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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

La tregua (15 page)

BOOK: La tregua
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Lunes 12 de agosto

Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un cenicero sin ceniza. Estábamos tristes: eso era lo que estábamos, tristes. Pero era una tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo: «Te quiero». Entonces me di cuenta de que era la primera vez que me lo decía, más aún, que era la primera vez que lo decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte veces por noche. Para Isabel, repetirlo era como otro beso, era un simple resorte del juego amoroso. Avellaneda, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria. Quizá ya no precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia. Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo. «Hasta ahora no te lo había dicho», murmuró, «no porque no te quisiera, sino porque ignoraba por qué te quería. Ahora lo sé». Pude respirar, me pareció que la bocanada de aire llegaba desde mi estómago. Siempre puedo respirar cuando alguien explica las cosas. El deleite frente al misterio, el goce frente a lo inesperado, son sensaciones que a veces mis módicas fuerzas no soportan. Menos mal que alguien explica siempre las cosas. «Ahora lo sé. No te quiero por tu cara, ni por tus años, ni por tus palabras, ni por tus intenciones. Te quiero porque estás hecho de buena madera.» Nadie me había dedicado jamás un juicio tan conmovedor, tan sencillo, tan vivificante. Quiero creer que es cierto, quiero creer que estoy hecho de buena madera. Quizá ese momento haya sido excepcional, pero de todos modos me sentí vivir. Esa opresión en el pecho significa vivir.

Jueves 15 de agosto

El lunes próximo empezaré mi última licencia. Será un anticipo del gran Ocio Final. Jaime no ha dado señales de vida.

Viernes 16 de agosto

Un incidente verdaderamente incómodo. Me había encontrado a las siete y media con Aníbal, y después de charlar un rato en el café, tomamos el trole. A él también le sirve, aunque se baja antes. Hablábamos de mujeres, matrimonio, fidelidad, etcétera. Todo en términos muy amplios, generales. Yo, en voz muy baja, porque siempre he recelado del oído viajero de la gente; pero Aníbal aun cuando quiere secretear, lo hace con un soplido estentóreo que inunda el ambiente. No sé a qué caso concreto nos referíamos. De pie junto a él, en el pasillo, iba una vieja de cara cuadrada y sombrero redondo. Yo me di cuenta de que estaba pendiente de las palabras de Aníbal, pero como lo que éste iba diciendo era muy edificante, muy pequeño-burgués, muy moral sin atenuantes, no me preocupé demasiado. Sin embargo, cuando Aníbal bajó y la vieja pasó a ocupar su asiento junto a mí, lo primero que me dijo fue: «No le haga caso a ese tipo diabólico». Y antes de que yo articulara un estupefacto: «¿Cómo dijo?», ya la vieja seguía: «Un tipo verdaderamente diabólico. Son ésos los que arruinan los hogares. Ah, ustedes los pantalones. ¡Con qué facilidad condenan a las mujeres! Mire, yo le puedo asegurar que cuando una mujer se pierde, siempre hay un hombre ruin, cretino, denigrante, que primero le hizo perder la fe en sí misma». La vieja hablaba a los gritos. Todas las cabezas empezaron a darse vuelta para registrar quién era el destinatario de semejante responso. Yo me sentía como un insecto. Y la vieja seguía: «Yo soy batllista pero contraria al divorcio. El divorcio es lo que ha matado la familia. ¿Sabe en qué va a parar ese tipo diabólico que le acompañaba? Ah, no lo sabe. Pues yo sí lo sé. Ese tipo va a parar a la cárcel o se va a matar. Y lo bien que haría. Porque yo conozco hombres a los que habría que quemarlos vivos». Me representé la insólita imagen de Aníbal chamuscándose en la hoguera. Sólo entonces tuve aliento para responder. «Dígame, señora, ¿por qué no se calla? ¿Usted qué sabe del problema? Lo que aquel señor venía diciendo es justamente lo contrario de lo que usted entendió…» Y la vieja, incólume: «Fíjese en las familias de antes. Ahí sí había moral. Usted pasaba al atardecer frente a los hogares y veía sentados en la vereda al esposo, la esposa y los hijos, todos juiciosos, dignos, bien educados. Eso es la felicidad, señor, y no tratar siempre que la mujer se pierda, que la mujer se entregue a la mala vida. Porque en el fondo ninguna mujer es mala, ¿sabe?». Y cuando me gritaba eso agitando el índice, el sombrero se le desacomodaba un poco hacia la izquierda. Confieso que esa imagen ideal de la felicidad con toda la familia sentada en la vereda, no llegaba a conmoverme demasiado. «Usted no le haga caso, señor. Usted ríase, eso es lo que tiene que hacer.» «¿Y por qué no se ríe usted, en vez de ponerse tan furiosa?» La gente ya había empezado a hacer comentarios. La vieja tenía sus partidarios; yo, los míos. Cuando digo «yo», quiero decir ese enemigo hipotético y fantasmal contra el cual la señora descargaba sus improperios. «Y tenga en cuenta que soy batllista pero contraria al divorcio.» Entonces, antes de que reiniciara el ominoso ciclo, pedí permiso y me bajé, diez cuadras antes de mi destino.

Sábado 17 de agosto

Esta mañana estuve hablando con dos miembros del Directorio. Cosas sin mayor importancia, pero que alcanzaron, sin embargo, para hacerme entender que sienten por mí un amable, comprensivo desprecio. Imagino que ellos, cuando se repantigan en los mullidos sillones de la sala del Directorio, se deben sentir casi omnipotentes, por lo menos tan cerca del Olimpo como puede llegar a sentirse un alma sórdida y oscura. Han llegado al máximo. Para un futbolista, el máximo significa llegar un día a integrar el combinado nacional; para un místico, comunicarse alguna vez con su Dios; para un sentimental, hallar en alguna ocasión en otro ser el verdadero eco de sus sentimientos. Para esta pobre gente, en cambio, el máximo es llegar a sentarse en los butacones directoriales, experimentar la sensación (que para otros sería tan incómoda) de que algunos destinos están en sus manos, hacerse la ilusión de que resuelven, de que disponen, de que son alguien. Hoy, sin embargo, cuando yo los miraba, no podía hallarles cara de Alguien sino de Algo. Me parecen Cosas, no Personas. Pero, ¿qué les pareceré yo? Un imbécil, un incapaz, una piltrafa que se atrevió a rechazar una oferta del Olimpo. Una vez, hace muchos años, le oí decir al más viejo de ellos: «El gran error de algunos hombres de comercio es tratar a sus empleados como si fueran seres humanos». Nunca me olvidé ni me olvidaré de esa frasecita, sencillamente porque no la puedo perdonar. No sólo en mi nombre, sino en nombre de todo el género humano. Ahora siento la fuerte tentación de dar vuelta la frase y pensar: «El gran error de algunos empleados es tratar a sus patrones como si fueran personas». Pero me resisto a esa tentación. Son personas. No lo parecen, pero son. Y personas dignas de una odiosa piedad, de la más infamante de las piedades, porque la verdad es que se forman una cáscara de orgullo, un repugnante empaque, una sólida hipocresía, pero en el fondo son huecos. Asquerosos y huecos. Y padecen la más horrible variante de la soledad: la soledad del que ni siquiera se tiene a sí mismo.

Domingo 18 de agosto

«Contáme cosas de Isabel.» Avellaneda tiene eso de bueno: hace que uno se descubra cosas, que se conozca mejor. Cuando uno permanece mucho tiempo solo, cuando pasan años y años sin que el diálogo vivificante y buceador lo estimule a llevar esa modesta civilización del alma que se llama lucidez hasta las zonas más intrincadas del instinto, hasta esas tierras realmente vírgenes, inexploradas, de los deseos, de los sentimientos, de las repulsiones, cuando esa soledad se convierte en rutina, uno va perdiendo inexorablemente la capacidad de sentirse sacudido, de sentirse vivir. Pero viene Avellaneda y hace preguntas, y sobre las preguntas que me hace, yo me hago muchas más, y entonces sí, ahora sí, me siento vivo y sacudido. «Contáme cosas de Isabel» es un pedido inocente, simple, y sin embargo… Las cosas de Isabel son mis cosas, o fueron; son las cosas de ese tipo que era yo en tiempos de Isabel. Qué inmadurez, Dios mío. Cuando apareció Isabel, yo no sabía lo que quería, no sabía qué esperaba de ella o de mí. No había modos de comparar, pues no había patrones para reconocer cuándo era felicidad, cuándo desdicha. Los buenos momentos iban formando después la definición de la felicidad, los malos momentos servían para crear la fórmula de la desdicha. Eso también se llama frescura, espontaneidad, pero a cuántos abismos lleva lo espontáneo. Yo tuve suerte, en medio de todo. Isabel era buena, yo no era un cretino. Nuestra unión nunca fue complicada. Pero ¿qué habría pasado si el tiempo hubiera llegado a gastar ese amenazado atractivo del sexo? «Contáme cosas de Isabel» era una invitación a la sinceridad. Yo sabía el riesgo que corría. Los celos retrospectivos (por su imposibilidad de rencor, por su falta de desafío, por su improbable competencia) son espantosamente crueles. No obstante, fui sincero. Conté las cosas de Isabel que verdaderamente eran suyas. Y mías. No inventé una Isabel que permitiera lucirme ante Avellaneda. Tuve el impulso de hacerlo, claro. A uno siempre le gusta quedar bien, y después de quedar bien le gusta quedar mejor frente a quien quiere, frente a quien uno, a su vez, pretende hacer méritos para ser querido. No la inventé, primero, porque creo que Avellaneda es digna de la verdad, y luego, porque yo también soy digno, porque estoy fatigado (y en este caso la fatiga es casi un asco) del disimulo, de ese disimulo que uno se pone como una careta sobre el viejo rostro sensible. Por eso, no estoy asombrado de que, a medida que Avellaneda se fue enterando de cómo había sido Isabel, yo también me haya ido enterando de cómo había sido yo.

Lunes 19 de agosto

Empecé hoy mi última licencia. Llovió todo el día. Estuve toda la tarde en el apartamento. Cambié dos tomacorrientes, pinté un armarito, me lavé dos camisas de nailon. A las siete y media llegó Avellaneda, pero sólo estuvo hasta las ocho. Tenía que ir al cumpleaños de una tía. Dice que Muñoz, como suplente mío, es insoportablemente mandón y pedante. Ya tuvo un incidente con Robledo.

Martes 20 de agosto

Hace un mes que Jaime se fue de casa. Piense o no en eso, lo cierto es que el problema me acompaña siempre. ¡Si por lo menos hubiera podido hablar una sola vez con él!

Miércoles 21 de agosto

Me quedé en casa y leí no sé cuántas horas, pero sólo revistas. No quiero hacerlo más. Me deja una horrible sensación de tiempo derrochado, algo así como si la estupidez me anestesiara el cerebro.

Jueves 22 de agosto

Me siento un poco extraño sin la oficina. Pero quizá me sienta así porque tengo conciencia de que esto no es el verdadero ocio, de que es tan sólo un ocio a término, amenazado otra vez por la oficina.

Viernes 23 de agosto

Le quise dar una sorpresa. Me puse a esperarla a una cuadra de la oficina. A las siete y cinco la vi acercarse. Pero venía con Robledo. No sé qué le diría Robledo; lo cierto es que ella se reía sin trabas, realmente divertida. ¿Desde cuándo Robledo es tan gracioso? Me metí en un café, los dejé pasar y después empecé a caminar a unos treinta pasos detrás de ellos. Al llegar a Andes se despidieron. Ella dobló hacia San José. Iba al apartamento, claro. Yo entré en un cafecito bastante mugriento, donde me sirvieron un cortado en un pocillo que aún tenía pintura de labios. No lo tomé, pero tampoco le reclamé al mozo. Estaba agitado, nervioso, intranquilo. Sobre todo, fastidiado conmigo mismo. Avellaneda riéndose con Robledo. ¿Qué había de malo en eso? Avellaneda en una simple relación humana no meramente oficinesca, con un tipo que no era yo. Avellaneda caminando por la calle junto a un hombre joven, uno de su generación, no un calandraca como yo. Avellaneda lejos de mí. Avellaneda viviendo por su cuenta. Claro que no había nada malo en todo eso. Pero la horrible sensación proviene quizá de que ésta es la primera vez que entreveo conscientemente la posibilidad de que Avellaneda pueda existir, desenvolverse y reír sin que mi amparo (no digamos mi amor) resulte imprescindible. Yo sabía que la conversación entre ella y Robledo había sido inocente. O quizá no. Porque Robledo no tiene por qué saber que ella no es libre. Qué idiota, qué cursi, qué convencional me siento al escribir: «Ella no es libre». ¿Libre para qué? Acaso la esencia de mi inquietud sea haber comprobado esto, nada más: que ella puede sentirse muy cómoda con gente joven, especialmente con un hombre joven. Y otra cosa: esto que vi no es nada, pero en cambio es mucho lo que entreví, y lo que entre- ví es el riesgo de perderlo todo. Robledo no interesa. En el fondo es un frívolo que jamás llegaría a interesarle. Salvo que yo no la conozca en absoluto. Bueno, ¿la conoceré? Robledo no interesa. Pero ¿y los otros, todos los otros del mundo? Si un hombre joven la hace reír, ¿cuántos otros pueden enamorarla? Si ella me pierde un día (su única enemiga puede ser la muerte, la maliciosa muerte que nos tiene fichados), ella tendría su vida entera, tendría el tiempo en sus manos, tendría su corazón, que siempre será nuevo, generoso, espléndido. Pero si yo la pierdo un día (mi único enemigo es el Hombre, el Hombre que está en todas las esquinas del mundo, el Hombre que es joven y fuerte y que promete), perdería con ella la última oportunidad de vivir, el último respiro del tiempo, porque si bien mi corazón ahora se siente generoso, alegre, renovado, sin ella volvería a ser un corazón definitivamente envejecido.

Pagué el cortado que no tomé y me encaminé hacia el apartamento. Llevaba conmigo un vergonzante temor a su silencio, sobre todo porque sabía de antemano que aunque ella no dijese nada, yo no iba a investigar ni a preguntar ni a reprochar. Simplemente iba a tragarme la amargura, y, eso sí era seguro, a comenzar una era de pequeñas tormentas sin desahogo. Tengo una particular desconfianza hacia mis épocas grises. Creo que me temblaba la mano cuando hice girar la llave de la cerradura. «¿Cómo llegaste tan tarde?», gritó desde la cocina. «Estaba esperándote para contarte la última locura de Robledo, ¡qué tipo! Hacía años que no me reía tanto.» Y apareció en el living con su delantal, su pollera verde, su buzo negro, sus ojos limpios, cálidos, sinceros. Ella no podrá saber nunca de qué me estaba salvando con esas palabras. La atraje hacia mí y mientras la abrazaba, mientras aspiraba el olor tiernamente animal de sus hombros a través del otro olor universal de la lana, sentí que el mundo empezaba de nuevo a girar, sentí que podía relegar otra vez a un futuro lejano, todavía innominado, esa amenaza concreta que se había llamado Avellaneda y los Otros. «Avellaneda y yo», dije, despacito. Ella no entendió el porqué de esas tres palabras en esa precisa oportunidad, pero alguna oscura intuición le hizo saber que estaba aconteciendo algo importante. Se separó un poco de mí, todavía sin soltarme, y reclamó: «A ver, decílo otra vez». «Avellaneda y yo», repetí, obediente. Ahora estoy solo, de vuelta en casa, y son casi las dos de la madrugada. De vez en cuando, nada más que porque me da fuerzas y me entona y me afirma, sigo repitiendo: «Avellaneda y yo».

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