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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

La tregua (9 page)

BOOK: La tregua
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Jueves 30 de mayo

Buena pieza el amigo de Esteban. Me cobra el cincuenta por ciento del premio retiro. Pero me asegura que no tendré que trabajar ni un solo día más de lo necesario. La tentación es grande. Bueno, era grande. Porque ya caí. Me rebajó a un cuarenta por ciento y me recomendó que aceptara antes de que se arrepintiese, que con nadie hacía eso, que nunca cobraba menos del cincuenta por ciento, que preguntara por ahí nomás, «porque en mi profesión hay muchos abusadores y gente sin escrúpulos», que a mí me hacía ese precio especial por tratarse del padre de Esteban. «Yo al flaco lo quiero como a un hermano. Durante cuatro años jugamos todas las noches al billar. Eso une, don.» Yo me acordaba de Aníbal, de nuestras conversaciones del domingo 5, cuando yo le decía: «Ahora también da coima el que quiere conseguir algo lícito, y esto quiere decir relajo total».

Viernes 31 de mayo

El 31 de mayo era el cumpleaños de Isabel. Qué lejos está. Una vez, en un cumpleaños, le compré una muñeca. Era una muñeca alemana, que movía los ojos y caminaba. La llevé a casa en una caja larga, de cartón durísimo. La puse sobre la cama y le pedí que adivinara: «Una muñeca», dijo ella. Nunca se lo perdoné.

Ninguno de los muchachos se acordó: por lo menos, no me lo dijeron. Se han alejado paulatinamente del culto de su madre. Creo que Blanca es la única que en realidad la echa de menos, la única que la menciona con naturalidad. ¿Seré yo el culpable? En los primeros tiempos, no hablaba mucho de ella, sólo porque me era doloroso. Ahora tampoco hablo mucho de ella, porque temo equivocarme, temo hablar de otra persona que nada haya tenido que ver con mi mujer.

¿Alguna vez Avellaneda se olvidará así de mí? He aquí el misterio: antes de empezar a olvidarse, tiene que acordarse, que empezar a acordarse.

Domingo 2 de junio

El tiempo se va. A veces pienso que tendría que ir apurado, que sacarle el máximo partido a estos años que quedan. Hoy en día, cualquiera puede decirme, después de escudriñar mis arrugas: «Pero si usted todavía es un hombre joven». Todavía. ¿Cuántos años me quedan de «todavía»? Lo pienso y me entra el apuro, tengo la angustiante sensación de que la vida se me está escapando, como si mis venas se hubieran abierto y yo no pudiera detener mi sangre. Porque la vida es muchas cosas (trabajo, dinero, suerte, amistad, salud, complicaciones), pero nadie va a negarme que cuando pensamos en esa palabra Vida, cuando decimos, por ejemplo, «que nos aferramos a la vida», la estamos asimilando a otra palabra más concreta, más atractiva, más seguramente importante: la estamos asimilando al Placer. Pienso en el placer (cualquier forma de placer) y estoy seguro de que eso es vida. De ahí el apuro, el trágico apuro de estos cincuenta años que me pisan los talones. Aún me quedan, así lo espero, unos cuantos años de amistad, de pasable salud, de rutinarios afanes, de expectativa ante la suerte, pero ¿cuántos me quedan de placer? Tenía veinte años y era joven; tenía treinta y era joven; tenía cuarenta y era joven. Ahora tengo cincuenta años y soy «todavía joven». Todavía quiere decir: se termina.

Y ése es el lado absurdo de nuestro convenio: dijimos que lo tomaríamos con calma, que dejaríamos correr el tiempo, que después revisaríamos la situación. Pero el tiempo corre, lo dejemos o no, el tiempo corre y la vuelve a ella cada día más apetecible, más madura, más fresca, más mujer, y en cambio a mí me amenaza cada día con volverme más achacoso, más gastado, menos valiente, menos vital. Tenemos que apurarnos hacia el encuentro, porque en nuestro caso el futuro es un inevitable desencuentro. Todos sus Más se corresponden con mis Menos. Todos sus Menos se corresponden con mis Más. Comprendo que para una mujer joven puede ser un atractivo saber que uno es un tipo que vivió, que cambió hace mucho la inocencia por la experiencia, que piensa con la cabeza bien colocada sobre los hombros. Es posible que eso sea un atractivo, pero qué breve. Porque la experiencia es buena cuando viene de la mano del vigor; después, cuando el vigor se va, uno pasa a ser una decorosa pieza de museo, cuyo único valor es ser un recuerdo de lo que se fue. La experiencia y el vigor son coetáneos por muy poco tiempo. Yo estoy ahora en ese poco tiempo. Pero no es una suerte envidiable.

Martes 4 de junio

Sensacional. La Valverde se peleó con Suárez. Toda la oficina está convulsionada. La cara de Martínez era un himno. Para él esa ruptura significa, lisa y llanamente, la subgerencia. Suárez no vino de mañana. A la tarde llegó con un moretón en la frente y cara de velorio. El gerente lo llamó y le pegó cuatro gritos. Eso quiere decir que no se trata de un simple rumor, sino de una versión realmente oficial y autorizada.

Viernes 7 de junio

Hasta ahora habíamos ido dos veces al cine, pero después ella se iba sola. Hoy, en cambio, la acompañé a la casa. Había estado muy cordial, muy compañera. En mitad de la película, cuando Alida Valli sufre tanto con el imbécil de Farley Granger, sentí de pronto que su mano se apoyaba sobre mi brazo. Creo que fue un movimiento reflejo, pero el caso es que después no la retiró. Hay dentro de mí un señor que no quiere forzar los acontecimientos, pero también hay otro señor que piensa obsesivamente en el apuro.

Nos bajamos en Ocho de Octubre y caminamos las tres cuadras. Estaba oscuro, pero era la clara oscuridad de la noche sin más ni más. La UTE, la vieja y gaucha UTE me regalaba un apagón. Ella iba caminando separada de mí, como a un metro. Pero al acercarme a una esquina (una esquina con almacén, con mesa de truco iluminada a vela), alguien separó lentamente su sombra de la sombra de un árbol. Y el metro de distancia se esfumó y, antes de que yo me diera cuenta ella me estaba dando el brazo. El dueño de la sombra era un borracho, un borracho inofensivo e indefenso que murmuraba: «¡Vivan los pobres de espíritu y el Partido Nacional!». Sentí que ella sofocaba una risita y que aflojaba la tensión de sus dedos. Su casa es el 368 de una calle con nombre y apellido, algo como Ramón P Gutiérrez o Eduardo Z. Domínguez, no me acuerdo. Tiene zaguán y balcones. La puerta estaba cerrada, pero ella me contó que también hay una cancela con algo que quiere ser vitrales. «Dicen que el dueño quiso imitar los vitrales de Notre Dame, pero le aseguro que hay un San Sebastián que parece Gardel.»

No abrió en seguida. Se recostó blandamente contra la puerta. Pensé que el pasamano de bronce estaría rozando su columna vertebral. Pero no se quejaba. Entonces dijo: «Usted es muy bueno. Quiero decir, que se porta muy bien». Y yo, que me conozco, mentí como un santo: «Claro que soy muy bueno. Pero no estoy seguro de estarme portando bien». «No sea creído», dijo, «¿no le enseñaron, cuando era chico, que cuando uno se porta bien no tiene que reconocerlo?» Era el momento y ella lo esperaba: «Cuando era chico me enseñaron que siempre que uno se porta bien, recibe un premio. ¿Acaso yo no lo merezco?». Hubo un instante de silencio. No le veía la cara porque el follaje de un maldito pino municipal interceptaba la luz de la luna. «Sí, lo merece», oí que decía. Entonces sus dos brazos emergieron en lo oscuro y se apoyaron en mis hombros. Debe haber visto ese preparativo en alguna película argentina. Pero el beso que siguió no lo vio en ninguna película, estoy seguro. Me gustan sus labios, quiero decir el gusto, el modo como se hunden, como se entreabren, como se escapan. Naturalmente, no es la primera vez que besa. ¿Y eso qué? Después de todo es un alivio volver a besar en la boca y con confianza y con cariño. No sé cómo, no sé qué paso raro habremos dado, pero lo cierto es que, de pronto, sentí que el pasamano de bronce estaba hundiéndose en mi columna vertebral. Estuve una media hora en la puerta del 368. Qué adelantos, Señor. Ni ella ni yo lo dijimos, pero después de esta jornada hay una cosa que quedó establecida. Mañana pensaré. Ahora estoy cansado. También podría decir: feliz. Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado.

Domingo 9 de junio

Quizá yo sea un maniático de la equidistancia. En cada problema que se me presenta, nunca me siento atraído por las soluciones extremistas. Es posible que ésa sea la raíz de mi frustración. Una cosa es evidente: si, por un lado, las actitudes extremistas provocan entusiasmo, arrastran a los otros, son índices de vigor, por otro, las actitudes equilibradas son por lo general incómodas, a veces desagradables y casi nunca parecen heroicas. Por lo general, se precisa bastante valor (una clase muy especial de valor) para mantenerse en equilibrio, pero no se puede evitar que a los demás les parezca una demostración de cobardía. El equilibrio es aburrido, además. Y el equilibrio es, hoy en día, una gran desventaja que por lo general la gente no perdona.

¿A qué venía todo esto? Ah, sí. La equidistancia que ahora busco tiene que ver (¿qué no tiene que ver con ella en mi vida actual?) con Avellaneda. No quiero perjudicarla ni quiero perjudicarme (primera equidistancia); no quiero que nuestro vínculo arrastre consigo la absurda situación de un noviazgo tirando a matrimonio, ni tampoco que adquiera el matiz de un programa vulgar y silvestre (segunda equidistancia); no quiero que el futuro me condene a ser un viejo despreciado por una mujer en la plenitud de sus sentidos, ni tampoco que, por temor a ese futuro, quede yo al margen de un presente como éste, tan atractivo e incanjeable (tercera equidistancia); no quiero (cuarta y última equidistancia) que vayamos rodando de amueblada en amueblada, ni tampoco que fundemos un Hogar con mayúscula.

¿Soluciones? Primera: alquilar un apartamentito. Sin abandonar mi casa, claro. Bueno, primera y se acabó. No hay otra.

Lunes 10 de junio

Frío y viento. Qué peste. Pensar que cuando tenía quince años, me gustaba el invierno. Ahora empiezo a estornudar y pierdo la cuenta. A veces tengo la sensación de que en vez de nariz, tengo un tomate maduro, con esa madurez que tienen los tomates diez segundos antes de empezar a pudrirse. Cuando voy por el trigesimoquinto estornudo, no puedo evitar sentirme en inferioridad de condiciones con respecto al resto del género humano. Admiro la nariz de los santos, esas narices afiladas y libres que tienen, por ejemplo, los santos del Greco. Admiro la nariz de los santos, porque éstos (es evidente) jamás estaban resfriados, jamás eran diezmados por estos estornudos en cadena. Jamás. Si hubieran estornudado en secuencia de veinte o treinta estallidos consecutivos, no habrían podido evitar el entregarse devotamente a la puteada oral e intelectual. Y quien putea —aun en el más simplificado de sus malos pensamientos— se está cerrando el camino de la Gloria.

Martes 11 de junio

No le dije nada, pero me lancé a la búsqueda de apartamento. Tengo uno, ideal, metido en la cabeza. Desgraciadamente, para los ideales no hay liquidaciones, siempre salen caros.

Viernes 14 de junio

Debe hacer como un mes que no mantengo con Jaime o con Esteban una conversación que supere los cinco minutos. Entran rezongando, se encierran en sus habitaciones, comen en silencio mientras leen el diario, se van renegando y vuelven a la madrugada. Blanca, en cambio, está amable, conversadora, feliz. A Diego lo veo poco, reconozco su presencia en la cara de Blanca. No me equivoco: es un buen tipo. Sé que Esteban tiene otro rebusque. Se lo consiguieron en el club. Tengo la impresión, sin embargo, de que se está empezando a arrepentir de haberse dejado atrapar por completo. Algún día estallará, ya lo veo, y mandará todo al diablo. Ojalá sea pronto. No me gusta verlo embarcado en una empresa que aparentemente contraría sus viejas convicciones. No me gusta que se vuelva cínico, uno de esos falsos cínicos, que, cuando llega la hora del reproche, se excusan: «Es el único modo de progresar, de ser algo». Jaime sí trabaja y lo hace bien; lo quieren en el empleo. Pero el problema suyo es otra cosa. Lo peor es que no sé en qué consiste. Está siempre nervioso, insatisfecho. Aparentemente, tiene carácter, pero a veces no estoy muy seguro de si es carácter o si es capricho. No me gustan sus amigos. Tienen algo de pitucos, vienen de Pocitos y tal vez en el fondo lo desprecian. Se aprovechan de él, porque Jaime es hábil, manualmente hábil, y siempre está haciendo algo que ellos le han encargado. Gratis, como corresponde. Ninguno de ellos trabaja, son hijos de papá. A veces oigo que protestan: «Che, qué peste con tu laburo. Nunca se puede contar con vos». Dicen laburo como quien cumple una proeza, como un salvacionista que se acerca a un mendigo borracho y, traspasado de asco y de piedad, lo toca con la punta del zapato; dicen laburo como si después del decirlo tuvieran que desinfectarse.

Sábado 15 de junio

Encontré apartamento. Bastante parecido al ideal e increíblemente barato. De todos modos, tendré que apretar el presupuesto, pero espero que alcance. Está a cinco cuadras de Dieciocho y Andes. Tiene la ventaja, además, de que puedo amueblarlo con cuatro reales. Es un decir. No tendré más remedio que agotar el saldo de $ 2.465,79 que tengo en el Hipotecario.

Esta noche saldré con ella. No pienso decirle nada.

Domingo 16 de junio

Sin embargo se lo dije. Hacíamos las tres cuadras desde Ocho de Octubre hasta su casa, esta vez sin apagón. Creo que tartamudeé, invoqué nuestro plan de absoluta libertad, de conocernos y ver qué pasa, de dejar correr el tiempo y revisar. Estoy seguro de que tartamudeé. Hace un mes que ella apareció en Veinticinco y Misiones a reclamar su café. «Quiero proponerte algo», dije. La tuteo desde el viernes 7 pero ella no. Pensé que iba a contestar: «Ya sé», lo que hubiera significado un gran alivio para mí. Pero no. Me dejó cargar con todo el peso de la propuesta. Esta vez no adivinó o no quiso adivinar. Nunca fui especialista en prolegómenos, de modo que me ceñí a lo indispensable: «Alquilé un apartamento. Para nosotros». Fue una lástima que no hubiera apagón, porque en ese caso no habría visto su mirada. Era triste, acaso. Yo qué sé. Nunca estuve muy seguro acerca de lo que las mujeres quieren decir cuando me miran. A veces creo que me interrogan y al cabo de un tiempo caigo en la cuenta de que en realidad me estaban respondiendo. Entre nosotros se estacionó por un momento una palabra como una nube, como una nube que empezó a moverse. Ambos pensamos en la palabra matrimonio, ambos comprendimos que la nube se alejaba, que mañana el cielo estaría despejado. «¿Sin consultarme?», preguntó. Con la cabeza contesté que sí. La verdad: tenía un nudo en la garganta. «Está bien», dijo ella, tratando de sonreír, «a mí hay que tratarme así, por el método de las situaciones creadas». Estábamos en el zaguán. La puerta estaba abierta, porque era mucho más temprano que el otro día. Había luces aquí y allá. No había sitio para el misterio. Sólo esa otra cosa que se llama silencio. Empecé a comprender que mi propuesta no era un éxito rotundo. Pero a los cincuenta años ya no puede aspirarse a éxitos rotundos. ¿Y si hubiera dicho que no? Por esa falta de negativa estaba pagando un precio, y ese precio era la situación incómoda, el momento desagradable, casi penoso, de verla callada frente a mí, un poco doblada en su saco oscuro, con una cara de estarle diciendo adiós a varias cosas. No me besó. Yo tampoco tomé la iniciativa. Su rostro estaba tenso, endurecido. De pronto, sin previo aviso, pareció que se añejaban todos sus resortes, como si hubiera renunciado a una máscara insoportable, y así como estaba, mirando hacia arriba, con la nuca apoyada en la puerta, empezó a llorar. Y no era el famoso llanto de felicidad. Era ese llanto que sobreviene cuando uno se siente opacamente desgraciado. Cuando alguien se siente brillantemente desgraciado, entonces sí vale la pena llorar con acompañamiento de temblores, convulsiones, y, sobre todo, con público. Pero, cuando además de desgraciado, uno se siente opaco, cuando no queda sitio para la rebeldía, el sacrificio o la heroicidad, entonces hay que llorar sin ruido, porque nadie puede ayudar y porque uno tiene conciencia de que eso pasa y al final se retoma el equilibrio, la normalidad. Así era el llanto de ella. En este rubro no me engaña nadie. «¿Puedo ayudarte?», dije, con todo, «¿puedo remediar esto en algo?» Preguntas al santo botón. Saqué una más, muy desde el fondo de mis dudas: «¿Qué pasa? ¿Querés que nos casemos?». Pero la nube estaba lejos. «No», dijo. «Lloro porque todo es una lástima.» Y es tan cierto. Todo es una lástima: que no hubiera apagón, que yo tenga cincuenta, que ella sea buena chica, que mis tres hijos, que su antiguo novio, que el apartamento… Saqué mi pañuelo y le sequé los ojos. «¿Ya pasó todo?», pregunté. «Sí, pasó todo.» Era mentira, pero ambos comprendimos que hacía bien en mentir. Con la mirada aún convaleciente, agregó: «No creas que siempre soy tan tonta.» No creas, dijo; estoy seguro de que dijo no creas. Me tuteó, entonces.

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