Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—¿Tienes plata, Carlos? —fueron mis primeras palabras en el Valparaíso. Nos habíamos instalado en una mesa, en el extremo opuesto al mostrador, bastante sorprendidos de que nuestra dignísima entrada no hubiese despertado la más mínima sospecha, ni sorpresa, ni mirada, ni reojo, ni nada. Aquí se cagan hasta en Humphrey Bogart, pensé, aterrado, pero no le dije nada a Carlos, para que no me fuera a acusar de haberlo obligado a entrar a un antro del que ninguno de los dos saldría con vida. Insistí en lo del dinero, porque me parecía el único aspecto de nuestra ida a la mierda que podría interesarle a tan silenciosa y discreta concurrencia.
—Aquí se cagan hasta en Humphrey Bogart —me respondió Carlos.
—Fíjate que ni cuenta me había dado; más bien estaba pensando que Pigalle es una zona tan tranquila y tan turística…
—Esto no es exactamente Pigalle, Martín. Y no sé si te has fijado que no hay un solo turista, a no ser que…
—…a no ser que sigamos hablando en castellano y seamos los primeros turistas que han entrado jamás aquí, ¿no?
—Creo que ahora se trata más bien de salir de aquí con vida, Martín.
—De ahí mi insistencia en lo del dinero. Yo tengo muy poco.
—Pero no te preocupes; a mí creo que me alcanza para pagar el rescate.
—Entonces gastemos, mi querido amigo, pues eso es lo que todos están esperando de nosotros.
—¿Qué pedimos?
—Creo que, en principio, debemos pedir lo que nos provoque, porque tampoco se trata de hacerles el juego —declaré, absolutamente dispuesto a cambiar de opinión.
—¿Champán? —insinuó tímidamente Carlos.
—Por qué no —dije, cambiando de opinión—, ése debe ser el monto del rescate.
Traté de pedir una botella pero me salió un gallito, a Carlos no le salió ni siquiera un gallito, y no tuve más remedio que insistir con una voz que no he podido identificar en toda mi vida, pero que logró redimir un alma en ese antro de perdición, porque el mozo se puso buenísimo y regresó más bueno todavía con el champán más caro de mis conocimientos en la materia. La segunda alma redimida por mi falsa voz fue la del pianista. Era un tipo mucho más delgado que Atahualpa Yupanqui, pero cuyo prestigio, de existir, se basaba indudablemente en el hecho de que, visto de cerca, se parecía un montón a Atahualpa Yupanqui, visto de lejos. Nos sonrió con muchos dientes de oro y demasiada tristeza acumulada en el alma, y se arrancó con unas canciones latinoamericanas que jamás habían estado de moda en Latinoamérica, en épocas de las que Carlos y yo tuviésemos recuerdo. Pero era agradable el asunto, y aunque nos dejaba como un par de pelotudos, era más agradable aún comprobar que nuestro pavor había sido exclusivamente de origen lingüístico. En Lima, Caracas, Buenos Aires, o en Santiago de Compostela, el Valparaíso habría sido un bar de putas en castellano, con peligros en castellano, y con gente mucho más jodida que nosotros, en castellano también. Se podía uno tomar sus copas, emborracharse, pagar si es que tenía dinero, y éste era nuestro caso, todo en castellano. En fin, para qué andar muriéndose de miedo si, como hubiese dicho Carlos, estábamos nada más que en un bar de putas como en nuestra infame adolescencia. Y tal vez lo único verdaderamente peligroso, pensé, es que andamos cerca de los treinta años comportándonos como un par de niños infames y aprovechando la única ventaja que puede representarle París a un extranjero marginal e intelectual, a condición de que no trabaje de obrero, por supuesto: la de prolongar la adolescencia hasta que lo sorprenda la muerte.
Y no sé por qué, al terminar este pensamiento, por primera vez en mi vida, aquella noche en el Valparaíso se me escaparon tres palabras: Octavia de Cádiz. Sí, dije claramente eso, y Carlos me preguntó ¿qué? y yo dije ¿qué?, también, porque hasta hoy no comprendo este extrañísimo fenómeno, inherente desde entonces a mi vida, como los cinco bultitos de Enrique Álvarez de Manzaneda. Consiste en soltar la palabra Octavia, cada vez que me tropiezo, voy llegando tarde a una cita, me doy cuenta de golpe de que me he olvidado de algo, me quemo el dedo al encender la cocina, me suben el alquiler, recuerdo algo que me avergüenza, etc. En fin, podría dar mil ejemplos más, pero en el fondo sólo serían derivados de los anteriores. Me tropiezo y digo Octavia, llueve inesperadamente y digo Octavia. Lo que sí, y esto es lo único coherente que puedo contar de tan extraño asunto, hace ya mucho tiempo que dejaron de escapárseme las tres palabras. Antes decía Octavia de Cádiz, pero por ser precisamente tres las palabras, y a menudo pronunciadas en la calle (un tropezón, una caquita de perro en la vereda, etc.), parecían la frase completa de alguien que habla solo, y eso sí que es terrible en París, porque se expone uno a que se le acerquen rarísimos otros solohablantes y a terminar descubriendo muchas variedades ciudadanas de esas de partir el alma. Y como he luchado siempre porque éste no sea mi caso, pues considero mucho más digno lo del perro callejero que va pasando entre la gente que lo mira indiferente, etc., etc., EN TOTAL SILENCIO Y CON LA CABEZA ERGUIDA, hacia 1971, más o menos, logré suprimir la palabra Cádiz, hacia 1972, la preposición de, y ahora sólo se me escapa Octavia. Pero también esto resulta inexplicable si tenemos en cuenta que, cuando finalmente conocí a Octavia, una serie de circunstancias muy divertidas hicieron que le cambiara de nombre, la verdad es que a los dos nos encantaba cambiarnos a cada rato de nombre, tal vez porque día tras día descubríamos a un ser aún más maravilloso en el ser de ayer, e inmediatamente procedíamos a bautizarlo con algún nombre muy lindo o muy divertido, para poder acariciarlo sabiendo cómo se llamaba. Le descubrimos como un millón de sinónimos a la palabra amor, entre Octavia y yo, y todos eran superiores, notables, fabulosos, imposibles, qué sé yo lo lindos que eran. Con ella, y sin ella, llenaré otro cuaderno, ya que éste sólo me va a dar para terminar con Inés y nuestra historia, aunque en realidad debería decir lo contrario: para que Inés termine conmigo y con todo.
Pero retomando el hilo, ya que el pianista se había tocado muchas de esas canciones que jamás estuvieron de moda en nuestra infancia, adolescencia, o en los años que precedieron a nuestra llegada a París, épocas todas infames, según Carlos, cuando otra alma redimida aterrizó en nuestra mesa. Para qué negarlo, era el champán que tan generosamente consumíamos el que había traído a esta alma, ya que recién al sentarse captó que éramos tan latinoamericanos como él. Y nosotros, lo mismo, porque el perfecto japonés que se nos instaló en la mesa se presentó como Eudocio Zamudio, colombiano de padre colombiano y de madre también colombiana, pero hija ésta de padre y madre japoneses de pura cepa, ésa ha sido mi cruz, amigos, nos dijo, haciéndole una seña al Atahualpa del piano para que siguiera partiéndonos el alma con su música de mierda.
Para Carlos había llegado el momento del descenso a los bajos fondos. ¡Más champán!, gritó, súbitamente envalentonado porque Eudocio Zamudio parecía ser un habitué del Valparaíso, porque además parecía conocer al pianista, y porque la anterior botella de champán se la había bebido prácticamente solo (en ese orden), yo casi digo agárrate Catalina, que vamos a galopar. Y en efecto, Eudocio Zamudio, pero para ustedes, hermanos, El Ponja, salud, hermanos, empezó a galopar por la historia de su vida, vida de mierda, que no siempre había sido una vida de mierda. Juventud feliz en Bogotá…
—Eso no existe —interrumpió Carlos.
—…una hembrita cruelmente abandonada, unos estudios de Farmacia, y con ellos arrancó este viaje que hoy termino muy jodido, pero también muy contento.
—Bueno, salud —dijo Carlos—, pero que conste que yo sólo brindo por la parte en que estás muy jodido.
—Claro, salud —dije yo, agregando, más que nada por intensificar la sensación de descenso que Carlos tanto buscaba—: Tienes suerte, hermano, son pocos los que terminan bien en los últimos tiempos.
—¿Por qué estás contento, Ponjita? —intervino, enseguida, Carlos—. ¿No sabes acaso que el mundo fue y será una porquería?
Nunca conocí un filósofo que supiera tantas letras de tango como Carlos.
—Lo sé mejor que nadie —respondió Eudocio Zamudio—, pero para mí será ya para siempre una porquería luminosa, con colores reales, sin anteojos negros.
—Explícate, Ponja —dijo Carlos—. No sé si es el maldito champán o qué, pero no te entiendo ni mierda. Y de paso, Martín, pídete otra botella.
—Los estudios de Farmacia tuvieron la culpa. Yo era un buen estudiante.
—Por favor, hermano, sáltate la parte de los amores de estudiante…
—Déjalo acabar, Carlos.
—Me becaron pa' Alemania, hermanos.
—Heidegger es un huevón.
—Carlos, déjalo hablar.
—Y ahora ya estoy de regreso. Me voy para siempre a Colombia, me voy a mi tierra y nunca más usaré anteojos de sol. Lo único malo es que a Piolín, mi hermano Piolín, no logro convencerlo para que regrese también a su tierra…
—¿A tu hermano qué? —lo interrumpió nuevamente Carlos.
—Piolín, el pianista. Él es ecuatoriano, quiteño. El dolor nos juntó en unos bailes en las afueras de Munich. Él tocaba ahí antes de venirse a París.
Das Ball des einsamer Herzen
.
—El baile de los corazones solitarios
—tradujo Carlos, diciéndole de paso al Ponja que pronunciaba pésimo el alemán, pero que en fin…
—Carlos, por favor.
—Limítate a pedir y a beber champán, Martín. Deja hablar a este hombre feliz.
—Carlos…
—El que paga soy yo.
—Pero el que cuenta soy yo —dijo Eudocio Zamudio, impacientándose.
—De acuerdo, pero termina rápido porque me joden los hombres felices.
—Soy feliz, con tu perdón, hermano, porque ya nunca más usaré anteojos negros, pero créeme que todo lo demás es pena, mucha pena. Eudocio Zamudio tenía que rebelarse un día y mandar a la mierda a esa banda de hijos de puta, racistas de mierda, hijos de la gran puta. Helga y yo debimos dar la batalla frontal, de entrada, todos los datos. Helga era mi chica, no la colombiana sino la alemanita. Casi la matan cuando contó en su casa que se había conseguido un novio colombiano. Fueron meses de gritos y peleas, meses de vernos a escondidas. Un día, por fin, aceptaron, de muy mala gana pero aceptaron. Y ahí empezó el verdadero vía crucis, una vida entera con anteojos negros, hasta tenía que dormir con los anteojos puestos, por temor a que alguien de la familia entrara de golpe a la habitación y descubriera que, además de todo, el colombiano era japonés. Helga me juró, me convenció de que eso sí ya era demasiado para la cosmovisión de sus padres: colombiano, de acuerdo, pero japonés, encima de todo, imposible, jamás las dos cosas juntas, la una o la otra, porque era demasiado para esos mierdas un ponja colombiano. Ésos han sido, hermanos, mis seis años de anteojos negros. Eudocio Zamudio tenía que rebelarse un día, y ese día llegó una mañana en que me salí desnudo de la ducha, ¡mírenme!, ¡mírenme desnudo!, ¡desnudo!, les gritaba, pero esos hijos de puta ni cuenta se dieron de que estaba desnudo y mojado y mojándoles el piso recién encerado, nada, ¡japonés!, ¡colombiano y japonés!, empezaron a chillar, y hasta me denunciaron a la policía. Ya de eso hace algún tiempo, ya no hay Helga, ya no hay nada, pero puedo vivir sin anteojos negros y qué lindo es París sin anteojos negros, muchachos. Y qué lindo será mi país sin anteojos, hermanos. Ayúdenme a convencer a Piolín, por favor. Si supieran lo triste que era verlo tocar en El baile de los corazones solitarios, entre gordas viejas que casi te alzaban en peso y que se lo bailaban a uno, vals tras vals, domingo tras domingo, en los más sórdidos suburbios de Munich.
—Déjanos la dirección, Ponja —le dijo Carlos, ya muy borracho—; tal como están las cosas es probable que la necesitemos pronto. Yo, en todo caso, me siento completamente listo
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; así se pronuncia, Ponjita… Soy capaz de partir mañana mismo.
—Muchachos —lo interrumpió Eudocio Zamudio—, les presento a Piolín, mi hermano Piolín.
—Martín, pide más champán.
—No, esta vez la casa invita; para algo soy el pianista —dijo Piolín, mostrándonos la tristeza de su sonrisa, por toda presentación.
—Yo creía que la única manera de salir de aquí con vida era arruinándose —comentó Carlos, preguntándole luego su nombre y apellido.
—Piolín, no más, muchachos; con Piolín basta.
Otra sonrisa tristísima y todos los dientes de oro. Eudocio Zamudio intervino, entonces, para contarnos que una tarde no había encontrado a Piolín en El baile de los corazones solitarios.
—Lo fui a buscar a su casa y ya se había ido de Alemania. No saben la alegría que sentí, creí que por fin había dejado de tocar el piano en lugares sórdidos, creí que por fin había regresado a Quito. Pero una tarde recibí una tarjeta de París, Piolín tocaba en el Valparaíso y me enviaba la dirección. Me he venido corriendo a convencerlo, muchachos. Yo me regreso a mi tierra y él también tiene que regresar a la suya. No puede seguir tocando eternamente en estos lugares para corazones solitarios.
—Para corazones solitarios —repitió Carlos, con la cabeza hundida entre los brazos—; acertó este cojudo.
—Hermano Piolín —dijo Eudocio Zamudio, como quien continúa una vieja discusión—, deja el Valparaíso, vámonos, hermano, cada uno a lo suyo, regresa a Quito… Martín, Carlos, convénzanlo de que no puede seguir así toda la vida… Lleva más de veinte años así.
Increíble, me dije, por donde uno va se encuentra con latinoamericanos. Y en qué estado. Eramos cuatro, ahí, y cada cual parecía estar más jodido que el otro. Eramos los únicos realmente borrachos en ese bar de putas en el que los demás clientes podían dividirse entre putañeros y ensimismados, y las putas, entre las que estaban bastante mal y las que no estaban nada mal, incluso alguna hubiese podido pasar por una joven y perfecta ama de casa de buena familia limeña, bien vestidita, discretamente maquillada, rubiecita, delgada, la verdad es que en Lima a nadie se le había ocurrido que no era una señorita bien, una delicada francesita… Bueno, pero de lo que se trataba ahora era de ayudar un poco a Eudocio Zamudio a convencer a Piolín, para luego pedirles a los dos que me ayudaran a sacar a Carlos de ahí. No tardaba en enterrar pico.
—Piolín —intervine, tratando de quedar lo mejor posible con Kudocio Zamudio—, ¿qué razones te mueven a permanecer año tras año en estos sórdidos lugares? ¿Hace cuánto tiempo que saliste de Quito?