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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (7 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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Oye un grito que se apaga enseguida. No ha sido el viento.

Es el grito de una mujer.

El vendaval tira del pañuelo y del delantal de Kerstin y la obliga a agacharse. Empuja la puerta del establo y se mete dentro.

Las vacas mugen y se mueven inquietas mientras la joven busca entre ellas. Nada. Luego sube la empinada escalera hacia el gran altillo del heno. El aire es helador.

Algo se mueve junto a una de las paredes, bajo el montón de paja. Unos débiles movimientos se adivinan entre el polvo y las sombras.

Es Carolina. Yace sobre el suelo cubierto de heno, con las piernas tapadas por una sucia manta. Su respiración es frágil y gime con expresión avergonzada cuando ella se acerca.

–Kerstin…, creo que ya ha pasado –dice–. Creo que ha salido.

Kerstin se le acerca aterrada y se arrodilla a su lado.

–¿Hay algo? –murmura Carolina–. ¿O es solo sangre?

La manta que le cubre las piernas está pringosa y mojada, pero Kerstin la levanta y mira.

–Sí –dice–, ha salido.

–¿Está vivo?

–No…, es prematuro.

Kerstin se inclina sobre el pálido rostro de su amiga.

–¿Cómo te encuentras?

Carolina tiene la mirada perdida.

–Ha muerto sin estar bautizado –masculla–. Tenemos…, tenemos que enterrarlo en tierra bendita, para que no se quede vagando… Si no lo enterramos será un desdichado.

–Es imposible –dice Kerstin–. La tormenta de nieve ya está aquí…, moriremos si salimos al camino.

–Tenemos que ocultarlo –susurra Carolina, esforzándose por respirar–. Pensarán que he cometido adulterio… que lo he expulsado aposta.

–No te preocupes por lo que piensen. –Kerstin le acerca la mano a la frente, que nota caliente y dice en voz baja–. He recibido otra carta de mi hermana. Quiere que vaya con ella a América, a Chicago.

No parece que Carolina la escuche. Jadea débilmente, pero ella, sin embargo, prosigue:

–Cruzaré el Atlántico hasta Nueva York y continuaré viaje desde allí. Hasta ha depositado una cantidad de dinero en Gotemburgo para el billete. –Se le acerca aún más–. Y tú también puedes venir, Carolina. ¿Quieres?

Su amiga no responde. Ya no lucha por seguir respirando. El aire que exhala es apenas audible.

Finalmente, se queda inmóvil sobre el heno con los ojos abiertos. El establo permanece en silencio.

–Ahora mismo vuelvo –susurra Kerstin con la voz ahogada en llanto.

Aparta con determinación lo que yace en el heno y dobla la manta varias veces para ocultar las manchas de sangre y de líquido amniótico. Después se levanta y se lleva el bulto pegado al vientre.

Sale al patio. El viento ha arreciado, y tiene que luchar por avanzar pegada a la pared de piedra del establo para poder regresar a la casa. Se dirige directamente a su pequeño cuarto de sirvienta, empaqueta sus cosas y las pocas pertenencias de Carolina y se pone varias capas de ropa para afrontar el duro camino que les espera cuando la tormenta de nieve haya amainado.

Luego, Kerstin continúa sin dudarlo hacia el salón, donde los quinqués y la chimenea esparcen luz y calor en la penumbra invernal. Sven Karlsson, el farero jefe, está sentado en un sillón junto a la mesa comedor, en el centro de la sala; su protuberante barriga destacaba bajo su uniforme negro.

Como funcionario de la Corona, Karlsson es un feligrés privilegiado. Dispone de la mitad de las habitaciones de la casa y tiene banco propio en la iglesia de Rörby. Junto a él, su esposa Anna está sentada en una silla con reposabrazos. Al fondo se encuentran algunas criadas esperando que pase la tormenta. En un rincón se sienta la Vieja Sara, que vino de la casa de Beneficencia de Rörby después de que el farero jefe ganara la subasta para cuidar de ella.

–¿Dónde has estado? –pregunta Anna al ver entrar a Kerstin.

La voz de la mujer del farero es siempre fuerte y aguda, pero ese día suena más estridente que de costumbre para hacerse oír sobre el ulular del viento.

Kerstin hace una reverencia, se para en silencio frente a la mesa y espera a que todos fijen sus ojos en ella. Piensa en su hermana mayor, que está en América.

Entonces, deja el bulto que ha traído sobre la mesa, justo delante de Sven Karlsson.

–Buenas tardes, farero jefe –dice en voz alta, y desdobla la manta–. Tengo aquí algo que al parecer se le ha perdido.

4

El tercer amanecer de Joakim en la finca de Åludden fue el comienzo de su último día de felicidad en muchos años; quizá en toda su vida.

Por desgracia, estaba demasiado estresado para apreciar lo bien que se sentía.

La noche anterior, a Katrine y a él se les hizo tarde. Después de que los niños se durmieran, estudiaron la habitación sur de la planta baja y consideraron los colores que se adecuarían mejor a sus diferentes personalidades. Habían decidido que el blanco sería el tono base de toda la planta baja, tanto en paredes como techos, mientras que los elementos de madera, como las vigas y los marcos de las puertas, podían variar de una habitación a otra.

Se acostaron a las once y media. La casa quedó en silencio, pero un par de horas después, Livia comenzó a llamar. Katrine apenas suspiró y se levantó de la cama sin decir nada.

Toda la familia se levantó pasadas las seis. En ese momento, el horizonte del este aún estaba negro.

Joakim comprendió que la gran oscuridad invernal se acercaba. Apenas quedaban dos meses para Navidad.

Los cuatro se reunieron alrededor de la mesa de la cocina a las siete. Joakim quería salir cuanto antes hacia Estocolmo y se bebió el té antes de que Katrine y los niños se sentaran. Cuando metió su taza en el lavaplatos, vio una línea anaranjada de luz solar todavía oculta por el mar, y más arriba, en el cielo, una formación negra de pájaros en V que se mecía suavemente sobre el mar Báltico.

¿Eran gansos o grullas? Aún estaba demasiado oscuro para distinguirlas con claridad; además, él no sabía mucho de aves migratorias.

–¿Veis los pájaros ahí fuera? –dijo, señalando por encima de su hombro–. Hacen lo mismo que nosotros…, se mudan al sur.

Nadie dijo nada. Katrine y Livia comían sus sándwiches, Gabriel se concentraba en succionar la papilla de arroz de su biberón.

Los dos faros, abajo sobre el mar, se elevaban hacia el cielo como estrechos castillos de cuento: el del sur titilaba regularmente con su luz roja. Desde las altas ventanas de la torre norte llegaba una débil luz blanca fija.

Era extraño, pues hasta entonces no había visto encendido ese faro. Joakim se acercó a la ventana. Quizá el brillo blanquecino fuera un reflejo del amanecer, aunque realmente parecía proceder del interior de la torre.

–¿Hay más pájaros mudándose, papá? –preguntó Livia a su espalda.

–No.

Joakim dejó de observar los faros y regresó a la mesa del desayuno para recogerla.

A las aves migratorias les esperaba un largo viaje, lo mismo que a él. Ese día tenía que conducir cuatrocientos cincuenta kilómetros para recoger las últimas pertenencias de la casa de Bromma. Después, pasaría la noche en casa de su madre Ingrid, un adosado en Jakobsberg, y al día siguiente conduciría de vuelta a Öland.

Ese sería su último viaje a la capital, por lo menos en lo que quedaba de año.

Gabriel parecía alegre y contento, a Livia en cambio se la veía enfadada. Se había levantado de la cama con la ayuda de Katrine, pero aún tenía sueño y guardaba silencio. Sostenía el sándwich en una mano, acodada sobre la mesa, mirando fijamente su vaso de leche.

–Come de una vez, Livia.

–Mmm…

No era madrugadora, pero cuando llegaba a la guardería, su humor solía mejorar. La semana anterior la habían cambiado a un grupo de mayores y parecía sentirse a gusto.

–¿Qué vais a hacer en la guardería hoy?

–No es una guardería, papá. –Levantó la mirada hacia él con irritación–. Gabriel va a la guardería. Yo voy al colegio.

–A preescolar, ¿no? –preguntó Joakim.

–Al colegio –insistió la niña.

–Vale…, ¿qué vais a hacer hoy?

–No sé –dijo ella, y volvió a fijar la vista en la mesa.

–¿Jugarás con algún amigo nuevo?

–No lo sé.

–Bien, pero ahora bébete la leche. Tenemos que irnos a Marnäs, a la… colegio.

–Mmm…

A las siete y veinte el sol se elevaba en el horizonte. Los rayos dorados se extendían lentamente sobre el mar en calma, pero no proporcionaban nada de calor. Sería un día soleado, aunque frío: el termómetro colgado en el exterior de la casa marcaba tres grados.

Joakim estaba en el jardín, retirando la escarcha acumulada en los cristales del Volvo. Luego abrió las puertas traseras para que entraran los niños.

Livia se sentó en su silla sin ayuda de nadie y se puso a Foreman en el regazo. Joakim aseguró a Gabriel a una sillita más pequeña, junto a ella. A continuación, se acomodó en su asiento.

–¿Mamá no nos va a decir adiós con la mano? –preguntó él.

–Tenía que ir al baño –dijo Livia–. Iba a hacer caca. Siempre tarda un buen rato.

La niña se había espabilado tras el desayuno y estaba más habladora. Una vez llegara a la guardería estaría llena de energía.

Joakim se recostó en el asiento y miró la pequeña bicicleta roja de Livia y el triciclo de Gabriel en el jardín. Observó que no tenían candado. Aquello no era la ciudad.

Katrine salió al jardín un par de minutos más tarde, apagó la lámpara del recibidor y cerró con llave la puerta principal. Llevaba puesto un anorak rojo brillante con capucha, y unos pantalones de chándal azul. En Estocolmo, solía vestir de negro, pero allí, en Öland, había empezado a usar ropa más cómoda y colorida.

Les dijo adiós con la mano y acarició la pared de madera pintada de rojo junto a la puerta. Tenía ojeras a causa de la falta de sueño, pero sonrió hacia el coche.

Su casa. Joakim le dijo adiós con la mano y ella volvió a sonreír.

–Ahora nos vamos –dijo Livia en el asiento trasero.

–¡Vamos! ¡Vamos! –gritó Gabriel, y se despidió de la casa con la mano.

Joakim arrancó el motor y las luces del coche se encendieron. Una fina capa de escarcha cubría el suelo, un anuncio del frío que se acercaba. Dentro de poco, tendría que utilizar las ruedas de invierno.

En el asiento trasero, Livia se puso enseguida unos auriculares para oír las aventuras del oso Bamse: le habían regalado un pequeño casete y en unos minutos aprendió el funcionamiento de los botones. Cuando sonaban canciones en la cinta dejaba que Gabriel las escuchara.

El camino que conducía a la carretera de la costa era una senda cubierta de grava que discurría entre un pequeño y frondoso bosque y una zanja, junto a un viejo muro de piedra. Era estrecha y sinuosa, y Joakim condujo despacio cogiendo con fuerza el volante. Aún no se conocía bien todas las curvas.

Su nuevo buzón de chapa colgaba de un poste junto a la carretera nacional. Joakim redujo la velocidad y miró si se veían luces de otros coches. Pero todo estaba oscuro y vacío en ambos sentidos. Tan desierto como al otro lado de la carretera, por donde se extendía una ciénaga pajiza.

No encontraron nada de tráfico al atravesar el pequeño pueblo de Rörby y entrar en Marnäs, y apenas vieron gente en la calle. Solo los adelantaron una furgoneta de pescado y un par de colegiales de unos diez años que corrían hacia la escuela con las mochilas rebotándoles en la espalda.

Joakim dobló en la calle principal y continuó hasta la plaza desierta. Unos cuantos metros más allá, se encontraba el colegio de Marnäs, y junto a él, en un jardín vallado con toboganes y cajones de arena y algunos árboles, se hallaba la guardería de Livia y Gabriel. Era un edificio bajo de madera con una cálida luz amarilla en la ventana principal.

Unos cuantos padres se despedían de sus hijos en la acera, y Joakim se detuvo detrás de una hilera de coches sin apagar el motor.

Algunos de los padres le sonrieron y saludaron con un gesto de cabeza: tras el artículo del día anterior en el
Ölands-Posten
, mucha gente de Marnäs sabía quién era.

–Cuidado con los coches –les advirtió Joakim a sus hijos–. Id por la acera.

–¡Adiós! –gritó Livia mientras abría la puerta del vehículo y se bajaba.

No fue una despedida prolongada, pues se había acostumbrado a que él no estuviera en casa.

Gabriel no dijo nada, y cuando Joakim lo ayudó a bajar de la sillita, simplemente salió corriendo.

–¡Adiós! –le gritó él–. Hasta mañana.

Cuando se cerraron las puertas del coche, Livia ya se encontraba a unos metros, con Gabriel pisándole los talones. Joakim metió la primera, dio la vuelta y regresó a Åludden.

Aparcó en el jardín, junto al coche de Katrine, y se bajó para recoger su bolsa de viaje y despedirse.

–¿Hola? –gritó desde el recibidor–. ¿Katrine?

No hubo respuesta. La casa estaba en silencio.

Se dirigió al dormitorio. Cogió la bolsa y salió de nuevo. Se detuvo en la grava.

–¿Katrine?

No oyó nada durante un rato, después percibió unas sordas rozaduras que venían del establo.

Volvió la cabeza. Procedían de la gran puerta negra de madera al abrirse. Katrine salió de la oscuridad y lo saludó con la mano.

–¡Hola!

Él le devolvió el saludo y ella se acercó.

–¿Qué hacías? –preguntó.

–Nada –contestó–. ¿Te marchas ya?

Joakim asintió.

–Conduce con cuidado –dijo, y se inclinó hacia un lado apretando deprisa su boca contra la de él; un cálido beso en medio del frío. Aspiró el aroma del pelo y la piel de ella una última vez.

–Saluda a Estocolmo –dijo Katrine, y le dedicó una larga mirada–. Cuando vuelvas a casa, te contaré una cosa sobre el establo.

–¿El establo? –preguntó Joakim.

–El altillo del heno del establo –respondió ella.

–¿De qué se trata?

–Te lo enseñaré mañana –le contestó.

Él la miró.

–Bien…, te llamaré esta tarde desde casa de mamá. –Abrió la puerta del coche–. No te olvides de ir a buscar a nuestras ovejitas.

A las ocho y veinte paró en una gasolinera a la entrada de Borgholm para recoger el remolque que había alquilado. Ya estaba reservado y pagado, y solo tuvo que engancharlo al coche y seguir camino.

El tráfico se intensificó pasado Borgholm y Joakim acabó circulando en una larga fila de vehículos: seguramente, la mayoría era gente que vivía en la isla y trabajaba en Kalmar, en el continente, y los isleños avanzaban a su pausado ritmo campestre.

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