La tregua (14 page)

Read La tregua Online

Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: La tregua
10.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
Jueves 1° de agosto

Me llamó el gerente. Nunca lo pude tragar. Es un tipo maravillosamente ordinario y cobarde. Alguna vez he tratado de representarme su alma, su ser abstracto, y he conseguido una imagen repulsiva. Allí donde normalmente va la dignidad, él sólo tiene un muñón; se la amputaron. La dignidad ortopédica que ahora usa le alcanza empero para sonreír. Precisamente, sonreía cuando entré en el despacho. «Una buena noticia.» Cuando se restregaba las manos, parecía que me iba a acogotar. «Le ofrecen nada menos que la subgerencia.» A la vista estaba que él no compartía la oferta del Directorio. «Permítame que lo felicite.» Tiene una mano pegajosa, como si acabara de abrir un tarro de mermelada. «Claro que con una condición.» Por una vez, la piedra detrás del cangrejo. Realmente se parece a un cangrejo. Sobre todo en ese instante en que caminaba hacia el costado para salir de atrás de su escritorio. «La condición es que usted no se jubile hasta dentro de dos años.» ¿Y el ocio? Es un lindo puesto la subgerencia, sobre todo para terminar la carrera en la empresa. Hay poco que hacer, se atiende a algunos clientes importantes, se vigila el trabajo del personal, se sustituye al gerente cuando éste se ausenta, se dedica uno a aguantar a los directores y sus chistes horribles, a las señoras de los directores y sus muestras de enciclopédica ignorancia. Pero ¿y mi ocio? «¿Cuánto tiempo me da para pensarlo?», pregunté. Era un anticipo de mi negativa. Al Cangrejo le brillaron los ojos, y dijo: «Una semana. El jueves próximo tengo que llevar su respuesta al Directorio». Cuando volví a la sección, todos lo sabían. Siempre pasa eso con las noticias estrictamente confidenciales. Hubo abrazos, felicitaciones, comentarios. Hasta la funcionaria Avellaneda se acercó y me dio la mano. De todas aquellas manos, la suya era la única que transmitía la vida.

Sábado 3 de agosto

Lo hablé largamente con ella. Me dice que lo piense bien, que la subgerencia es un puesto cómodo, agradable, respetado, bien pago. Bueno, lo mismo que yo sé. Pero también sé que tengo derecho al descanso y que ese derecho no lo vendo por cien pesos más de sueldo. Quizá tampoco lo vendería aunque la oferta fuera mucho mayor. Para mí lo esencial ha sido siempre que lo que gane me alcance para vivir. Y a mí me alcanza. Tengo un buen sueldo. No preciso más. Ni siquiera ahora, con el gasto extra del apartamento. Cuando me jubile, además, creo que podré contar con una entrada levemente mayor (casi cien pesos más), ya que los aguinaldos me han aumentado considerablemente el promedio de los últimos cinco años y además no tendré descuentos. Claro, deberé afrontar la baja de la moneda, que es la más segura garantía de inflación. La amenaza es cierta, pero tengo siempre la posibilidad de llevar alguna contabilidad más o menos clandestina. Claro que Avellaneda esgrime además otras razones más conmovedoras, menos contantes y sonantes que toda esta sórdida previsión: «Si vos no estás allí, la oficina va a ser insoportable». Mejor. Con eso tampoco me convence, porque tengo un proyecto: que cuando me jubile, ella deje de trabajar. Lo mío alcanzará para los dos. Además, somos módicos. Nuestras diversiones son, por razones obvias, rigurosamente domésticas. Alguna vez al cine, a un restorán, a una confitería. Algún domingo, cuando hace frío pero hay sol, a caminar por la orilla, a respirar mejor. Compramos algún libro, algún disco, pero más que cualquier otra cosa nos entretiene hablar, hablar de nosotros, referirnos toda esa zona de nuestras vidas que está antes de Lo Nuestro. No hay diversión, no hay espectáculo que pueda sustituir lo que disfrutamos en ese ejercicio de la sinceridad, de la franqueza. Ya vamos adquiriendo un mayor entrenamiento. Porque también hay que habituarse a la sinceridad. Con todos estos años en que Aníbal estuvo en el extranjero, con tantos problemas de comunicación en mis relaciones con mis hijos, con el pudor defensivo que siempre resguardó mi vida privada de la malicia oficinesca, con mis sólo higiénicas aproximaciones a mujeres siempre nuevas, nunca repetidas, es evidente que me había ido desacostumbrando a la sinceridad. Incluso es probable que sólo en forma esporádica la practicara conmigo mismo. Digo esto porque alguna vez, en estos diálogos francos con Avellaneda, me he encontrado pronunciando palabras que me parecían más sinceras aún que mis pensamientos. ¿Es posible eso?

Domingo 4 de agosto

Esta mañana abrí un cajón del armario chico y se desparramaron por el suelo una cantidad imprevista de fotos, recortes, cartas, recibos, apuntes. Entonces vi un papel de un color indefinido (es probable que en su origen haya sido verde, pero ahora tenía unas manchas oscuras, con la tinta corrida por viejas humedades para siempre resecas). Hasta ese momento no recordaba en absoluto su existencia, pero en cuanto lo vi reconocí la carta de Isabel. Pocas cartas nos hemos escrito Isabel y yo. En realidad, no hubo motivo, ya que no tuvimos largas separaciones. La carta estaba fechada en Tacuarembó, el 17 de octubre de 1935. Me sentí un poco extraño al enfrentarme a aquellos caracteres delgados, de largas y perfiladas colas, en los que era posible reconocer una persona y también una época. Era evidente que no había sido escrita con una estilográfica, sino con una de aquellas plumas cucharita que, no bien se las obligaba a escribir, sabían quejarse sordamente y hasta escupir a su alrededor gotitas casi invisibles de tinta violeta. Tengo que transcribir esa carta en esta libreta. Tengo que hacerlo, porque ella es parte de mí mismo, de mi incanjeable historia. Me fue dirigida en una circunstancia muy especial y, además, su relectura me ha descentrado un poco, me ha hecho dudar de algunas cosas, incluso diría que me ha conmovido. Dice así: «Querido mío: hace tres semanas que llegué. Tradúcelo: tres semanas que duermo sola. ¿No te parece horrible? Tú sabes que a veces me despierto de noche y tengo absoluta necesidad de tocarte, de sentirte a mi lado. No sé qué tienes de reconfortante, pero el saberte junto a mí hace que en el semisueño me sienta bajo tu protección. Ahora tengo horribles pesadillas, pero mis pesadillas no tienen monstruos. Sólo consisten en soñar que estoy sola en la cama, sin ti. Y cuando me despierto y ahuyento la pesadilla, resulta que efectivamente estoy sola en la cama, sin ti. La única diferencia es que en el sueño no puedo llorar y, en cambio, cuando me despierto, lloro. ¿Por qué me pasa esto? Sé que estás en Montevideo, sé que te cuidas, sé que piensas en mí. ¿Verdad que piensas? Esteban y la nena están bien, aunque sabes que tía Zulma los mima demasiado. Apróntate a que, a nuestro regreso, la nena no nos deje dormir por unas cuantas noches. Por Dios, ¿cuándo vendrán esas cuantas noches? Tengo una noticia, ¿sabes? Estoy otra vez embarazada. Es horrible decírtelo y que no me beses. ¿O para ti no es tan horrible? Será varón y le pondremos Jaime. Me gustan los nombres que empiezan con jota. No sé por qué, pero esta vez tengo un poco de miedo. ¿Y si me muero? Contéstame pronto diciéndome que no, que no voy a morirme. ¿Pensaste ya qué harías si yo me muero? Tú eres animoso, sabrías defenderte; además, encontrarías en seguida otra mujer, ya estoy espantosamente celosa de ella. ¿Viste qué neurasténica estoy? Es que me hace mucho mal no tenerte aquí, o que no me tengas allí, es lo mismo. No te rías; siempre te ríes de todo, aun cuando no se trate de nada gracioso. No te rías, no seas malo. Escríbeme diciendo que no voy a morirme. Ni siquiera como alma en pena podría dejar de extrañarte. Ah, antes que me olvide: háblale por teléfono a Maruja para hacerle acordar de que el 22 es el cumpleaños de Dora. Que la salude por mí y por ella. ¿La casa está muy sucia? ¿Fue a limpiar la muchacha que me recomendó Celia? Cuidado con mirarla demasiado, ¿eh? Tía Zulma está feliz de tener aquí a los nenes. Y Tío Eduardo no te digo nada… Los dos me hacen grandes cuentos de ti, cuando tenías diez años y venías a pasar aquí tus vacaciones. Parece que te hiciste famoso con tus respuestas para todo. Un muchacho bárbaro, dice tío Eduardo. Yo creo que sigues siendo un muchacho bárbaro, aun cuando llegas cansado de la oficina y tienes en los ojos un poco de resentimiento, y me tratas con ligereza, a veces con rabia. Pero de noche lo pasamos bien, ¿no es cierto? Hace tres días que está lloviendo. Yo me siento junto al balcón de la sala y miro la calle. Pero por la calle no pasa ni un alma. Cuando los nenes están durmiendo, voy al escritorio de tío Eduardo y me entretengo con el Diccionario Hispanoamericano. Aumentan a ojos vistas mi cultura y mi aburrimiento. ¿Será niño o niña? Si fuera niña, puedes elegir el nombre, siempre y cuando no sea Leonor. Pero no. Va a ser varón y se llamará Jaime, y tendrá una cara larga como la tuya y será muy feo y tendrá mucho éxito con las mujeres. Mira, me gustan los hijos, los quiero mucho, pero lo que más me gusta es que sean hijos tuyos. Ahora llueve frenéticamente sobre los adoquines. Voy a hacer el solitario de los cinco montones, el que me enseñó Dora, ¿te acuerdas? Si me sale, es que no me voy a morir de parto. Te quiere, te quiere, te quiere, tu Isabel. PD.: ¡Salió el solitario! ¡Hurra!».

A veintidós años de distancia, qué indefenso parece este entusiasmo. Sin embargo, era legítimo, era honesto, era cierto. Es curioso que con la relectura de esta carta haya vuelto a encontrar el rostro de Isabel, ese rostro que, a pesar de todos mis olvidos, estaba en mi memoria. Y lo hallé a partir de esos «tú», de esos «puedes», de esos «tienes», porque Isabel nunca hablaba de «vos», y no por convicción sino meramente por costumbre, quizá por manía. Leí esos «tú» y en seguida pude reconstruir la boca que los decía. Y en Isabel la boca era lo más importante de su rostro. La carta es como ella era: un poco caótica, en permanente vaivén del optimismo al pesimismo y viceversa, siempre alrededor del amor en la cama, llena de temores, movediza. Pobre Isabel. El hijo fue varón y se llamó Jaime, pero ella murió de un ataque de eclampsia pocas horas después del parto. Jaime no tiene una cara larga como la mía. No es nada feo, pero su éxito con las mujeres es provisorio, y además inútil. Pobre Isabel. Creía que, sacando el solitario, ya había convencido al destino, y únicamente lo había provocado. Todo está tan lejano, tan lejano. Hasta el marido de Isabel, el destinatario de esa carta de 1935 que era yo mismo, hasta ése también está ahora lejos, no sé si para bien o para mal. «No te rías», me dice y me repite. Y era cierto: yo me reía en ese entonces muy seguido y a ella mi risa le caía mal. No le gustaban las arrugas que se me formaban junto a los ojos cuando me reía ni encontraba graciosa la causa de mi risa, ni podía evitar sentirse molesta y agresiva cuando yo me reía. Cuando estábamos con otra gente y yo me reía, ella me miraba con ojos de censura que anticipaban el reproche posterior para cuando estábamos solos: «No te rías, por favor, quedas horrible». Cuando ella murió, la risa se me cayó de la boca. Anduve casi un año agobiado por tres cosas: el dolor, el trabajo y los hijos. Después volvió el equilibrio; volvió el aplomo, volvió la calma. Pero la risa no volvió. Bueno, a veces me río, claro, pero por algún motivo especial o porque conscientemente quiero reírme, y esto es muy raro. En cambio, aquella risa que era casi un tic, un gesto permanente, ésa no volvió. A veces pienso que es una lástima que no esté Isabel para verme tan serio; ella hubiera disfrutado mucho con mi seriedad actual. Pero, tal vez, si Isabel estuviera aquí, conmigo, no me habría curado de la risa. Pobre Isabel. Ahora me doy cuenta de que hablaba muy poco con ella. A veces no encontraba de qué hablar; en realidad, no había entre nosotros muchos temas comunes, aparte de los hijos, los acreedores, el sexo. Pero de este último tema no era imprescindible hablar. Ya eran bastante elocuentes nuestras noches. ¿Eso era el amor? No estoy seguro. Es probable que si nuestro matrimonio no hubiera terminado a los cinco años, habríamos adivinado más tarde que eso era sólo un ingrediente. Y quizá no mucho más tarde. Pero en esos cinco años fue un ingrediente que alcanzó para mantenernos unidos, fuertemente unidos. Ahora, con Avellaneda, el sexo es (para mí, al menos) un ingrediente menos importante, menos vital; mucho más importantes, más vitales, son nuestras conversaciones, nuestras afinidades. Pero no me encandilo. Tengo bien presente que ahora tengo cuarenta y nueve años y cuando murió Isabel tenía veintiocho. Es más que seguro que si ahora apareciese Isabel, la misma Isabel de 1935 que escribió su carta desde Tacuarembó, una Isabel de pelo negro, de ojos buscadores, de caderas tangibles, de piernas perfectas, es más que seguro que yo diría: «Qué lástima» y me iría a buscarla a Avellaneda.

Miércoles 7 de agosto

Otro elemento a tener en cuenta frente a la posibilidad de la subgerencia. Si en mi vida no se hubiera introducido Avellaneda, quizá tendría derecho a vacilar. Comprendo que para algunos el ocio puede ser fatal; sé de varios jubilados que no fueron capaces de sobrevivir a esa interrupción de la rutina. Pero ésa es gente que se ha ido endureciendo, anquilosando, que virtualmente ha ido dejando de pensar por su cuenta. No creo que éste fuera mi caso. Yo pienso por mi cuenta. Pero aun pensando por mi cuenta, podría desconfiar del ocio, siempre que el ocio fuera una simple variante de la soledad; como podría serlo, en mi futuro de hace unos meses, antes de que apareciese Avellaneda. Pero con ella instalada en mi existencia, ya no habrá soledad. Es decir: ojalá que no haya. Hay que ser más modesto, más modesto. No frente a los demás, eso qué importa. Hay que ser más modesto cuando uno se enfrenta, cuando uno se confiesa a sí mismo, cuando uno se acerca a su última verdad, que aún puede llegar a ser más decisiva que la voz de la conciencia, porque ésta sufre de afonías, de imprevistas ronqueras, que a menudo le impiden ser audible. Ya sé ahora que mi soledad era un horrible fantasma, sé que la sola presencia de Avellaneda ha bastado para espantarla, pero sé también que no ha muerto, que estará juntando fuerzas en algún sótano inmundo, en algún arrabal de mi rutina. Por eso, sólo por eso, me apeo de mi suficiencia y me limito a decir: ojalá.

Jueves 8 de agosto

Qué alivio. Ya contesté que no. El gerente sonrió satisfecho, satisfecho porque yo no le gusto como colaborador, y también porque mi negativa le servirá para crear la retroactividad de las buenas razones que seguramente habrá esgrimido para oponerse a mi ascenso. «Lo que yo decía un hombre terminado, un hombre que no quiere lucha. Para este cargo necesitamos un tipo activo, vital, emprendedor, no un fatigado.» Me parece ver el jueguecito grosero, jactancioso, egocéntrico, de su asqueroso pulgar. Asunto concluido. Qué tranquilidad.

Other books

Taking a Chance by KC Ann Wright
Listening to Billie by Alice Adams
The Risen by Ron Rash
Rose (Flower Trilogy) by Lauren Royal
Fangs Out by David Freed
DoubleDown V by John R. Little and Mark Allan Gunnells
Mosquito by Roma Tearne
The Losing Role by Steve Anderson