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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (10 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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Cerró la puerta del coche y se le acercó.

–Hola –la saludó. Hizo un gesto con la cabeza sin tenderle la mano.

–Hola. –Ella repitió el gesto–. Tilda Davidsson, de la policía de proximidad… Hemos hablado por teléfono.

Le habría gustado llevar el uniforme en lugar de ir vestida de civil. Habría resultado más apropiado en esa noche oscura.

–¿Estás sola? –preguntó Westin.

–Sí, mis colegas ya se han marchado –respondió ella–. La ambulancia también.

Se hizo el silencio. Westin permaneció quieto, como si se sintiera inseguro, y a Tilda no se le ocurrió nada que decir.

–Livia, ¿no está…, aquí? –inquirió Westin al fin, con la mirada dirigida a la ventana con luz de la casa.

–Se la han llevado a Kalmar –contestó ella.

–¿Dónde fue? –preguntó él, y la miró–. ¿Dónde ocurrió?

–En la playa…, junto a los faros.

–¿Ocurrió en los faros?

–Bueno…, aún no estamos seguros.

Westin dejó vagar la mirada entre Tilda y la casa.

–¿Y Katrine y Gabriel? ¿Siguen con los vecinos?

Ella asintió.

–Están durmiendo. He llamado hace un rato para ver cómo estaban.

–¿Se trata de aquella casa de allí? –preguntó Westin, y miró hacia una luz al sudoeste–. ¿La granja?

–Sí.

–Voy para allá.

–Te puedo llevar –dijo Tilda–. Podemos…

–No, gracias. Necesito caminar.

Pasó a su lado, saltó el muro de piedra y se metió de lleno en la oscuridad a largas zancadas.

Una de las lecciones que había aprendido en la Escuela de Policía era: «Nunca hay que dejar solas a las personas en duelo», así que lo siguió a toda prisa. No era momento de intentar relajar el ambiente con preguntas sobre el viaje a Estocolmo u otra charla informal, así que caminó en silencio por los campos hacia la granja.

Deberían haber cogido una linterna, pues la oscuridad allí fuera era total. No obstante, Westin parecía no tener problemas para encontrar el camino.

Tilda creyó que el hombre se había olvidado de que ella lo seguía, pero de pronto volvió la cabeza y dijo en voz baja:

–Cuidado… aquí hay alambre de espino.

Joakim le indicó un camino junto a la valla y se acercaron a la carretera general. Tilda pudo oír el débil rumor del negro mar al este. Parecía casi un susurro y le recordó el sonido de la casa. Las voces que susurraban a través de las paredes.

–¿Vive alguien más en la casa? –preguntó.

–No –contestó Westin, lacónico.

Él no preguntó a qué se refería, y ella no añadió nada más.

Tras un centenar de metros, llegaron a un camino de grava que conducía directamente a la granja. Pasaron una especie de silo y una hilera de tractores aparcados. Tilda notó el olor a estiércol y oyó débiles mugidos procedentes de un oscuro establo, al otro lado de la explanada.

Habían llegado a la casa de ladrillo de la familia Carlsson. Un gato negro abandonó la escalera, dobló una esquina y desapareció; Westin preguntó en voz baja:

–¿Quién la encontró… fue Katrine?

–No –dijo Tilda–. Creo que fue una de las maestras de la guardería.

Joakim Westin volvió la cabeza y le lanzó una larga mirada, como si no entendiera lo que le decía.

Más tarde, comprendió que debería haberse quedado más tiempo al pie de la escalera para hablar con él. En cambio, subió dos escalones hacia la puerta y, con cuidado, golpeó con los nudillos uno de los cristales.

Al poco, apareció una mujer rubia, vestida con rebeca y falda, que les abrió la puerta. Se trataba de Maria Carlsson.

–Hola, pasad –saludó en voz baja–, iré a despertarlos.

–Deja que Gabriel siga durmiendo –dijo Joakim.

Maria Carlsson asintió y dio media vuelta; los dos visitantes la siguieron despacio. Se detuvieron ante la puerta del salón, una combinación de cuarto de estar y comedor. Había velas encendidas en las ventanas y un aparato de música emitía una suave melodía de flauta.

Reinaba un ambiente de solemne entierro, pensó Tilda, como si fuera allí donde había muerto alguien y no en los faros de Åludden.

Maria Carlsson desapareció en una habitación sin luz. Se demoró un par de minutos, después, apareció una niña.

Llevaba puestos unos pantalones y un jersey, y sujetaba con fuerza un muñeco bajo el brazo. Los observó con una indiferente mirada somnolienta. Pero al descubrir quién se encontraba en la habitación, se espabiló enseguida y comenzó a sonreír.

–¡Hola, papá! –exclamó, y correteó hacia él.

La niña no sabía nada, comprendió Tilda. Aún nadie le había contado que su madre se había ahogado.

Lo más extraño fue que el padre, Joakim Westin, permaneció inmóvil en la puerta, sin ir al encuentro de su hija.

Tilda lo miró y vio que ya no parecía decidido, sino asustado y desconcertado, casi aterrorizado.

La voz de Joakim Westin estaba cargada de pánico cuando dijo:

–Esta es Livia. –Y, mirando a Tilda, añadió–: ¿Y Katrine? ¡Mi mujer! ¿Dónde está Katrine?

NOVIEMBRE
6

Joakim esperaba en un banco de madera frente a un edificio bajo, el hospital provincial de Kalmar. El día era frío y soleado. Lo acompañaba un sacerdote del hospital que llevaba un anorak azul y una Biblia en la mano. Ninguno de los dos decía nada.

En una sala del edificio estaba Katrine. Junto a la entrada había un cartel con el texto: «
VELATORIOS
».

Joakim se negaba a entrar.

–Me gustaría que la viera –le había dicho la doctora al recibirlo–. Si tiene fuerzas para ello.

Él negó con la cabeza.

–Puedo explicarle lo que encontrará ahí dentro –prosiguió ella–. El ambiente es respetuoso y digno, iluminación atenuada y velas. La difunta yace sobre una camilla, cubierta por un lienzo.

–… cubierta por un sudario, con el rostro a la vista –dijo Joakim–. Lo sé.

Lo sabía, el año anterior había visto a Ethel. Pero no podía mirar a Katrine. Bajó los ojos y negó en silencio con la cabeza.

La doctora asintió finalmente.

–Espere aquí entonces. Tardaré un rato.

Ella entró en el edificio, y Joakim se sentó bajo el débil sol otoñal y esperó, con la vista alzada al cielo azul. A su lado, el sacerdote del hospital se removía nervioso embutido en el grueso anorak, como si el silencio le resultara incómodo.

–¿Llevaban mucho tiempo casados? –pregunto al fin.

–Siete años –respondió Joakim–. Y tres meses.

–¿Tienen hijos?

–Dos. Un niño y una niña.

–Los niños siempre son bienvenidos a los velatorios –dijo el hombre en voz baja–. Les puede servir…, para seguir adelante.

Joakim negó con la cabeza de nuevo.

–No pasarán por esto.

Se volvieron a quedar en silencio. Tras unos minutos, la doctora regresó con unas cuantas polaroid y un gran paquete marrón.

–He tardado un rato en encontrar la cámara –explicó.

Luego le tendió las fotografías a Joakim.

Él las cogió y vio que se trataba de primeros planos del rostro de Katrine. Dos de ellas estaban tomadas de frente, y dos de perfil. Tenía los ojos cerrados, pero Joakim no pudo engañarse y pensar que solo dormía. Su piel estaba pálida y sin vida, y tenía rasguños en la frente y en una mejilla.

–Está herida –comentó en voz baja.

–Es a causa de la caída –apuntó la doctora–. Resbaló en las piedras del faro y se golpeó antes de acabar en el agua.

–Pero… ¿se ahogó?

–Hipotermia…, un brusco descenso de la temperatura corporal. A estas alturas del año, el Báltico no sobrepasa los diez grados –continuó la mujer–. Al quedar bajo la superficie, se le encharcaron los pulmones.

–Pero se cayó al agua –dijo Joakim en voz baja–. ¿Por qué se cayó?

No recibió respuesta.

–Aquí está su ropa –continuó la doctora, y le dio el paquete marrón–. ¿De verdad no quiere verla?

–No.

–¿Despedirse de ella?

–No.

Una semana después de la muerte de Katrine, los niños dormían cada uno en su cuarto. Se hacían muchas preguntas sobre la ausencia de su madre, pero acababan por dormirse enseguida.

Joakim se tumbaba en la cama de matrimonio y miraba fijamente el techo, una hora tras otra. Cuando por fin se dormía, no conseguía descansar. El mismo sueño se le repitió varias noches.

Soñaba que regresaba a Åludden después de pasar una larga temporada fuera, quizá unos cuantos años.

Estaba en la desierta playa cerca de los faros; el cielo era gris. Luego empezaba a subir hacia la casa. Parecía deshabitada y en ruinas. La lluvia y la nieve habían aclarado el color rojo y la fachada tenía un tono gris perla.

Las ventanas del porche estaban rotas y la puerta entreabierta. En el interior todo era oscuridad.

Los alargados peldaños de piedra de la escalera del porche estaban torcidos y resquebrajados. Joakim subía despacio y entraba en la casa.

Temblaba y miraba a su alrededor a través la penumbra del vestíbulo, pero todo se veía tan desvencijado y deteriorado como en el exterior. El papel de las paredes estaba medio arrancado, el suelo de madera cubierto de gravilla y polvo, y no quedaba ningún mueble. No se veía ni rastro de las reformas que Katrine y él habían emprendido.

Oía sonidos en varias de las habitaciones.

De la cocina llegaba un murmullo de voces y chirridos.

Joakim caminaba por el pasillo y se detenía en el umbral.

Livia y Gabriel estaban sentados a la mesa de la cocina, inclinados sobre un juego de cartas. Sus hijos aún eran pequeños, pero sus rostros tenían una red de finas arrugas alrededor de la boca y los ojos.

–¿Está mamá en casa? –preguntaba Joakim.

Livia asentía.

–Está en el granero.

–Vive en el altillo del granero –decía Gabriel.

Joakim asentía y retrocedía lentamente para salir de la cocina. Sus hijos permanecían sentados en silencio.

Salía al patio interior cubierto de hierba, y abría la puerta del granero.

–¿Hola? –gritaba.

No recibía respuesta, pero aun así entraba.

Se detenía junto a la escalera que conducía al altillo del heno. Luego comenzaba a subir. Los escalones estaban fríos y húmedos.

Cuando llegaba arriba, no encontraba heno, solo charcos de agua sobre el suelo de madera.

Katrine se hallaba cerca de la pared más baja, dándole la espalda. Llevaba puesto un camisón blanco que se veía empapado.

–¿Tienes frío? –le preguntaba él.

Ella negaba con la cabeza sin darse la vuelta.

¿Qué ocurrió en la playa?

–No preguntes –decía Katrine, y comenzaba a hundirse lentamente por las grietas del suelo.

Él se acercaba a ella.

–¿Mamá? –gritaba una voz en la lejanía.

Katrine permanecía inmóvil cerca de la pared.

–Livia se ha despertado –decía entonces–. Tienes que ocuparte de ella, Kim.

Joakim se despertó sobresaltado.

El sonido que lo había despertado no era un sueño, eran los gritos de Livia.

–¿Mamá?

Abrió los ojos en la oscuridad, pero permaneció en la cama. Solo.

Todo quedó de nuevo en silencio.

El despertador marcaba algo más de las tres. Joakim estaba seguro de que solo había dormido unos minutos; sin embargo, el sueño sobre Katrine parecía haber durado una eternidad.

Cerró los ojos. Si seguía en la cama y no hacía nada quizá Livia volviera a dormirse.

Como respuesta, un nuevo grito cruzó la casa:

–¿Mamá?

Supo que era inútil seguir resistiéndose. Su hija estaba despierta y no dejaría de gritar hasta que su madre entrara en la habitación y se acostara a su lado.

Joakim se sentó despacio y encendió la lámpara de la mesilla de noche. La casa estaba fría y sintió una soledad paralizadora.

–¿Mamá?

Sabía que tenía que ocuparse de los niños. No quería, no tenía fuerzas, pero no había nadie más con quien pudiera compartir la responsabilidad.

Abandonó la cálida cama y salió en silencio del dormitorio hacia el cuarto de Livia.

Esta levantó la cabeza cuando él se inclinó sobre la cama. Joakim le acarició la frente sin decir nada.

–¿Mamá? –murmuró la niña.

–No, soy yo –dijo él–. Ahora duérmete, Livia.

Ella no respondió, pero se hundió lentamente en la almohada.

Joakim se quedó un rato en la oscuridad hasta que la respiración de su hija se acompasó. Dio un paso atrás, luego otro. A continuación se volvió hacia la puerta.

–No te vayas, papá.

Su voz clara lo detuvo sobre el frío suelo.

Había sonado completamente despierta a pesar de que aún reposaba como una sombra inmóvil en la cama. Se volvió despacio hacia ella.

–¿Por qué no? –respondió en voz baja.

–Quédate –respondió Livia.

Joakim no dijo nada. Contuvo el aliento y escuchó. Había sonado como si estuviera despierta, sin embargo, le parecía que estaba dormida.

Tras permanecer inmóvil y en silencio algunos minutos, empezó a sentirse como un ciego en la habitación sin luz.

–¿Livia? –susurró.

No recibió respuesta, pero su respiración sonaba agitada e irregular. Sabía que pronto volvería a llamarlo.

De repente, tuvo una idea. Primero le pareció desagradable, luego decidió probarla.

Cruzó el umbral en silencio y, a oscuras, se dirigió al cuarto de baño. Tanteó, se tropezó con el lavabo y encontró el cesto de la ropa sucia junto a la bañera. El cesto estaba casi repleto. Nadie había lavado en toda la semana. Joakim no había tenido fuerzas.

Entonces oyó el esperado grito de Livia.

–¿Mamá?

Sería así noche tras noche. Nunca acabaría.

–Tranquila –masculló junto al cesto de la ropa sucia.

Lo abrió y empezó a rebuscar entre las prendas.

El aroma lo golpeó. La mayor parte de la ropa sucia era de ella; allí estaban todos los jerséis, pantalones, faldas y ropa interior que había utilizado los días previos al accidente. Joakim sacó algunas piezas: un par de vaqueros, un jersey rojo de lana, una falda blanca de algodón.

No pudo resistir la tentación de apretarlas contra su rostro.

«Katrine.»

Deseó demorarse en los intensos recuerdos que le traía el aroma de su mujer, recuerdos agradables y dolorosos, pero los quejidos de Livia lo acosaban.

–¿Mamá?

Joakim cogió el jersey rojo de lana. Pasó ante el silencioso cuarto de Gabriel y entró en el de Livia.

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