La vida exagerada de Martín Romaña (53 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Mierda, te me vas Carlos, te vas justo cuando quería que me ayudaras a darle un aspecto convincente al operativo X 023. Hubiera bastado con que me dieras la razón, apoyo moral, y cómo diablos y demonios se le llame al que encuentres justificable tremenda patraña, sí, porque lo voy a hacer en función a Sandra, Carlos, para curarla de una vez por todas, para obtener de una vez por todas lo que ella y yo tanto deseamos, el fin no puede ser más noble, Carlos, pero ya tú te fuiste, adiós amigo, te comprendo y sí nos escribiremos, pero ahora un buen rato para cada uno por su lado porque yo tengo que poner en marcha los medios para obtener ese fin.

¿Qué medios?, me pregunté. Pues ninguno que no sea quedarte toda la noche pensando como un cretino en la tonelada de mentiras que dirás mañana al llegar al cuartucho de Sandra, jadeante, cubierto de polvo, agotado, ojeroso, tembloroso, tras haber puesto una bomba en una fábrica N, secreto político, sin haber hecho otra cosa que pasarte la noche en blanco, envidiando en algo a los seres que sí ponen bombas, extrañando mucho a Carlos, preguntándote qué pensaría Inés de todo esto, pero seguro, segurísimo, eso sí, de que Sandra cae, de que te admirará y amará y largará a cualquier tercermundista de vocabulario para afuera, porque ahora tú, Martín Romaña, no solamente te mereces el carnet sino además la medalla, y con carné y medalla, poco a poco, dulcemente, siguiendo su primer llamado sincero, te irás introduciendo bajo su frazada, entre sus brazos, entre sus muslos, entre su boca, y por fin esa gringa enternecedora habrá logrado ser verdaderamente una mujer que vive la ternura y que se siente sana y que está sana. Claro, después vendrá el secreto que tendrás que llevarte a la tumba. A la tumba, nada menos que a la tumba, Martín Romaña, y con gran dificultad porque te morirás de ganas de confesarle que jamás hubo X 023 ni bomba ni nada, sólo esta noche de insomnio porque habías tomado la determinación, sólo esta noche de insomnio sin Carlos para apoyarte, aconsejarte, estimularte, darte la razón, superconvencerte de que el fin es nobilísimo y de que tal vez algún día ella, tras muchos años de felicidad, pueda aceptar sin rabia y sin vergüenza que tuviste que recurrir a semejante patraña para llegar del todo a sus brazos, sí, tal vez el día de las bodas de plata matrimoniales o algo así, que espero no tenga lugar en Nebraska con niños sin zapatos, me cago, insomnio de mierda…

Y cuatro horas más tarde de insomnio: bueno, no dormir da mala cara y yo necesito llegar con muy mala cara esta mañana, lo más temprano posible, ojalá me estén saliendo ojeras, pintarme unas ojeras. Y una hora más tarde de insomnio: sigue revolcándote en tu camota nueva, todo eso despeina más y da peor cara, y de paso pon el despertador porque el asunto te está resultando tan convincente que no tardas en quedarte profundamente dormido.

Tras el golpe del operativo X 023, los héroes, como todos los héroes urbanos, se dispersan y entran de madrugada a un café pobre y pequeño y se toman dos express bien cargados para resistir el día de alerta que los espera, pueden haber noticias, pueden no ser buenas, puede haber caído un camarada en su huida, hay que escuchar un poco la radio. Cumplido todo lo cual, de pronto me di cuenta de que me faltaba ensuciarme un poco y también mucho jadeo, un verdadero jadeo para llegar a su cuarto, que estaba a muy pocos metros de los Cinco Billares, el café al cual había llegado desde muy lejos, desde el suburbio X, secreto político, completamente agotado pero sin jadeo alguno porque mi departamento quedaba también bastante cerca y se me había olvidado correr huyendo de algo. Pagué, avancé hasta el centro de la plaza de la Contrescarpe, recogí un poco de tierra al pie de un árbol, me ensucié bastante un hombro, un codo, el fundillo del pantalón y ambas rodillas, y partí a hacer jogging en la plaza del Panteón. Una vuelta, media vuelta más, y entre que hacía tiempo que no corría, entre los express bien cargados y unos nervios de la puta madre, igualitos a los que habría sentido tras haber puesto una bomba en Notre-Dame, un jebecito constante y estiradísimo y luego dos más que no estaban estiradísimos porque eran dos gusanos tan enroscados como primaverales, había logrado por fin los efectos indispensables postoperativo X 023: corcoveaba, todo en mí corcoveaba.

Había llegado el gran momento. Todo esto por ti, Sandra, me repetí siete veces, y si resulta juro que el día de nuestras bodas de plata te lo cuento todo con lujo de detalles. 7 a.m.

7.07 a.m. Corcoveaba de desesperación y de rabia en el descanso del segundo piso. Y no porque Sandra estuviera haciendo el amor con un tercermundista. Eso me lo esperaba, a estas alturas quién ignora que eso me lo esperaba siempre. Al contrario, era lo que más me habría gustado encontrar, habría podido echar la puerta abajo y, en tres segundos de corcoveo, palabreo, noche en blanco, operativo terminado, un vaso de agua al sediento, silencio y discreción total, por favor, y también escondite y ayuda y solidaridad, en esa habitación no habríamos quedado más que Sandra y yo enlazados ante el peligro y ella escuchando a su corazón y a su cuerpo pedirle exactamente lo mismo, a las 7.07 a.m.

Pero no hay nada más imprevisible que el reposo de un guerrero. Jamás se me había ocurrido que Sandra no iba a estar. ¡Lenin, por Dios santo! ¿Qué vas a hacer, Martín Romaña?, ahí no puedes seguir esperándola, le quita convicción al X 023. No te queda otra que largarte y seguir dando vueltas al Panteón hasta que regrese. Pasa cada diez minutos a ver si ha regresado, a lo mejor trasnochó y se ha ido a tomar una sopa de cebollas o algo así.

9.00 a.m. Tras haber pasado unas cincuenta veces, la vi llegar con un grupo político-primaveral. Serenidad, Martín Romaña, comprueba funcionamiento operativo postoperativo. Suciedad: suficiente. Pelo: más que suficiente. Corcoveo: ni siquiera sé si voy a poder llegar hasta su cuarto.

9.03 a.m. Jebecito constante.

9.04 a.m. Hace horas que sigue estiradísimo.

9.06 a.m. Me voy. Tengo que irme de aquí.

9.09 a.m. Doy un porrazo en la puerta de Sandra y se me escapa un Octavia de Cádiz.

9.10 a.m. Adentro, silencio. Afuera, mi corcoveo. Doy otro porrazo, me tapo un Oc… y grito por fin un ¡Sandra! que la arroja contra su puerta para abrirme.

9.11 a.m. Corcoveo flemático, lo cual no salió nada mal por que los héroes deben corcovear flemáticamente y los muchachos van abandonando aterrados la habitación. Perdonen, es grave, corcoveo respetable y respetando opiniones políticas diferentes a las de un X 023.

Un minuto más tarde, debí pensar al fin solos, pero el corcoveo me impidió grabar ese pensamiento en mi memoria. Además, el hecho de que el cuerpo y el corazón de Sandra pudieran no estarle exigiendo lo mismo, exactamente al mismo tiempo, me obligaba a contarle minuto a minuto sólo lo que podía contarle, por supuesto.

¡Ah, lo bien que se vivía tras haberlo contado! Lo bien que viví, en todo caso, hasta que empecé, qué bestia, lo humano que es uno, a buscar alguna hondonada a la cama de Sandra. Cómo iba a tenerla. Imposible que la tuviera. Era tan sólo un tabique de madera y en él todo intento de hondonada resultaría siempre imposible. Pero Sandra era feliz con su héroe. Lo había lavado, le había hecho masajes por todas partes. Y mientras nos seguíamos amando nunca volvió a preguntarme sobre el operativo, por lo que yo seguía jurándome a mí mismo que si este asunto, con o sin hondonadas, llega a bodas de plata, le suelto todititita la verdad aunque ello me cueste un divorcio en Nebraska con tutela exclusiva de los hijos dada a la madre y yo me quede sin verlos más sin sus zapatitos, aunque conociéndome, esos niños míos, esos hijos que Sandra y yo procrearemos juntos nacerán en territorio neutral, ni Alaska ni Nebraska, para evitarme inconvenientes con su familia (Sandra la calificaba de muy vulgar y reaccionaria), ni mucho menos Lima, para evitarle a ella inconvenientes con mi familia (Sandra la calificaba de muy refinada y reaccionaria), pero eso sí, en cuna de oro. Hasta peleamos por este asunto, lo juro, pero las cosas iban tan bien que transamos en lo siguiente: nacerían en cuna de oro pero los educaríamos de tal forma que el sistema actual, contra el que siempre estarían a punto de dar la vida, como su padre una vez en el 68, en París, los llevaría a renunciar hasta a los zapatos del capitalismo.

Genial la parejita que se estaba formando en la pocilga andina. Y sin embargo, no puedo negar que nos estábamos llevando muy bien y que mi operativo X 023 estaba cumpliendo perfectamente con su objetivo. Tanto, que la noche del 29 de mayo, Sandra y yo no paramos de hacer el amor y nos dimos y compartimos tanta ternura y confianza que, hacia la madrugada del 30, ella lloraba añorando un tabique exacto a éste, en el cual se había negado a abrirle las piernas a Tom, allá en Nebraska, y yo lloraba porque amor había encontrado en su tabique, o por lo menos alguien que se ocupara de la mano que me sobraba y que me escuchara explicarle a fondo el asunto de los jebecitos constantes, pero en cambio por nada del mundo lograba encontrar una hondonada, una hondonada, una hondo… Y me puse a hablarle de Inés. Después caímos en un largo silencio que ella interrumpió sólo una vez para decir que era necesario seguir juntos, confiar el uno en el otro, querernos puesto que nos queríamos a pesar de nuestras creencias y… Silencio nuevamente y más madrugada con pajaritos cantando en la Place de la Contrescarpe y yo interrumpiéndolos sólo para decir que al que madruga Dios lo ayuda. Nos besamos y tocaron la puerta.

Conocía al tipo. Le llamaban Alfredo el Increíble, era andaluz, y solía merodear por la plaza de la Contrescarpe, aunque jamás tuvo nada que ver con Sandra. Qué diablos lo traía a estas horas, a quién buscaba.

—Sé que eres peruano —me dijo, añadiendo—: Traigo un mensaje de un peruano preso. A mí acaban de soltarme.

—Operativo X 023 —le dije, bajito, a Sandra, para que él no preguntara, ¿y eso qué es?, y para que ella me quedara bien obedientita en su cuarto mientras yo salía a enterarme de quién era el peruano preso y de cómo podía ayudarlo.

En la calle, Alfredo el Increíble me preguntó si conocía a Jorge Matos. Llevaba cuatro días preso, se había comido todas las direcciones que llevaba en los bolsillos, se negaba a hablar, y sobre todo se negaba a decir a dónde mierda estaba yendo cuando la policía lo detuvo vestido de hippie, con una buena docena de collares al cuello, tres ejemplares de la revista
Hara Kiri
, y en plena Place Monge, una tarde en que se estaba programando una manifestación en ese lugar.

—No te preocupes —le dije—, lo conozco bastante bien. Voy a lavarme un poco, esperar que sea una hora más potable, y corro a buscar a nuestro cónsul. Normalmente suele ayudar en estos casos, aunque no sé si le gustan los hippies.

Consideré que lo correcto era subir donde Sandra y decirle la verdad. Después de todo, aunque ésta nada tuviera que ver con mi operativo, no había ya razones para que Sandra cayera en manos de otro tercermundista; además, salir a ayudar a un compatriota preso, cuando uno se está escondiendo tras haber puesto una bomba, requiere mucho coraje. Sandra se quedaría tranquilita.

El intranquilo resulté siendo yo, tras haber logrado la ayuda del cónsul, haber sacado a Jorge Matos del calabozo en el que unos diez estudiantes no cesaban de proferir todo tipo de insultos contra cualquiera que se acercara, hasta que uno de ellos logró cambiar tanta rabia en una carcajada general. El pobre andaba tan aterrado que pidió silencio, por favor, no griten más compañeros, por favor, fíjense bien, si seguimos gritando así nos van a meter presos a todos.

—¡Y este cojudo a dónde cree que está si no en la cárcel! —exclamó el cónsul, controlándose la carcajada, porque había que tratar prudentemente el caso Matos con el Jefe del Establecimiento, —Espérenos en mi automóvil— me dijo, —voy a ver si arreglo lo de este muchacho.

Nada grave, salvo que Matos llevaba demasiados collares, demasiados
Hara Kiris
, y que había aparecido en la Place Monge una tarde en que se estaba vigilando mucho el lugar, porque se esperaba una improvisada manifestación, barricadas y, en fin, todo lo que viene después. Más el hecho de que se haya comido todas las direcciones que llevaba consigo, dijo el jefe, revela cierta experiencia, señor cónsul.

—¿Pero el muchacho ha cometido alguna falta? —preguntó el cónsul.

—Ninguna, en realidad, señor cónsul. Con mostrarnos sus documentos en regla y contarnos a dónde iba, todo se hubiese resuelto desde el primer día. O el muchacho es tonto o esconde algo.

—Yo más bien creo que es tonto —dijo el cónsul, agregando—: Viene siempre a renovar su pasaporte, está registrado en la embajada como estudiante, y no tiene ningún mal antecedente. Yo más bien creo que lo ha hecho por dárselas de machito.

—Bueno, espero que no lo agarremos otra vez —dijo el Jefe del Establecimiento—. Firme usted estos documentos de garantía, señor cónsul, que el señor Matos firme aquí, y que se vaya y se quede tranquilo en su casa hasta que acaben estos líos.

Estaban cruzando la calle, en dirección al automóvil, cuando escuché que el cónsul le gritaba ¡cretino!, ¡tontonazo!, ¡tremendo manganzón!, ¡para qué diablos se te ocurre hablar cuando ya a nadie le importaba nada!

—Pero, señor, es que es la verdad y no tiene la menor importancia. Yo esa tarde no iba a ninguna manifestación. Simplemente cruzaba la Place Monge porque iba a visitar a Martín Romaña.

—Se jodió usted, Martín Romaña —me dijo el cónsul, al llegar a mi lado—. Este pelotudo se ha tragado un secreto durante cuatro días, y cuando lo dejan libre se emociona tanto que se lo dice al mismo jefe.

—Bueno —intervine, mientras le abría la puerta del auto—, pero eso ya no tiene nada que ver, señor cónsul.

—¡Qué buenos izquierdistas son ustedes! ¡Qué buen par de papanatas! Cuántas horas van a tardar en comprender que si alguien se calla un nombre cuatro días, a pesar de las amenazas, y lo suelta al último momento… Cuántas horas más van a tardar en comprender que a partir del instante en que este bellaco soltó
su
nombre, Martín Romaña, la policía debe haber decidido que se trata de un nombre muy importante, del Jefe de una Célula clandestina o sabe Dios qué. Para la policía francesa ya debe ser usted todo un héroe o todo un mito, pedazo de…

Matos entendió. Bajar la cabeza era lo único que le quedaba por hacer en esta vida. Aparte de frecuentar un Grupo como el de Inés, el pobre no era nadie, y yo era mucho menos que el pobre, ninguno de los dos tenía importancia política alguna, pero la verdad es que su gesto, al verse libre, ese gesto tan inocente como la visita que me pensaba hacer, me había fregado. ¡Mierda! Ahora sí que tenía todo un postoperativo X 023 detrás de mí.

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