Si Jun o Kurata hubieran poseído una pizca de malicia, Kyoko podría haber acabado como dueña y señora de todo, dejando atrás su juventud, ocultándola bajo la máscara de una esposa. Pero ambos habían resultado ser buenos chicos, jóvenes, ávidos de ella de la manera más honesta posible y acorde con la tradición.
¿Quién sabe? Quizás fuera así como Kyoko quería las cosas. Aunque apenas tenía veinte años por aquel entonces, había demostrado una cantidad derrochadora de ingenio, algo que el mimado de Kurata jamás podría pretender tener.
Cuando Kurata habló de presentarla a su familia, Kyoko se opuso rotundamente. Y la familia, por su parte, no veía con buenos ojos esta relación. Había sido lo suficientemente lista como para preverlo, por lo que fingió echarse atrás. A Kurata, no le quedó otra que salir en defensa de su prometida. «Kyoko me lo ha contado todo sobre el pasado de su familia. Ya lo hemos discutido. No tiene nada de qué avergonzarse… y yo quiero casarme con ella». El discurso tuvo que ser prácticamente igual a aquel que Jun había pronunciado, años después, ante sus padres.
Al final, la apasionada argumentación de Kurata surtió efecto, aunque sus padres y él siguieron discutiendo hasta la misma fecha de la boda, en junio de 1987.
—Mi madre ofreció resistencia hasta el final, pero mi padre la hizo entrar en razón. No estoy seguro pero, a veces, tengo la sensación de que también hubo una Kyoko en su vida. La diferencia es que él la había dejado marchar. Un recuerdo borroso que volvía a la superficie. Nunca dijo mucho al respecto. En un par de ocasiones, mientras mi madre no estaba, se puso bastante sentimental. Habló sobre cómo era mi vida, sobre qué decisión tomar, y sobre mi deber de seguir en mis trece para no tener que lamentarme en un futuro. —Kurata tenía veintiséis años cuando se casó con ella. Aún podía permitirse tener ideas románticas.
—Kyoko no deseaba una ceremonia por todo lo alto. Ningún pariente suyo asistiría. Ni padres, ni amigos. Pasamos cuatro días de luna de miel en Kyushu… —Kurata enmudeció. Se pasó la mano por la cara y empezó de nuevo—. Fuimos a la Oficina del Distrito e inscribimos un nuevo registro familiar. Aquel pedacito de papel probaba oficialmente que era mi mujer. Estábamos tan seguros, tan orgullosos de construir una vida juntos…
—Aún hay algo que no me queda claro —intervino Honma. Kurata apagó la colilla y alzó la mirada—. Kyoko no arrastraba deudas. Eran sus padres quienes habían incurrido en ellas. Su padre principalmente, ¿verdad? Con lo cual, desde el punto de vista legal, ningún acreedor tiene derecho a reclamarle nada. ¿No podía denunciarlos con el fin de que dejaran de acosarla? —Según la ley japonesa, padres e hijos, maridos y esposas, comparten la responsabilidad de una deuda sólo cuando ambas firmas aparecen en un contrato.
—Claro, así lo dicta la ley —contestó Kurata, sonriendo—. Pero estos tipos saben conseguir lo que se proponen. Nunca le dijeron a Kyoko que era responsable de las deudas, simplemente se lo dieron a entender.
«Sus padres pidieron prestado un dinero. Ella se benefició. Y ahora ha llegado el momento de reembolsarlo». «Dile a tu joven esposa que tiene responsabilidades».
»Se dejaban caer y decían: «Tu padre tiene que llamar en algún momento, así que dinos dónde está para ahorrarle el esfuerzo». Les dijimos que no, que no lo sabíamos y que no teníamos nada que ver con todo aquello, pero resultó imposible quitárnoslos de encima. Aparecían por las oficinas de nuestros clientes, y les auguraban tiempos difíciles a causa de las deudas que acumulaba la familia de la joven señora Kurata. Un banco llegó incluso hasta el punto de cancelar un contrato que tenía con nosotros. —Aquello bastaba para que el tema de su primera mujer fuera tan delicado de abordar.
—¿Y qué hay de la bancarrota? —preguntó Honma—. No me refiero a Kyoko, sino a su padre. ¿No podría haberlo encontrado y hacerle rellenar los papeles oportunos para que se declarara en bancarrota personal? Tras cuatro años de intereses, la deuda debía de ascender a decenas de millones, lo que obviamente es demasiado para un trabajador medio. Este caso habla por sí mismo. —¿Por qué no se declaró en quiebra cuando todavía vivía en Mureyama, antes de que la familia se resignara a desaparecer? ¿Acaso ignoraba la existencia de este recurso? Algo que había mencionado Mizoguchi, el abogado, vino a su mente: «Lo único, que digo es que seguramente no sea necesario sacrificar decenas de miles de personas cada año».
—No hubo manera de localizar a su padre —dijo Kurata, cuyo tono de voz fue perdiendo fuerza hasta acabar en un murmullo.
—¿Intentaron buscarlo?
—Por supuesto, no lo dude.
—¿Y Kyoko no pudo declarar la bancarrota por él?
Kurata sonrió.
—Si fuera tan fácil librarse de una situación tan delicada, Japón sería muy distinto. Kyoko sufrió mucho, precisamente porque no era posible hacer nada. Hablamos con un abogado, que nos explicó cómo la ley de este país considera las deudas como responsabilidad exclusiva de quien incurre en ellas y que, por lo tanto, ningún miembro de una familia puede declarar un pariente suyo en bancarrota. El letrado también insistió en que Kyoko no tenía ninguna responsabilidad legal, de ningún modo las obligaciones de su padre podían perjudicarla y que ningún acreedor tenía derecho de exigirle nada, ni presionarla. Con lo cual, en teoría y a ojos de la ley, no tenía ninguna base legal a la que ampararse para presentar una declaración de quiebra en nombre de su padre. Incluso conseguir una orden judicial que la protegiera no hubiera valido de mucho, con un negocio como el nuestro. Los clientes van y vienen a todas horas, y no puedes detenerte a comprobar todas sus credenciales. Y dado que las deudas paternas eran un hecho, tampoco podía interponer una demanda por difamación a quien fuera que viniera a presionarla. —Así que, hasta que la Yakuza no recurriese a la violencia física, la policía no iba a mover un dedo: la no intervención en asuntos privados es una regla de oro.
«Cuando estos criminales te echan el guante, se guardan de no dejar marcas, así que no te quedan muchas opciones. Kyoko y yo, mis padres, todos empezábamos a perder la cabeza. Incluso algunos empleados se resignaron a cambiar de trabajo…
»Por aquel entonces, el abogado sólo veía una única línea de acción. Para empezar, Kyoko debía declarar oficialmente la desaparición de su padre, declarar que no había manera de saber si estaba vivo o muerto. Si el juez lo aceptaba, el padre desaparecería del registro familiar. Una vez hecho esto, Kyoko podría presentarse en el Juzgado de Familia y renunciar a cualquier reclamación de la herencia del padre, en este caso a su herencia negativa. —El problema era que para declarar la desaparición de alguien, tenían que haber pasado siete años desde la última vez que se había visto u oído hablar de esa persona—. En la situación de Kyoko, nadie podría aguantar tanto tiempo. El razonamiento del abogado iba más lejos y nos dio a entender que otra opción sería contemplar la posibilidad de que el padre de Kyoko estuviera muerto ya. Trabajaba como jornalero, podía haber caído muerto en la calle sin que nadie se enterara. Si podíamos demostrar su fallecimiento, ella podría iniciar de inmediato los trámites para rechazar la herencia. O también podía heredar esas deudas y utilizarlas como base para después presentar una declaración de bancarrota. El resultado iba a ser el mismo. Sin pensárselo dos veces, Kyoko y yo fuimos a Tokio, y después de visitar a esos primos suyos, fuimos a echar un vistazo a la hemeroteca.
—¿Para hojear el
Gazettel
—El
City Goverment Monthly Gazette
publicaba listas con la descripción de cuerpos sin identificar. Presentaba una columna «Itinerantes Fallecidos», figura de estilo para no emplear etiquetas como «vagabundo» o «indigente». Honma había tenido que recurrir alguna vez al
Gazettel
en el marco de sus investigaciones. Tarea larga y deprimente la de escanear interminables listas de anónimos con fecha y lugar de fallecimiento especificados, y una escueta descripción como: «Varón, nombre y dirección desconocidas; edad 60-65; altura 1,65; complexión delgada; vestimenta: mono color caqui y botas». Era como pasear por un cementerio lleno de tumbas sin marcar.
—Nunca lo olvidaré —dijo Kurata, con la mirada perdida en la lluvia que caía tras la ventana—. Kyoko se quedó sentada en la mesa de la biblioteca, absorta en las páginas de la
Gazettel
, buscando las características de un cadáver que pudiera encajar con su padre… Pero hubo más. —Su tono de voz era suave y ahogado—. Estuvo hojeando las páginas durante horas y horas, perdida entre tanta información. Debió de haberse olvidado de mí y de todo lo que la rodeaba. Fue cuando ocurrió: la oí canturrear en voz baja, casi como un susurro: «Por favor, papá, tienes que estar muerto». ¡Su propio padre! Aquello me dejó helado… Fue entonces cuando supe el tipo de persona que era en realidad. Y algo reventó en mi interior.
Por mucho que Kurata intentara convencerse de lo mucho que la amaba, aquello era demasiado duro de asimilar para un hombre que creció en un hogar donde no faltó de nada, donde había amor de sobra. Esta imagen de la verdadera Kyoko resultó demoledora. Ahí, hurgando en listas de desgraciados sin nombre, en busca del cadáver que le vendría muy bien encontrar. ¿Quién podía culpar al chico?
De un solo golpe, había echado a perder la vida que ambos intentaban construir juntos. La había hecho añicos.
—Le dije: «Mírate bien en el espejo» —enunció Kurata con voz temblorosa—. «Eres el diablo».
La corazonada de Honma se convertía en algo real. Kyoko Shinjo había perdido el control. Los fantasmas que la perseguían habían acabado por alejarla de todo los demás.
La voz de Kurata apenas era audible.
—El divorcio fue oficial dos semanas más tarde. —Septiembre de 1987, tras unos tres meses de matrimonio. A aquello se había referido Kyoko una vez al decir: «Me case demasiado joven y no funcionó», la frase que Wada había utilizado—. Pensaba que tras la separación, había regresado a Nagoya para buscar trabajo.
Se suponía que su archivo tendría que haber sido trasladado de nuevo al de su familia, en Mureyama. No era un dato difícil de comprobar. Al parecer, un año después, encontró trabajo en Osaka, lo que sugería que una vez más, sus acosadores volvían a quitarle el sueño.
—Después de aquello, no tengo ni idea de lo que fue de ella —dijo Kurata sin mucho interés—. Cuando nos casamos, apareció una amiga suya de la que yo no sabía nada, ¿sabe? Recuerdo que envió una postal. Una chica algo más mayor que la había ayudado cuando trabajaba a media jornada en Nagoya. Debería tener su dirección en casa. No sé si le valdrá, puede que ya se haya mudado.
Una lluvia suave pero constante vació las calles y permitió que su taxi circulara sin retenciones hacia el chalé donde vivían Murata y su familia. En el terreno habría cabido perfectamente todo el inmueble donde Honma tenía su apartamento. Una cerca de cipreses resplandecía, húmeda y limpia. Se levantaba una imponente puerta en la entrada del recinto. Bajo las tejas grises, colgaba una placa escrita a mano: «So Mon», La Puerta de las Sonrisas. También había una cuerdecita, beneplácito shinto. Un lugar impresionante.
Honma pensó que lo mejor sería esperar fuera. Tras unos cinco minutos, Kurata reapareció, con la hoja de una libreta en la mano y un paraguas de plástico en la otra. Mientras la puerta se abría y cerraba, Honma reparó en el pequeño triciclo rojo que quedaba abandonado en el camino de piedrecitas blancas. Seguramente perteneciera a la hija de Kurata.
—Tome. —Kurata le entregó primero la hoja de papel y luego el paraguas—. No sabía si tenía usted paraguas. Si no lo necesita cuando llegue a Tokio, tírelo en la estación.
Honma le dio las gracias, y le preguntó sobre el trocito de cuerda.
—Ah, esto. Es una costumbre de por aquí.
—Algo relacionado con el santuario de Ise, ¿verdad?
—Efectivamente —dijo Kurata—. Fue lo primero que mencionó Kyoko cuando la traje. Era una chica muy supersticiosa. Si tenía que poner un clavo en la pared, rezaba una oración, sólo para evitar no clavarlo en un punto que le trajera mala suerte.
Era la primera cosa que evocó con algo de cariño sobre la mujer que, una vez y por poco tiempo, había sido su esposa.
—Pero las oraciones no alejan a los acreedores —añadió. Al parecer, nada había podido con eso.
Kaoru Sudo. Ese era el nombre que Kurata había mencionado. La dirección que proporcionó a Honma quedaba en el distrito Moriyama, en Nagoya. Pero en información telefónica no habían podido dar con el número de teléfono, así que Honma se dispuso a ir a comprobar por sí mismo si la chica todavía estaba por allí. A primera hora de la mañana, cogió el tren de alta velocidad y pasó parte del día echando un vistazo por el vecindario hasta que finalmente el chico de los periódicos le dijo que la señora Sudo se había mudado hacía dos años. Aquello no le dejaba otra opción que pedirle a Funaki otro favor: su nueva dirección. Regresó a Tokio y no llegó a casa hasta pasada la medianoche.
Había luz en la cocina. Tamotsu estaba sentado a la mesa, y aún no se había percatado de la llegada de Honma. Se había quedado en Tokio para ir a hablar con la gente con la que Shoko trabajaba en Kasai Trading y en los bares el Gold y el Lahaina. También había estado haciendo preguntas en los vecindarios de sus antiguas direcciones, la Cooperativa Kawaguchi y el Castle Mansión, en Kinshicho.
—¡He vuelto! —vociferó Honma. Tamotsu se sobresaltó y se golpeó las rodillas contra la superficie inferior de la mesa. Se echó a reír en cuanto lo vio, antes de agacharse a recoger el libro que había caído de la mesa.
Honma tenía la costumbre de llamar a casa una vez al día cuando estaba fuera. Aquella vez, Isaka había contestado al teléfono y no había parado de comentar lo contento que estaba con Tamotsu, que era un invitado modélico. Decente, trabajador. Incluso fregaba los platos.
—Es especialmente bueno con Makoto. Tras lo ocurrido con
Zoquete
, el chico estuvo muy deprimido. Pero desde que Tamotsu está aquí, se ve que está mucho más animado.
A Honma le alegró mucho oír aquello. Desde el incidente con
Zoquete
, no había sabido muy bien cómo actuar con su hijo.
Honma se limitó a decir:
—Pareces bastante concentrado. ¿Qué estás mirando?
—Esto. —Tamotsu allanó un poco las páginas para que Honma pudiera verlo.