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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

La tregua (10 page)

BOOK: La tregua
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Jueves 20 de junio

Hace cuatro días que no escribo nada. Entre los trámites para alquilar el apartamento, la aceptación de garantía, el retiro de los $ 2.465,79, la compra de algunos muebles, lo he pasado tremendamente agitado. Mañana me entregan el apartamento. El sábado de tarde me llevan las cosas.

Viernes 21 de junio

Lo echaron a Suárez, es increíble, pero lo echaron. El personal fomentó alegremente el rumor de que la Valverde había presionado para que lo liquidaran. Lo sorprendente es que la causa del despido no pudo ser menor. Expedición mandó dos encomiendas equivocadas. Suárez ni siquiera se enteró de esos envíos, seguramente efectuados por unos de esos muchachos novicios y pajarones que tienen a su cargo la tarea de empaquetar. En un pasado no muy lejano, Suárez hizo cualquier cantidad de porquerías y nadie le dijo nada. Evidentemente, desde hace tres o cuatro días, el gerente tendría la orden de defenestrar a este amante en desgracia; pero Suárez, que olfateaba lo que se le venía encima, se estuvo portando como un niño ejemplar. Llegaba en hora, hasta hubo días que trabajó alguna horita extra; estaba amable, humilde, disciplinado. De nada le valió, sin embargo. Si no hubiera tenido lugar esa falta en Expedición, estoy seguro de que igual lo habrían despedido, por fumar demasiado o por no haberse lustrado los zapatos. Algún refinado sostiene, por otra parte, que los paquetes fueron enviados con destino erróneo, por orden expresa y confidencial de la Gerencia. No me extrañaría nada.

Cuando le comunicaron a Suárez la noticia, daba lástima verlo. Fue a la Caja, cobró su indemnización, volvió a su escritorio y empezó a vaciar los cajones, en silencio, sin que nadie se le acercara a preguntarle qué le pasaba, o a darle algún consejo, o a ofrecerle una ayuda. En sólo media hora, había pasado a ser un indeseable. Yo hace años que no me hablo con él (desde el día en que me di cuenta de que extraía datos confidenciales de Contaduría para transmitírselos a uno de los directores y envenenarlo contra los otros), pero juro que hoy me vinieron ganas de acercarme y decirle alguna palabra de simpatía, de consuelo. No lo hice porque el tipo es una inmundicia y porque no lo merecía, pero no pude evitar sentir un poco de asco ante ese cambio total y repentino (en el que participaron desde el presidente del Directorio hasta el último de los pinches), basado pura y exclusivamente en la suspensión de las relaciones entre Suárez y la hija de Valverde. Puede parecer insólito, pero el clima de esta empresa comercial depende, en gran parte, de un orgasmo privado.

Sábado 22 de junio

No fui a la oficina. Aprovechando el caos jubiloso de ayer, le pedí al gerente la correspondiente autorización para faltar esta mañana. Me fue concedida con sonrisas y hasta con el comentario estimulante y risueño de que no sabía cómo se podrían arreglar sin el hombre clave de la oficina. ¿Me querrán encajar a mí la hija de Valverde? Bah.

Recibí los muebles en el apartamento y trabajé como un negro. Quedó bien. Nada rabiosamente moderno. No me gustan esas sillas funcionales, con esas patas ridícula- mente inestables, que se desmoronan de sólo mirarlas con rencor. No me gustan esos respaldos que siempre parecen hechos a la medida de otro usufructuario. No me gustan esas lámparas que siempre iluminan lo que uno no tiene interés en ver ni en mostrar, por ejemplo: telarañas, cucarachas, fusibles.

Creo que es la primera vez que arreglo un ambiente a mi gusto. Cuando me casé, mi familia nos regaló el dormitorio, y la familia de Isabel aportó el comedor. Se daban de patadas el uno con el otro, pero no importa. Después, venía mi suegra y dictaminaba: «A ustedes les hace falta un cuadrito en el living». Ni que decirlo dos veces. A la mañana siguiente aparecía una naturaleza muerta, con salchichones, queso duro, un melón, pan casero, botellas de cerveza, algo en fin que me quitaba el apetito por un semestre. Otras veces, generalmente en ocasión de algún aniversario, cierto tío nos mandaba gaviotas para colgar en la pared del dormitorio o dos mayólicas con unos pajecitos maricones que eran aproximadamente repugnantes. Después que Isabel murió, y a medida que el tiempo, mis distracciones y el servicio doméstico fueron terminando con las naturalezas muertas, las gaviotas y los pajecitos, Jaime fue llenando la casa con esos mamarrachos que precisan una explicación periódica. A veces los veo, a él y a sus amigos, extasiados frente a una jarra que tiene alas, recortes de diarios, una puerta y testículos, y los oigo comentar: «¡Qué reproducción bárbara!». No entiendo ni quiero entender, porque la verdad es que su admiración ¡tiene una cara de hipócrita! Un día les pregunté: «¿Y por qué no traen alguna vez una lámina con algo de Gauguin, de Monet, de Renoir? ¿Acaso son malos?». Entonces Danielito Gómez Ferrando, un pendejo que se acuesta todos los días a las cinco de la mañana, porque «las horas de la noche son las más auténticas», un delicado que no pisa un restorán después que ha visto allá a alguien que usa escarbadientes, ése, justamente ése, me contestó: «Pero señor, nosotros estamos con el Abstracto». Él, en cambio, no es nada abstracto con su carita sin cejas y su eterna expresión de gatita preñada.

Domingo 23 de junio

Abrí la puerta y me hice a un lado para que ella pasara. Entró a pasitos cortos, mirándolo todo con extrema atención, como si hubiera querido ir absorbiendo lentamente la luz, el clima, el olor. Pasó una mano por la mesa libro, luego por el tapizado del sofá. Ni siquiera miró hacia el dormitorio. Se sentó, quiso sonreír y no pudo. Me pareció que le temblaban las piernas. Miró las reproducciones de la pared: «Botticelli», dijo, equivocándose. Era Filippo Lippi. Ya habrá tiempo de aclarárselo. Empezó a preguntar sobre calidades, sobre precios, sobre mueblerías. «Me gusta», dijo tres o cuatro veces.

Eran las siete de la tarde; el sol, casi tendido, convertía en anaranjado el papel crema de las paredes. Me senté a su lado y se puso rígida. Ni siquiera había dejado la cartera. Se la pedí. «¿Te acordás que no sos la visita sino la dueña de la casa?» Entonces, haciendo un esfuerzo, se aflojó un poco el pelo, se quitó la chaqueta, estiró nerviosamente las piernas. «¿Qué hay?», pregunté. «¿Estás asustada?» «¿Tengo cara de estarlo?», respondió preguntando. «Francamente sí.» «Puede ser. Pero no es de vos ni de mí.» «Ya sé, estás asustada sólo del momento.» Me pareció que se tranquilizaba. Una cosa era cierta. No se estaba mandando la parte. La palidez significaba que el susto era sincero. Su actitud no era la misma de esas cajeras que aceptan ir a la amueblada, pero que, en el momento mismo en que el taxi se detiene, se vuelven puntualmente histéricas y llaman a gritos a la mamá. No, en ella nada es teatro. Estaba confusa y no quería —quizá no me convenía— indagar demasiado sobre las causas de esa confusión. «Lo que pasa es que tengo que acostumbrarme a la idea», dijo, tal vez para conformarme. Ella se daba cuenta de que yo estaba un poco desalentado. «Una siempre imagina estas cosas de un modo un poco diferente de lo que después viene a ser. Pero algo tengo que reconocer y agradecerte. Esto que has preparado no es demasiado distinto de lo que yo tenía pensado.» «¿Desde cuándo?» «Desde que iba al Liceo y estaba enamorada del profesor de matemáticas.» La mesa estaba pronta, con esos platos lisos, amarillos, que la empleada del bazar había elegido por mí. (No es totalmente cierto, a mí también me gustan.) Serví el fiambre, cumplí con toda dignidad el papel de anfitrión. A ella le gustaba todo, pero la tensión no le dejaba disfrutar de nada. Cuando llegó el momento de descorchar el champán, ya no estaba pálida. «¿Hasta qué hora podés quedarte?», pregunté. «Hasta tarde.» «¿Y tu madre?» «Mi madre sabe lo nuestro.»

Un golpe bajo, evidentemente. Así no vale. Me sentí como desnudo, con esa desesperada desnudez de los sueños, cuando uno se pasea en calzoncillos por Sarandí y la gente lo festeja de vereda a vereda. «Y eso ¿por qué?», me atreví a preguntar. «Mi madre sabe todo lo mío.» «¿Y tu padre?» «Mi padre vive fuera del mundo. Es sastre. Horrible. Nunca vayas a hacerte un traje con él. Los hace todos a la medida del mismo maniquí. Pero además es teósofo. Y anarquista. Nunca pregunta nada. Los lunes se reúne con sus amigos teósofos y glosa a la Blavatsky hasta la madrugada; los jueves vienen a casa sus amigos anarquistas y discuten a grito pelado sobre Bakunin y sobre Kropótkin. Por lo demás es un hombre tierno, pacífico, que a veces me mira con una dulce paciencia y me dice cosas muy útiles, de las más útiles que he escuchado jamás.» Me gusta mucho que hable de los suyos, pero hoy me gustó especialmente. Me pareció que era un buen presagio para la inauguración de nuestra flamante intimidad. «Y tu madre, ¿qué dice de mí?» Mi trauma psíquico proviene de la madre de Isabel. «¿De vos? Nada. Dice de mí.» Terminó con el resto del champán que quedaba en la copa y se limpió los labios con la servilletita de papel. Ya no le quedaba nada de pintura. «Dice de mí que soy una exagerada, que no tengo serenidad.» «¿Con respecto a lo nuestro o con respecto a todo?» «A todo. La teoría de ella, la gran teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. Ella dice que la gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo. No, dice ella, la felicidad es bastante menos (o quizá bastante más, pero de todos modos otra cosa) y es seguro que muchos de esos presuntos desgraciados son en realidad felices, pero no se dan cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están muy lejos del máximo bienestar. Es algo semejante a lo que pasa con los desilusionados de la Gruta Azul. La que ellos imaginaron es una gruta de hadas, no sabían bien cómo era, pero sí que era una gruta de hadas, en cambio llegan allí y se encuentran con que todo el milagro consiste en que uno mete las manos en el agua y se las ve levemente azules y luminosas.» Evidentemente, le agrada relatar las reflexiones de su madre. Creo que las dice como una convicción inalcanzable para ella, pero también como una convicción que ella quisiera fervientemente poseer. «Y vos, ¿cómo te sentís?», pregunté, «¿como si te vieras las manos levemente azules y luminosas?» La interrupción la trajo a la tierra, al momento especial que era este hoy. Dijo: «Todavía no las introduje en el agua», pero en seguida se sonrojó. Porque, claro, la frase podía tomarse como una invitación, hasta por una urgencia que ella no había querido formular. Yo no tuve la culpa, pero ahí estuvo mi repentina desventaja. Se levantó, se recostó en la pared, y me preguntó con un tonito que quería ser simpático, pero que en realidad era notoriamente inhibido: «¿Puedo pedirte un primer favor?». «Podés», respondí, y ya tenía mis temores. «¿Dejás que me vaya, así sin otra cosa? Hoy, sólo por hoy. Te prometo que mañana todo irá bien.» Me sentí desilusionado, imbécil, comprensivo. «Claro que te dejo. No faltaba más.» Pero faltaba. Cómo no que faltaba.

Lunes 24 de junio

Esteban está enfermo. Dice el médico que puede ser algo serio. Esperemos que no. Pleuritis o algo pulmonar. No sabe. ¿Cuándo sabrán los médicos? Después de almorzar, entré a su cuarto a ver cómo estaba. Leía, con la radio encendida. Cuando me vio entrar, cerró el libro, después de doblar el ángulo superior de la página que estaba leyendo. Apagó la radio. Como diciendo: «Bueno, se acabó mi vida privada». Hice como que no me daba cuenta. Yo no sabía de qué hablar. Nunca sé de qué hablar con Esteban. Cualquiera sea el tema que toquemos, es fatal que terminemos discutiendo. Me preguntó cómo marchaba mi jubilación. Creo que marcha bien. En realidad, no puede ser demasiado complicada. Hace tiempo que arreglé todo mi itinerario, que pagué los aportes que debía, que hice regularizar mi ficha. «Según tu amigo, el asunto no será largo.» El tema Mi Jubilación es uno de los más frecuentados entre Esteban y yo. Hay una especie de convenio tácito en mantenerlo siempre al día. Con todo, hoy hice una tentativa: «Bueno, contáme un poco cómo van tus cosas. Nunca hablamos». «Es cierto. Debe ser que tanto vos como yo andamos siempre muy ocupados.» «Debe ser. Pero ¿de veras tenés mucho que hacer en tu oficina?» Una pregunta idiota, a la mar- chanta. La respuesta fue la previsible, pero yo no la había previsto: «¿Qué querés decir? ¿Que los empleados públicos somos todos unos vagos? ¿Eso querés decir? Claro, solamente ustedes, los notables empleados de comercio, tienen el privilegio de ser eficaces y trabajadores». Me sentí doblemente rabioso, porque la culpa la tenía yo. «Mirá, no seas pavo. No quise decir eso, ni siquiera lo pensé. Estás susceptible como una solterona. O tenés una cola de paja grande como una casa.» Inesperadamente, no dijo nada ofensivo. Debe ser que la fiebre lo ha debilitado. Más aún, llegó a disculparse: «Puede ser que tengas razón. Siempre ando de mal genio. Yo qué sé. Como si me sintiera incómodo conmigo mismo». Como confidencia y partiendo de Esteban, era casi una exageración. Pero como autocrítica, creo que está muy aproximada a la verdad. Hace tiempo que me da la impresión de que el paso de Esteban no sigue al de su conciencia. «¿Qué dirías vos si dejo el empleo público?» «¿Ahora?» «Bueno, ahora no. Cuando me cure, si me curo. Dijo el médico que a lo mejor tengo para unos cuantos meses.» «¿Y a qué se debe esta viaraza?» «No me preguntes demasiado. ¿No te alcanza con que quiera cambiar?» «Sí que me alcanza. Me dejás muy contento. Lo único que me preocupa es que si precisás una licencia por enfermedad, es más fácil que la consigas donde estás ahora.» «A vos, cuando tuviste el tifus, ¿te echaron? ¿Verdad que no? Y faltaste como seis meses.» En realidad, le llevaba la contra por el puro placer de oírlo afirmarse. «Lo principal, ahora, es que te cures. Después veremos.» Entonces se lanzó a un largo retrato de sí mismo, de sus limitaciones, de sus esperanzas. Tan largo, que llegué a la oficina a las tres y cuarto, y tuve que disculparme con el gerente. Yo estaba impaciente, pero no me sentía con derecho a interrumpirlo. Era la primera vez que Esteban se confiaba. No podía defraudarlo. Después hablé yo. Le di algún consejo, pero muy amplio, sin fronteras. No quería espantarlo. Y creo que no lo espanté. Cuando me fui le palmeé la rodilla que abultaba bajo la frazada. Y me dedicó una sonrisa. Dios mío, me pareció la cara de un extraño. ¿Será posible? Por otra parte, un extraño lleno de simpatía. Y es mi hijo. Qué bien.

Tuve que quedarme hasta tarde en la oficina y, en consecuencia, postergar la iniciación de mi «luna de miel».

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