¡Lo que es no estar acostumbrado a pensar en todo esto! Aníbal se fue a la madrugada y yo me quedé tan inquieto que no quise pensar en Avellaneda.
Hay dos procedimientos para abordar a Avellaneda: a) la franqueza, decirle aproximadamente: «Usted me gusta, vamos a ver qué pasa»; b) la fallutería, decirle aproximadamente: «Mire, muchacha, que yo tengo mi experiencia, puedo ser su padre, escuche mis consejos». Aunque parezca increíble, quizá me convenga el segundo. Con el primero arriesgo mucho y además todo está aún demasiado inmaduro. Yo creo que hasta ahora ella ve en mí a un jefe más o menos amable y nada más. Sin embargo, no es tan jovencita. Veinticuatro años no son catorce. En una de ésas es de las que prefieren los tipos maduros. Pero el novio era un pendejo, sin embargo. Bueno, así le fue con él. A lo mejor, ahora, por reacción, se va hacia el otro extremo. Y en el otro extremo puedo estar yo, señor maduro, experimentado, canoso, reposado, cuarenta y nueve años, sin mayores achaques, sueldo bueno. A los tres hijos no los pongo en mi ficha; no ayudan. De todos modos, ella sabe que los tengo.
Ahora bien (y para decirlo en términos de comadre de barrio), ¿cuáles son mis intenciones? La verdad es que no me decido a pensar en algo permanente, del tipo «hasta que la muerte nos separe» (escribí Muerte y ya apareció Isabel, pero Isabel era otra cosa, creo que en Avellaneda me importa menos el lado sexual, o será tal vez que lo sexual importa menos a los cuarenta y nueve años que a los veintiocho), pero tampoco me decido a quedarme sin Avellaneda. Lo ideal, ya lo sé, sería tener a Avellaneda sin obligación de la permanencia. Pero ya es mucho pedir. Se puede intentar, sin embargo.
Antes de que le hable, no puedo saber nada. Todos son cuentos que me hago. Es cierto que, a esta altura, estoy un poco aburrido de las citas a oscuras, de los encuentros en amuebladas. Hay siempre una atmósfera enrarecida y una sensación de inmediatez, de cosa urgente, que pervierte cualquier clase de diálogo que yo sostenga con cualquier clase de mujer. Hasta el momento de acostarme con ella, sea quien sea, lo importante es acostarme con ella; después de hecho el amor, lo importante es irnos, volver cada uno a su cama particular, ignorarnos para siempre. En tantos y tantos años de este juego, no recuerdo ni una sola conversación reconfortante, ni una sola frase conmovedora (mía o ajena), de esas que están destinadas a reaparecer después, quién sabe en qué instante confuso, para terminar con alguna vacilación, para decidirnos a tomar una actitud que requiera una dosis mínima de coraje. Bueno, esto no es totalmente cierto. En una amueblada de la calle Rivera, debe hacer unos seis o siete años, una mujer me dijo esta frase famosa: «Vos hacés el amor con cara de empleado».
Vignale otra vez. Me esperaba a la salida de la oficina. No tuve más remedio que aceptarle un cortado, como prólogo inevitable a una hora de confidencias.
Está radiante. Al parecer, la concuñada tuvo éxito en su ofensiva amorosa, así que están ahora en pleno idilio: «Tiene una metida conmigo, que parece mentira», dijo acariciándose una corbata muy juvenil, crema con rombitos azules, que significaba por cierto una notoria evolución con respecto a las muy arrugadas, de un oscuro marrón indefinido, que usaba en su época de marido a secas, de marido fiel. «Toda una mujer, che, y con hambre atrasada.»
Me imagino el hambre atrasada de la robusta Elvira, y no quiero ni pensar en lo que será del pobre Vignale dentro de seis meses. Pero ahora irradia felicidad por todos sus poros. Cree sinceramente que fue su estampa de varón lo que la sedujo. No se da cuenta de que, frente al «hambre atrasada» de la otra (el pobre Francisco no ha de desmentir, seguramente, su beatífica cara de capón), él sólo representaba el hombre que estaba más a mano, la posibilidad de ponerse al día.
«¿Y tu mujer?», le pregunté, con aire de conciencia vigilante. «Tranquila nomás. ¿Vos sabés lo que me dijo el otro día? Qué últimamente yo andaba mucho mejor de genio. Y tiene razón. Hasta el hígado me funciona bien.»
En la oficina no puedo hablarle. Tiene que ser en otra parte. Estoy estudiando su itinerario. Ella se queda a menudo a comer en el Centro. Almuerza con una amiga, una gorda que trabaja en London París. Pero después se separan y ella va a tomar alguna cosa en un café de Veinticinco y Misiones. Tiene que ser un encuentro casual. Es lo mejor.
Conocí a Diego, mi futuro yerno. Primera impresión: me gusta. Tiene decisión en la mirada, habla con una especie de orgullo que (así me parece) no es gratuito, es decir, que se apoya en algo de su propiedad. Me trató con respeto, pero sin adularme. En toda su actitud había algo que me gustó, y creo que gustó también a mi vanidad. Estaba bien predispuesto hacia mí, eso fue evidente, y esa buena predisposición, ¿de qué otra fuente puede venir que no sea de sus conversaciones con Blanca? Yo sería verdaderamente feliz, en este rubro al menos, si supiera que mi hija tiene una buena impresión de mí. Es curioso; no me importa, por ejemplo, la opinión que le merezco a Esteban. Me importa, en cambio, y bastante por cierto, la que les merezco a Jaime y a Blanca. Quizá la rebuscada razón consista en que, pese a que los tres representan mucho para mí, pese a que en los tres veo reflejados muchos de mis impulsos y de mis inhibiciones, en Esteban noto además una especie de discreta animadversión, una variante de odio que él ni siquiera se atreve a confesarse a sí mismo. No sé qué fue primero, si su rechazo o el mío, pero lo cierto es que yo tampoco lo quiero como a los otros, siempre me sentí lejos de este hijo que nunca para en casa, que me dirige la palabra como por obligación, y que hace que todos nos sintamos como «extraños» en «su familia», la que se compone de él y sólo de él. Jaime tampoco se siente muy inclinado a comunicarse conmigo, pero en su caso no advierto ese tipo de rechazo incontenible. Jaime es, en el fondo, un solitario sin arreglo, y los demás, todos los demás, vienen a pagar los platos rotos.
Volviendo a Diego: me agrada que el muchacho tenga carácter, le hará bien a Blanca. Es un año menor que ella, pero parece cuatro o cinco mayor. Lo esencial es que ella se sienta protegida; por su parte, Blanca es leal, no lo va a defraudar. Me gusta eso de que salgan juntos y solos, sin prima o hermanita acompañante. La camaradería es una linda etapa, insustituible, irrecuperable. Eso no se lo perdonaré nunca a la madre de Isabel; durante el noviazgo se nos pegaba siempre como un parche, nos vigilaba tan estrecha y celosamente que, aunque uno fuera el colmo de la pureza, se sentía obligado a convocar todos los pensamientos pecaminosos que tuviere disponibles. Hasta en aquellas ocasiones —rarísimas, por cierto— en que ella no estaba presente, no nos sentíamos solos; estábamos seguros de que una especie de fantasma con pañoleta registraba todos nuestros movimientos. Si alguna vez nos besábamos, estábamos tan tensos, tan atentos a captar cualquier indicio premonitorio de su aparición en cualquiera de los puntos cardinales del living, que el beso nos resultaba siempre un contacto meramente instantáneo, con poco de sexo y menos aún de ternura, y en cambio mucho de susto, de cortocircuito, de nervio herido. Ella vive aún; la otra tarde la vi por Sarandí, espigada, resuelta, inacabable, acompañando a la menor de sus seis muchachas y a un desgraciado con cara de novio en custodia. La chica y el candidato no iban del brazo, había entre ellos una luz de por lo menos veinte centímetros. Se ve que la vieja no se ha apeado aún de su famoso lema. «El brazo, cuando me caso».
Pero vuelvo a alejarme del tema Diego. Dice que trabaja en una oficina, pero que es sólo provisorio. «No puedo conformarme con la perspectiva de verme siempre allá, encerrado, tragando olor a viejo sobre los libros. Estoy seguro de que voy a ser y hacer otra cosa, no sé si mejor o peor que esto que hago, pero otra cosa.» También hubo una época en que yo pensaba así. Sin embargo, sin embargo… Este tipo parece más decidido que yo.
En algún momento le oí decir que los sábados a mediodía se encuentra con una prima en Dieciocho y Paraguay. Tengo que hablarle. Estuve una hora en esa esquina, pero no vino. No quiero citarla; tiene que ser casual.
También le oí decir que los domingos va a la feria. Tengo que hablarle, así que fui a la feria. Dos o tres veces me pareció que era ella. En la aglomeración veía de pronto, entre muchas cabezas, un trozo de pescuezo o un peinado o un hombro que parecían los suyos, pero después la figura se completaba y hasta el trozo afín pasaba a integrarse con el resto y perdía su semejanza. A veces una mujer vista desde atrás tenía su mismo paso, sus caderas, su nuca. Pero de pronto se daba vuelta y el parecido se convertía en un absurdo. Lo único que no engaña (así, como rasgo aislado) es la mirada. En ningún lado encontré sus ojos. No obstante (sólo ahora lo pienso) no sé cómo son, de qué color. Regresé cansado, aturdido, fastidiado, aburrido. Aunque hay otra palabra más certera: regresé solitario.
SSon verdes. A veces grises. La estaba mirando, quizá con demasiado detenimiento, y entonces ella me preguntó: «¿Qué tengo, señor?». Qué ridículo que me diga «señor». «Tiene la cara tiznada», dije como un cobarde. Se pasó el índice por la mejilla (un gesto suyo bastante característico que le estira el ojo hacia abajo, no le queda bien) y volvió a preguntar: «¿Y ahora?». «Ahora quedó impecable», contesté, con un poco menos de cobardía. Se sonrojó, y yo pude agregar: «Ahora ya no está impecable: ahora está linda». Creo que se dio cuenta. Creo que ahora sabe que está pasando algo. ¿O lo habrá interpretado como un halago paternal? Me da asco sentirme paternal.
Estuve en el café de Veinticinco y Misiones. Desde las doce y media hasta las dos. Hice un experimento. «Tengo que hablar con ella», pensé, «por lo tanto tiene que aparecer». Empecé a «verla» en cada mujer que se acercaba por Veinticinco. Ahora no me importaba mayormente que en ésta o aquella figura no pudiera reconocer ni un solo detalle que me la recordara. Yo igual la «veía». Una especie de juego mágico (o idiota, todo depende del ángulo desde el que se mire). Sólo cuando la mujer se encontraba a pocos pasos, yo efectuaba un brusco retroceso mental y dejaba de verla, sustituía la imagen deseada por la indeseable realidad. Hasta que, de pronto, el milagro se hizo. Una muchacha apareció en la esquina y, de inmediato, vi en ella a Avellaneda, la imagen de Avellaneda. Pero cuando quise efectuar el consabido retroceso, sucedió que en la realidad también era Avellaneda. Qué salto, Dios mío. Creí que el corazón se había instalado en mis sienes. Estaba a dos pasos, junto a mi ventana. Dije: «¿Qué tal? ¿Qué anda haciendo?». El tono era natural, casi rutinario. Miró sorprendida, creo que agradablemente sorprendida, ojalá que agradablemente sorprendida. «Ah, señor Santomé, me dio un susto.» Un solo gesto displicente de mi mano derecha, acompañando una invitación sin énfasis: «¿Un café?». «No, no puedo, qué lástima. Me espera mi padre en el Banco, para un trámite.» Es el segundo café que me rechaza, pero esta vez dijo: «qué lástima». Si no lo hubiera dicho, creo que habría tirado un vaso contra el piso o me habría mordido el labio inferior o me habría clavado las uñas en las yemas. No, macanas, pura alharaca; no habría hecho nada. A lo sumo, quedarme desalentado y vacío, con la pierna cruzada, los dientes apretados y los ojos doliéndome de tanto mirar el mismo pocillo. Pero dijo: «Qué lástima», y todavía antes de dejarme, preguntó: «¿Usted siempre está aquí, a esta hora?». «Claro», mentí. «Entonces postergamos la invitación para otro día.» «Bueno, no se olvide», insistí, y ella se fue. Como a los cinco minutos vino el mozo, me trajo otro café, y dijo, mirando hacia la calle: «¿Qué lindo solcito, eh? Uno se siente como nuevo. Vienen ganas de cantar y todo». Sólo entonces me oí. Inconscientemente, como un viejo gramófono al que ponen un disco y se olvidan de él, yo había llegado, sin darme cuenta, a la segunda estrofa de Mi Bandera.
«¿A que no sabés con quién me encontré?», dijo en el teléfono la voz de Vignale. Mi silencio fue sin duda tan provocativo que él no pudo esperar ni siquiera tres segundos para brindar la solución al acertijo: «Con Escayola, fijáte». Me fijé. ¿Escayola? Cosa rara volver a oír ese nombre, un apellido antiguo, de esos que ya no vienen. «No me digas, ¿y cómo está?»
«Hecho una tonina, pesa 98 kilos.» Bueno, resulta que Escayola se enteró de que Vignale me había encontrado y —naturalmente— una cena figura en el programa.
Escayola. También es de la época de la calle Brandzen. Pero de éste sí me acuerdo. Era un adolescente flacucho, alto, nervioso: para todo tenía pronto un comentario de burla y en general su charla era regocijante. En el café del Gallego Alvarez, Escayola era la estrella. Evidentemente, todos estábamos predispuestos a la risa; porque Escayola decía cualquier cosa (no era necesario que fuese muy graciosa) y ya todos nos tentábamos. Recuerdo que a veces reíamos a los gritos, agarrándonos la barriga. Creo que el secreto estaba en que él se hacía el gracioso, con gran seriedad: una especie de Buster Keaton. Será bueno verlo de nuevo.
Al fin sucedió. Yo estaba en el café, sentado junto a la ventana. Esta vez no esperaba nada, no estaba vigilando. Me parece que hacía números, en el vano intento de equilibrar los gastos con los ingresos de este mayo tranquilo, verdaderamente otoñal, pletórico de deudas. Levanté los ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente —y cuánto mejor— como Avellaneda. «Vengo a reclamar el café del otro día», dijo. Me puse de pie, tropecé con la silla, mi cucharita de café resbaló de la mesa con un escándalo que más bien parecía provenir de un cucharón. Los mozos miraron. Ella se sentó. Yo recogí la cucharita, pero antes de poderme sentar me enganché el saco en ese maldito reborde que cada silla tiene en el respaldo. En mi ensayo general de esta deseada entrevista, yo no había tenido en cuenta una puesta en escena tan movida. «Parece que lo asusté», dijo ella, riendo con franqueza. «Bueno, un poco sí», confesé, y eso me salvó. La naturalidad estaba recuperada. Hablamos de la oficina, de algunos compañeros, le relaté varias anécdotas de tiempos idos. Ella reía. Tenía un saquito verde oscuro sobre una blusa blanca. Estaba despeinada, pero nada más que en la mitad derecha, como si un ventarrón la hubiera alcanzado sólo en ese lado. Se lo dije. Sacó un espejito de la cartera, se miró, se divirtió un rato con lo ridícula que se veía. Me gustó que su buen humor le alcanzara para burlarse de sí misma. Entonces dije: «¿Sabe que usted es culpable de una de las crisis más importantes de mi vida?». Preguntó: «¿Económicas?», y todavía reía. Contesté: «No, sentimental» y se puso seria. «Caramba», dijo, y esperó que yo continuara. Y continué: «Mire, Avellaneda, es muy posible que lo que le voy a decir le parezca una locura. Si es así, me lo dice nomás. Pero no quiero andar con rodeos: creo que estoy enamorado de usted». Esperé unos instantes. Ni una palabra. Miraba fijamente la cartera. Creo que se ruborizó un poco. No traté de identificar si el rubor era radiante o vergonzoso. Entonces seguí: «A mi edad y a su edad, lo más lógico hubiera sido que me callase la boca; pero creo que, de todos modos, era un homenaje que le debía. Yo no voy a exigir nada. Si usted, ahora o mañana o cuando sea, me dice basta, no se habla más del asunto y tan amigos. No tenga miedo por su trabajo en la oficina, por la tranquilidad en su trabajo; sé comportarme, no se preocupe». Otra vez esperé. Estaba allí, indefensa, es decir, defendida por mí contra mí mismo. Cualquier cosa que ella dijera, cualquier actitud que asumiera, iba a significar: «Este es el color de su futuro». Por fin no pude esperar más y dije: «¿Y?». Sonreí un poco forzadamente y agregué con una voz temblona que estaba desmintiendo el chiste que pretendía ser: «¿Tiene algo que declarar?». Dejó de mirar su cartera. Cuando levantó los ojos, presentí que el momento peor había pasado. «Ya lo sabía», dijo. «Por eso vine a tomar café.»