Ella se ríe. Yo le pregunto: «¿Te das cuenta de lo que significan cincuenta años?», y ella se ríe. Pero quizá en el fondo se dé cuenta de todo y vaya depositando muy diversas cosas en los platillos de la balanza. Sin embargo, es buena y no me dice nada. No menciona que llegará un instante inevitable en que yo la miraré sin sexo, en que su mano en mi mano no será un choque eléctrico, en que yo conservaré por ella el suave cariño que se tiene por las sobrinas, por las hijas de los amigos, por las más remotas actrices de cine, un cariño que es una suerte de decoración mental pero que no puede herir ni ser herido, no puede provocar cicatrices ni apurar el corazón, un cariño manso, apacible, inocuo, que parece un adelanto del monótono amor de Dios. Entonces la miraré y no podré sentir celos, porque habrá pasado la época de las tormentas. Cuando en el cielo despejado de la setentena aparece una nube, ya se sabe que es la nube de la muerte. Esta debe ser la frase más cursi, más ridícula, que he dejado caer en la libreta. La más verdadera, quizá. ¿Por qué será que lo verdadero es siempre un poco cursi? Los pensamientos sirven para edificar lo digno sin excusa, lo estoico sin claudicación, el equilibrio sin reservas, pero las excusas, las claudicaciones, las reservas, están agazapadas en la realidad, y cuando allí llegamos, nos desarman, nos aflojan. Cuanto más dignos sean los propósitos a cumplir, más ridículos parecen los propósitos incumplidos. La miraré y no podré sentir celos de nadie; sólo celos de mí mismo, celos de este individuo de hoy que siente celos de todos. Salí con Avellaneda y mis cincuenta años, la paseé y los paseé a lo largo de Dieciocho. Quise que me vieran con ella. Creo que no me crucé con nadie de la oficina. Pero en cambio me vieron la mujer de Vignale, un amigo de Jaime, dos parientes de ella. Además (¡qué horrible además!) en Dieciocho y Yaguarón me crucé con la madre de Isabel. Es increíble: han pasado años y años por mi rostro y por el suyo, y sin embargo, cuando la veo, el corazón me sigue dando un vuelco; en realidad, algo más que un vuelco, un brinco de rabia e impotencia. Una mujer invencible, tan admirablemente invencible que uno no puede menos que sacarse el sombrero. Saludó, con la misma agresiva reticencia de veinte años atrás, y después envolvió literalmente a Avellaneda de una larga ojeada, que era a la vez diagnóstico y desahucio. Avellaneda percibió la sacudida, me apretó el brazo y preguntó quién era. «Mi suegra», dije. Y es cierto: mi primera y única suegra. Porque aun en el caso de que yo me casara con Avellaneda, aun en el caso de que yo nunca hubiera sido el marido de Isabel, esta altísima, potente, decisiva matrona de setenta años, habría sido siempre y hasta siempre mi Suegra Universal, inevitable, destinada, mi Suegra que procede directamente de ese Dios de terror que ojalá no exista, aunque más no sea para recordarme que el mundo es eso, que el mundo también se detiene a veces a contemplarnos, con una mirada que también puede llegar a ser diagnóstico y desahucio.
Salimos de la oficina casi juntos, pero ella no quiso ir al apartamento. Está resfriada. Así que fuimos a la farmacia y le compré un jarabe expectorante. Después tomamos un taxi y la dejé a dos cuadras de su casa. No quiere correr el riesgo de que el padre se entere. Caminó unos pocos pasos, se dio vuelta y me hizo un alegre saludo con la mano. En el fondo, nada de eso es demasiado importante. Pero en el gesto había familiaridad, había sencillez. Y en ese instante me sentí cómodo, estuve seguro de que entre ella y yo existe una comunicación, desvalida quizá, pero tranquilamente cierta.
Avellaneda no vino a la oficina.
Santini volvió a la confidencia. Es repugnante y a la vez divertido. Dice que la hermana ya no va a bailarle desnuda. Tiene novio.
Avellaneda tampoco vino hoy. Parece que la madre llamó por teléfono cuando yo no estaba, así que habló con Muñoz. Dice que la hija tiene gripe.
Hoy sí empecé a extrañarla. En la sección estuvieron hablando de ella, y de pronto me resultó insoportable que no hubiese venido.
Tampoco hoy vino Avellaneda. Esta tarde estuve en el apartamento y en cinco minutos se me aclaró todo. En cinco minutos desaparecieron todos los escrúpulos: voy a casarme. Más que todos los argumentos que yo mismo me había venido haciendo, más que todas las conversaciones con ella, más que todo eso lo que vale es esta ausencia. Qué acostumbrado estoy a ella, a su presencia.
Se lo confesé a Blanca y la dejé feliz. Tengo que decírselo a Avellaneda, tengo que decírselo porque ahora sí encontré toda la fuerza, toda la convicción. Pero hoy tampoco vino.
¿No podría enviarme un telegrama? Me ha prohibido que vaya a su casa, pero si mañana lunes no aparece, descubriré de todos modos algún pretexto para visitarla.
Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío.
Hace casi cuatro meses que no anoto nada. El 23 de setiembre no tuve valor para escribirlo.
El 23 de setiembre, a las tres de la tarde, sonó el teléfono. Rodeado de empleados, formularios, consultas, levanté el tubo. Una voz de hombre dijo: «¿El señor Santomé? Mire, está hablando con un tío de Laura. Una mala noticia, señor. Verdaderamente una mala noticia. Laura falleció esta mañana».
En el primer momento no quise entender. Laura no era nadie, no era Avellaneda. «Falleció», dijo la voz del tío. La palabra es un asco. Falleció significa un trámite: «Una mala noticia, señor», había dicho el tío. ¿El qué sabe? ¿Qué sabe cómo una mala noticia puede destruir el futuro y el rostro y el tacto y el sueño? ¿Qué sabe, eh? Lo único que sabe es decir: «Falleció», algo tan insoportablemente fácil como eso. Seguramente se estaba encogiendo de hombros. Y eso también era un asco. Fue por eso que cometí algo tan horrible. Con la mano izquierda hice una pelota con una planilla de ventas, con la derecha acerqué el tubo a mi boca y dije lentamente: «¿Por qué no se va a la mierda?». No recuerdo bien. Me parece que la voz preguntó varias veces: «¿Cómo dijo, señor?», pero yo también dije varias veces: «¿Por qué no se va a la mierda?». Entonces me quitaron el teléfono y hablaron con el tío. Creo que grité, resoplé, dije tonterías. Apenas si podía respirar. Sentí que me desabrochaban el cuello, que me aflojaban la corbata. Hubo una voz desconocida que dijo: «Ha sido un choque emocional», y otra voz, ésta sí conocida, la de Muñoz, que se puso a explicar: «Era una empleada que él apreciaba mucho». En esa nebulosa de sonidos, había también sollozos de Santini, una chabacanísima explicación de Robledo sobre el misterio de la muerte, y las rituales instrucciones del gerente para que se enviara una corona. Al fin, entre Sierra y Muñoz consiguieron meterme en un taxi y me trajeron a casa.
Blanca abrió la puerta asustadísima pero Muñoz en seguida la tranquilizó: «No se preocupe, señorita, su papá está perfectamente. ¿Sabe lo que pasó? Falleció una compañera y él se impresionó mucho. Y con razón porque era una chica macanuda». El también dijo: «Falleció». Bueno, quizá el tío, Muñoz y los otros, hagan bien en decir «falleció», porque eso suena tan ridículo, tan fino, tan lejos de Avellaneda que no puede herirla, no puede destruirla.
Entonces, cuando estuve en casa solo en mi cuarto, cuando hasta la pobre Blanca me retiró el consuelo de su silencio, moví los labios para decir: «Murió. Avellaneda murió», porque murió es la palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la verdadera respiración del dolor, murió es la desesperación, la nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo. Entonces, cuando moví los labios para decir «Murió», entonces vi mi inmunda soledad, eso que había quedado de mí, que era bien poco. Con todo el egoísmo de que disponía, pensé en mí mismo, en el remendado ansioso que ahora pasaba a ser. Pero ésa era, a la vez, la forma más generosa de pensar en ella, la más total de imaginarla a ella. Porque hasta el 23 de setiembre, a las tres de la tarde, yo tenía mucho más de Avellaneda que de mí. Ella había empezado a entrar en mí, a convertirse en mí, como un río que se mezcla demasiado con el mar y al fin se vuelve salado como el mar. Por eso, cuando movía los labios y decía: «Murió», me sentía atravesado, despojado, vacío, sin mérito. Alguien había venido y había decretado: «Despójenlo a este tipo de cuatro quintas partes de su ser». Y me habían despojado. Lo peor de todo es que ese saldo que ahora soy, esa quinta parte de mí mismo en que me he convertido, sigue teniendo conciencia, sin embargo, de su poquedad, de su insignificancia. Me ha quedado una quinta parte de mis buenos propósitos, de mis buenos proyectos, de mis buenas intenciones, pero la quinta parte que me ha quedado de mi lucidez alcanza para darme cuenta de que eso no sirve. La cosa se acabó, sencillamente. No quise ir a su casa, no quise verla muerta, porque era una indecorosa desventaja. Que yo la viera y ella no. Que yo la tocara y ella no. Que yo viviera y ella no. Ella es otra cosa, es el último día, allí puedo tratarla de igual a igual. Es ella bajándose del taxi, con el remedio que yo le había comprado, es ella caminando unos pasos y dándose vuelta para dedicarme un gesto. El último, el último, el último gesto. Lloro y me aferro a él. Aquel día escribí que en ese instante tuve la seguridad de que entre ella y yo existía una comunicación. Pero la seguridad existía mientras ella existía. Ahora mis labios se mueven para decir: «Murió. Avellaneda murió», y la seguridad está extenuada, la seguridad es una cosa impúdica, indecorosa, que nada tiene que hacer aquí. Volví a la oficina, claro, a que los comentarios me atravesaran, me pudrieran, me hartaran. «Me dijo la prima que era una gripe vulgar y silvestre, y de repente, ¡páfate!, le falló el corazón.» Me integré otra vez en el trabajo, resolví asuntos, evacué consultas, redacté informes. Soy verdaderamente un funcionario ejemplar. A veces se me acercan Muñoz o Robledo o el mismo Santini, y tratan de iniciar una charla evocativa con prolegómenos de este tipo: «Pensar que este trabajo lo hacía Avellaneda», «Mire, jefe, esta anotación es de Avellaneda». Yo entonces desvío los ojos y digo: «Bueno, está bien, hay que seguir viviendo». Los puntos que gané el 23 de setiembre, los he perdido con creces. Sé que murmuran que soy un egoísta, un indiferente, que la desgracia ajena no me roza. No importa que murmuren. Ellos están fuera. Fuera de ese mundo en que estuvimos Avellaneda y yo. Fuera de ese mundo en que ahora estoy yo, solo como un héroe, pero sin ninguna razón para sentir coraje.
A veces hablo de ella con Blanca. No lloro, no me desespero; hablo simplemente. Sé que allí hay un eco. Es Blanca la que llora, la que se desespera. Dice que no puede creer en Dios. Que Dios me ha ido dando y quitando las oportunidades, y que ella no se siente con fuerzas como para creer en un Dios de crueldad, en un sádico omnímodo. Sin embargo, yo no me siento tan lleno de rencor. El 23 de setiembre no sólo escribí varias veces: «Dios mío». También lo pronuncié, también lo sentí. Por primera vez en mi vida, sentí que podía dialogar con El. Pero en el diálogo Dios tuvo una parte floja, vacilante, como si no estuviera muy seguro de sí. Tal vez yo haya estado a punto de conmoverlo. Tuve la sensación, además, de que había un argumento decisivo, un argumento que estaba junto a mí, frente a mí, y que, pese a ello, yo no podía reconocer, no podía incorporar a mi alegato. Entonces, pasado ese plazo que El me otorgó para que yo lo convenciera, pasado ese amago de vacilación y apocamiento, Dios recuperó finalmente sus fuerzas. Dios volvió a ser la todopoderosa Negación de siempre. Sin embargo, no puedo tenerle rencor, no puedo manosearlo con mi odio. Sé que me dio la oportunidad y que no supe aprovecharla. Quizá algún día pueda asir ese argumento único, decisivo, pero para ese entonces yo ya estaré atrozmente ajado y este presente más ajado aún. A veces pienso que si Dios jugara limpio, también me habría dado el argumento que debía usar contra él. Pero no. No puede ser. No quiero un Dios que me mantenga, que se decida a confiarme la llave para volver, tarde o temprano, a mi conciencia; no quiero un Dios que me brinde todo hecho, como podría hacer uno de esos prósperos padres de la Rambla, podridos en plata, con su hijito pituco e inservible. Eso sí que no. Ahora las relaciones entre Dios y yo se han enfriado. El sabe que no soy capaz de convencerlo. Yo sé que El es una lejana soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.
Hoy, a través de todo el día, mientras desayunaba, mientras trabajaba, mientras almorzaba, mientras discutía con Muñoz, estuve ofuscado por una sola idea, desgajada a su vez en varias dudas: «¿Qué pensó ella antes de morir? ¿Qué representé para ella en ese instante? ¿Recurrió a mí? ¿Dijo mi nombre?».
Por primera vez releí mi Diario, de febrero a enero. Tengo que buscar todos Sus Momentos. Ella apareció el 27 de febrero. El 12 de marzo anoté: «Cuando dice señor, siempre pestañea. No es una preciosura. Bueno, sonríe pasablemente. Algo es algo». Yo escribí eso, yo pensé alguna vez eso de ella. El 10 de abril: «Avellaneda tiene algo que me atrae. Eso es evidente, pero ¿qué es?» Bueno, ¿y qué era? Todavía no lo sé. Me atraían sus ojos, su voz, su cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su timidez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su ternura, su sueño, su paso, sus suspiros. Pero ninguno de esos rasgos bastaba para atraerme compulsiva, totalmente. Cada atractivo se apoyaba en otro. Ella me atraía como un todo, como una suma insustituible de atractivos, acaso sustituibles. El 17 de mayo le dije: «Creo que estoy enamorado de usted», y ella había contestado: «Ya lo sabía.» Me sigo diciendo eso, la oigo diciendo eso, y todo este presente se vuelve insoportable. Dos días después: «Lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad». Ella había contestado: «Usted me gusta». Es horrible cómo duelen esas tres palabras. El 7 de junio la besé y a la noche escribí: «Mañana pensaré. Ahora estoy cansado. También podría decir feliz. Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado». Sin embargo, ¿de qué me sirvió esa desconfianza? ¿Acaso la aproveché para vivir más intensa, más afanosa, más perentoriamente? No, por cierto. Después adquirí cierta seguridad, pensé que todo estaba bien si uno era consciente de querer, y de querer con eco, con repercusión. El 23 de junio me habló de sus padres, de la teoría de la felicidad creada por su madre. Quizá yo debiera reemplazar a mi inexorable Suegra Universal con esta imagen buena, con esta mujer que entiende, que perdona. El 28 tuvo lugar el hecho más importante de mi vida. Yo, nada menos que yo, terminé por rezar: «Que dure», y para presionar a Dios toqué madera sin patas. Pero quedó demostrado que Dios era incorruptible. Todavía el 6 de julio me permití anotar: «De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha», pero en seguida yo mismo me di bofetadas de alerta. «Estoy seguro de que la cumbre es un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas». Lo escribí fallutamente, sin embargo; ahora lo sé. Porque en el fondo yo tenía fe en que hubiera prórrogas, en que la cumbre no fuera sólo un punto, sino una larga, inacabable meseta. Pero no había derecho a prórrogas, claro que no. Después escribí lo de la palabra «Avellaneda», de todos los significados que tenía. Ahora pienso: «Avellaneda» y la palabra significa: «No está, no estará nunca más». No puedo.