo muy bien. Sinceramente…
—¿Nada? —¿Cuánto tiempo iba a durar aquella farsa? Wada seguía mirando a su alrededor.
—La primera vez fue en mayo.
¿La primera vez?
—Entonces, ¿ocurrió de forma regular?
Otro asentimiento. No era de extrañar que se sintiera tan incómodo.
—Mayo —repitió Honma—. ¿De qué año estamos hablando?
—Del año que empezó a trabajar aquí. —En 1988.
—¿Y en cuántas ocasiones cree usted que pudo hacerse con esos datos confidenciales?
—Cuatro.
—¿A lo largo de cuatro meses consecutivos? ¿Hasta agosto?
—Eso es, cada mes. —Entonces, en voz baja, añadió—: La documentación correspondía a la zona Tokio-Kanto-Kofu-Nagano. Me dije que era un hobby gracioso el de interesarse por ese tipo de material. Supongo que por ello lo recuerdo aún.
—¿Kyoko no mencionó por qué los quería?
—Más o menos… —contestó con evasivas—. Me dijo que estaba practicando con el ordenador, cómo ejecutar programas, cosas así, y que necesitaba datos con los que trabajar.
—¿Esa fue la razón que le dio?
Wada enmudeció.
—¿Y usted la creyó?
Wada lanzó una sonrisa burlona.
—En realidad, imaginé que se los vendía a alguna compañía de propaganda por correo. —Fueran cuales fuesen las razones de Kyoko, él le había prestado su ayuda sin hacer preguntas.
—Señor Wada.
—¿Sí?
—¿Hay alguna manera de averiguar si el cuestionario de Shoko Sekine se encontraba entre esos papeles?
—Tendría que mirarlo. Cuando disponga de tiempo, lo comprobaré —dijo apresuradamente antes de explicarse—: La información que se recoge de los cuestionarios está archivada por fecha, así que podemos ejecutar un programa de búsqueda y rastrear los datos que fueron introducidos en un momento determinado.
—¿Podría imprimirme todo el lote? ¿Los cuatro meses, empezando por abril? No me importa cuánto vaya a tardar. Esperaré.
Wada suspiró. Ya lo había visto venir.
—¿Es realmente necesario todo esto?
—No sé, pero podemos preguntárselo a su jefe, a ver qué opina.
—Vale, vale. —Se rascó la cabeza con ambas manos—. Pero si no le importa, me gustaría que esto quedara entre nosotros. —Tal y como Honma había sospechado, el chico no quería que aquello se descontrolara.
Wada cerró la conversación con una vaga promesa: «veré qué puedo hacer». Le doy dos horas, contestó Honma. Le pidió que esperara en la misma cafetería, Kanteki, donde se tomó una taza de café tras otra.
Quince minutos después de lo acordado, Wada apareció con una pila de unos cinco centímetros de grosor de folios impresos.
—Ciento sesenta entradas —anunció antes de depositar la carga sobre la mesa.
Kyoko había estado allí también, antes que él, pensó Honma. Empezó a hojear las páginas.
—¿Y Shoko Sekine? —preguntó.
—Está ahí —repuso Wada, señalando un punto que quedaba en el último tercio del montón—. En los datos de julio.
Shoko había entrado a formar parte de la base de datos de clientes de Roseline el 15 de julio.
¿Por qué se había convertido en el objetivo de Kyoko? ¿En base a qué criterios la había elegido entre tantos nombres, edades, direcciones, lugares de trabajo y números de pasaporte?
Primero, en base a la edad. Las mujeres que sobrepasaran la línea, demasiado mayores o demasiado jóvenes, no le hubieran valido. La ocupación debía de ser algo no demasiado extravagante; nadie que tuviera un «buen puesto». Desempleada o autónoma cuya ausencia no levantara sospecha alguna. Alguien con pocos o ningún lazo personal. Mujeres que no eran imprescindibles para nadie.
Mayo, luego junio y julio, con algún que otro dato de agosto. Kyoko debió de haber estudiado cada partida, buscando posibles «gemelas». Tuvo que seleccionar un máximo de cinco mujeres, no más. Una vez hubo conseguido lo que necesitaba, pisó el freno. Acotar sus elecciones, actuar con simpleza.
—Ya tiene a su Shoko Sekine —dijo Wada—. Bueno, será mejor que me vaya. El trabajo se amontona sobre mi mesa y…
—No, espere un momento. Deme otros cinco minutos. —Honma alzó la vista de los datos de Shoko. De repente, podía ver algo. Era como si toda la energía que había derrochado buscando a aquella mujer se hubiera encendido, creando una llama delicada pero constante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Wada.
«Shoko Sekine no había sido la primera elección de Kyoko».
Honma podía darse cabezazos contra la pared. Shoko estaba en el archivo de julio, pero Kyoko había pedido a Wada que también le entregara los archivos de agosto. Eso sugería que había otras candidatas, quizás alguien que cumpliera mejor con los requisitos que Kyoko buscaba.
¿Y si al final Shoko sólo fuera una candidata de repuesto? Quizás Kyoko hubiera averiguado después lo de la muerte de su madre, así, por pura coincidencia. Después de todo, leía un periódico de Tokio. A lo mejor dio la casualidad de que leyó aquella noticia breve que hablaba de un «diseño arquitectónico defectuoso» que causó la muerte de la señora Sekine. No un asesinato, sino un puro accidente; tal vez un suicidio. Fuera lo que fuese, Shoko se había quedado sola y ahí radicaba un punto de inflexión que hizo que Kyoko se decantara por ella. En algún lugar de su mente, Honma podía sentir que las piezas empezaban a encajar.
—No sé en qué estará pensando, pero ¿podría decirme cómo de serias están las cosas? —Tras su máscara de indiferencia, Wada estaba aterrado.
—Podrían ser muy serias.
—Mire… yo nunca…
—Señor Wada, intente recordar. ¿Fue alguna vez la señora Shinjo a la sierra? ¿A la prefectura de Yamanashi?
—¿Yamanashi?
—Eso es. Nirazaki. Está cerca de Kofu, en la línea de Chuo. Hay una estatua enorme de la Diosa de la Misericordia
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. ¿Se lo mencionó alguna vez?
—Creo que sí —contestó Wada, frágil e inseguro. —¿Sí? ¿Y cómo llegó a enterarse de eso exactamente? —Porque nosotros… es decir, yo, fui allí con ella. —¿Juntos?
—Sí, queríamos cambiar de aires. En realidad, era nuestro segundo viaje juntos. —Tragó saliva con fuerza—. Mi hermana está casada y vive en Kofu. Llevé a Kyoko para que se conocieran. Fuimos a Nirazaki, por los viñedos.
Honma se llevó el dedo a la frente, antes de repetir:
—¿Hicieron viajes juntos?
—Sí.
—Estaba enamorado de la señora Shinjo, ¿verdad? Ninguna respuesta.
—Si hubiera estado con otro hombre por aquel entonces, usted lo hubiera sabido, ¿verdad? ¿No parecía haber otra persona?
Wada negó con la cabeza.
—¿Está seguro?
—Estoy seguro, ¿de acuerdo? Nosotros éramos…
—Eran amantes.
Wada asintió, con tristeza.
Kyoko tenía a aquel tipo comiendo de su mano. ¿Pero quién era el hombre que Kaoru Sudo había mencionado? Aquel que la acompañaba en el coche cuando sufrieron el accidente. Aquel cuyo nombre Kyoko no reveló.
«Tenía el brazo lleno de quemaduras. Estaba temblando. La encontré en la bañera, golpeándose la cabeza contra la pared».
—Yo iba muy en serio con Kyoko —dijo Wada, repentinamente—. Estoy seguro de que ella conocía mis sentimientos. No podía haber otro hombre.
Honma lo miró directamente a los ojos.
—De acuerdo. Le creo.
No había nadie más, y por esa razón Kyoko no mencionó otro nombre. Simplemente, ese accidente de coche en el campo no había tenido lugar.
Cuando Honma hojeó de nuevo las páginas, un escalofrío le recorrió la espalda. Había un día en particular, el 19 de noviembre de 1989, en el que Kyoko había estado en Tokio o Yokohama o Kawasaki, acechando a una mujer en particular. El primer objetivo se escondía entre aquellas páginas. O quizás se tratara de alguien cercana a ella, algo más cercana.
«No eran de tercer grado, pero le cubrían casi todo el brazo. Su jersey se quemó».
La botella de gasolina del apartamento de Honancho. Aquel fuerte olor que Honma distinguió. Esas aspas resplandecientes.