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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romántico

La tregua (4 page)

BOOK: La tregua
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También se quedaron tres en Expedición. En realidad, era lo único verdaderamente necesario. Pero, claro, el gerente no iba a hacer trabajar extra al macho de la Valverde sin adornarle el castigo con el trabajo extra de algún inocente. Esta vez el inocente fui yo. Paciencia. Estoy deseando que la Valverde se aburra de ese cafisho.

Me deprime horriblemente trabajar fuera de hora. Toda la oficina silenciosa, sin público, con los escritorios mugrientos, llenos de carpetas y biblioratos. El conjunto da una impresión de basura, de desperdicio. Y en medio de ese silencio y de esa oscuridad, tres tipos aquí y tres allá, trabajando sin ganas, arrastrando el cansancio de las ocho horas previas.

Robledo y Santini me dictaban las cifras, yo escribía a máquina. A las ocho de la noche me empezó a doler la espalda, cerca del hombro izquierdo. A las nueve el dolor me importaba poco; seguía escribiendo como un autómata las roncas cifras que ellos me dictaban. Cuando terminamos, nadie habló. Los de Expedición ya se habían ido. Fuimos los tres hasta la Plaza, les pagué un café en el mostrador del Sorocabana y nos dijimos chau. Creo que me guardaron un poco de rencor porque los elegí a ellos.

También se quedaron tres en Expedición. En realidad, era lo único verdaderamente necesario. Pero, claro, el gerente no iba a hacer trabajar extra al macho de la Valverde sin adornarle el castigo con el trabajo extra de algún inocente. Esta vez el inocente fui yo. Paciencia. Estoy deseando que la Valverde se aburra de ese cafisho.

Me deprime horriblemente trabajar fuera de hora. Toda la oficina silenciosa, sin público, con los escritorios mugrientos, llenos de carpetas y biblioratos. El conjunto da una impresión de basura, de desperdicio. Y en medio de ese silencio y de esa oscuridad, tres tipos aquí y tres allá, trabajando sin ganas, arrastrando el cansancio de las ocho horas previas.

Robledo y Santini me dictaban las cifras, yo escribía a máquina. A las ocho de la noche me empezó a doler la espalda, cerca del hombro izquierdo. A las nueve el dolor me importaba poco; seguía escribiendo como un autómata las roncas cifras que ellos me dictaban. Cuando terminamos, nadie habló. Los de Expedición ya se habían ido. Fuimos los tres hasta la Plaza, les pagué un café en el mostrador del Sorocabana y nos dijimos chau. Creo que me guardaron un poco de rencor porque los elegí a ellos.

Jueves 28 de marzo

Hablé largamente con Esteban. Le expuse mis dudas sobre la justicia de su nombramiento. No pretendía que renunciara; por Dios, sé que eso ya no se estila. Simplemente, me hubiera gustado oírle decir que se sentía incómodo. De ningún modo. «No hay caso, viejo, vos seguís viviendo en otra época.» Así me dijo. «Ahora nadie se ofende si viene un tipo cualquiera y lo pasa en el escalafón. ¿Y sabés por qué nadie se ofende? Porque todos harían lo mismo si la ocasión se les pusiera a tiro. Estoy seguro de que a mí no me van a mirar con bronca sino con envidia.»

Le dije… Bueno, ¿qué importa lo que le dije?

Viernes 29 de marzo

Qué viento asqueroso, me costó un triunfo llegar por Ciudadela desde Colonia hasta la Plaza. A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos. A veces pienso qué habría ocurrido si me hubiese metido a cura. Probablemente, nada. Tengo una frase que pronuncio cuatro o cinco veces por año: «Hay dos profesiones para las que estoy seguro de no tener la mínima vocación: militar y sacerdote». Pero creo que lo digo por vicio, sin el menor convencimiento.

Llegué a casa despeinado, con la garganta ardiendo y los ojos llenos de tierra. Me lavé, me cambié y me instalé a tomar mate detrás de la ventana. Me sentí protegido. Y también profundamente egoísta. Veía pasar a hombres, mujeres, viejos, niños, todos luchando contra el viento, y ahora también con la lluvia. Sin embargo no me vinieron ganas de abrir la puerta y llamarlos para que se refugiaran en mi casa y me acompañaran con un mate caliente. Y no es que no se me haya ocurrido hacerlo. La idea me pasó por la cabeza, pero me sentí profundamente ridículo y me puse a imaginar las caras de desconcierto que pondría la gente, aun en medio del viento y de la lluvia.

¿Qué sería de mí, en este día, si hace veinte o treinta años me hubiera decidido a meterme a cura? Sí, ya sé, el viento me levantaría la sotana y quedarían al descubierto mis pantalones de hombre vulgar y silvestre. Pero ¿y en lo demás? ¿Habría ganado o habría perdido? No tendría hijos (creo que habría sido un cura sincero, ciento por ciento casto), no tendría oficina, no tendría horario, no tendría jubilación. Tendría Dios, eso sí, y tendría religión. Pero ¿es que acaso no los tengo? Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o El?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia. Gracias a una corazonada, puedo creer en Dios y acertar, o no creer en Dios y también acertar. ¿Entonces? Acaso Dios tenga un rostro de croupier y yo sólo sea un pobre diablo que juega a rojo cuando sale negro, y viceversa.

Sábado 30 de marzo

Robledo todavía está de trompa conmigo, a causa del trabajo extraordinario del último miércoles. Pobre tipo. Según me contó Muñoz esta mañana, la novia de Robledo lo cela espantosamente. El miércoles tenía que encontrarse con ella a las ocho y, debido a que yo lo elegí para quedarse, no pudo ir. Le avisó por teléfono, pero no hubo caso. La otra desconfiada ya le comunicó que no quiere saber más nada de él. Dice Muñoz que él lo consuela diciéndole que siempre es mejor enterarse de esos inconvenientes antes del casamiento, pero Robledo está con una luna tremenda. Hoy lo llamé y le expliqué que no sabía lo de la novia. Le pregunté por qué no me lo había dicho, y entonces me miró con unos ojos que echaban chispas y murmuró: «Usted bien que lo sabía. Ya me tienen podrido con esas bromitas». Estornudó, de puro nervioso, y agregó en seguida, con un amplio gesto de decepción: «Que ellos, que son flor de guarangos, me hagan esos chistes, lo comprendo. Pero que usted, todo un tipo serio, se preste a secundarlos, francamente me desilusiona un poco. Nunca se lo dije, pero tenía de usted un buen concepto». Quedaba un poco violento que yo saliera a defender su buen concepto sobre mi persona, de modo que le dije, sin ironía: «Mirá, si te parece me creés y si no paciencia. Yo no sabía nada. Así que punto final y andá a trabajar, si no querés que yo también me desilusione».

Domingo 31 de marzo

Esta tarde, cuando salía del California, vi desde lejos a la del ómnibus, la «mujer del codo». Venía con un tipo corpulento, de aspecto deportista y con dos dedos de frente. Cuando el tipo reía, era como para ponerse a reflexionar sobre las imprevistas variantes de la imbecilidad humana. Ella también reía echando la cabeza hacia atrás y apretándose mimosamente contra él. Pasaron frente a mí y ella me vio en mitad de una carcajada, pero no la interrumpió. No podría asegurar que me reconoció. Por lo pronto, le dijo al centroforward: «Ay, querido» y con un movimiento musculoso y coqueto arrimó su cabeza a la corbata con jirafas. Después dieron vuelta por Ejido. Gran interrogante. ¿Qué tiene que ver esta tipa con la que la otra tarde se desnudó en tiempo récord?

Lunes 1° de abril

Hoy me mandaron, para que yo lo atendiera, al «judío que viene a pedir trabajo». Cada dos o tres meses aparece por aquí. El gerente no sabe cómo sacárselo de encima. Es un tipo alto, pecoso, de unos cincuenta años; habla horriblemente el español y quizá lo escriba peor. Su cantinela informa siempre que su especialización es correspondencia en tres o cuatro idiomas, taquigrafía en alemán, contabilidad de costos. Extrae del bolsillo una carta en estado de absoluto deterioro, en la cual el jefe de personal de no sé qué instituto de La Paz, Bolivia, certifica que el señor Franz Heinrich Wolff prestó servicios a entera satisfacción y se retiró por su propia voluntad. Sin embargo, la expresión del tipo está lo más alejada posible de toda voluntad, propia o ajena. Ya conocemos de memoria todos sus tics, todos sus argumentos, toda su resignación. Porque él siempre insiste en que le hagan una prueba, pero cuando lo ponemos a escribir a máquina, la carta siempre le sale mal; a las pocas preguntas que se le formulan responde siempre con tranquilos silencios. No puedo imaginar de qué vive. Su aspecto es a la vez limpio y miserable. Parece estar inexorablemente convencido de su fracaso; no se otorga la mínima posibilidad de tener éxito, pero sí la obligación de ser empecinado, sin importarle mayormente frente a cuántas negativas deba estrellarse. Yo no sabría decir exactamente si el espectáculo es patético, repugnante o sublime, pero creo que nunca podré olvidar la cara (¿serena?, ¿resentida?) con que el hombre recibe siempre el resultado negativo de la prueba y la semirreverencia con que se despide. Alguna vez lo he visto por la calle, caminando despacio o mirando simplemente el río de la gente que pasa y que quizá le inspire alguna reflexión. Creo que jamás logrará sonreír. Su mirada podría ser la de un loco o la de un sabio o la de un simulador o la de alguien que ha sufrido mucho. Pero lo cierto es que, cada vez que lo veo, a mí me deja una sensación de incomodidad como si yo fuera en parte culpable de su estado, de su miseria, y —lo peor de todo— como si él supiera que yo soy culpable. Ya sé que es una idiotez. Yo no puedo conseguirle empleo en mi oficina; además, él no sirve.

¿Y entonces? Quizá yo sepa que hay otras formas de ayudar a un semejante. ¿Pero cuáles? ¿Consejos, por ejemplo? No quiero ni pensar la cara con que los recibiría. Hoy, después que le dije por décima vez que no, sentí que me venía una bocanada de lástima y me decidí a tenderle la mano con un billete de diez pesos. El me dejó con la mano tendida, me miró fijamente (una mirada bastante complicada aunque creo que en ella el ingrediente principal era, a su vez, la lástima) y me dijo con ese desagradable acento de eres que suenan como ges: «Usted no compgende.» Lo cual es rigurosamente cierto. No comprendo y basta. No quiero pensar más en todo esto.

Martes 2 de abril

Me veo poco con mis hijos. Especialmente con Jaime. Es curioso, porque es precisamente a Jaime a quien quisiera ver más a menudo. De los tres es el único que tiene humor. No sé qué validez tiene la simpatía en las relaciones entre padres e hijos, pero lo cierto es que Jaime es, de los tres, el que me resulta más simpático. Pero, en compensación, es también el menos transparente.

Hoy lo vi, pero él no me vio. Una curiosa experiencia. Yo estaba en Convención y Colonia, despidiéndome de Muñoz que me había acompañado hasta allí. Jaime pasó por la vereda de enfrente. Iba con otros dos, que tenían algo desagradable en el porte o en el vestir; no me acuerdo bien, porque me fijé especialmente en Jaime. No sé qué les iría diciendo a los otros, pero éstos se reían con grandes aspavientos. El iba serio, pero su expresión era de satisfacción, o quizás no, más bien provenía del convencimiento de su superioridad, del claro dominio que en ese momento ejercía sobre sus acompañantes.

A la noche le dije: «Hoy te vi por Colonia. Ibas con otros dos». Me pareció que se ponía colorado. Acaso me equivoqué. «Un compañero de oficina y su primo», dijo. «Parece que los divertías mucho», agregué. «Uh, ésos se ríen de cualquier pavada.»

Entonces, creo que por primera vez en su vida, me hizo una pregunta personal, una pregunta que se refería a mis propias preocupaciones: «Y… ¿para cuándo calcu- lás que estará pronta tu jubilación?». ¡Jaime preguntando por mi jubilación! Le dije que Esteban le había hablado a un amigo para que la apurara. Pero tampoco puede apurarla demasiado. Es inevitable que, antes que nada, yo cumpla mis cincuenta. «¿Y cómo te sentís?», preguntó. Yo me reí y me limité a encogerme de hombros. No dije nada, por dos razones. La primera, que todavía no sé qué haré con mi ocio. La segunda, que estaba conmovido con ese repentino interés. Un buen día, hoy.

Jueves 4 de abril

Otra vez tuvimos que quedarnos hasta tarde. Ahora la culpa fue nuestra: hubo que buscar una diferencia. Todo un problema para elegir la gente. El pobre Robledo me miraba desafiante, pero no lo elegí; prefiero que piense que me tiene dominado. Santini tenía un cumpleaños, Muñoz anda con una uña encarnada que lo tiene de muy mal humor, Sierra hace dos días que no viene. Al final se quedaron Méndez y Avellaneda. A las ocho menos cuarto, se me acercó Méndez muy misterioso y me preguntó para cuánto teníamos. Le dije que por lo menos hasta las nueve. Entonces, más misterioso aún y tomando las máximas precauciones para que no lo escuchara Avellaneda, me confesó que a las nueve tenía un programa y que primero quería ir a su casa para bañarse, afeitarse, cambiarse, etc. Todavía lo hice sufrir un poco. Le pregunté: «¿Está buena?». «Es un poema, jefe.» Ellos saben bien que la única arma para conquistarme es la franqueza. Y se pasan de francos. Le di permiso, claro.

Pobre Avellaneda. En cuanto quedamos solos en el enorme local, se puso más nerviosa que de costumbre. Cuando me alcanzó una planilla y vi que le temblaba la mano, le pregunté a quemarropa: «¿Tengo un aspecto muy amenazante? No se ponga así, Avellaneda». Se rió y desde ese momento trabajó más tranquila. Es todo un problema hablarle. Siempre tengo que estar a medio camino entre la severidad y la confianza. Tres o cuatro veces la miré de reojo. Se ve que es una buena chica. Tiene rasgos definidos, de tipa leal. Cuando se aturulla un poco con el trabajo, inevitablemente se despeina y eso le queda bien. Sólo a las nueve y diez encontramos la diferencia. Le pregunté si quería que la acompañase. «No, señor Santomé, de ningún modo.» Pero mientras caminábamos hasta la Plaza, hablamos del trabajo. Tampoco aceptó un café. Le pregunté dónde vivía y con quién. Padre y madre. ¿Novio? Fuera de la oficina debo inspirarle menos respeto, porque contestó afirmativamente y en un tono normal. «¿Y cuándo tendremos colecta?», pregunté, como es de ritual en estos casos. «Oh, hace sólo un año que hablamos.» Yo creo que después de haberme confesado que tenía novio, se sintió más defendida e interpretó mis preguntas como un interés casi paternal. Reunió todo su coraje para averiguar si yo era casado, si tenía hijos, etcétera. Se puso muy seria ante la notificación de mi viudez y creo que estuvo luchando entre cambiar rápidamente de tema o acompañarme el sentimiento con veinte años de atraso. Triunfó la cordura y pasó a hablarme de su novio. Apenas me había enterado de que trabajaba en el Municipio, cuando apareció su trole. Me dio la mano y todo, qué barbaridad.

BOOK: La tregua
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