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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (38 page)

BOOK: La Tumba Negra
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»Cuando volvimos a la montaña de Cudi, rastreé las frecuencias de la radio hasta establecer contacto con Cemşid.

»—¡Caramba, el capitán Eşref! —dijo con la misma voz sarcástica de sabelotodo al oírme.

»—Bravo, Mehmet, me has reconocido.

»Se produjo un breve silencio.

»—Por lo que veo, tú también me has reconocido —respondió sin alterarse.

»—A esto no podemos llamarlo conocerse. Estoy impaciente por que nos veamos cara a cara.

»Volvió a su anterior tono sarcástico.

»—No te preocupes, capitán, ya tendremos la oportunidad. Pero espero que luego no lo lamentes.

»—Ya veremos cuando llegue el día —le dije.

»Tuvimos muchas veces ese tipo de conversaciones por radio, pero nunca llegamos a vernos las caras. Le preparé varias emboscadas más, pero jamás apareció donde le estábamos esperando. Era como si se las oliera a kilómetros, como si intuyera la trampa. Aquello duró cuatro meses. Por fin bajamos a la base la última semana de abril. Nos quedamos allí hasta principios de mayo y luego volvimos a encaminarnos a la montaña de Cudi. En las faldas de la montaña hay una aldea de guardias rurales en la que nos abastecíamos. La aldea tenía un agá, un tal Hamit, con los dientes de oro, de agradable conversación y casado con cuatro mujeres. Cada vez que íbamos a la aldea, mataba los corderos a pares. Se llevaba bien con todos los de la base, pero para él mi grupo era algo especial. Era amigo de cada uno de nosotros e incluso me hizo padrino de circuncisión de uno de sus nietos. A Hamit Agá le encantaban los rosarios. Cada vez que uno de los nuestros se marchaba de permiso le insistía en que le trajera uno. El sargento Reşit era de Erzurum, y en una ocasión, a la vuelta de un permiso, le dio a Hamit un precioso rosario de azabache que le había comprado. El agá, con todo lo viejo que era, se puso contento como un niño, y desde entonces llevaba a Reşit en palmitas.

»En fin, después de dejar la base fuimos a la aldea y permanecimos allí un día como invitados de Hamit Agá.

»La noche siguiente nos pusimos en camino. Nos habíamos cubierto con pintura negra las partes de la cara que brillan de noche: la frente, las mejillas y la barbilla. Trepábamos en silencio por una ladera rocosa. Yo no dejaba de pensar en Cemşid; tenía que acorralarle fuera como fuera. Era una noche templada de primavera y la luna llena se había abierto en el cielo como una flor de plata. Desde la cumbre de las montañas bajaba una brisa cargada con un agradable olor.

Caminábamos cuidadosamente a la luz de la luna manteniendo entre nosotros un metro de distancia. En vanguardia, a unos veinte metros de los demás, iban Yorgo, el de Büyükada, y Oruç, de İzmit».Como habrás deducido por su nombre, Yorgo era rumí. En el campamento de reclutas los otros le despreciaban por el mero hecho de serlo, pero aquello le sirvió de estímulo y empezó a arrojarse a la primera línea en todos los enfrentamientos y a demostrar lo que valía.

Fue eso lo que hizo que me fijara en él. Lo seleccioné para el equipo sin dudar. Yorgo tocaba muy bien la guitarra, pero lo más importante era que tenía un oído increíble. Podía distinguir muchísimos ruidos en el campo. También Oruç, el de İzmit, era un soldado muy despierto. Por eso iban siempre en vanguardia ellos.

»Poco antes de medianoche nos aproximamos al paso de Boynuz. En cuanto superáramos la pequeña colina que teníamos a la derecha, tendríamos el paso frente a nosotros. Pero a unos cientos de metros de la colina me di cuenta de que se me acercaba alguien. Era Oruç.

»—Yorgo dice que hay algo que no va bien, mi capitán —me susurró al oído. Ordené a mis hombres que se detuvieran. Ellos se refugiaron silenciosamente tras las rocas y yo me acerqué a Yorgo. Estaba cuerpo a tierra en un peñasco y observaba el risco que formaba el paso».

—¿Qué hay, Yorgo? —susurré.

»—Hay movimiento ahí, mi capitán —dijo sin apartar los ojos del paso—. He oído ruidos.

»—¿Qué tipo de ruidos? —pregunté prestando yo también atención.

»—Como susurros, como roces de tela contra las rocas».

—¿Estás seguro? —le pregunté.

»—Al principio no —y luego, señalando con la cabeza una enorme roca que teníamos a unos diez metros, añadió—: Fui hasta allí reptando y volví a oír lo mismo. Estoy seguro de que allí hay alguien.

»El paso de Boynuz era un lugar ideal para preparar una emboscada. Si nos hacíamos con los altos, nadie saldría vivo de allí. Además, en esa noche de luna llena, los blancos se verían tan netos como si estuvieran a la luz del día. Pero había cuarenta metros entre el paso y nosotros. ¿Cómo habría podido oír los ruidos? Miré hacia el paso y sólo pude ver las rocas, inmóviles a la luz de la luna.

»—Vamos a probar con los infrarrojos. —Los infrarrojos captan el calor corporal y muestran los seres vivos.

»Miramos y realmente había movimiento.

»—Puede que sean animales.

»—Yo he oído susurros, mi capitán —insistió.

»No tenía ningún sentido arriesgarse.

»—Bien, supongamos que son terroristas, ¿te habrán visto? —le pregunté.

»—No lo creo —contestó—. He tenido mucho cuidado.

»Yorgo y yo dimos media vuelta reptando por detrás de las rocas. El sargento Reşit, sospechando que ocurría algo, se nos acercó.

»—Pegamos un petardazo con el bazuca y ya veremos lo que pasa —dijo cuando supo de nuestras sospechas.

»Yo no estaba de acuerdo con él. Si nos habían preparado una emboscada, muy probablemente era cosa de Cemşid. Cabía la posibilidad de que le hubieran informado de que habíamos dejado el cuartel general y estuviera esperándonos ansioso en el lugar por donde teníamos que pasar. Si nos desviábamos hacia la izquierda por una ladera bastante más escarpada, después de quince o dieciséis horas de trepar podríamos llegar a la colina arbolada que dominaba el paso de Boynuz y darles una desagradable sorpresa. Así serían ellos quienes cayeran en la misma trampa que nos habían preparado. Por supuesto, también cabía la posibilidad de que Cemşid se cansara de esperar y se fuera, pero no creía que un soldado tan decidido como él se impacientara con facilidad. Además, valía la pena arriesgarse.

»—¿Y si nos equivocamos? —preguntó el sargento Reşit.

»Tenía razón, cada uno de nosotros cargaba con al menos veinticinco kilos de material, a lo que había que añadir los bazucas.

»—Si nos equivocamos, simplemente nos cansaremos un poco —le respondí sonriendo—. Pero nos vendrá bien porque estamos en baja forma después de tantos días en la base.

»—Entonces será mejor que avisemos al cuartel general.

»Eso era algo que no pensaba hacer. No obstante, tampoco quería desmoralizarles diciéndoles que era posible que hubiera un espía.

»—Les avisaremos cuando estemos seguros. No quiero que se rían de nuestro equipo.

»En cuanto mencioné la palabra “equipo” se acabaron las discusiones. Ninguno de nosotros quería que quedara en mal lugar. Así pues, dimos media vuelta y comenzamos la difícil escalada por la empinada ladera. Al rato, nos dimos cuenta de que no podríamos conseguirlo cargando con los dos bazucas. No habíamos subido ni cincuenta metros cuando los soldados que los llevaban estaban bañados en sudor. Escondimos las armas entre unas matas y continuamos avanzando. Ya no nos quedaba otro remedio que confiar en los G1 y los G3. Cada hora daba un descanso porque de otra manera habría sido imposible lograrlo. A pesar de eso, cuando salió el sol todo el equipo se encontraba agotado. Además, resultaba mucho más difícil subir con el calor del día después de la frescura de la noche. Pero la idea de capturar a Cemşid y acabar con el grupo de Kawa,
el Herrero
, me hacía olvidar el calor y el cansancio.

»Llegamos a la colina en cuestión, cubierta por rocas de todos los tamaños, cuando ya oscurecía. Los hombres estaban exhaustos y se desplomaron entre las rocas. Mi curiosidad resultaba más fuerte que mi cansancio así que, conteniendo el aliento, llegué hasta lo alto de la colina. El paso de Boynuz estaba a unos diez metros por debajo de mí, pero no se veía a nadie. Estaba pensando que nos habíamos equivocado cuando vi un reflejo entre las piedras. Al observar con más atención, me di cuenta de que se trataba del cañón de un Kaláshnikov. Debían de estar ocultos en las oquedades de allá abajo. No salían a la luz del día para que no les vieran los helicópteros que patrullaban y esperaban las sombras de la noche. Volví atrás procurando no hacer ruido. Por señas le dije a mi gente que los terroristas estaban abajo y que debíamos esperar a que anocheciera. Los rostros agotados de los soldados se animaron. Comenzamos a prepararnos en silencio. No sabíamos cuántos eran ellos, pero habíamos oído que el grupo de Kawa,
el Herrero
, lo componían de veinticinco a cuarenta hombres. Nosotros éramos diecisiete. Pretendíamos acertar a otros tantos en la primera andanada, y aunque en la segunda nuestros disparos redujeran su efectividad a la mitad, esperábamos acabar con ellos aprovechando la sorpresa. Llegamos a lo alto de la colina después de dos horas de tensa espera, una vez que los alrededores primero se tiñeron de gris y por fin fueron envueltos por la oscuridad. La luna llena daba en la otra ladera y todavía no nos iluminaba. La verdad es que aquello nos convenía porque nos permitía ver sin ser vistos. Nos pusimos las lentes de visión nocturna y miramos hacia abajo: el espectáculo era tan impresionante como para emocionar. Aquellos cazadores que pretendían matarnos, que, por lo que pudimos contar, eran veinticuatro, vigilaban pacientemente el camino de abajo apuntando sus armas hacia el paso de Boynuz. Les dije a mis hombres que cada uno escogiera un blanco para que no dispararan al mismo y que esperaran mi señal. Mi objetivo era identificar a Cemşid para herirle al primer disparo y así evitar que escapara. Pero me resultaba difícil saber quién era de entre aquel grupo que apenas hablaba. Había uno de pie en un extremo del paso y algunos de los componentes del grupo fueron a preguntarle algo y después regresaron a sus puestos. Esperando que fuera Cemşid, le apunté a la rodilla. Mis hombres también habían seleccionado sus objetivos y eran conscientes de la importancia del primer disparo. Nos miramos una última vez y a mi señal se desató un estruendo de todos los demonios. Vi que los de abajo caían al suelo retorciéndose. Yo le había acertado a quien creía que era Cemşid y estaba apuntando mi arma a otro cuando de repente ocurrió algo totalmente inesperado: Hüseyin, el de Kemah, que estaba a mi lado, se desplomó herido por un disparo. Al levantar la cabeza, vi que desde la colina de más allá un fusil descargaba una lluvia de balas sobre nosotros. Así que habían enviado a alguien allí como precaución.

»—¡Cuidado con ese alto! —grité arrojándome al suelo, pero pasó un rato antes de que los soldados se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. Oí que herían a alguien más. El de la colina interrumpió el fuego cuando nuestras armas callaron. Al principio no me di cuenta, pero luego comprendí que el hombre no podía vernos y disparaba a los fogonazos de nuestros fusiles. Comencé a rastrear la colina con mis lentes nocturnas. Mientras tanto, desde el paso se elevaban gritos de dolor. Cuando dejamos de disparar, uno de los de abajo le gritó algo en kurdo al de la colina. Supongo que le preguntaba cuántos éramos o algo parecido. Entonces el hombre se movió de donde estaba dejando al descubierto el hombro. Apunté pensando que ahora intentaría vernos. No me equivoqué, muy cuidadosamente asomó media cara, pero el pobre no debía ver porque se asomó todavía un poco más; yo lo tenía en la mira y apreté el gatillo. Vi cómo caía. Ahora podríamos ocuparnos de nuestros heridos. El sargento Reşit, que era quien había hecho las primeras curas, me informó de que habían herido a Abdülkadir, el de Sinop, y a Hüseyin, el de Kemah, y que este último estaba grave. Le ordené que pidiera ayuda al cuartel general. Esperando que el de Kemah aguantara, volví a ponerme las lentes. Al mirar hacia abajo, vi que les habíamos causado quince bajas. Pero los demás habían desaparecido.

»El sargento Reşit era partidario de que esperáramos los refuerzos de la base o, al menos, a los hombres de Hamit, el jefe de los guardias rurales, pero yo no quería dejar que se nos escapara aquella oportunidad. No podía permitir que la partida de Kawa,
el Herrero
, se reagrupara. Además, creía haberle dado a Cemşid. No podría ir demasiado lejos con una rodilla destrozada. Dejé dos hombres al mando del sargento Reşit para que se ocuparan de los heridos y con el resto me deslicé en silencio por la ladera rocosa hasta el paso de Boynuz. Nuestra mayor ventaja eran las lentes de visión nocturna, pero en cuanto se llevaban puestas un rato uno empezaba a ver cosas raras. Por lo que tampoco podíamos aprovecharnos de ellas durante demasiado tiempo. Lo único que ambos bandos podíamos hacer en la oscuridad era movernos en silencio, estar atentos y en guardia. Por eso bajábamos con cuidado, tragándonos el dolor de los arañazos que nos producían en la cara y las manos los arbustos que crecían profusamente en la tierra reblandecida por las lluvias. No nos acercamos a los cadáveres, sino que nos dirigimos a la roca grande que bajaba hacia el camino, que la erosión del viento y las lluvias había tallado hasta convertirla en una escalera natural. Progresábamos tan despacio que en diez minutos sólo pudimos cubrir unos metros. De repente nos llegaron voces desde abajo, alguien maldecía de dolor. Vi que Yorgo disparaba en la dirección de la voz. Sonó un grito y en ese mismo instante cayó sobre nosotros una lluvia de balas. Todos nos arrojamos al suelo y unos minutos después el fuego se interrumpió por fin. Gracias a Dios, no habían herido a nadie. Les ordené por señas a los dos soldados que estaban más próximos al paso que arrojaran unas granadas en la dirección en la que acababan de dispararnos. Comprendí que habían cumplido mi orden cuando se sucedieron unas explosiones ensordecedoras. Yo creía que volverían a dispararnos en cuanto estallaran las granadas, pero no hubo ni un ruido. ¿Estaban tramando algo o simplemente huían? Después de esperar un momento les dije a los soldados que habían tirado las granadas que abrieran fuego. Mientras ellos nos cubrían, Yorgo, Oruç y yo avanzamos deslizándonos como tres grandes lagartos por entre las rocas. Los soldados dispararon hasta agotar los cargadores. Luego, de nuevo el silencio. Entonces fuimos nosotros quienes abrimos fuego. El resto de mis hombres aprovechó la oportunidad para acercarse a donde estábamos. Cuando dejamos de disparar, el silencio volvió a cubrir la noche.

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