Read La tormenta de nieve Online

Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (3 page)

BOOK: La tormenta de nieve
8.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

–Los Carlsson, nuestros vecinos, me contaron unas cuantas cuando me invitaron a tomar café. Pero me dijeron que no las creyera.

–La verdad es que no nos queda mucho tiempo para fantasmas –señaló Joakim.

Nyberg asintió y dio unos pasos hacia el recibidor.

–No, pero cuando una casa se queda deshabitada durante un tiempo, la gente empieza a hablar –dijo–. ¿Podemos salir y tomar unas fotos, ahora que aún hay luz?

Bengt Nyberg finalizó la visita con un paseo por el césped y los caminos de piedra del patio. Inspeccionó rápidamente las dos alas: a un lado el enorme establo, cuya planta baja era de piedra caliza con la parte superior de madera pintada de rojo; al otro lado estaba la pequeña cabaña.

–Me imagino que también reformarán esto –dijo al echar un vistazo por la ventana polvorienta de la cabaña.

–Por supuesto –contestó Joakim–. La iremos arreglando poco a poco.

–¿Y luego la alquilarán en verano?

–Quizá. Habíamos pensado abrir un
bed & breakfast
dentro de unos años.

–A mucha gente en la isla se le ha ocurrido la misma idea –replicó Nyberg.

Lo último que hizo fue sacar una veintena de fotografías de la familia Westin sobre la explanada de hierba pajiza frente a la casa.

En el frío viento, Katrine y Joakim, de pie, miraron en la misma dirección, hacia los dos faros junto al agua. Joakim irguió la espalda cuando la cámara hizo clic y pensó en la casa de sus vecinos en Estocolmo, que había salido tres veces a doble página en la revista mensual
Vackra villor
del año pasado. Ellos se tendrían que conformar con un artículo en el
Ölands-Posten
.

Llevaba a Gabriel a hombros. El niño vestía un anorak verde que le iba demasiado grande, mientras Livia permanecía de pie entre Katrine y él, con un gorro blanco de lana calado hasta las cejas. Miraba a la cámara con recelo.

La casa de Åludden se alzaba tras ellos como un castillo de madera y piedra que vigilara en silencio.

Más tarde, cuando el periodista se hubo marchado, toda la familia bajó a la playa. El viento era más frío que en los días precedentes y el sol ya alcanzaba el tejado de la casa, detrás de ellos. El aire transportaba un aroma a algas marinas.

Bajar a la playa de Åludden era como llegar al fin del mundo, a la última etapa de un largo viaje, lejos de todo y de todos. A Joakim le gustaba esa sensación.

El nordeste de Öland parecía estar formado por un cielo enorme y una estrecha franja de tierra ocre. Los pequeños islotes semejaban arrecifes herbosos. La costa llana de la isla, con sus profundas calas y estrechos istmos, se sumergía imperceptiblemente en el agua formando un fondo poco hondo y regular de arena y barro, cuya profundidad aumentaba a medida que penetraba en el mar Báltico.

Un centenar de metros más allá, las blancas torres de los faros se alzaban hacia el cielo azul marino.

Los dos faros de Åludden. A Joakim le parecían artificiales los dos islotes sobre los que se asentaban, como si alguien hubiera colocado dos pilas de piedras y grava en el agua y las hubiera unido con grandes bloques de cemento. Desde la playa un largo espigón se extendía cincuenta metros al norte: un muelle ligeramente curvado de grandes piedras, casi con toda seguridad construido para proteger los faros de las tormentas de invierno.

Livia llevaba a Foreman bajo el brazo y de pronto echó a correr hacia el rompeolas de un metro de ancho que conducía a los faros.

–¡Yo también! ¡Yo también! –gritó Gabriel, pero Joakim le sujetaba con fuerza la mano.

–Iremos juntos –dijo.

Al cabo de una decena de metros, el rompeolas se bifurcaba sobre el mar, como una gran Y con dos brazos más estrechos que conducían uno a cada faro. Katrine gritó:

–¡Livia, no corras! ¡Cuidado con el agua!

La niña se detuvo, señaló hacia el gran faro del sur y gritó con una voz que apenas se oía a causa del viento:

–¡Es mi torre!

–¡La mía también! –gritó Gabriel tras ella.

–¡Y punto! –exclamó Livia.

Era su expresión favorita de ese otoño, algo que había aprendido en la guardería. Katrine se le acercó apresurada y señaló con la cabeza el faro norte.

–Entonces esa será la mía.

–De acuerdo, yo me encargaré de la casa –intervino Joakim–. Será coser y cantar si me echáis una mano de vez en cuando.

–Lo haremos –replicó Livia–. ¡Y punto!

La niña asintió entre risas, pero para Joakim no era una broma. Sin embargo, deseaba que llegara todo ese trabajo que iban a hacer el próximo invierno. Katrine y él intentarían encontrar empleo como profesores en la isla, y reformarían juntos la casa por las tardes y fines de semana. Ella ya había empezado.

Joakim se detuvo sobre la hierba, junto a la playa, y lanzó una mirada hacia los edificios a su espalda.

«Situada en un lugar aislado y tranquilo», como decía el anuncio.

Todavía no se había acostumbrado al tamaño de la casa; se elevaba en la cima de una leve pendiente herbosa, con sus esquinas blancas y sus paredes de madera roja. Dos hermosas chimeneas sobresalían del tejado como dos torres negras de hollín. Una cálida luz dorada brillaba en la ventana de la cocina y en el porche, mientras el resto de la casa permanecía a oscuras.

Todas las familias que habían vivido allí durante todos aquellos años habían desgastado paredes, umbrales y suelos: fareros, ayudantes de farero y asistentes, o como se llamaran. Todos habían dejado su huella en la casa.

«Recuerda que cuando nos mudamos a una vieja casa de madera, la casa también se muda a nosotros»; Joakim lo había leído en un libro sobre cómo reformar construcciones de madera. Pero ese no era su caso; ellos habían abandonado Bromma sin problema. Sin embargo, durante aquellos años sí era verdad que habían encontrado a algunas familias que cuidaban de sus casas como si de un hijo se tratara.

–¿Os apetece ir a los faros? –preguntó Katrine

–¡Sí! –exclamó Livia–. ¡Y punto!

–Las piedras pueden estar resbaladizas –apuntó Joakim.

No quería que sus hijos le perdieran el respeto al mar y bajaran solos a la playa. Livia apenas podía nadar unos cuantos metros y Gabriel aún no había aprendido.

Pero Katrine y Livia ya se dirigían de la mano por el camino de piedra que conducía al mar. Joakim cogió a Gabriel en brazos y las siguió cauteloso por los irregulares bloques de piedra.

No estaba tan resbaladizo como había pensado, solo eran rugosos e irregulares. En ciertos puntos, las olas los habían movido de su sitio y habían resquebrajado el cemento que los mantenía unidos. Ese día, el viento era suave, pero Joakim percibió el poder de las fuerzas de la naturaleza. Invierno tras invierno, con hielo a la deriva y fuertes tormentas: pese a todo, los faros habían aguantado.

–¿Qué altura tendrán? –inquirió Katrine, y observó la torre.

–No tengo nada con qué medirlas…, pero diría que unos veinte metros –repuso Joakim.

Livia dobló el cuello hacia atrás y miró a lo alto de su faro.

–¿Por qué no está iluminado?

–Se encienden cuando anochece –contestó Katrine.

–¿Aquel de allí no se enciende nunca? –preguntó Joakim, y retrocedió para alzar la vista hacia la torre norte.

–Me parece que no –respondió su mujer–. Desde que nos mudamos, siempre ha estado apagado.

Cuando el rompeolas se bifurcó, Livia eligió el lado izquierdo, alejándose del faro de su madre.

–¡Cuidado, Livia! –gritó Joakim, y bajó la vista al oscuro mar que quedaba por debajo del camino de piedras.

Quizá solo hubiera un par de metros de profundidad, pero no le gustaban las sombras ni la oscuridad de allí abajo. Sabía nadar bastante bien, aunque nunca había sido de esos que en verano se tiran alegremente al agua; ni siquiera en los días de mucho calor.

Katrine había llegado al islote y se acercó a la punta del mismo. Miró a ambos lados. Al norte solo se veían playas desiertas y bosquecillos, al sur praderas y, a lo lejos, cobertizos de pesca.

–Ni un alma –dijo–. Creía que por lo menos se verían algunas casas.

–Hay demasiados cabos e islotes en medio –apuntó Joakim. Señaló con la mano libre hacia la orilla norte–. Mirad. ¿Habéis visto?

Se trataba de los restos de un barco encallado a un kilómetro de distancia, en la costa rocosa; era tan antiguo que lo único que quedaba de él era un casco estropeado y tablones descoloridos por el sol. La embarcación había sido empujada hacia allí durante una tormenta invernal y lanzada a tierra, donde se quedó. El barco yacía tumbado de costado entre las rocas; el armazón que sobresalía le recordó a Joakim unas costillas gigantes.

–El pecio, sí –dijo Katrine.

–¿No vieron los faros? –preguntó él.

–A veces los faros no bastan…, sobre todo en una tormenta –respondió ella–. Livia y yo fuimos allí hace unas semanas. Buscábamos piezas bonitas de madera, pero ya se lo habían llevado todo.

La entrada al faro consistía en una bóveda de piedra de un metro de grosor con una pesada puerta de hierro, bastante oxidada, en la que apenas quedaban restos de la pintura blanca original. No había cerradura, solo una traviesa con un candado asimismo oxidado, y cuando Joakim tiró de la puerta para abrirla, esta no se movió ni un milímetro.

–He visto un llavero con llaves viejas en el armario de la cocina –comentó–. Tendremos que probarlas alguna vez.

–Si no, podemos hablar con capitanía marítima –apuntó Katrine.

Joakim asintió y retrocedió un paso. Los faros no entraban en el precio de la casa.

–Mamá, ¿los faros no son nuestros? –preguntó Livia cuando regresaron a la playa.

Parecía decepcionada.

–Sí –contestó Katrine–, en cierto modo. Pero no tenemos que encargarnos de ellos. ¿No es cierto, Kim?

Sonrió a su marido, y él asintió.

–Tenemos de sobra con la finca.

Katrine se había dado la vuelta en la cama mientras Joakim estaba en la habitación de Livia, y cuando él se metió de nuevo bajo el edredón, tanteó entre sueños con los brazos, buscándolo. Él notó el olor de ella y cerró los ojos.

Todo esto, solo esto
.

La vida en la gran ciudad parecía finiquitada por completo. Estocolmo había encogido hasta convertirse en un punto gris en el horizonte, y los recuerdos de la búsqueda de Ethel se habían difuminado.

Paz.

Una vez más, se oyeron débiles quejidos desde la habitación de Livia, y Joakim contuvo la respiración.

–¿Mamá?

En esta ocasión, su grito sonó más alto que la vez anterior, y él soltó un cansado suspiro.

A su lado, Katrine levantó la cabeza y aguzó el oído.

–¿Qué? –masculló.

–¿Mamá? –gritó Livia de nuevo.

Katrine se sentó. A diferencia de Joakim, podía pasar del sueño a la vigilia en un par de segundos.

–Yo ya lo he intentado –dijo él en voz baja–. Creía que se había dormido, pero…

–Iré yo.

Katrine se levantó de la cama sin dudarlo, y se puso las zapatillas y la bata.

–¿Mamá?

–Ya voy, mocosa –murmuró.

Joakim pensó que eso no estaba bien. No estaba bien que cada noche Livia quisiera dormir con su madre a su lado. Era una costumbre que había comenzado el año anterior, cuando el sueño de la niña se tornó inquieto –quizá debido a Ethel–. Le costaba dormirse y solo lo hacía realmente tranquila cuando Katrine estaba a su lado. Hasta el momento, no habían conseguido que se acostumbrara a dormir sola una noche entera.

–Hasta luego,
lover boy
–dijo Katrine, y salió de puntillas de la habitación.

El deber de los padres. Joakim yacía en la cama y ya no se oía ningún ruido desde el cuarto de Livia. Katrine había tomado el relevo, y él se relajó y cerró los ojos. Sintió que volvía a dormirse.

La finca estaba en silencio.

La vida en el campo había comenzado.

2

El barco dentro de la botella era una pequeña obra de arte, pensó Henrik: una fragata de tres mástiles con velas de tela blanca, casi quince centímetros de largo tallados en una sola pieza de madera. Cada vela tenía un cabo de hilo negro, y todas estaban atadas y aseguradas con pequeñas piezas de madera de balsa. El barco, con los mástiles tumbados, había sido introducido con cuidado en la vieja botella de ron con la ayuda de un alambre de acero y unas pinzas y empujado a un azulado mar de masilla. Después, con agujas de hacer punto dobladas, se habían levantado los mástiles y desdoblado las velas. Por último, la botella se había sellado con un corcho lacrado.

Seguro que todo ello había costado semanas de trabajo, pero los hermanos Serelius lo destrozaron en un par de segundos.

Tommy Serelius tiró la botella desde la estantería de forma que el cristal estalló en afiladas esquirlas en el pulido suelo de parqué de la casa. El barco aguantó la caída, pero debido al impulso continuó por el suelo un par de metros. Lo detuvo la bota de Freddy, el hermano pequeño. Lo iluminó con curiosidad durante un par de segundos con la linterna, después levantó el pie y aplastó el barco por completo con tres fuertes pisotones.

–¡Trabajo en equipo! –exclamó luego.

–Odio esa jodida artesanía –dijo Tommy, que se rascó la mejilla y le dio una patada a los restos del barco que había en el suelo.

Henrik, el tercer hombre presente en la casa, salió de uno de los dormitorios donde había estado buscando cosas de valor en un armario. Vio los restos del barco y negó con la cabeza.

–¡Dejad de romper cosas, joder! –exclamó en voz baja.

A Tommy y a Freddy les gustaba el ruido del cristal al romperse, de la madera al despedazarse; Henrik se había percatado de ello la primera noche de trabajo, cuando se metieron en media docena de casas de verano cerradas al sur de Byxelkrok. A los hermanos les gustaba destrozar; de camino al norte, Tommy había atropellado a un gato blanco y negro de ojos brillantes que se encontraba al borde de la carretera. La rueda derecha hizo un ruido sordo cuando la furgoneta pasó por encima del gato, y al segundo siguiente ambos hermanos estallaron en risas.

Henrik nunca rompía nada, para entrar en las casas levantaba la ventana con cuidado. Pero una vez dentro, los Serelius se volvían unos vándalos. Arrojaban el mueble bar al suelo, tiraban los vasos y los platos. También rompían los espejos. En cambio, los jarrones de cristal de Småland hechos a mano se salvaban, ya que podían venderse.

Por lo menos, eso no afectaba a los insulares. Desde el principio, Henrik había decidido que solo elegiría casas que fueran propiedad de gente del continente.

BOOK: La tormenta de nieve
8.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

How to Breathe Underwater by Julie Orringer
Saint Goes West by Leslie Charteris
Dark Throne, The by Raven Willow-Wood
In Forbidden Territory by Shawna Delacorte
Infraction by K. I. Lynn
Sudden Storms by Marcia Lynn McClure
Julia by Peter Straub
The Deadly Fire by Cora Harrison
Shadowdale by Ciencin, Scott
Back Bay by Martin, William