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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

La tregua (5 page)

BOOK: La tregua
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Viernes 5 de abril

Carta de Aníbal. Se aburrió en San Pablo y regresa a fin de mes. Para mí es una buena noticia. Tengo pocos amigos y Aníbal es el mejor. Por lo menos es el único con quien puedo hablar de ciertos temas sin sentirme ridículo. Alguna vez tendremos que investigar en qué se basa nuestra afinidad. El es católico, yo no soy^ nada. Él es mujeriego, yo me limito a lo indispensable. Él es activo, creador, categórico; yo soy rutinario e indeciso. Lo cierto es que, muchas veces, él me empuja a tomar una decisión; otras, soy yo el que lo freno con alguna de mis dudas. Cuando murió mi madre —hará en agosto quince años— yo estaba hecho una ruina. Sólo me sostenía una fervorosa rabia contra Dios, los parientes, el prójimo. Cada vez que recuerdo el velorio interminable, siento asco. Los asistentes se dividían en dos clases: los que empezaban a llorar desde la puerta y después me sacudían entre sus brazos, y los que llegaban tan sólo a cumplir, me daban la mano con empalagosa compunción y a los diez minutos estaban contando chistes verdes. Entonces llegó Aníbal, se acercó, ni siquiera me dio la mano, y se puso a hablar con naturalidad: de mí, de sí mismo, de su familia, incluso de mi madre. Esa naturalidad fue una especie de bálsamo, de verdadero consuelo; yo la interpreté como el mejor homenaje que alguien podía hacer a mi madre, y a mí mismo en mi afecto por mi madre. Es tan sólo un detalle, un episodio casi insignificante, eso lo comprendo bien, pero tuvo lugar en uno de esos momentos en que el dolor lo pone a uno exageradamente receptivo.

Sábado 6 de abril

Sueño descabellado. Yo venía de atravesar en pijama el Parque de los Aliados. De pronto, en la vereda de una casa lujosa, de dos plantas, vi que estaba Avellaneda. Me acerqué sin vacilar. Ella tenía puesto un vestidito liso, sin adornos ni cinturón, directamente sobre la carne. Estaba sentada en un banquito de cocina, junto a un eucalipto, y pelaba papas. De pronto tuve conciencia de que ya era de noche y me acerqué y le dije: «Qué rico olor a campo». Al parecer, mi argumento fue decisivo, porque inmediatamente me dediqué a poseerla, sin que mediase resistencia alguna de su parte.

Esta mañana, cuando apareció Avellaneda con un ves- tidito liso, sin adornos ni cinturón, no pude aguantarme y le dije: «Qué rico olor a campo». Me miró con auténtico pánico, exactamente como se mira a un loco o a un borracho. Para peor de males traté de explicarle que estaba hablando solo. No la convencí, y al mediodía, cuando se fue, todavía me vigilaba con cierta prevención. Una prueba más de que es posible ser más convincente en los sueños que en la realidad.

Domingo 7 de abril

Casi todos los domingos, almuerzo y ceno solo, e inevitablemente me pongo melancólico. «¿Qué he hecho de mi vida?» es una pregunta que suena a Gardel o a Suplemento Femenino o artículo del Reader’s Digest. No importa. Hoy domingo, me siento más allá de lo irrisorio y puedo hacerme preguntas de ese tipo. En mi historia particular, no se han operado cambios irracionales, virajes insólitos y repentinos. Lo más insólito fue la muerte de Isabel. ¿Residirá en esa muerte la clave verdadera de lo que yo considero mi frustración? No lo creo. Más aún, cuanto más me investigo, más me convenzo de que esa muerte joven fue una desgracia, digamos, con suerte. (Por Dios, qué vulgar y mezquino suena esto. Yo mismo me horrorizo.) Quiero decir que en el momento en que Isabel desaparece, yo tenía veintiocho años y ella veinticinco. Estábamos pues, en pleno auge del deseo. Creo que mi deseo físico más vehemente me fue inspirado por ella. Será por eso tal vez que si bien soy incapaz de reconstruir (con mis propias imágenes, no con fotografías o recuerdos de recuerdos) el rostro de Isabel, puedo en cambio volver a sentir en mis manos, todas las veces que lo necesite, el tacto particular de su cintura, de su vientre, de sus pantorrillas, de sus senos. ¿Por qué las palmas de mis manos tienen una memoria más fiel que mi memoria? Una consecuencia puedo extraer de todo esto: que si Isabel hubiera vivido los suficientes años más como para que su cuerpo se aflojara (eso tenía de bueno: su piel lisa y tirante en todas sus zonas) y aflojara, por ende, mi capacidad de desearla, no puedo garantizar qué hubiera sido de nuestro vínculo ejemplar. Porque toda nuestra armonía, que era cierta, dependía inexorablemente de la cama, de nuestra cama. No quiero decir con esto que durante el día nos lleváramos como perro y gato; por el contrario, en nuestra vida cotidiana se usaba una buena dosis de concordia. Pero ¿cuál era el freno para los estallidos, para los desbordes? Sencillamente, el goce de las noches, su presencia protectora en medio de los sinsabores del día. Si alguna vez el odio nos tentaba y empezábamos a apretar los labios, nos cruzaba por los ojos el aliciente de la noche, pasada o futura, y entonces, inevitablemente, nos envolvía una oleada de ternura que aplacaba todo brote de rencor. En eso no estoy disconforme. Mi matrimonio fue una buena cosa, una alegre temporada.

Pero ¿y lo demás? Porque está la opinión que uno puede tener de sí mismo, algo que increíblemente tiene poco que ver con la vanidad. Me refiero a la opinión ciento por ciento sincera, la que uno no se atrevería a confesarle ni al espejo frente al que se afeita. Recuerdo que hubo una época (allá entre mis dieciséis y mis veinte años) en que tuve una buena, casi diría una excelente opinión de mí mismo. Me sentía con impulso para empezar y llevar a cabo «algo grande», para ser útil a muchos, para enderezar las cosas. No puede decirse que fuera la mía una actitud cretinamente egocéntrica. Aunque me hubiera gustado recibir la aceptación y hasta el aplauso ajeno, creo que mi primer objetivo no era usar de los otros, sino serles de utilidad. Ya sé que esto no es caridad pura y cristiana; además, no me importa mucho el sentido cristiano de la caridad. Recuerdo que yo no pretendía ayudar a los menesterosos, o a los tarados, o a los miserables (creo cada vez menos en la ayuda caóticamente distribuida). Mi intención era más modesta; sencillamente, ser de utilidad para mis iguales, para quienes tenían un más comprensible derecho a necesitar de mí.

La verdad es que esa excelente opinión acerca de mí mismo ha decaído bastante. Hoy me siento vulgar y, en algunos aspectos, indefenso. Soportaría mejor mi estilo de vida si no tuviera conciencia de que (sólo mentalmente, claro) estoy por encima de esa vulgaridad. Saber que tengo, o tuve, en mí mismo elementos suficientes como para encaramarme a otra posibilidad, saber que soy superior, no demasiado, a mi agotada profesión, a mis pocas diversiones, a mi ritmo de diálogo: saber todo eso no ayuda por cierto a mi tranquilidad, más bien me hace sentirme más frustrado, más inepto para sobreponerme a las circunstancias. Lo peor de todo es que no han acaecido terribles cosas que me cercaran (bueno, la muerte de Isabel es algo fuerte, pero no puedo llamarla terrible; después de todo, ¿existe algo más natural que irse de este mundo?), que frenaran mis mejores impulsos, que impidieran mi desarrollo, que me ataran a una rutina aletargante. Yo mismo he fabricado mi rutina, pero por la vía más simple: la acumulación. La seguridad de saberme capaz para algo mejor, me puso en las manos la postergación, que al fin de cuentas es un arma terrible y suicida. De ahí que mi rutina no haya tenido nunca carácter ni definición; siempre ha sido provisoria, siempre ha constituido un rumbo precario, a seguir nada más que mientras duraba la postergación, nada más que para aguantar el deber de la jornada durante ese período de preparación que al parecer yo consideraba imprescindible, antes de lanzarme definitivamente hacia el cobro de mi destino. Qué pavada, ¿no? Ahora resulta que no tengo vicios importantes (fumo poco, sólo de aburrido tomo una cañita de cuando en cuando), pero creo que ya no podría dejar de postergarme: éste es mi vacío, por otra parte incurable. Porque si ahora mismo me decidiera a asegurarme, en una especie de tardío juramento: «Voy a ser exactamente lo que quise ser», resultaría que todo sería inútil. Primero, porque me siento con escasas fuerzas como para jugarlas a un cambio de vida, y luego, porque ¿qué validez tiene ahora para mí aquello que quise ser? Sería algo así como arrojarme conscientemente a una prematura senilidad. Lo que deseo ahora es mucho más modesto que lo que deseaba hace treinta años y, sobre todo, me importa mucho menos obtenerlo. Jubilarme, por ejemplo. Es una aspiración, naturalmente, pero es una aspiración en cuesta abajo. Sé que va a llegar, sé que vendrá sola, sé que no será preciso que yo proponga nada. Así es fácil, así vale la pena entregarse y tomar decisiones.

Martes 9 de abril

Esta mañana me llamó el Adoquín Vignale. Le hice decir que no estaba, pero cuando me volvió a llamar a la tarde, me sentí obligado a atenderlo. En esto soy categórico: si tengo esta relación (no me atrevo a llamarla amistad) es tal vez porque la merezco.

Quiere venir a casa. «Algo confidencial, viejo. No puedo decirlo por teléfono, ni tampoco puedo traerte a casa para esto.» Quedamos combinados para el jueves de noche. Vendrá después de la cena.

Quiere venir a casa. Algo confidencial, viejo. No puedo decirlo por teléfono, ni tampoco puedo traerte a casa para esto. Quedamos combinados para el jueves de noche. Vendrá después de la cena.

Miércoles 10 de abril

Avellaneda tiene algo que me atrae. Eso es evidente, pero ¿qué es?

Jueves 11 de abril

Falta media hora para que cenemos. Esta noche viene Vignale. Sólo estaremos Blanca y yo. Los muchachos desaparecieron no bien se enteraron de la visita. No los acuso. Yo también hubiera escapado.

En Blanca se ha operado un cambio. Tiene color en las mejillas, y no es artificial; tiene color aún después de lavarse la cara. A veces se olvida de que estoy en la casa y se pone a cantar. Tiene poca voz pero la maneja con gusto. Me agrada oírla. ¿Qué pasará por la cabeza de mis hijos? ¿Estarán en el momento de las aspiraciones en cuestarriba?

Viernes 12 de abril

Ayer Vignale llegó a las once y se fue a las dos de la mañana. Su problema cabe en pocas palabras: su concuñada se ha enamorado de él. Vale la pena transcribir, aunque sólo sea aproximadamente, la versión de Vignale: «Fijáte que ellos hace seis años que viven con nosotros. Seis años no son cuatro días. No te voy a decir que hasta ahora nunca me hubiera fijado en la Elvira. Vos ya te diste cuenta de que está bastante buena. Y si la vieras en traje de baño, se te caen las medias. Pero, che, una cosa es mirar y otra aprovechar. ¿Qué querés? Mi patrona ya está un poco jamona y además está agotada por el trabajo de la casa y el cuidado de los chiquilines. Podrás imaginarte que después de quince años de casado no es cosa de verla e ipso facto inflamarse de pasión. Además, tiene unos períodos que le duran como una quincena, así que es bastante difícil que mis ganas lleguen a coincidir con su disponibilidad. La verdad es que muchas veces ando hambriento y me como con los ojos las pantorrillas de la Elvira, que, para peor de males, de entrecasa anda siempre de shorts. La cosa es que la mujer ha interpretado mal mis miradas; bueno, en realidad las ha interpretado bien, pero no era para tanto. La pura verdad es que si hubiera sabido que la Elvira gustaba de mí, ni la habría observado, porque lo que menos quiero es armar relajo dentro de mi propio hogar, que para mí siempre fue sagrado. Primero fueron miradas y yo haciéndome el oso. Pero el otro día se me cruzó de piernas, así nomás, en shorts, y no tuve más remedio que decirle: ‘Tené cuidado’. Me contestó: ‘No quiero tener cuidado, y fue el acabóse. A continuación me preguntó si era ciego, que yo bien sabía que no le era indiferente, etcétera, etcétera. Aunque estaba seguro que de nada iba a servir, le recordé la existencia del marido, o sea mi cuñado, y ¿sabés qué me contestó?: ‘¿Quién? ¿Ese tarado?’. Y ahí está lo peor: que tiene razón, Francisco es un tarado. Eso es lo que me enfría un poco los escrúpulos. ¿Vos qué harías en mi lugar?».

Yo en su lugar no tendría problemas: primero, no me hubiera casado con la idiota de su mujer, y segundo, no me sentiría atraído en absoluto por la carne blanda de la otra veterana. Pero no pude decirle otra cosa que lugares comunes: «Tené cuidado. Mirá que no te la vas a poder sacar de encima. Si querés rifarte toda tu situación familiar, entonces dale; pero si esa situación te importa más que todo, entonces no te arriesgues».

Se fue compungido, preocupado, indeciso. Creo, sin embargo, que la frente de Francisco está en peligro.

Domingo 14 de abril

Esta mañana tomé un ómnibus, me bajé en Agraciada y 19 de Abril. Hace años que no iba por ahí. Me hice la ilusión de que visitaba una ciudad desconocida. Sólo ahora me di cuenta de que me he acostumbrado a vivir en calles sin árboles. Y qué irremediablemente frías pueden llegar a ser.

Una de las cosas más agradables de la vida: ver cómo se filtra el sol entre las hojas.

Buena mañana la de hoy. Pero a la tarde dormí una siesta de cuatro horas y me levanté de mal humor.

Martes 16 de abril

Sigo sin averiguar qué es lo que me atrae en Avellaneda. Hoy la estuve estudiando. Se mueve bien, se recoge armoniosamente el pelo, sobre las mejillas tiene una leve pelusa, como de durazno. ¿Qué hará con el novio? O mejor, ¿qué hará el novio con ella? ¿Jugarán a la parejita decente o se calentarán como cualquier hijo de vecino?

Miércoles 17 de abril

Dice Esteban que si quiero tener la jubilación para fin de año, la cosa hay que empezarla ahora. Dice que me va a ayudar a moverla, pero que aun así llevará tiempo. Ayudar a moverla quizá signifique untarle la mano a alguien. No me gustaría. Sé que el más indigno es el otro, pero yo tampoco sería inocente. La teoría de Esteban es que es necesario desempeñarse en el estilo que exige el ambiente. Lo que en un ambiente es simplemente honrado, en otro puede ser simplemente imbécil. Tiene algo de razón, pero me desalienta que tenga razón.

Jueves 18 de abril

Vino el inspector: amable, bigotudo. Nadie hubiera pensado que fuese tan cargoso. Empezó pidiendo datos del último balance y terminó solicitando una discriminación de rubros que figura en el inventario inicial. Me pasé acarreando viejos y destartalados libros desde la mañana hasta última hora de la tarde. El inspector era un primor: sonreía, pedía perdón, decía «Mil gracias». Un encanto el tipo. ¿Por qué no se morirá? Al principio estuve amasando mi rabia, contestando entre dientes, puteando mentalmente. Después la bronca cedió paso a otra sensación. Empecé a sentirme viejo. Esos datos iniciales de 1929, los había escrito yo; esos asientos y contraasientos que figuraban en el borrador del Diario, los había escrito yo; esos transportes a lápiz en libro de Caja, los había escrito yo. En ese entonces era sólo un pinche, pero ya me daban a hacer cosas importantes, aunque la módica gloria fuera sólo del jefe, exactamente como ahora gano yo mi módica gloria por las cosas importantes que hacen Muñoz y Robledo. Me siento un poco como el Herodoto de la empresa, el resgistrador y el escriba de su historia, el testigo sobreviviente. Veinticinco años. Cinco lustros. O un cuarto de siglo. No. Parece mucho más sobrecoge- dor decir, lisa y llanamente, veinticinco años, ¡y cómo ha ido cambiando mi letra! En 1929 tenía una caligrafía despatarrada: las «t» minúsculas no se inclinaban hacia el mismo lado que las «d», que las «b» o que las «h», como si no hubiera soplado para todas el mismo viento. En 1939, las mitades inferiores de las «f», las «g» y las «j» parecían una especie de flecos indecisos, sin carácter ni voluntad. En 1945 empezó la era de las mayúsculas, mi regusto en adornarlas con amplias curvas, espectaculares e inútiles. La «M» y la «H» eran grandes arañas, con tela y todo. Ahora mi letra se ha vuelto sintética, pareja, disciplinada, neta. Lo que sólo prueba que soy un simulador, ya que yo mismo me he vuelto complicado, desparejo, caótico, impuro. De pronto, al pedirme el inspector un dato correspondiente a 1930, reconocí mi caligrafía, mi caligrafía de una etapa especial. Con la misma letra que escribí: «Detalle de sueldos pagados al personal en el mes de agosto de 1930», con esa misma letra y en ese mismo año, había escrito dos veces por semana: «Querida Isabel», porque Isabel vivía entonces en Melo y yo le escribía puntualmente los martes y viernes. Esa había sido, pues, mi letra de novio. Sonreí, arrastrado por los recuerdos, y el inspector sonrió conmigo. Después me pidió otra discriminación de rubros.

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