Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—No te vas a quedar ahí sentado mirando las estrellas como un huevón —intervine.
—Mi querido Martín, créeme que así ha transcurrido la mayor parte de mi existencia.
Un par de horas más tarde, Sandra y yo nos estábamos queriendo muchísimo encerrados en la iglesia de Saint Séverin. Éramos unos doscientos manifestantes, protegidos por la bondad de unos curitas sonrientes, pero la verdad es que si no forzamos la puerta de la iglesia, casi hasta echarla abajo, la policía nos hace papilla. Había sido cosa de segundos, no veíamos, no comprendíamos nada. La turba empezó a retroceder, primero, a correr después, y también nosotros empezamos a correr huyendo, pero ya los enmascarados habían cerrado toda posibilidad de escape, por esta callejuela, por ésa, ¡mamita!, aquí nos hacen pan con pescado, nos caen de a montón por adelante y por atrás. ¡La puerta de la iglesia!, ¡échenla abajo!, grité, dando órdenes, sacando incluso un pañuelito blanco de guía. Era un grito, una orden, una decisión superlógica, pero el hecho de que yo hubiese gritado primero conmovió profundamente a Sandra y por eso nos estábamos queriendo tanto ahí en la iglesia. Alrededor de nosotros la gente hablaba de pedir asilo, salir era exponerse a que lo mataran a palos a uno. Los curitas asentían, no nos iban a echar, pero tampoco era cosa de andar pidiendo asilo, no hay que dejarse llevar por el pánico, bastaba con esperar hasta que esas calles se despejaran y todos podríamos volver a casita.
Y ahí entre sus brazos, en la oscuridad de la iglesia, empecé a comprender cuál era el camino que llevaba a los brazos de Sandra, pero en la cama de Sandra. Me negué a aceptarlo, al principio, pero días más tarde no tuve más remedio que actuar de acuerdo con lo que estaba comprendiendo mientras ella me seguía amando hasta el punto de pedirme perdón, por favor perdóname por lo de Toño, Martín. Yo, en una iglesia, se lo perdono todo a quien sea. Atavismos bautismales, me imagino, y más aún aquella noche con los curitas protegiéndonos con sus sonrisas, pero mucho más aún porque acababa de captar que si Sandra me estaba queriendo tanto, tanto como para pedirme un perdón que yo no le exigía, como para darme unas explicaciones que tampoco deseaba, era porque yo había gritado, dado órdenes, sacado mi pañuelo, porque de golpe en su vida el tontonazo de Martín Romaña había demostrado ser un hombre de acción, un líder nato, y había salvado a tanta gente de una buena moledura a palos. Increíble, pensé, insistiendo en que no tenía por qué pedirme perdón ni darme explicaciones ni nada. Ella insistía en que sí y yo en que no. Y no por bondad, piedad o liberalismo, sino porque para mí lo de aquella noche con Toño era aún ninfomanía, y cómo se acusa a un enfermo, se sufre y punto. Pero poco a poco, escuchando las cosas que me decía, empezaba realmente a captar que no me hallaba ante un caso de esto sino de lo otro. Y lo otro era aquella maldita culpabilidad. Sandra queriéndome tanto aquella noche, porque habla sacado un pañuelo y pegado el único grito que se podía pegar, era un poco Sandra queriendo a un tipo al que habían desaprobado en el examen de manejo, pero que resulta manejando mejor que Fangio, cuando se presenta la ocasión. Increíble. Pero pronto llegaría aquella tarde en que tuve que poner en práctica tan estúpidos conocimientos.
Por ahora, comprobar que no me estoy equivocando, pensé, decidiendo al cabo de un buen rato que era posible salir ya de la iglesia. La gente se oponía. Medí la reacción de Sandra: sí, deseaba que sacara el pañuelo de nuevo. Lo saqué, le dije que me esperara ahí, que si no regresaba en media hora avisara a mi Embajada, asomé la nariz a la calle, guardé el pañuelo porque no soy tan bruto como para hacer señales blancas en la oscuridad enemiga, salí, salí más, miré por la esquina, nada peligroso por ahí tampoco, caminé entre algunos enmascarados como quien no quiere la cosa, y regresé a la iglesia anunciando que había encontrado
vagas
posibilidades de una salida exitosa, todo mentira. Pero vale la pena intentar, añadí, sacando de nuevo el pañuelo blanco, en el momento en que llegaba donde Sandra. Me miraba como si jamás hubiera conocido a Toño ni a Taño ni a Tiño, sólo a ti, Martín Romaña. Ven, cojuda, le dije, sabiendo que no entendía ni papa de castellano. Ven, cojuda, si estos pelotudos no quieren salir, es problema de ellos, pero yo a ti te saco de esta iglesia inmediatamente. La última parte, la heroica, la dije en inglés y, por supuesto, funcionó en los ojos de Sandra. Ver para creer.
Carlos nos vio abrazados. Por fin, dijo, sonriente, han pasado más de cuatro horas y francamente empezaba a temer que les hubieran partido el cráneo. Casi, arrancó Sandra, mirándome entusiasmadísima, apretándome fuerte la mano como para que fuera yo el que contase nuestras peripecias de esa noche. Pero los héroes callan, callan sobre todo cuando están pensando tristemente en lo absurdo, lo estúpido que puede ser todo, en Sandra, que porque me vio gritar, sacar un pañuelo blanco, en Inés, que aunque me hubiera visto gritar pañuelo en alto, o lanzar un enorme globo al cielo de París, bah, allá el que quiera hablar de hazañas, un día desfilando equivocado entre un colegio de sordomudos, esta noche descubriendo que Sandra mejor hubiera sido ninfómana, no habría sufrido tanto, tal vez.
Pero Sandra era sinónimo de entusiasmo incontenible mientras avanzábamos por la rue des Ecoles, no paraba de contar, hasta Carlos Salaverry empezaba a entusiasmarse ante la presencia de un hombre ganado por el vértigo de la acción, valiente, decidido, de rápidas reacciones frente al enemigo al acecho, sí, poco a poco la historia de Sandra me iba convirtiendo en el irrealizable sueño de un filósofo contemplador contemplativo, contagiándole al mismo tiempo su entusiasmo, haciéndolo olvidarse por completo de los olores a gas, de sus alergias y de sus ronchas, y de que a medida que avanzábamos en dirección a la rue Monge nos estábamos acercando a una barricada en formación: claramente se veían las antorchas, las humanas cadenas que mil estudiantes habían formado para irse pasando de mano en mano los adoquines destinados al muro de protección, para ir excavando y retirando la tierra de una trinchera, para recibir de ventanas y balcones las bebidas y alimentos que la solidaridad del vecindario descolgaba en canastas atadas a largas sogas. No tardaba en arder Troya, en la esquina de la rue Monge y la rue des Ecoles, mientras Carlos iba hundiéndose, por completo en la tierna y contagiosa euforia de una preciosa y culpable amiga a punto de darnos incluso una segunda oportunidad en aquel inadmisible, absurdo, estúpido, triste examen de admisión a lo que ella creía ser la vida. Ardían las antorchas a pocos metros de nosotros, ahora, iba entusiasmándose cada vez más Sandra, al frente estaban los enmascarados sabe Dios con cuántas toneladas de bombas lacrimógenas, y Carlos Salaverry seguía avanzando como si nada y como Robert Mitchum en dirección a Troya.
Y de pronto corría y nos llamaba, que nos apuráramos, que iba a ser un espectáculo inolvidable, que esas antorchas en la noche lo acercaban al centro, al secreto mismo de sus sueños, apúrense, vengan, corran, por aquí, esto es maravilloso, Sandra, ven, acércate, Martín, pero Carlos, los gases, cuidado, Carlos, ¡qué gases ni qué ocho cuartos, Martín!, ¡a la mierda con los gases!, estos muchachos, estas perfectas cadenas humanas, esta trinchera, estas antorchas ardiendo en la noche, todo, ¡todo!, me recuerda a la solidaridad de los pueblos de la noche de que habla Malraux en la cuarta parte, página 143, en mi edición, de
La condición humana
, ¡sí, sí!, me acuerdo hasta del párrafo, Martín, Sandra, me acuerdo hasta del párrafo (se lo recitó íntegro y a gritos), ¡qué maravilla!, ¡exacto!, la solidaridad de los pueblos de la noche, ¡no!, no podemos permanecer indiferentes ante un hecho tan grande, tan cargado de emoción, de todo, ¡no!, ¡ni hablar!, yo no puedo quedarme así, no no no, ¡imposible!, yo me llevo un adoquín a mi casa, ¡sí sí!, yo me llevo un adoquín de recuerdo a mi casa…
Y siguió caminando con su adoquín mientras Sandra dejaba de querernos por completo, y a mí, en particular, por haberle dicho lo que pensé mientras contemplaba a Carlos Salaverry recoger su adoquín y seguirse luego de largo con una emoción completamente distinta de la de ella.
—Este tipo es un genio, Sandra. Es lindo, como diría tu amigo Yoyo. Te juro que si algún día escribo una página, una sola página sobre París, no dejaré por nada de contar esta historia. Creo que nunca he tenido un amigo tan formidable como Carlos Salaverry. Míralo, mira cómo se va hecho mierda de emoción, de cultura, de felicidad. ¡Sublime, Sandra, genial!
Fue como si me hubieran robado el pañuelito blanco. Carlos ni cuenta se dio, pero a mí todo en la cara de Sandra me lo gritaba: quería quedarse, mezclarse a esa nueva barricada, pero sola, jamás con ese par de estorbos intelectuales cuyo impulso revolucionario podía satisfacerse con una cita de Malraux y un adoquín de recuerdo. Total que ahí estábamos los tres juntos nuevamente: Carlos mudo de felicidad con su adoquín, Sandra también muda, pero con la mirada que acabo de describir, y yo mudo a secas porque de qué sirve protestar en casos como éste, qué ganaba diciéndole me encantan, me divierten las cosas de Carlos, hay gente que es así y no tienes por qué sentenciarla a muerte y, además, Sandra, me parece francamente injusto que me claves esa mirada a mí y no a Carlos, yo en el fondo qué he hecho, he festejado el asunto porque de veras lo encuentro divertido, no he hecho nada más, en realidad no he hecho absolutamente nada malo, ponle esos ojitos a él y no a mí, gringa estúpida, a mí dime más bien cuándo es tu cumpleaños para mandarte una tonelada de humor de regalo. Nada que hacer: me habían robado el pañuelito, había perdido mi alfombra mágica.
—Nos vamos, Sandra; nos vamos a ver si hay alguna tienda abierta, a las tres de la mañana, para comprarle una urna de cristal al adoquín.
Sandra salió disparada, y por fin Carlos comprendió que había pasado algo entre nosotros. Le dije que era lo de siempre, lo que siempre iba a pasar entre nosotros, y que era mejor que Sandra se quedara sola esa noche. Y justo estaba pensando que de sola nada, que de la barricada con seguridad me salía con un nuevo tercermundista, cuando, para mi espanto, vi lo suficiente, más que lo suficiente como para que Otelo matara a Desdémona desde el primer acto, escena primera, y primera palabra de la tragedia de Shakespeare. Vi tanto como el tipo de
El Aleph
. Vi llegar a mi ex Grupo llenecito de mujeres nuevas, jóvenes, bonitas y sucias, todas fruto barricadensis, sin duda alguna. Vi llegar a Mocasines, y con la suerte que tengo este hijo de la gran puta es capaz de atrincherarse al lado de Sandra. Vi a Sandra ignorando por completo mi más sincera y profunda opinión acerca de los mocasines de ese tipejo, de cómo, créeme
por favor
Sandra, esos zapatos llevan de frente a secretario de ministro de cualquier régimen o algo así. Vi a Sandra escuchando la versión sobre mi cobarde negativa a lanzar un insignificante globito desde la terraza capitalista de mi departamento. Vi a Lagrimón instalándose a leer mientras empezaba a arder Troya. Vi otra vez a Mocasines difamándome. Vi a Sandra negándose a entender que ni ella era culpable de nada ni el Tercer Mundo tan poco complejo como eso. Vi al Grupo con el pelo muy largo y a alguno que otro de sus miembros con demasiados collares hippies como para irse de guerrillero. Vi que no veía por ninguna parte a Inés y que podía estar herida o presa. Vi que ya no daba más y que Carlos tenía prisa pero ¡espera, carajo!, porque precisamente en ese instante vi brillar la cara de Sandra al lado de una antorcha, y no muy lejos de ahí, podían encontrarse en cualquier momento. Vi los mocasines de Mocasines relucientes hasta en las barricadas, carajo, ¿hay tanto imbécil en este mundo como para no ver la evidencia? Vi que ahora todos ellos se habían perdido entre la muchedumbre. Vi que no había nada que hacer aquella noche, pero cuando estaba a punto de decirle a Carlos que ya podíamos irnos, vi, sí, es ella. Vi a Inés conversando alegremente con un francés, vi que había olvidado por completo la hondonada, vi que ignoraba por completo que no todos los norteamericanos estaban matando vietcongs, vi que jamás entendería que también Sandra podía ser una ferviente antiimperialista. Vi que esa noche Inés jamás volvería a casa. Vi que esa noche Inés volvería nuevamente a donde por diablos y demonios viva con ese francés barbudo o alguien alguien alguien quién quién quién. Vi a Sandra regresando a su pocilga andina con cualquiera menos conmigo. Vi que podía ser con Mocasines. Vi que ninguna de las dos me comprendía. Vi que tampoco las dos se comprenderían. Vi que el mundo es muy complejo y la gente cada día más bizca. Vi que Inés no estaba bizqueando. Vi que si me seguía quedando esa noche terminaba sacándole cuerpos de ventaja a Otelo. Vi y vi y vi que no hay nada que hacer, Carlos, y que lo mejor era irnos a dormir y que la historia nos juzgue.
—¿Qué? —me preguntó Carlos, bostezando feliz con su adoquín.
—No sé —le respondí mientras nos poníamos en camino hacia el departamento—; no sé, estaba pensando tonterías, cosas como que si no se podría juzgar a la historia, en cambio, ser nosotros los que juzgamos algunos de sus detalles, por lo menos… En fin, nada, nada…
Nos despertó el timbre y nos enfurecieron los ladridos de Bibí. Bajé, abrí: nadie. Abrió el monstruo, nos miramos, nos odiamos. Abrí más, para que viera que se trataba de un visitante fantasma, y eso me permitió descubrir un papelito clavado en mi puerta con un chinche. Era la letra de Sandra. Sentí ternura al pensar que se había venido desde su hotel trayéndome un papelito y uno de sus chinches, que a lo mejor había clavado ese chinche ahí simbólicamente, quería enternecerme, hacerme sonreír recordando su pocilga andina plagada de esos bichos. Tu eterno sentimentalismo, Martín, me confesé, mirando nuevamente al monstruo controlándome desde su puerta. Nos odiamos mucho más y cerré. Sandra me pedía perdón por lo de anoche y me rogaba que fuera a buscarla. No sé qué tengo, Martín, no puedo hacerme a la idea de no verte más. Sí sé que tengo, Martín, le tengo miedo a todo sin ti.
Le dije a Carlos que tendríamos que desayunar muy rápido, y que no me quedaba más remedio que dejarlo solo nuevamente: Sandra me esperaba, era mejor que fuera rápido porque parecía estar muy intranquila. Media hora después, ya estaba vestido y despeinado al máximo para nuestra cita de reconciliación. Dos cafés: Carlos diciéndome que trataría de llegar a su casa para traerse unos libros, yo diciéndole que por favor se lavara ese par de tazas, él asegurándome que las rompería, y un minuto más tarde, la gran carrera hacia el hotel de Sandra. Llegué corriendo, subí corriendo, y créanme, por favor, que adentro estaban haciendo el amor.