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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (12 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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«Estas conversaciones sobre los viejos tiempos deberían conservarse», pensó, pero había dejado la grabadora en el escritorio de Gerlof.

–Bueno –dijo este, y levantó de nuevo la taza de café–. Quizá antiguamente no todo el mundo pensaba en el futuro. Pero la gente por lo menos pensaba.

Veinte minutos después, Tilda y Gerlof regresaron a la habitación de este, y encendieron de nuevo la grabadora. Él se puso a hablar sobre sus primeros tiempos como joven capitán en el Báltico; de fondo se escuchaba el tictac del reloj de pared.

Tilda comprendió que la residencia de ancianos no era triste ni monótona, sino que estaba llena de paz. Cada vez se sentía mejor en la pequeña habitación de Gerlof, allí casi podía olvidar los sucesos de los últimos días. Todo lo que había ido mal en Åludden.

Nombre equivocado, notificación equivocada, acogida equivocada: un marido de duelo que no deseaba hablar con ella, y seguro que mucho chismorreo entre sus colegas desde sus primeros días como policía de proximidad.

Y, sin embargo, no era solo ella quien había cometido un error.

De pronto, se dio cuenta de que Gerlof había dejado de hablar y la observaba.

–Así es –dijo–. Todo cambia.

La cinta seguía girando en la grabadora, sobre la mesa.

–Sí, son nuevos tiempos –convino Tilda en voz alta–. ¿Qué te viene a la cabeza cuando recuerdas los viejos?

–Bueno…, en mi caso se trata de la marina mercante –contestó él, y de nuevo miró de reojo la grabadora con desconfianza–. Los hermosos barcos que atracaban en el puerto de Borgholm. Cómo olían cuando se subía a bordo…, a alquitrán de pino, a pintura, a fueloil…, al agua estancada del lastre en las bodegas, y al aroma del guiso de la cocina.

–¿Qué era lo mejor de entonces? –preguntó Tilda.

–La tranquilidad… y el silencio. Que las cosas tomaran su tiempo. Cuando yo navegaba, la mayoría de los barcos tenían pequeños motores; los que solo tenían velas, no podían hacer nada cuando el viento se calmaba por la tarde. Entonces, se echaba el ancla y se esperaba a que volviera a soplar el viento a la mañana siguiente. Y nadie sabía con certeza dónde se encontraba el barco antes de que aparecieran el teléfono y las radios de onda corta. Sencillamente, un día aparecía en el horizonte, de camino a su puerto base, con las velas izadas. Y entonces las esposas podían respirar tranquilas por aquella vez.

Tilda asintió. De pronto, volvió a pensar en la notificación errónea de la muerte de la semana anterior, y preguntó:

–¿Qué sabes de la casa de Åludden, Gerlof?

–¿Åludden? Bueno, bastante. Desde el punto de vista de Stenvik, estaba en el lado equivocado de la isla, pero tu abuelo era vecino de ellos.

–¿Sí?

–Casi. Su casa se encontraba a un par de kilómetros al norte. Ragnar pescaba anguilas en el cabo, y vigilaba los faros.

–¿Existe alguna historia especial sobre ese lugar?

–Sí, la casa tuvo cierta fama –respondió él–. Se dice que las piedras de los cimientos proceden de una vieja capilla abandonada, y la madera de la vivienda de un naufragio. Ya entonces estaba de moda el reciclaje.

–¿Por qué solo funciona uno de los faros? –preguntó Tilda.

–Ocurrió un accidente, creo que hubo un incendio… Se construyeron para diferenciar Åludden de los otros lugares de Öland que tenían faro, pero finalmente resultó demasiado caro encender dos faros todas las noches. Con uno era suficiente. –Gerlof recapacitó un rato y añadió–: Además, hoy día los barcos navegan con la ayuda de satélites, así que ya no son necesarios.

–Tiempos modernos –apuntó ella.

–En efecto. El zapato derecho y el izquierdo.

En la habitación se hizo el silencio.

–¿Has visitado el cabo? –preguntó Gerlof.

Tilda asintió. Habían abandonado la conversación sobre la familia Davidsson, y apagó la grabadora.

–Estuve en la casa la semana pasada –añadió–. Hubo un accidente.

–Sí, lo leí en el
Ölands-Posten
. Una mujer joven se ahogó. ¿No se trataba de la madre de la familia que ha comprado la casa?

–Sí.

–¿Quién la encontró?

Tilda titubeó.

–No debería hablar de esto.

–No, claro. Es un asunto policial. Y una tragedia.

–Sí. Sobre todo para el marido y los hijos.

Sin embargo, finalmente optó por contarle a Gerlof la mayor parte de la historia. Que la habían llamado para que acudiera al lugar del accidente y los detalles sobre el cuerpo que habían sacado del mar, junto a los faros.

–La mujer, Katrine Westin, estaba sola. Almorzó y puso el lavaplatos. Después bajó a la playa y fue hasta el final del rompeolas. Y una vez allí, resbaló o se tiró al agua.

–Y se ahogó –añadió Gerlof.

–Sí. Murió ahogada, aunque en ese punto el agua no es nada profunda.

–En algunas partes, sí. En el rompeolas hay más profundidad; yo he visto veleros atracar allí. ¿Había alguien presente cuando ocurrió el accidente?

Ella negó con la cabeza.

–No ha llamado ningún testigo. La costa estaba desierta.

–La costa de Öland casi siempre está desierta en invierno –apuntó Gerlof–. ¿Y no había más indicios en Åludden? ¿Pudo empujarla alguien?

–No, estaba sola en el rompeolas. Además, para acceder a él, hay que pasar por la playa, y no había más huellas en la arena. –Tilda miró la grabadora–. ¿Podrías contarme algo de Ragnar?

Gerlof no pareció escucharla. Se levantó con dificultad y se acercó al escritorio. Sacó una libreta negra de uno de los cajones.

–Siempre apunto el tiempo que hace –explicó. Pasó una hoja–. Ese día casi no hubo viento. Tenía una fuerza de cuatro nudos.

–Sí, es cierto. En Åludden el mar estaba en calma.

–Así que ninguna ola pudo borrar las huellas –dijo Gerlof.

–No. Y las de los zapatos de la mujer aún seguían en la playa. Yo misma las vi.

–¿Tenía heridas?

Tilda tardó en responder. La asaltó una imagen que no quería recordar.

–Apenas la vi un momento, pero tenía una pequeña herida en la frente.

–¿Un arañazo?

–Sí…, seguramente a causa de la caída. Se golpearía con las piedras al caer.

Él se sentó despacio.

–¿Tenía enemigos?

–¿Qué?

–La mujer ahogada… ¿Tenía enemigos?

Ella suspiró.

–¿Cómo voy a saberlo, Gerlof? ¿Suelen las madres de familia tener enemigos mortales en esta isla?

–Estaba pensando que…

–Cambiemos de tema. –Tilda miró con seriedad a su anciano pariente–. Sé que te gusta darle vueltas a las cosas, pero no voy a hablar más de esto contigo.

–De acuerdo, tú eres la policía –respondió él.

–Policía de proximidad, no de homicidios –apuntó ella enseguida–. Y, además, no se ha abierto ninguna investigación por homicidio. No hay indicios de que se haya cometido un crimen. El marido tampoco cree que haya sido un accidente, pero no sabe quién habría podido matarla.

–Sí, sí –dijo Gerlof–, solo pensaba un poco. Me gusta hacerlo, como tú dices.

–Vale. Pero ahora tenemos que grabar un rato más.

Él guardó silencio.

–Lo enciendo, ¿vale? –dijo Tilda.

–¿Quizá por mar? –sugirió Gerlof.

–¿Qué?

–Si alguien hubiera llegado en barca y atracado en el rompeolas del faro de Åludden –señaló él–, no habría huellas en la playa.

Ella suspiró.

–Entonces tendré que buscar una barca. –Luego lo miró y preguntó–: Gerlof, ¿te resulta aburrida la grabación?

Él titubeó.

–No me gusta hablar de parientes muertos –respondió al cabo de un rato–. Tengo la sensación de que nos escuchan a través de las paredes.

–Yo creo que estarían orgullosos.

–Puede que sí, puede que no –dijo Gerlof–. Depende de lo que se cuente de ellos.

–Sobre todo quiero hablar del abuelo –le recordó Tilda.

–Lo sé. –El hombre asintió con semblante serio–. Pero quizá él también esté escuchando.

–¿Ragnar era un hermano mayor difícil?

Gerlof guardó silencio durante unos segundos.

–Tenía sus cosas. Era bastante rencoroso. Si se sentía engañado, nunca volvía a tratar a esa persona… Jamás olvidaba un agravio.

–Yo no lo recuerdo –comentó ella–. Papá tampoco se acordaba mucho. Al menos, no solía hablar de él.

Se hizo de nuevo el silencio.

–Ragnar murió congelado durante una tempestad de invierno –prosiguió Gerlof–. Hallaron el cuerpo en la playa, al sur de su casa. ¿Te lo contó tu padre?

–Sí, fue él quien lo encontró. Creo que el abuelo había salido a pescar –dijo Tilda–. Eso me contó papá.

–Ese día había recogido las nasas –explicó el anciano–, y al arreciar el viento atracó en Åludden. Era guarda de los faros y la gente solía verlo por allí. La barca debió de ser arrastrada por las olas, pues él volvía a casa a pie por la playa… y entonces llegó la tormenta. Ragnar murió en la nieve.

–Nadie se considera realmente fallecido hasta que se lo declara muerto en un sitio cálido –apuntó Tilda–. A veces, se ha encontrado a personas congeladas y sin pulso en la nieve, que han revivido al llevarlas a un lugar caldeado.

–¿Quién te ha contado eso?

–Me lo dijo Martin.

–¿Martin? ¿Quién es ese?

–Mi… novio –respondió ella.

Enseguida se arrepintió de la palabra elegida. A Martin no le habría gustado que lo presentara de ese modo.

–¿Así que tienes novio?

–Sí…, o como se llame.

–Novio está bien. ¿Martin qué más?

–Se llama Martin Ahlquist.

–Estupendo –respondió Gerlof–. ¿Vive tu Martin aquí, en la isla?

«Mi Martin», pensó Tilda.

–Vive en Växjö. Es profesor.

–Pero quizá venga a visitarte de vez en cuando.

–Eso espero. Hemos hablado de ello.

–Me alegro. –Gerlof esbozó una sonrisa–. Pareces enamorada.

–¿Ah, sí?

–Tu cara se ilumina cuando hablas de él, eso está bien.

Sonrió animándola desde el otro lado de la mesa y Tilda le devolvió la sonrisa.

Todo parecía muy sencillo mientras estaba allí sentada, hablando de Martin con Gerlof, en absoluto complicado.

8

Livia dormía cada noche con el jersey rojo de lana de Katrine a su lado, y Joakim con el camisón debajo de la almohada. Así se sentían mejor.

La vida en Åludden seguía a medio gas. Joakim se ocupaba cada día de llevar a los niños a Marnäs y de recogerlos. Entre una hora y otra, pasaba siete horas solo en la casa, y sin embargo no conseguía estar en paz. Recibió varias llamadas de la funeraria para resolver algunas dudas sobre el entierro. Además, tuvo que ponerse en contacto con el banco y distintas empresas para que borraran a Katrine de sus archivos. Los amigos y familiares de la pareja le llamaron, amigos comunes de Estocolmo enviaron flores. Muchos de ellos deseaban acudir al entierro.

Joakim ansiaba desconectar el teléfono y encerrarse en Åludden. Aislarse.

Dentro de la casa quedaban muchas reformas pendientes, y en el jardín y en la fachada también; pero lo único que él deseaba era tumbarse en la cama, aspirar el aroma de la ropa de Katrine y fijar la vista en el blanco techo.

Y luego estaba la policía. Si hubiera tenido fuerzas, habría hablado con ellos para que le dijeran quién era el responsable de asuntos internos, si es que tal persona existía; pero no tenía fuerzas.

La única funcionaria que se había puesto en contacto con él había sido aquella joven policía local de Marnäs. Tilda Davidsson.

–Lo siento –dijo la chica–. Lo siento muchísimo.

No le preguntó cómo se encontraba él, sino que volvió a pedirle perdón por el error cometido con los nombres. En la nota que le habían pasado aparecía el nombre equivocado, dijo; había sido un malentendido.

¿Un malentendido? Joakim había regresado a casa para consolar a su mujer y se la había encontrado muerta.

Escuchó a Davidsson en silencio, respondió con monosílabos y no hizo ninguna pregunta. La conversación fue breve.

Una vez finalizada, se sentó ante el ordenador familiar y escribió una carta al
Ölands-Posten
, donde relató brevemente lo sucedido tras la muerte de Katrine. Concluyó diciendo:

Durante muchas horas, creí que mi hija se había ahogado y que mi mujer estaba viva, cuando en realidad era al contrario. ¿Es demasiado pedir que la policía sepa distinguir entre los vivos y los muertos?

No lo creo; nos toca hacerlo a los familiares.

Joakim Westin, Åludden

No había contado con que ningún responsable policial se pusiera en contacto con él, y, efectivamente, no lo hicieron.

Dos días después, se encontró con Åke Högström, el pastor de Marnäs que oficiaría la ceremonia del entierro de su mujer.

–¿Qué tal duerme? –le preguntó el hombre mientras tomaban una taza de café, después de repasar los detalles por última vez.

–Bien –respondió Joakim.

Intentó recordar lo que habían decidido. Llamaron al cantor para elegir los salmos que se tocarían, de eso se acordaba, pero había olvidado de cuáles se trataba.

El pastor de la parroquia de Marnäs frisaba los cincuenta, esbozaba una ligera sonrisa bajo una barba rala y vestía chaqueta negra y polo gris. Las paredes del despacho de la vicaría estaban cubiertas de estanterías repletas de toda clase de libros, y sobre la mesa había una fotografía del hombre, que sonreía a la cámara mientras mostraba un reluciente lucio.

–¿No les molesta la luz de faro? –preguntó.

–¿La luz? –repitió Joakim.

–El constante titilar del faro de Åludden por las noches.

Él negó con la cabeza.

–Me imagino que uno se acaba acostumbrando –apuntó Högström–. Debe de ser como cuando pasa mucho tráfico bajo las ventanas. Ustedes vivían en el centro de Estocolmo, ¿no es así?

–A las afueras –respondió.

Se trataba de una charla informal, un intento de relajar el ambiente pero aun así, a Joakim le costaba encontrar las palabras.

–Entonces, empezaremos con el salmo 289, el 256 tras las exequias y el 297 para finalizar –dijo Högström–. Quedamos en eso, ¿no es cierto?

–Sí, muy bien.

La noche anterior al entierro llegaron una docena de invitados de Estocolmo: la madre de Joakim, un tío, dos primos y algunos amigos del matrimonio. Se movieron con discreción por la casa y hablaron sobre todo entre ellos. Livia y Gabriel se excitaron con tanta visita, pero no preguntaron a qué se debía su llegada.

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