La vida exagerada de Martín Romaña (48 page)

Read La vida exagerada de Martín Romaña Online

Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
5.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Abandoné el Ecuador —me respondió, esta vez sin sonrisa y sin dientes de oro— la fatídica mañana del 27 de septiembre de 1947, cuando en un hotel de Quito, María Elena me dijo: Piolín, no sólo no te quiero sino que no te quiero volver a ver más.

—Eso es lo que se llama irse a la mierda, carajo —comentó Carlos, momentáneamente reanimado por la inefable frase de Piolín—. Viejo, dame la mano porque realmente has logrado destrozarme el corazón… No se puede pedir más, hermano.

—Piolín —insistí, viendo que muy pronto necesitaría ayuda de lodo el mundo para sacar de ahí a Carlos—, pero de eso hace ya más de veinte años; María Elena debe ser hoy una señora gorda, casada, con siete hijos y hasta nietos, tal vez. ¿Por qué no regresas?

—No regreso, señores —anunció Piolín, y nunca vi tantos dientes de oro ni tanta tristeza en una sonrisa—, no regreso por la sencilla razón de que no tengo en el bolsillo lo que tengo en la boca.

—Bebe champán, hermano —le susurró Carlos—, bebe con confianza, hermanón, yo pido más si…

Ahí terminó la noche para Carlos. Estaba tratando de eructar, cuando cayó. Pensar que mañana tendré que ocuparme de su horrible malestar, me dije… Y del mío… Pensar que tendré que contarle a Sandra todo esto, todo lo de Inés, casi lo que es América latina, vamos… Pensar que sólo con mucha suerte lograré explicarle bien cómo y por qué vine a dar aquí, y que Carlos es como hay pocos, y que se merece todo el cariño y el respeto que le tengo… Pensar que tengo que meter a Carlos en casa sin que se entere el monstruo, pensar que estaré cansado y que me cansaré más si Sandra no me entiende todo lo que voy a contarle, pensar que Sandra me ha dicho que me conocía de vista y que me encuentra muy divertido, pensar que mañana voy a seguir tristísimo con la desaparición de Inés, pensar que a lo mejor Sandra no logrará entender nunca estas cosas que voy a querer contarle, pensar que… En fin, en qué no pensé antes de que se acabara para mí la noche. Pero lo que jamás se me ocurrió es que iba a ser yo quien tendría que luchar por entender hasta qué punto Sandra era una muchacha ingenua y complicadísima, a la vez. Hasta hoy guardo aquella foto que me envió, mostrándome alegremente y por última vez sus piernas tan hermosas.

… AND THAT'S ME ON THE LEFT WITH THE BEAUTIFUL LEGS

No le había faltado razón a Carlos Salaverry cuando dijo que entrar al Valparaíso era como estar saliendo de la historia. Era una frase momentánea, ebria, personal e intuitiva, pero al día siguiente, en la pocilga andina de Sandra, tuve fuertemente la sensación de hallarme en medio de algo que escapaba por completo a mi entendimiento, en medio de algo que era y no era la verdad, al mismo tiempo, como si por primera vez en mi vida la honestidad y las mejores intenciones avanzaran por dos caminos que ni siquiera llegaban a ser paralelos. Y lo peor de todo fue que así empezó a transcurrir desde entonces para mí la historia, aquella difícil presencia entre la gente y los hechos que se había iniciado sin duda con las fracasadas navegaciones de mi infancia y adolescencia, y que por el 68, entre Inés, entre Sandra, entre el desenlace atroz al que me acercaba con Enrique Álvarez de Manzaneda, entre todo, todo cada vez más exagerado en mi vida, se convirtió por un buen tiempo, como suele decirse, en un estar raro muy incómodo en un mundo hostil, hostil por gusto, porque le daba la gana, y en el que además mi vieja táctica de volverme loco un rato no me iba a servir de nada.

Y fue entonces cuando empecé a sentir aquel terror ante una situación
bastante novedosa en la vida de Martín Romaña
(mi única facultad defensiva era la de observarme observándome). Consistía en que no tardaba en encontrarme a cada rato un jebecito tirado en la calle, un trocito roto de elástico como el que cualquiera ve sobre la vereda, al pasar, una basurita encorvada e inútil. Lo malo es que yo al jebecito constante lo iba a ver estiradísimo y sin nadie estirándolo de un extremo ni del otro cuando me pusiera a observarlo horas y horas y qué hacer y cómo hacer para lograr volverme loco un rato.

Por ahí he escrito, Sandra, que creo que me amaste y que creo que no te amé. Claro, podría agregar, burlón y amargo, ¿y qué querías, pues, hijita, estando en el mundo de Inés? Pero no fue así, por más que mi dulcísima paloma anduviese revoloteando aún, casi de noches de ronda, en las proximidades. Fue diferente, fue más bien como una victoria pírrica del no amor, con su amargo sabor a derrota incluido, además. No nos dimos tiempo para mucho él-es-así y ella-es-asá, y en cambio nos pusimos mutuamente en acción, si a eso puede llamársele acción, en menos de lo que canta un gallo. Tú me enseñaste lo pobre que naciste en Alaska, que pasaste un largo tiempo sin zapatos en Nebraska, y que te acostaste por primera vez en 1965, con un dominicano, pero no por el dominicano sino por la intervención norteamericana en Santo Domingo. Todo lo cual despertó en mí sentimientos del siguiente tipo: exportar a Marx a Nebraska, pero tú ya lo conocías, comprarte muchos zapatos muy caros, pero eso era capitalismo tipo Martín Romaña, en pleno mayo del 68, y maldecir al Perú porque los marines no lo invaden nunca. Esto último, aclaremos, no fue más que una desesperada agresión contra Sandra y lo del dominicano y lo de medio mundo, porque ya andábamos en la época (la época empezó inmediatamente) en que Sandra se acostaba con cualquiera menos conmigo, porque a mí me amaba y quería acostarse conmigo, no por darme placer, como a los demás, sino cuando su corazón y su cuerpo, en un mismo instante, se lo pidieran. Chispas, ya verán los malos ratos que pasé al acecho de aquel instante… Bueno, todo eso por parte de Sandra.

Por mi parte, ahora. Yo quería, desde nuestro segundo encuentro, contarle lo de Inés y lo de Pigalle con Carlos Salaverry y el ex militante Víctor Hugo yéndose al carajo para no volver más. Iba dispuesto a hacerlo aquel día siguiente al Valparaíso, en que avanzaba hacia su hotelucho tras haber dejado a Carlos entre vómitos y más vómitos, jurando que jamás volvería a intentar irse a la mierda, entre otras cosas porque el lugar ya estaba copado por seres inimitables como Piolín, porque detestaba el efervescente sabor de los antiácidos, y porque le caía pésimo la aspirina, aparte de lo mucho que podían gozar sus enemigos con saberlo en ese estado. Éstos, en cambio, morirían de envidia al saberlo para siempre con pipa y saco de fumar ante una chimenea de los Alpes.

—Opté por eso, Martín —me había dicho—, o sea que pronto dejaré de molestarte. Me largo de este país no bien pueda, con la seguridad de que será para bien de media humanidad, y del mío, para empezar. Y con la absoluta seguridad, también, Martín, de que estableceremos una hermosísima correspondencia.

Después había corrido a vomitar de nuevo.

—Eso te aliviará, Carlos —le dije, siguiéndolo para sostenerle la cabeza.

—Sin duda —me habla dicho, entre un pasmo y otro—, pero no ahora sino cuando haya terminado, o sea pasado mañana, con suerte. No necesitaré comida durante un par de días, pero de todos modos te ruego que pases un rato esta noche, a ver si no me he muerto, carajo. Y ahora lárgate a ver a Sandra, para que algún día pueda decir que me dejaste agonizando, por irte a ver un culo. Hablando en serio, Martín, ya es hora de que vayas y ya es hora de que yo…

Ahí quedó, arrojando el alma, y minutos más tarde llegaba yo a la pocilga andina, dispuesto a explicarle a Sandra cosas como que no todos los momentos sublimes de un peruano pasan completamente desapercibidos. Ello me impidió oír voces adentro, mientras tocaba.

«Octavia de Cádiz», se me escapó, al ver que me abría un tipo con cara de latinoamericano.

—No vive aquí —me dijo.

—Octavia de Cádiz —se me volvió a escapar, por más que hice.

—Che, ya te dije que no vive aquí.

—¡Sandra! —grité, para terminar con el impase.

—Che, Sandra, aquí hay un tipo que pregunta por vos y por una tal Octavia.

—Perdón,
sólo
pregunto por Sandra; lo que pasa es que me equivoco.

Empecé a detestar al tipo. Su corpulencia le daba para tapar íntegra la puerta y además estaba tapando intencionadamente íntegra la puerta con su corpulencia. Pensé decirle que tenía cita con la muchacha invisible mientras sigas parado ahí, imbécil, pero en ese instante la cabeza de Sandra se incrustó por un sobaco y me dijo entra, por favor, Martín, agregándole a sus palabras una sonrisa que me animó hasta el punto de que casi le doy su empujoncito a Toño.

Porque se llamaba Toño y era argentino y era trotskista, mucho gusto, y yo era Martín Romaña a secas, porque no venía a hablar de política sino de Carlos Salaverry, Piolín, Eudocio Zamudio y de Víctor Hugo, y porque no bien se quitó amablemente el corpulento, me encontré con una habitación llena de humo y con tres individuos más, que Sandra me presentó como Juanito, marxista-leninista del Ferrol del Caudillo, Yoyo, anarquista, peruano como tú, es el segundo que conozco, Martín, nos encontramos anoche en una barricada, y Pierrot, vasco francés, que hubiera preferido ser vasco español, para poder militar en la ETA. Normalmente, en estos casos, los españoles dicen ¡acabáramos! Al menos creo.

Pensé que era innecesario seguir presentándome, porque hacía un instante que mi mente había sido atravesada por la depresivísima idea de que ahí todo me delataba: intelectual, mediotíntico, recién abandonado por esposa emprendedora, hombre negado para la acción, y sobre todo, hombre negado para Sandra. Me alivió un poco recordar que ella me encontraba divertido, a pesar de tantos agravantes, y procedí a crearme una alianza momentánea con mi compatriota Yoyo, preguntándole para ello si conocía a Bryce Echenique, la mierda esa que se está pasando todo mayo encerrado en una torre de marfil, el hijo de…

—¿Pero por qué, hermanito? Bryce Echenique es un tipo lindo, él hace lo que le da la gana y así es sincero y es lindo. Déjalo en su torre, para qué te metes con un tipo tan lindo.

Che, intervino Toño, mientras yo pensaba el mundo anda patas arriba, yo a las torres de marfil les meto un molotov. Yo dos, dijo Juani, y yo tres, dijo Pierrot, con lo cual arrancó una discusión política de bajísimo nivel teórico, cuya finalidad, triste es decirlo, aunque ellos en el fondo lo ignoraban, no era precisamente la de conquistar el poder sino la de terminar metidos en la cama con Sandra. Empezaron a matarse citando frases clásicas, slogans, hablando de cosas hechas y por hacer, de lo prohibidísimo que estaba prohibir, de la barricada de anoche, del hijo de puta de Bryce Echenique, de lo equivocado que estaba Yoyo al defenderlo, y de que así se empieza, viejo, primero mucho anarquismo pero fíjate en los collares que te andas poniendo, son los mismos que se quitan algunos hippies en Estados Unidos antes de irse al Vietnam. Yoyo los mandó a la puta de su madre, manteniéndose así la discusión dentro de su nivel, y agregó que si un collar era lindo, él se lo compraba o se lo tiraba, y que por eso Bryce Echenique era lindo: a él le gustaba su torre de marfil y no tenía por qué salir ni a la esquina si no le provocaba… A estas alturas de la discusión, yo ya había comprendido que no había nada que temer al nivel teórico. Sandra era mía; sería mía no bien abriera la boca y empezara a citar frases, párrafos, páginas, panfletos enteros de los que mi permanencia en el Grupo me había enseñado.

Pero pensé en Carlos Salaverry vomitando cultísimo, y en su honor decidí quedarme callado, aunque la verdad es que él les habría probado, además, que con unos cinco años leyendo
El Capital
, y en la versión alemana, tal vez habrían podido ser útiles para algo en la política de sus respectivos países, después un portazo y a la mierda con todos. Yo no me atreví a tanto, cómo me iba a atrever a tanto si estaba ahí por Sandra y Sandra había abierto enormes los ojos y seguía la discusión interesadísima, ¿qué hacer, por Dios santo, Lenin? Debo decir, en honor a la verdad, que fue Dios el que me oyó esta vez, por Lenin nos quedamos peleando en el cuartucho hasta las mil y quinientas. Pero del cielo le anunciaron a Sandra que ya era hora del restaurant universitario y muchos ángeles y serafines le hicieron recordar que la cita era con Martín Romaña, el divertido, y ahí se quedaron los otros matándose a un nivel bajísimo, parar por hambre o por celos habría sido contradecirse en su pasión política, mientras que el espíritu del 68 y yo arrancábamos rumbo al restaurancito para estudiantes un poco enfermitos y yo hasta me atreví a decirle a Sandra Anita María Owens que a esos muchachos les faltaban años de formación, así no hay barricada que dure…

Fue una reverenda metida de pata. Martín Romaña, empezó a resondrarme Sandra, mientras a mí se me escapaba un Octavia de Cádiz, esos muchachos se la juegan cada noche en las barricadas y por consiguiente encuentro que tu juicio es el de un intelectual titubeante, un hombre deformado por la cultura, el de un ser incapaz de captar el momento. Porque mira, Martín, el momento no es cultural sino imaginativo, hay que crearlo todo, a medida que todo se va creando solo, ¿me entiendes?, y tampoco se trata de estar a favor o en contra sino de todo lo contrario, ¿me entiendes, Martín? Casi le digo que en América latina teníamos uno que hablaba igualito y que se llamaba Cantinflas, pero nuevamente debo confesar que no tuve el coraje intelectual de Carlos Salaverry. ¡Ah!, lo justiciero que es el cielo: acababa de premiarme por haberme quedado callado cuando debí, y ahora me castigaba por no haber hablado cuando debí. Sandra siguió alabando al cuarteto político que había quedado en su habitación, y la pregunta no se hizo esperar: ¿A dónde estuviste tú anoche, por ejemplo, Martín Romaña? ¿A dónde, mientras ellos se la jugaban en las barricadas?

¿Se lo digo o no se lo digo?, me pregunté inhalando ansioso, nervioso por conocer mi respuesta. Inútil confesar lo que le iba a decir: Sandra, anoche tomé por asalto la torre de la Sorbona. Me lo habría creído, y hasta habría resultado todo tan simple: sus ojos abriéndose enormes, su sonrisa admirándome, su cariño encontrándome más que divertido, su honestidad entregándose a mi coraje, y lo linda que era: Sandra llevaba el pelo muy muy corto y tenía los ojos más grandes y más azules de mi vida: era alta, tan alta como yo, delgada y falsamente delgada, es decir… Me había explicado el primer día que usaba esos enormes aretes, porque una vez el patrón de un café no la vio de cuerpo entero y la tomó por hombre, por el pelo tan chiquito y con la ropa tan suelta que usaba. Yo, ni disfrazada de Superman la habría tomado por hombre. Y sus labios,
full lips
, como decía ella. Y el pantalón por más amplio que fuera deslizándose sobre sus caderas y la manera en que no caían sus nalgas, como uniéndose a su cintura, y su cintura y su piel y los vellos acariciables de sus antebrazos, como para estarse ahí horas acariciándolos…

Other books

Burn: A Novel by Linda Howard
Little Black Lies by Sharon Bolton
Infraction by Oldham, Annie
The Traitor's Tale by Margaret Frazer
The Kind One by Tom Epperson
Midnight Feast by Titania Woods
Elite (Eagle Elite) by Van Dyken, Rachel