Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Oriné pensando en lo extraña que puede ser la vida, a veces, y regresé al compartimento soñando con que Inés estuviese ya despierta para contarle que magia y misterio nos unirían para siempre, y porque aliviado tras la meada me sentía con ganas de ponerme a quererla como loco en su litera. Nada. Dormía con un sueño que tenía cara de seguir igualito hasta la frontera. Iba a ser horrible tener que esperar hasta España para que me perdonara todas las fechorías con que había estado a punto de arruinar nuestros festejos de una boda tan seria, tan llena de principios, sin claudicaciones, una boda a la que ella había llegado feliz, preciosa con aquel traje morado, sonriente, tierna, alcanzando algo que hay que alcanzar en la vida, excitadilla, emocionada,
tan
enamorada de esa bestia que era yo. Ahora dormían aquellas emociones, reposaban aquellas sensaciones, respiraba tranquilo aquel lado realmente bonito de nuestra vida. Inés dormía mientras yo no lograba ni siquiera volver a cerrar los ojos, sin que se me ocurriera nada bueno, ninguna idea positiva. Busqué y busqué y la miré mucho dormir y me alegró tanto quererla y que fuera tan joven y tan bonita y que hubiera llegado tan sonriente y alegre a la alcaldía. Pensé que aquellos momentos eran ya irrepetibles, pensé que era un reverendo imbécil en andar con cosas así en la cabeza mientras ella seguía unida por el reposo a aquellos momentos, tranquila, segura. Sentí que sobraba en ese vagón y que sólo me quedaba una cosa digna por hacer: no molestar. O sea que me fui a fumar mi cigarrillo afuera, esperando por la ventana del pasillo que se acercara España.
Fue otro viaje al sur, otro viaje difícil al sur, y ahora, evocándolo, he recordado el cuento que una vez escribí sobre él. No sé cómo se libró del basurero al que fueron a dar tantas otras tentativas… Mientes, Martín Romaña: aquel cuento fue lo único que escribiste después de la enorme novela sobre los sindicatos pesqueros. Lo escribiste gracias a Octavia de Cádiz: vivías asombrado con ella, acababas de conocerla, fue ella también la que te impidió romperlo. Recuerda bien, y anota la verdad. Aquella porquería de novela te convenció de que te habías traicionado, de que ya no podías escribir, de que un hombre que se traiciona a sí mismo ya no se vuelve a encontrar. Anota también que guardaste la novela y que aún la conservas porque releyéndola solías acercarte de nuevo a los personajes de tu techo, a gente que habías dejado de ver por completo. Poco a poco se habían ido marchando todos, cambiando de barrio, de vida, de país, y a veces, cuando subías en busca de algo que no sabías bien qué era, algún obrero, estudiante, o algún bicho raro, abría su puerta y te preguntaba si buscabas a alguien.
Entonces regresabas a tu departamento y sacabas el manuscrito sobre los sindicatos pesqueros y en él redescubrías a los seres que tanto te marcaron cuando vivías en aquel techo ya poblado por nuevos estudiantes, por otros obreros, por alguno que otro vietnamita. Recuerda incluso cómo uno de los camaradas del Grupo se interesó por aquellos vietnamitas y subió lleno de esperanzas en algún tipo de internacionalidad militante. Te matabas de risa oyéndolo hablar desconcertado con unos tipos que sí eran de Hanoi, que sí comprendían su interés por aquella guerra inmunda, que sí pensaban regresar a su patria algún día, pero que entonces simplemente eran estudiantes de Química a los que todo lo que no fuera Química les importaba un repepino. Te cagaste de risa al comprobar que el camarada no lograba entender por nada de este mundo que también los pueblos heroicos necesitan de algunos no héroes para cuando empiece todo de nuevo, después de la guerra.
Y aquel cuento titulado
Bizquerita de Inés y locura de Martín en Cádiz
lo escribiste porque a menudo, mientras te escuchaba hablarle de tu matrimonio, mientras te escuchaba contar tu misma historia, Octavia te suplicaba que algún día hicieras nuevamente la tentativa de escribir. Escribir no te costaba trabajo, a ella le habías escrito cartas muy lindas, pero para ti un hombre que se había prestado a escribir un libro prácticamente por encargo, por más atenuantes que le encontraras, por más que Inés y que el Grupo y que lo quieras, un hombre que había hecho eso no había sido ni sería jamás escritor. Y mírate ahora, sentado en tu Voltaire, con el cuaderno azul llenándose de frases, tomando conciencia de lo caro que pagaste aquel pecadillo de amor y juventud, soñando con mostrarle algún día este cuaderno azul, ya ni siquiera a un editor, que eso ya se acabó, sólo a algún buen amigo escritor, tienes varios amigos escritores en París, Bensoussan, Ribeyro, Saint-Lu… Podrías acudir también donde Bryce Echenique, que vive cerca, aunque mejor con éste no te metas, entre tu incapacidad de molestar y la facilidad con que él se molesta… Increíble, hay quienes piensan que este tipo es un humorista, pero lo cierto es que vive permanentemente furioso y gritando que anda siempre muy ocupado, cuando en realidad lo que está es siempre muy preocupado…
Sí, ese cuento lo escribiste por darle gusto a Octavia y fue también ella quien lo salvó del basurero. Y ahora sácalo, reléelo, y sufre pensando que a lo mejor también ella te ha perdonado siempre todo, recuerda cómo al leerle el cuento te decía que le encantaba, ¿no sería, a lo mejor, pura coquetería por aquel personaje que llevaba su nombre, y que era, para tu asombro, ella? Vamos, relee.
Como Hemingway, Martín Romaña había amado y recorrido con pasión España e Italia, y aunque en este país también se sintió particularmente atraído por la belleza herida de Venecia, con su destino de hundimiento y lo que sobre ello se decía y escribía, aquellas otras ciudades, que a menudo habían sido repúblicas, lo vieron llegar en más de una oportunidad con Inés, o rodeado de amigos, explicando por qué se sentía tan entusiasta, y por qué, con excepción de Mantegna, todas le gustaban tanto. Pero sus primeros vagabundeos habían sido españoles, y con Inés casi siempre a su lado. Normalmente se alojaban en pensiones muy baratas y hacían el amor sobre colchones muy incómodos, pero aquéllos eran todavía los tiempos en que el calor de sus cuerpos era más fuerte que el calor del verano en aquellas habitaciones, y por la fuerza con que se amaban les era tan agradable dormirse abrazados después.
Durante su viaje de luna de miel, se permitieron el lujo de jugar cara o sello una moneda al mejor o peor hotel de cada ciudad. Y cuando perdían, lo cual quería decir una semana enteramente ahorrando al máximo en la comida, la recompensa era una habitación con baño y aire acondicionado y esas interminables noches de amor en las mejores condiciones higiénicas y climatológicas. Cáceres y Ronda eran sus ciudades favoritas, pero Martín recordaba muy especialmente Algeciras, por el boleto que compraron para cruzar al África, y que luego, en el momento de embarcarse, arrojaron al mar, porque para qué iban a meterse en continentes o países nuevos si la estaban pasando tan bien en España. Minutos más tarde, Martín le propuso a Inés, saltando y abrazándola como loco, quedarse a vivir para siempre en España, jurándole que se había olvidado por completo de Perugia. Pero ella le respondió que por nada de este mundo pensaba quedarse a vivir en un país que gobernaba un tipo como Franco. Tras media hora de caminata silenciosa por el puerto donde habían arrojado los billetes al mar, Inés le sugirió visitar Cádiz.
No hicieron el amor en Cádiz. Al llegar, Martín había sugerido cara o sello para lo del hotel más caro o más barato, pero Inés prefirió escoger esta vez un hotel de tipo medio, un sitio no muy caro pero donde pudiera tener una mesa y un ventilador porque quería trabajar un poco. No quiso ir a la playa, no quiso comer los chipirones del Hotel San Francisco, y no quiso leer las novelas de Pío Baroja que un amigo vasco le había regalado cuando pasaron por San Sebastián. Cuatro días después, seguía concentrada en las obras escogidas de Marx que se había traído de París.
—Podrías traerte uno de los dos tomos y leerlo en la playa, Inés.
—No se puede leer a Marx en la playa. No me preguntes por qué, pero no se puede. Agarra los Barojas y llévatelos a la playa, si quieres.
Martín le notó la bizquerita. Le quedaba tan linda que hasta parecía asunto de coquetería. Pero en España esa bizquerita no debió existir nunca; era más bien un asunto ligado a París y a absurdos problemas surgidos allá con los miembros del grupo político en el que militaban. Habían decidido que Enrique, un gran amigo español de Martín, era muy probablemente un policía de civil, y últimamente gigoló, además. Martín agarró cualquier libro de Baroja y se largó a la playa.
Y en esa bendita o maldita playa se vio envuelto en una situación extraña, realmente extraña, una situación que él sólo pudo calificar de exagerada. No había traído los Barojas porque quería tirarse ciego en la arena y pensar en lo de Enrique, estaban a punto de pedirle que se, definiera, que eligiera entre ellos y Enrique, y el súbito cambio de Inés, en plena luna de miel, en el mejor momento de Algeciras, le obligaba a pensar en algo, a tratar de hallarle una solución a un problema que él nunca había querido asumir completamente, que él se negaba a tomar en serio por lo estúpido que le parecía. Pero otra cosa era que también Inés empezara a compartir el punto de vista de sus compañeros del Grupo. Lo de Cádiz, como lo de San Sebastián, días atrás, era una recaída, una recaída del lío de aquella noche en que Martín había preferido, así dictaminó el Tribunal Popular conformado por sus amigos, previa autoelección del Grupo entero que vino a tocarle a la puerta a las cuatro de la mañana, Martín había preferido (éstas eran las aclarantes repeticiones que se le fueron pegando a Inés junto con la bizquerita), Martín había preferido pasar la noche de lectura de Marx, el revolucionario, conversando en un café con Enrique, el sospechoso de ser policía. Repitieron tantas veces y con tanto regusto lo de policía, que Martín los largó burguesamente de su cuartucho, aclarando a gritos, y también burguesamente, según dictamen posterior del Tribunal, de tan reciente autoelección, que su amistad por Enrique estaba por encima de toda sospecha. La rabia le impidió preguntarles, mientras se dirigían hacia la escalera de caracol, si su relación con Inés era también burguesa o no.
Por la bizquerita se enteró de que sí lo era. Y, por primera vez, desde que empezó a visitarlo por las noches, Inés sintió sinceros deseos de dormir en una cama sin Martín, lo cual le produjo tal certidumbre de deber cumplido, que le permitió acostarse a su lado y quedarse profundamente dormida en medio minuto. Y cuando unas tres horas más tarde, en pleno insomnio de Martín, se le metió entre los brazos, como siempre, éste se dijo que sin duda alguna Inés acababa de soñar que se había largado para siempre con sus camaradas, tras la expulsión burguesa. Martín esperó que empezara a despertarse, para despertarla a besos.
Aquella mañana todo estaba a su favor, además. En efecto, de acuerdo con la repartición marxista de las tareas caseras establecida por Inés, para que Martín llegara acostumbrado al matrimonio, a él le tocaba el desayuno, la limpieza del cuartucho, el arreglo de la enorme cama y la compra de cigarrillos y de lo que hiciera falta para el día. Lo malo es que le tocaba ir a trabajar, también, pero ése era un tema de discusión que él no estaba dispuesto a sacar a la luz en un día así. Primero, porque Inés acababa de despertar entre sus brazos, y hasta le había sonreído como diciéndole te quiero porque hoy me puedo quedar leyendo en tu camota todo el día, si quiero, lo cual era sentido del humor en Inés, cosa muy poco frecuente y que a él le encantaba. Segundo, porque la culpa de eso la tenía él, por ser hombre, y por haber contribuido en alguna forma a la creación de una sociedad machista en la que sólo los hombres encuentran trabajo. Y tercero, porque a un profesor de Inés se le caía una baba intelectual burguesa por ella, y año tras año recomendaba la renovación de su beca, y este año se la habían vuelto a renovar, lo cual les permitiría tal vez casarse y partir a España en luna de miel, sin que Inés hubiese dado más golpe que el marxista en todo el año de estudios.
El sol de la playa lo obligó a cerrar los ojos, tirado panza arriba, y ahí anduvo largo rato Martín entre dormitando y pensando en todas esas cosas, y en cómo Inés ya no sólo se negaba a leer a Faulkner o a Hemingway, a los gringos, en fin, sino también ahora a Baroja. Baroja era para la playa, en todo caso. ¿Y si el defecto de Marx, o de Mao, o de Lenin fuera precisamente el de no ser también para la playa? ¿Por qué siempre de noche, y con reserva, y con sospechas y con increíbles acusaciones? En París, en todo caso, resultaba absurdo. Ellos eran peruanos, y a los guerrilleros peruanos los habían matado allá, en el Perú, no en París. Un par de deportados no podían significar tanta reverencia, tanto recelo, tanta inútil gravedad, y ese andar desconfiando del primer tipo que no era o no pensaba exactamente igual a ellos. Que los deportados desconfiaran, de acuerdo, pero por qué empezar a desconfiar de un hombre como Enrique o de cada peruano nuevo que llegaba con su beca. Casi todos los del Grupo eran becados, al fin y al cabo, y casi todos andaban deseando y solicitando más becas. Nadie le pide al gobierno francés una beca para irse de guerrillero al Perú…
Dudas, preguntas, o afirmaciones de ese estilo, expresadas en el grupo con que leía a Marx y a los demás, hicieron que a Martín lo rebajaran de simpatizante (categoría a la que había llegado tan sólo porque vivía acoplado a Inés, cuadro político de total confianza) a amigo, y de ahí a amigo depresivo, más la bizquerita de Inés, de pronto, en una reunión. Y sólo su matrimonio y la oportuna llegada del verano habían impedido que lo rebajaran también a sospechoso. Con cosas como ésas tendría que enfrentarse a su regreso a París. Bueno, en el fondo tal vez no había nacido para revolucionario, ni para simpatizante, ni para nada. Ahí, tirado en la playa, lo estaba sintiendo, porque lo único que le importaba de todo era su relación con Inés. Había sido perfecta cuando ella recién llegó a París y lo arrastraba de iglesia a iglesia, porque la misa del domingo, la del feriado que él ignoraba, porque la comunión del primer viernes, en fin, porque cualquier cosa. Y él que era lo menos creyente que hay en esta tierra. Por qué no podían llevarse bien también ahora, ya ninguno de los dos iba a misa, era un paso adelante, ¿no?
—No —se respondió Martín.
No, porque Inés estaba perdiendo algo que él había deseado que no perdiera nunca. En San Sebastián, días atrás, un viejo campesino vasco le había regalado los libros de Baroja, y ella lo había besado con ternura y se los había agradecido mucho. Después el viejo les había hablado de los problemas vascos y de su ferviente nacionalismo. Lo hizo, sin duda, llevado por la alegría que le produjo el beso de Inés, por quedar como amigo, por dejarles otro recuerdo, algo además de los libros. Pero Inés encontró todo eso viejo, romántico y nada marxista. Tratar de cambiar al viejo era como tratar de cambiar al diablo, ese hombre más sabía por viejo vasco que por diablo o por lo que sea. Pero ella no dejó lugar ni para el brindis, ella dijo lo que tenía que decir, clavándole a Martín la primera bizquerita de España, cuando trató de interrumpirla, ocultando apenas su enorme ternura. Y lo dijo todo con palabras que sólo debieron ser dichas de haber servido para cambiar el mundo en ese instante. Jamás ante tres copas de vino ofrecidas por un viejo, por ese viejo vasco. Y ahora Baroja era lectura para la playa, pero ella ni siquiera quería ir a la playa en Cádiz.