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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (4 page)

BOOK: La voz dormida
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—Has de irte con Elvirita, madre.

Madre. Su hijo la llama madre. Nunca más la llamará mamá. Lleva pantalón y chaqueta de pana, una boina con visera y un fusil ametrallador al hombro. Le asegura que la situación es muy peligrosa, que Casado pretende negociar la paz con Franco para que no haya represalias. Ya ha enviado mensajeros a Burgos. Es un golpe de Estado.

—Madre, ¿me oyes?

Madre. Doña Martina sólo ha entendido que su hijo la llama madre, y sólo ha oído la palabra paz.

—Entonces, ¡ya llega la paz!

La desesperación de Paulino obliga a intervenir a su compañero, que rodea los hombros de doña Martina y le explica que lo que está llegando es mucha sangre. Las represalias no van a cesar.

—Has de sacar a la chaqueta de aquí, madre.

Ella asiente con un gesto. Guarda en el bolso la caja de sus ahorros. Y suspira.

—¡Vamos!

Se ajustó Paulino el fusil al hombro mientras dijo ¡Vamos! Se lo dijo a Felipe, el camarada que le acompaña desde que se incorporó a filas. El miliciano que ha sido su sombra desde el día que ambos llegaron a Benimamet para recibir un curso de instrucción guerrillera. Ocho semanas estuvieron allí. Después se incorporaron los dos al XIV Cuerpo del Ejército Guerrillero y les asignaron la zona de Extremadura. Juntos atentaron contra el ferrocarril Mérida-Cáceres. Y al día siguiente, Felipe le salvó la vida en un enfrentamiento con tropas regulares. Desde entonces no se han separado.

—No se angustie, señora, pronto podrá volver.

Paulino cargó con la maleta que un día trajera el sargento pagador, donde su madre llevaba la ropa que mandó teñir de negro el día nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete, cuando regresó por primera vez de Capitanía General. Luto. Luto para una viuda que no abrazará la cabeza de su esposo. Luto y ausencia para la niña pelirroja que aún insiste en soñar.

Soñar. Semidornida.

Arriba, parias de la tierra.

Y Elvira se incorpora semidespierta al escuchar a Reme, que ha comenzado a cantar a media voz. Elvira escucha, semidormida. Reme desafina.

En pie, famélica legión.

Reme intenta desviar la atención de Mercedes, que ha vuelto a alzar la mano contra Tomasa, pero Reme desafina. Y Elvira entona la melodía que tantas veces ha escuchado cantar a Paulino. Hortensia la sigue en un susurro apenas perceptible, apenas suficiente para que Mercedes gire la cabeza hacia ellas.

Atruena la razón en marcha.

El trío continúa cantando a medio tono. Tomasa se suma al himno.

Del pasado hay que hacer añicos.

Las demás internas de la galería corean a sus compañeras. Casi un rumor, un susurro apenas, aunque crece, sin que ellas eleven la voz. Crece a medida que, una a una, se incorporan todas al canto. Un murmullo que crece. Crece.

Legión esclava, en pie, a vencer.

Mercedes retira la amenaza, deja caer la mano que cernía sobre el rostro de Tomasa y, con furor en los ojos, se gira hacia el grupo que se ha formado alrededor del petate de Elvira.

Agrupémonos todos.

—¡Silencio!

En la lucha final.

—¡Silencio he dicho!

Encaramada a su petate, Elvira dirige el canto con los brazos sin poder controlar la emoción, alzando con sus manos el oleaje de un mar puesto en pie, sin advertir que le sangran de nuevo las rodillas. Y Hortensia olvida por un momento el dolor de las suyas y canta mirándose el vientre. Canta con las palmas abiertas rodeando su embarazo. Sus dedos amorosos repiquetearon llevando el ritmo.

Conforme se desborda la intensidad del rumor de las voces, a medida que el sonido se va convirtiendo en un bramido lento que inunda la galería, la chivata siente más y más miedo. Se tapa los oídos y busca un lugar donde esconderse. Busca. Busca. Y encuentra la espalda de Mercedes.

Al percibir los movimientos de la chivata en su retaguardia, la funcionaria se asusta. Se da la vuelta y grita a la que buscaba ocultarse que se largue de allí.

—¡Largo!

Y se alcen los pueblos con valor.

—¡Silencio! ¡Silencio!

Algunas mujeres han levantado el puño para cantar.

14

Llorar es perder el control. Y a Tomasa no le gusta perderlo. Pero ahora, en la soledad de la celda de aislamiento donde Mercedes la ha castigado, se le escapa una lagrimilla pensando en Reme. Y durante los quince días que dure su encierro, atrapará más de una en sus pestañas y las retirará con el nudillo del dedo índice sin permitirles caer.

Pensará en Reme. Y en las compañeras que alzaron su voz cuando Mercedes alzó la mano contra ella por segunda vez. Y resistirá el frío y el hambre. Resistirá el vacío y el silencio de aquel limitado espacio que conoce bien, porque no es la primera vez que la castigan. Resistirá el paso de las noches, y sabrá que ha llegado la mañana cuando una funcionaria abra la puerta y le dé un cazo de rancho, un chusco de pan y una escoba. Resistirá, barrerá su celda pensando en Reme. Recordando su mirada en el momento de empezar a cantar. Y sonreirá, porque Reme no sabe cantar. No sabe, aunque se empeñe en endulzar las cosas cantando. No sabe, aunque se empeñe en decir que su madre le enseñó a cantar al mismo tiempo que a coser, y que de ella aprendió que las cosas amargas hay que tragarlas deprisa, y que pierden sabor si se les pone el azúcar de una canción. Así es la Reme. Pura inocencia. Inocente, y tan mayor. Y por eso está aquí. Por inocente. Por eso la trajeron desde un pueblo de Murcia, del que no quiere decir su nombre y al que no piensa volver. La Reme cree que sus vecinas tuvieron la culpa. Pero no se puede ser tan inocente. Está más claro que las claras del día que no se puede bordar una bandera en la camilla de tu casa si la tienes arrimada a la ventana. No se puede, por mucho que tengas la persiana echada y la tapes con una sábana blanca; por mucho que pienses que la rebelión no va para largo, porque la rebelión iba ya para más de un año. No se puede, por muy bonita que estuviera quedando. Y no se puede ser madrina de guerra y salir a la calle con la alegría en la boca y una foto en la mano para enseñársela a tu consuegra justo al día siguiente de la toma de Teruel. No se puede. Y menos en un pueblo como el de la Reme, donde los rebeldes no tuvieron que pegar ni un solo tiro, ni uno solo, que en el pueblo de la Reme debían de ser todos de la CEDA, o se hicieron de Falange de repente. Señor, señor. Y la Reme había de saberlo, que para lo que está a la vista no se precisan candiles. Y se tenía que haber guardado muy mucho de mantener abierta la ventana. Y de enseñarle la foto del soldado a su consuegra delante del estanco. Porque la estanquera empezó a gritar que aquellas dos eran rojas, y que estaban celebrando la toma de Teruel. Y así pasó lo que pasó, y sin remedio.

Dormir tendría que ser cerrar los ojos. Cerrar los ojos y quedarse dormida, así habría de ser, qué carajo. Quedarse dormida sin tanto buscar una postura para que no duelan las caderas. Qué duro está esto. Y cómo ha de estar un petate de crin de caballo apelmazado de tanto uso, recontra. Y los ojos como platos.

Pensará en la Reme.

Si fuera verdad que el frío da sueño, pero entonces también lo sería que el hambre lo quita.

Pensará en la Reme, en su voz de cáscara de huevo, cuando se rompe para echarlo al plato y hacer una buena tortilla de patatas, con muchas patatas y con muchos huevos. Y en aceite de oliva crudo. Tiene que ser con aceite de oliva crudo. Se le está llenando la boca de saliva. No. La voz de la Reme no es de huevo cascado. Qué ha de ser. Ya tiene que estar amaneciendo. La voz de la Reme es la de un gallo negro en una noche negra. Eso sí. Por contra, la Elvirita apunta maneras. Es mejor no contar las horas, no contar los días. No hará ni una sola muesca en la pared. Ni una sola. No hay noche que no tenga fin. Si hubiera habido más gente de la catadura de Líster, otro gallo nos hubiera cantado. Miles de Líster, ojalá hubiera habido muchos miles, que hubieran aplastado al fascismo en unos meses. Líster sí que tuvo lo que había de tener, y los méritos bien ganados, que antes que en Teruel ya lo había demostrado en Brunete, siempre el primerito en darse en la pelea, o en lo que hiciera falta. Pero tuvo mala suerte, y a veces hay que correr. Como la Reme.

Aunque cualquiera hubiese corrido para esconderse. Cualquiera, menos ella, que escapó para su casa. Porque la Reme es pura inocencia y creyó que la cosa se quedaría en los gritos de la estanquera y de las vecinas, que la vieron salir corriendo y corrieron chillando detrás de ella. Y cuando quiso llegar a su calle, sin aire para respirar, y se paró un momento a apurar la pizca de resuello que le quedaba dentro, entonces vio desde la esquina que «los iguales» y los falangistas ya la estaban esperando en el umbral, y que habían sacado para afuera a su marido y a sus hijas, las tres que le quedaban solteras.

Y menos mal que la nueva quiere hacerse la buena y le ha dejado traerse los paños higiénicos. Se creerá que le quedan bonitas todas esas horquillas, esa ristra que se pone sólo para presumir de que ella tiene muchas y las demás se tienen que apañar con cachos de alambre. Buena no es. Qué coño va a ser ésa buena. Tampoco las monjas son buenas, y eso que tienen la obligación de ser buenas. Pero no lo son, más parecen guardias civiles rancios. Le ha dejado traérselos porque no ha sabido decirle que no. No sabe. Pero ya aprenderá, la muy lagarta. Ya aprenderá, como las otras. La Veneno no le hubiera dejado llevárselos, claro que no. Ni La Zapatones tampoco, que es más mala que la quina, o igual. No se han secado del todo y aquí, con esta humedad, no se secarán. Vaya mandanga.

Y en esto, que aparece el más chico, que ha escuchado el griterío desde la plaza y se agarra a las faldas de la madre. Es de suponer que la Reme no estaría para canciones con azúcar, pero ella dice que le dio la mano al hijo y que cantó por dentro.

Más vale que se cambie ahora, que si no, se le van a manchar las enaguas. Le quedan dos paños y con suerte, día y medio de sangres. Le llegan. Sí. Si calcula bien y los apura, le llegarán.

Señor, señor. A esa criaturita que le nació tarde y mal la mandó un falangista a comprar aceite de ricino. El padre le dio las perras. De su mismísimo bolsillo pagó la humillación de la Reme. Dale al niño para un litro que tu mujer se va a echar un traguito. Así lo cuenta la Reme. Un litro entero dice que le metieron a embudo delante de sus hijas. Y se ríe. Se ríe siempre al contarlo la muy inocente.

Y Tomasa se lleva otra vez el nudillo del índice a las pestañas.

Carajo con esta humedad, que hasta en los ojos. La Reme se ríe porque el mancebo del boticario la quería bien. Y preparó un litro de cualquier otra cosa en la rebotica cuando el niño tontito le pidió ricino, que iban a purgar a su madre. Trago amargo. Amargo. Aunque a la Reme no le diera ni un retortijón. Y después, la pelaron al rape. Le dejaron un mechón en medio de la cabeza y allí le ataron una cinta con los colores de la bandera republicana. Y le pintaron UHP en la frente. Para eso ha quedado la Unión de Hermanos Proletarios, para humillar a las mujeres en la frente. Reme dice que tenía el pelo tan largo como la Hortensia, y así de negro. Ahora lo tiene de color ceniza, del susto dice que le creció así. Cómo se le ocurriría cantar, con lo taimada que es. Cantó, una canción con azúcar que paró en seco la mano de la novata. Las demás cantaron también. La voz de la Reme es del color de su pelo, el de la ceniza cuando está limpia, en el momento mismo de empezar a usarla para rascar el culo de un puchero y quitarle el hollín. Hay que ver cómo canta la Elvirita, lástima de criatura.

Sí, la voz de la Reme suena a ceniza.

15

La mujer que iba a morir escribe en su cuaderno azul. Escribe que han ingresado doce mujeres de las juventudes Socialistas Unificadas y que a ella la van a meter en ese expediente, y que las van a juzgar muy pronto, a las trece. Trece, como las menores que fusilaron el cinco de agosto de mil novecientos treinta y nueve, como Las Trece Rosas. Escribe que a Tomasa le han «dado cubo» para quince días. Reme le está haciendo la trenza. Escribe en su diario que a la extremeña le han debido de pasar cosas muy malas, porque nunca quiere hablar de por qué la trajeron aquí. Dicen que estuvo dos años en Olivenza, con la pena de muerte. Escribe que Tomasa siempre pregunta por el mar. A todo el mundo le pregunta lo mismo.

—¿Has visto el mar?

—¿Cómo es el mar?

Escribe que Elvira se ha puesto buena y que la galería entera está castigada, la chivata también. Escribe que las han castigado a todas con el peor de los castigos. Escribe y escribe mientras Reme la peina.

Todas piensan en Tomasa. Ninguna habla de Tomasa.

El tiempo será más corto para Tomasa si no mencionan a Tomasa.

—¡No te muevas!

Ha ordenado Reme, e inclina la cabeza de Hortensia y levanta su cabello para mirarle la nuca.

—Plagaíta.

Hortensia comienza a rascarse. Y Elvira también.

—Mírame a mí.

A Reme le basta con retirar apenas el cabello de la sien pelirroja.

—Plagaíta también, voy a liar la peina ahora mismo. Bien apretada, que así, ni una liendre se escapa, ni una.

Y después de liarla como sólo ella sabe hacerlo, bien apretada, pasa la peina una y otra vez por la cabeza de Hortensia. Una y otra vez. Mechón a mechón, pasa la peina mientras vuelve a decir que así de largo tenía ella el pelo, y así de negro.

—Asín de largo y de negro tenía yo el pelo.

Elvira y Hortensia la escuchan de nuevo, simulando que nunca la han oído lamentarse. Y les vuelve a contar que la raparon cuando encontraron la bandera a medio bordar sobre la camilla del comedor.

Y les cuenta que estuvo casi dos años en la cárcel de su pueblo, y que ya le había crecido bastante el pelo cuando volvieron a raparla antes de trasladarla a Murcia, donde la juzgó un tribunal militar.

—Me echaron doce años. Doce años.

Y les dice de nuevo que asistió a aquel juicio sin poder creerlo y sin poder cantar por dentro.

Doce años.

Ayuda a la rebelión militar.

—Yo creía que los rebeldes eran ellos. Yo no entendía nada.

Ella sólo sentía una vergüenza muy honda al pasarse la mano por la cabeza rapada.

Siempre se toca la nuca al recordarlo. Ya me llega el pelo al cuello.

Y siempre se estremece.

—El que se pela se estrena.

Bromea Reme. Bromea, para poder seguir hablando. Porque ahora hablará de sus hijas, y a Reme le consuela contar lo que se dispone a contar. Y Elvira y Hortensia lo saben, y escuchan con atención para que Reme tenga su consuelo.

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