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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

La tregua (19 page)

BOOK: La tregua
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Martes 28 de enero

En la libreta hay tantas otras cosas, tantos otros rostros: Vignale, Aníbal, mis hijos, Isabel. Nada de eso importa, nada de eso existe. Mientras estuvo Avellaneda comprendí mejor la época de Isabel, comprendí mejor a Isabel misma. Pero ahora ella no está, e Isabel ha desaparecido detrás de un espeso, de un oscuro telón de abatimiento. Viernes 31 de enero

Viernes 31 de enero

En la oficina defiendo tenazmente mi vida (mi muerte) esencial, entrañable, profunda. Nadie sabe qué pasa exactamente en mí. Mi colapso del 23 de setiembre fue, para todos, una explicable conmoción y nada más. Ahora ya se habla menos de Avellaneda y yo no saco el tema. Yo la defiendo con mis pocas fuerzas.

Lunes 3 de febrero

Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor.

Jueves 6 de febrero

Se me ocurrió la otra noche y hoy lo llevé a cabo. A las cinco me escapé de la oficina. Cuando llegué al 368 e hice sonar el timbre, sentí una picazón en la garganta y empecé a toser.

Se abrió la puerta y yo estaba tosiendo como un condenado. Era el padre, el mismo padre de las fotos, pero más viejo, más triste, más cansado. Tosí más fuerte, para sobreponerme definitivamente a la tos, y conseguí preguntar si él era el sastre. Inclinó la cabeza hacia un costado para responder que sí: «Bueno, yo quería hacerme un traje». Me hizo pasar al taller. «Nunca vayas a hacerte un traje con él», había dicho Avellaneda, «los hace todos a la medida del mismo maniquí». Allí estaba —impertérrito, burlón, mutilado— el maniquí. Elegí la tela, enumeré algunos detalles, arreglé el precio. Entonces se acercó a la puerta del fondo y llamó sin gritar: «Rosa». «Mi madre sabe lo nuestro», había dicho ella, «mi madre sabe todo lo mío». Pero Lo Nuestro no incluía mi apellido, mi rostro, mi estatura. Para la madre, Lo Nuestro era Avellaneda y un amante sin nombre. «Mi mujer», presentó el padre, «el señor ¿cómo dijo que se llamaba?» «Morales», mentí. «Cierto, el señor Morales.» Los ojos de la madre tenían una tristeza penetrante. «Se va a hacer un traje.» Ninguno de los dos usaba luto. Había una amargura liviana, natural. La madre me sonrió. Tuve que mirar hacia el maniquí, porque era superior a mis fuerzas soportar esa sonrisa que había sido de Avellaneda. Abrió una libretita y el padre empezó a tomar mis medidas, a dictar números de dos cifras. «¿Usted es del barrio? Setenta y cinco.» Dije que más o menos. «Se lo pregunto porque me resultó cara conocida. Cincuenta y cuatro.» «Bueno, vivo en el Centro pero vengo muy a menudo por acá.» «Ah, con razón. Setenta y nueve.» Ella anotaba automáticamente, mirando hacia la pared. «El pantalón que caiga sobre el zapato, ¿verdad? Uno cero siete.» Tengo que volver el jueves próximo, para la prueba. Había un libro sobre la mesa: Blavatsky. El tuvo que irse un momento. La madre cerró la libretita y me miró. «¿Por qué vino a hacerse un traje con mi marido? ¿Quién lo recomendó?» «Oh, nadie en especial. Estaba enterado de que aquí vivía un sastre y nada más.» Sonó tan poco convincente que me dio vergüenza. Ella me miró otra vez. «Ahora trabaja poco. Desde que murió mi hija.» No dijo falleció. «Ah, claro. ¿Y hace mucho?» «Casi cuatro meses.» «Lo siento, señora», dije, y yo, que lo siento no exactamente como un dolor sino como una catástrofe, como un derrumbe, como un caos, fui consciente de la mentira, porque decir: «Lo siento», pronunciar ese pésame, tan frívolo, tan tardío, era sencillamente espantoso, era casi lo mismo que decir: «Falleció». Y era espantoso sobre todo porque se lo decía a la única persona que podía comprender lo otro, que podía comprender la verdad.

Jueves 13 de febrero

Era el día de la prueba, pero no estaba el sastre. El señor Avellaneda no estaba. Me lo dijo su esposa cuando yo ya había entrado. «No pudo esperarlo, pero dejó todo listo para que yo se lo pruebe.» Fue a la otra habitación y apareció con el saco. Me queda horrible. Después de todo, era cierto que él hacía los trajes a la medida del maniquí. De pronto me di vuelta hacia un costado (en realidad, ella me fue dando vuelta con la excusa de ir colocando alfileres y hacer marcas de tiza) y quedé frente a una fotografía de Avellaneda que no estaba el jueves pasado. El golpe fue demasiado repentino, demasiado brutal. La madre me estaba observando y sus ojos tomaron buena nota de mi pobre estupor. Entonces depositó sobre la mesa los alfileres sobrantes y la tiza, y sonrió tristemente, ya segura, antes de preguntarme: «Usted… ¿es?». Entre la primera y la segunda palabra hubo un espacio en blanco de dos o tres segundos, pero ese silencio bastó para convertir la pregunta en algo transparente. Era obligatorio responder. Y respondí, sin decir palabra; con la cabeza, con los ojos, con todo mi ser dije que sí. La madre de Avellaneda apoyó una mano en mi brazo, en el brazo todavía sin manga que emergía de aquel inhábil proyecto de hilvanes. Después me quitó lentamente el saco, lo depositó sobre el maniquí. Qué bien le quedaba. «Usted quiere saber, ¿verdad?» Yo estaba seguro de que no me miraba con rencor, ni vergüenza, ni nada que no fuera una exhausta, sufrida piedad. «Usted la conoció, usted la quería, y estará atormentado. Yo sé cómo se siente. Siente que su corazón es una cosa enorme que empieza en el estómago y acaba en la garganta. Se siente desgraciado, y feliz de sentirse desgraciado. Yo sé qué horrible es eso.» Hablaba como si se hubiera reencontrado con un antiguo confidente, pero también hablaba con algo más que su dolor actual. «Hace veinte años se me murió alguien. Alguien que era todo. Pero no se murió con esta muerte. Simplemente, se fue. Del país, de mi vida, sobre todo de mi vida. Es peor esa muerte, se lo aseguro. Porque fui yo quien pedí que se fuera, y hasta ahora nunca me lo perdoné. Es peor esa muerte, porque una queda aprisionada en el propio pasado, destruida por el propio sacrificio.» Se pasó una mano por la nuca y yo pensé que iba a decir: «No sé por qué le cuento a usted estas cosas». Pero en cambio agregó: «Laura era lo último que me quedaba de él. Por eso siento otra vez que el corazón es una cosa enorme que empieza en el estómago y acaba en la garganta. Por eso sé lo que usted está pasando». Acercó una silla y se sentó extenuada. Yo pregunté: «Y ella, ¿qué sabía de eso?». «Nada», dijo. «Laura no sabía absolutamente nada. Yo soy la única dueña de mi historia. Pobre orgullo, ¿verdad?» De pronto me acordé: «¿Y su teoría de la felicidad?». Sonrió, casi indefensa: «¿También le contó eso? Fue una hermosa mentira, un cuento de hadas para que mi hija no perdiera pie, para que mi hija se sintiera vivir. Fue el mejor regalo que le hice. Pobrecita». Lloraba con los ojos en alto, sin pasarse las manos por la cara, lloraba con orgullo. «Pero usted quiere saber», dijo. Entonces me contó los últimos días, las últimas palabras, los últimos momentos de Avellaneda. Pero eso nunca será anotado. Eso es Mío, incorruptiblemente Mío. Eso estará esperándome en la noche, en todas las noches, para cuando yo retome el hilo de mi insomnio, y diga: «Amor».

Viernes 14 de febrero

«Se quieren, de eso estoy segura», decía Avellaneda acerca de sus padres, «pero no sé si ése es el modo de quererse que a mí me gusta».

Sábado 15 de febrero

El amigo de Esteban me telefoneó para avisarme que mi jubilación está pronta. El Io de marzo ya no iré a la oficina.

Domingo 16 de febrero

Esta mañana fui a buscar el traje. El señor Avellaneda estaba terminando de plancharlo. La fotografía llenaba la habitación y yo no pude dejar de mirarla. «Es mi hija», dijo, «mi única hija». No sé qué le contesté ni me importa acordarme. «Murió hace poco.» Otra vez volví a escucharme pronunciar: «Lo siento». «Cosa curiosa», agregó en seguida, «ahora pienso que estuve ajeno a ella, que nunca le demostré cuánto la necesitaba. Desde que era chiquilina fui postergando la gran charla que me había prometido tener con ella. Primero yo no tenía tiempo, después ella empezó a trabajar, y, además, soy bastante cobarde. Me asusta un poco, ¿sabe?, sentirme sentimental. Lo cierto es que ahora no está y yo me he quedado con esa carga en el pecho, con esas palabras nonatas que hubieran podido ser mi salvación». Por un momento dejó de hablar y contempló la foto. «Muchas veces pensé que ella no había heredado ni un solo rasgo mío. ¿Usted le encuentra algo?» «Un aire general», mentí. «Puede ser. Pero en el alma sí era como yo. Mejor dicho, como fui yo. Porque ahora me siento vencido, y cuando uno se deja vencer, se va deformando, se va convirtiendo en una grosera parodia de sí mismo. Mire, esta muerte de mi hija fue una mala jugada. Del destino o del médico, no sé bien. Pero estoy seguro de que fue una mala jugada. Si usted la hubiera conocido, se daría cuenta de lo que quiero decirle.» Yo pestañeé unas diez veces seguidas, pero él no ponía atención. «Sólo en una mala jugada se puede liquidar a una muchacha así. Era (¿cómo puedo explicarle?) un ser limpio y a la vez intenso y a la vez pudoroso de su intensidad. Era un encanto. Yo siempre estuve convencido de que no merecía esa hija. La madre sí la merecía, porque Rosa es un carácter, Rosa es capaz de enfrentarse con el mundo. Pero a mí me falta decisión, me falta estar seguro. ¿Usted ha pensado alguna vez en el suicidio? Yo sí. Pero nunca podré. Y eso también es una carencia. Porque yo tengo todo el cuadro mental y moral del suicida, menos la fuerza que se precisa para meterse un tiro en la sien. Tal vez el secreto resida en que mi cerebro tiene algunas necesidades propias del corazón, y mi corazón algunas exquisiteces propias del cerebro.» Otra vez se quedó inmóvil, esta vez con la plancha en alto, mirando la foto. «Fíjese en los ojos. Fíjese cómo siguen mirando, por sobre la costumbre, por sobre su muerte. Si hasta parece que lo miran a usted.» La frase quedó sola. Yo quedé sin aliento. El se quedó sin tema. «Bueno, ya está», dijo doblando cuidadosamente el pantalón, «es una buena tela peinada. Mire qué bien se plancha».

Martes 18 de febrero

No iré más al 368. En realidad, no puedo ir más.

Jueves 20 de febrero

Hace tiempo que no veo a Aníbal. No sé nada de Jaime. Esteban se limita a hablarme de temas generales. Vignale me llama a la oficina y yo hago decir que no estoy. Quiero estar solo. A lo sumo, hablar con mi hija. Y hablar de Avellaneda, claro.

Domingo 23 de febrero

Hoy, después de cuatro meses, estuve en el apartamento. Abrí el ropero. Estaba su perfume. Eso qué importa. Lo que importa es su ausencia. En algunas ocasiones, no puedo captar los matices que separan la inercia de la desesperación.

Lunes 24 de febrero

Es evidente que Dios me concedió un destino oscuro. Ni siquiera cruel. Simplemente oscuro. Es evidente que me concedió una tregua. Al principio, me resistí a creer que eso pudiera ser la felicidad. Me resistí con todas mis fuerzas, después me di por vencido y lo creí. Pero no era la felicidad, era sólo una tregua. Ahora estoy otra vez metido en mi destino. Y es más oscuro que antes, mucho más.

Martes 25 de febrero

A partir del primero de marzo, no llevaré más esta libreta. El mundo ha perdido su interés. No seré yo quien registre ese hecho. Y hay un solo tema del que podría escribir. Pero no quiero.

Miércoles 26 de febrero

Cómo la necesito. Dios había sido mi más importante carencia. Pero a ella la necesito más que a Dios.

Jueves 27 de febrero

En la oficina me quisieron dar una despedida y no acepté. Para no incurrir en grosería, armé una excusa muy verosímil, a base de problemas familiares. La verdad es que no puedo imaginarme como el desabrido motivo de una cena alegre, ruidosa, con bombardeos de pan y vino derramado.

Viernes 28 de febrero

Ultimo día de trabajo. Nada de trabajo, claro. Me lo pasé dando apretones de manos, recibiendo abrazos. Creo que el gerente desbordaba de satisfacción y que Muñoz estaba realmente conmovido. Allí quedó mi mesa. Nunca pensé que me importara tan poco desprenderme de la rutina. Los cajones quedaron vacíos. En uno de ellos encontré un carnet de Avellaneda. Ella lo había dejado para que registráramos el número en su ficha personal. Me lo puse en el bolsillo y aquí está. La foto debe tener unos cinco años, pero hace cuatro meses ella era más linda. Otra cosa ha quedado en claro y es que la madre está en un error: yo no me siento feliz de sentirme desgraciado. Me siento simplemente desgraciado. Se acabó la oficina. Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?

Montevideo, enero a mayo de 1959.

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