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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (4 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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A Henrik no le gustaban los hermanos Serelius, pero tenía que cargar con ellos: como cuando unos parientes llegan de visita para quedarse una noche y después se niegan a partir.

Aunque Tommy y Freddy no eran de la isla y ni siquiera eran amigos o parientes suyos. Eran amigos de Morgan Berglund.

Habían llamado a la puerta de su pequeño apartamento de Borgholm a finales de septiembre, a las diez de la noche, cuando estaba a punto de acostarse. Al abrir, se encontró con dos jóvenes de su misma edad, anchos de espaldas y con el pelo al rape. Ambos saludaron con la cabeza y entraron en el recibidor sin pedir permiso. Olían a sudor, a aceite y a asiento sucio de automóvil, y el hedor se esparció por el apartamento.

–Hubba bubba, Henke –dijo uno de ellos.

Llevaba puestas unas grandes gafas de sol. Resultaba cómico, pero no era una persona de la que reírse. Tenía largas marcas rojas en las mejillas y la barbilla, como si alguien lo hubiera arañado.

–¿Qué tal? –preguntó el otro, más alto y más ancho de espaldas.

–Bien –contestó él, despacio–. ¿Quiénes sois?

–Tommy y Freddy. Los hermanos Serelius. Joder, ¿no nos conoces, Henrik? Seguro que sí.

Tommy se recolocó las gafas y se rascó con fuerza la mejilla. Ahora Henrik sabía de dónde provenían los arañazos: no había tenido una pelea, se los causaba él mismo.

Luego, los hermanos se dieron una vuelta por el pequeño apartamento y se dejaron caer sobre el sofá, frente al televisor.

–¿Tienes patatas fritas? –preguntó Freddy.

Puso las botas sobre la mesa de cristal de Henrik. Cuando se desabrochó el anorak, dejó al descubierto una barriga cervecera bajo una camiseta azul claro que ponía
«SOLDIER OF FORTUNE FOREVER»
.

–Tu amigo Mogge te manda saludos –dijo Tommy, el hermano mayor, y se quitó las gafas. Era algo más delgado que Freddy, miraba fijamente a Henrik esbozando una media sonrisa y llevaba una bolsa de cuero en la mano–. A Mogge se le ocurrió que podríamos pasar por aquí.

–Por Siberia –añadió Freddy, que había cogido el bol con patatas fritas que Henrik había sacado.

–¿Mogge? ¿Morgan Berglund?

–El mismo –respondió Tommy, y se sentó en el sofá junto a su hermano–. Sois amigos, ¿no?

–Lo éramos –replicó Henrik–. Mogge se mudó.

–Lo sabemos, está en Dinamarca. Trabajaba ilegalmente en un casino de Copenhague.

–Repartía cartas –dijo Freddy.

–Hemos estado por Europa –prosiguió Tommy–. Durante casi un año. Uno se da cuenta de que Suecia es pequeña de cojones.

–Un jodido patio –añadió Freddy.

–Primero estuvimos en Alemania. En Hamburgo y en Dusseldorf, nos lo pasamos de puta madre. Después nos fuimos a Copenhague, donde también lo pasamos bien. –Tommy echó un vistazo alrededor–. Y ahora estamos aquí.

Asintió y se llevó un cigarrillo a los labios.

–Aquí no se puede fumar –señaló Henrik.

Pensó en cuál sería la razón por la que los hermanos Serelius habrían abandonado las grandes ciudades europeas –donde se lo habían pasado tan cojonudamente– y habían regresado a un lugar tan poco poblado de Suecia. ¿Se habrían peleado con la persona equivocada? Tal vez.

–No podéis quedaros aquí –anunció, y miró la habitación–. Como veis, no tengo sitio.

Tommy se había guardado el cigarrillo. Parecía no escuchar.

–Somos satanistas –dijo–. ¿Te lo habíamos dicho?

–¿Satanistas? –repitió Henrik.

Los dos hermanos asintieron.

–¿Adoradores del diablo? –inquirió Henrik sonriendo.

Tommy no sonrió.

–No adoramos a nadie –respondió–. Satanás representa la fuerza del hombre, eso es en lo que creemos.


The force
–añadió Freddy acabándose las patatas.

–Exactamente –dijo Tommy–.
Might makes right
, ese es nuestro lema. Cogemos lo que queremos. ¿Conoces a Aleister Crowley?

–No.

–Un gran filósofo –apuntó Tommy–. Crowley veía la vida como una lucha constante entre los fuertes y los débiles. Entre los listos y los tontos. Donde los más fuertes y los más listos siempre ganan.

–Tiene su lógica –contestó Henrik, que nunca había sido religioso. Tampoco pensaba empezar a serlo entonces.

Tommy siguió estudiando el apartamento.

–¿Cuándo se fue? –preguntó.

–¿Quién?

–Tu chica. La que puso cortinas, flores secas y todas esas chorradas. No has sido tú, ¿verdad?

–Se marchó en primavera –reconoció Henrik.

Lo asaltó un involuntario recuerdo de Camilla leyendo tumbada en el sofá donde ahora se sentaban los hermanos Serelius. Comprendió que Tommy era más listo de lo que aparentaba: se fijaba en los detalles.

–¿Cómo se llamaba?

–Camilla.

–¿La echas de menos?

–Como a la mierda de perro –contestó al momento–. Sea como sea, no os podéis quedar aquí…

–Tranquilo, vivimos en Kalmar –apuntó Tommy–. Ya nos hemos instalado, pero pensábamos trabajar aquí, en Öland. Así que necesitaremos un poco de ayuda.

–¿Con qué?

–Mogge nos contó a lo que os dedicabais durante el invierno. Nos contó sobre las casas de veraneo…

–Vaya.

–Dijo que no te importaría empezar de nuevo.

«Gracias, Mogge», pensó Henrik. Se había peleado con Morgan a la hora de repartir el dinero antes de que este se largara: quizá esa fuera su forma de vengarse.

–Fue hace mucho tiempo –dijo–. Cuatro años…, y en realidad solo lo hicimos durante dos inviernos.

–¿Y? Mogge dijo que os fue bien.

–Nos fue bien –confirmó Henrik.

Casi todos los robos salieron bien, pero un par de veces fueron descubiertos por los vecinos y tuvieron que huir saltando los muros de piedra como ladrones de manzanas. Siempre fijaban de antemano al menos dos vías de escape, una a pie y otra en coche.

–A veces no había nada de valor… –prosiguió–, pero una vez encontramos un mueble, era antiguo de cojones. Una arquimesa alemana del siglo dieciocho. En Kalmar nos dieron treinta y cinco mil coronas por ella.

Mientras hablaba le invadía el fervor, casi la nostalgia. Tenía mucho talento para forzar puertas y ventanas sin romperlas. Su abuelo había sido carpintero en Marnäs y había estado igual de orgulloso que él de sus conocimientos.

Pero también recordaba lo enervante que le resultaba conducir por el norte de Öland una noche tras otra. En invierno hacía un frío helador, tanto a la intemperie como dentro de las casas cerradas. Y las urbanizaciones de veraneo estaban deshabitadas y en silencio.

–Las casa viejas son como mercadillos –comentó Tommy–. Entonces, ¿te apuntas? Te necesitamos para encontrar los caminos.

Henrik guardaba silencio. Pensó que quien llevaba una vida triste y predecible debía de ser también triste y predecible. Y él no deseaba serlo.

–Entonces, ¿estamos de acuerdo? –preguntó Tommy.

–Quizá –respondió él.

–Eso suena a un sí.

–Quizá.

–Hubba bubba –exclamó Tommy.

Henrik vaciló mientras asentía.

Deseaba ser excitante, llevar una vida excitante. Ahora que Camilla se había ido, las tardes eran tristes y las noches vacías, y sin embargo dudó. Lo que lo llevó a abandonar los robos no fue el peligro a ser detenido, se trataba de otra clase de miedo.

–El campo es muy oscuro –dijo.

–Eso suena bien.

–Oscuro de
cojones
–añadió Henrik–. En los pueblos no hay farolas y la electricidad de las casas suele estar cortada. Apenas se ve nada.

–Ningún problema –contestó Tommy–. Ayer robamos unas linternas en una gasolinera.

Henrik asintió despacio. Las linternas contrarrestaban la oscuridad, aunque solo en parte.

–Tengo un cobertizo que podríamos utilizar como almacén hasta que encontremos un comprador adecuado –dijo.

–Perfecto –asintió Tommy–. Entonces, solo tenemos que dar con la casa adecuada. Mogge dijo que tú conocías buenos sitios.

–Conozco unos cuantos –respondió–. Forma parte de mi trabajo.

–Danos las direcciones y nosotros controlaremos que sean seguras.

–¿Cómo?

–Le preguntaremos a Aleister.

–¿Qué has dicho? –preguntó Henrik.

–Solemos hablar con Aleister Crowley –dijo Tommy, y colocó la bolsa sobre la mesa. La abrió y sacó una pequeña caja plana de madera oscura–. Nos ponemos en contacto con esto.

Henrik observó en silencio mientras el otro abría la caja y la colocaba sobre la mesa. En el interior había letras, palabras y números grabados a fuego en la madera. Estaba todo el alfabeto, números del cero al nueve y las palabras «
SÍ»
y «
NO»
. A continuación, Tommy sacó un pequeño vaso de la bolsa.

–Jugué a eso cuando era niño –comentó Henrik–. El espíritu del vaso, ¿verdad?

–Y una mierda, esto va en serio. –Tommy colocó el vaso sobre el tablero de madera–. Es un tablero de güija.

–¿Uija?

–Así se llama –contestó Tommy–. La madera proviene de la tapa de un viejo féretro. ¿Puedes apagar la luz?

Henrik sonrió para sí, pero se acercó al interruptor.

Los tres se sentaron alrededor de la mesa. Tommy posó el dedo meñique sobre el vaso y cerró los ojos.

En la habitación se hizo el silencio. El mayor de los Serelius se rascó lentamente el cuello y aparentó escuchar algo.

–¿Quién está ahí? –preguntó–. ¿Eres tú, Aleister?

Durante unos segundos no pasó nada. Luego, el vaso comenzó a moverse bajo el dedo de Tommy.

Al día siguiente al anochecer, Henrik condujo hasta el cobertizo de su abuelo para ponerlo en orden.

La pequeña cabaña de madera estaba pintada de rojo y se hallaba en una pradera, a una decena de metros de la playa, junto a otros dos cobertizos propiedad de veraneantes, y vacíos desde mediados de agosto. Allí nadie los molestaría.

Había heredado el cobertizo del abuelo Algot. Mientras este vivía, solían salir al mar varias veces durante el verano, tendían las redes y luego pasaban la noche en el cobertizo, para levantarse a las cinco y recoger la pesca.

Cuando se encontraba allí, en el Báltico, echaba de menos esos días, era una pena que su abuelo hubiera muerto. Algot siguió con la carpintería y la pequeña construcción después de jubilarse y hasta su último ataque cardíaco pareció satisfecho con su vida, a pesar de no haber salido de la isla más que un par veces.

Henrik abrió el candado del cobertizo y observó la oscuridad. Allí dentro todo estaba más o menos como cuando murió su abuelo, hacía seis años. Las redes colgaban de las paredes, el banco de carpintero seguía allí, igual que la estufa de hierro oxidada en un rincón. Camilla había querido limpiar el cobertizo y pintarlo de blanco, pero a Henrik le parecía bien dejarlo como estaba.

Apartó los bidones de aceite, las cajas de herramientas y el resto de cosas que había por el suelo de madera y cogió una lona para tapar la mercancía robada. A continuación, fue por el muelle cercano hasta el cabo, donde respiró el aroma a algas y agua salada. Al norte vio elevarse del mar los dos faros de Åludden.

En el embarcadero se encontraba su barca a motor, un fueraborda, y al mirarla vio que la lluvia había inundado el fondo. Bajó hasta ella y empezó a achicar el agua.

Mientras tanto, pensó en lo sucedido la noche anterior, cuando los hermanos Serelius y él se sentaron en la cocina y realizaron una sesión de espiritismo. O lo que fuera.

El vaso sobre el tablero se había movido y respondió a todas las preguntas, pero seguro que era Tommy quien lo movía. Tenía los ojos cerrados, pero de vez en cuando debía de mirar a escondidas para hacer que el vaso acabara en el lugar correcto.

Resultó que el espíritu Aleister apoyaba de todo corazón sus planes de robo. Cuando Tommy le preguntó sobre Stenvik, la propuesta de Henrik, el vaso se movió hacia el

, cuando inquirió si había cosas de valor en las casas de por allí, recibió la misma respuesta: «

».

Finalmente, Tommy había preguntado:

–Aleister, ¿qué te parece… podemos confiar los unos en los otros?

El pequeño vaso permaneció inmóvil unos segundos. Luego se movió lentamente hacia el «
NO
».

Tommy soltó una carcajada, corta y ronca.

–Eso está bien –dijo, y miró a Henrik–, porque yo no confío en nadie.

Cuatro días después, Henrik y los hermanos Serelius realizaron el primer viaje al norte, a la zona residencial que él había elegido y Aleister, el espíritu, había aprobado. Allí solo había casas cerradas, negras como boca de lobo en la oscuridad.

Cuando forzaban una ventana y entraban en una vivienda no iban en busca de cosas pequeñas y caras (sabían que ningún veraneante era tan tonto como para dejar dinero, relojes de marca o cadenas de oro en su casa durante el invierno). Pero algunas cosas eran demasiado pesadas para llevárselas al acabar las vacaciones: aparatos de televisión, equipos de música, botellas de alcohol, cartones de cigarrillos y palos de golf. Y en los cobertizos de los jardines se podían encontrar motosierras, bidones de gasolina y taladradoras.

Después de que Tommy y Freddy destrozaran el barco de la botella y Henrik hubiera dejado de mascullar, se dividieron y prosiguieron la búsqueda de tesoros.

Henrik se dirigió a las habitaciones pequeñas. La parte delantera de la casa daba al estrecho y a la costa rocosa, y a través de una ventana panorámica vio que una luna creciente, blanca como la nieve, colgaba sobre el mar. Stenvik era uno de los pueblos de pescadores que había en la costa oeste de la isla, desierta durante el invierno.

Cada habitación lo recibía en silencio; no obstante, Henrik sintió que el suelo y las paredes lo vigilaban. Por eso se movía con cuidado, sin desordenar nada.

–¿Hola? ¿Henke?

Era Tommy, Henrik respondió.

–¿Dónde estás?

–Aquí, en la cocina… Hay una especie de oficina.

Henrik siguió su voz a través de la pequeña cocina. Tommy se hallaba junto a una pared, en un cuarto sin ventanas, y señalaba con la mano derecha enguantada.

–¿Qué te parece esto?

No sonreía –casi nunca lo hacía–, pero tenía la vista fija en la pared, con la expresión de alguien que quizá ha hecho un gran descubrimiento. Miraba un gran reloj de madera oscura y números romanos tras la esfera de cristal.

Henrik asintió.

–Sí…, puede valer algo. ¿Es antiguo?

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