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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (33 page)

BOOK: La yegua blanca
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No le había mencionado sus sospechas a Eremon antes de su partida, porque él lo habría considerado un comentario motivado por los celos, pero esto no era verdad. Al fin y al cabo, eran marido y mujer tan sólo de cara a los demás y, en ese tipo de matrimonios, tener relaciones con otras personas no era la excepción, sino la norma.

No, lo que la molestaba era que no la hubiera tenido en cuenta. Y su frustración sólo venía motivada por aquella espera obligada. Su inquietud no se debía a ninguna otra cosa, de eso estaba segura.

El soldado condujo a Eremon a través del campamento, que comenzaba a desperezarse. El humo de las hogueras recién encendidas ensuciaba el frío aire de la mañana y desde todas partes le llegaba el áspero idioma de los invasores, tan distinto a su melodiosa lengua.

A más de una legua de las puertas del campamento, las laderas cubiertas de brezo de una loma ascendían hasta unos riscos, que se elevaban sobre una llanura fluvial. A las faldas de la loma, bajo la luz del amanecer, brillaron las puntas de dos lanzas anunciando la presencia de los dos guardias que se acercaron a Eremon y le escoltaron por un sendero empinado. En los riscos, una figura se perfilaba contra el cielo gris. El erinés se sentía igual que un prisionero conducido a presencia de sus captores. Con sobresalto, se dio cuenta de que eso era precisamente. Agrícola no le dejaría marchar con vida si no aceptaba su propuesta.

—Confío en que hayas tenido una noche agradable —dijo Agrícola cuando Eremon llegó a su lado.

El campamento se extendía a sus pies y, aunque sumido todavía en la bruma, Eremon podía contemplarlo en su conjunto. Le maravilló que los romanos pudieran construir algo así en un emplazamiento temporal. Era mucho más sólido que muchos hogares de Erín. Se volvió hacia Agrícola, consciente de que estaba a punto de interpretar el papel de su vida.

—He de darle las gracias. Tu hospitalidad no es tan mala como me habían dicho.

Agrícola sonrió. Parecía lozano, considerando su edad. Era evidente que le agradaba la vida militar. Contemplaba su campamento con satisfacción.

—Quería mostrarte dos cosas, hombre de Erín. Una es el campamento: quería que vieses su solidez y cuántos hombres alberga. Que vieras lo bien armados que están mis soldados y la disciplina con que actúan, como una bestia y no como muchas.

—Ya lo veo.

—Bien. Pues quiero que les cuentes lo que has visto a los albanos, a los hombres pintados. Somos muchos y somos mucho más fuertes de lo que puedan imaginar. Mi intención es hacer de Alba una tierra romana. Esto tenlo claro. Lo hemos hecho en el Sur y lo haremos aquí.

—Se lo diré.

—No tienen ninguna oportunidad si oponen resistencia. Sus gentes morirán o serán esclavizadas. Pero si firman la paz, formarán parte del mayor imperio que el mundo haya conocido. —Agrícola extendió el brazo—. Tendrán calzadas, termas, calefacción, agua corriente, templos. Tendrán acceso a artículos procedentes del mundo entero: especias, joyas, ropas exóticas. Reinará el orden, se impondrá la paz. Los ataques de los clanes y las pequeñas rencillas internas serán un asunto del pasado.

Eremon se esforzaba por no traslucir sus sentimientos, pero Agrícola advirtió que torcía el gesto ligeramente y le miró directamente a los ojos.

—Sé que tu pueblo tiene esa fijación: la libertad. Pero ¿qué es la libertad? ¿Luchar y guerrear constantemente? ¿Morirse de hambre en invierno?

—La libertad es gobernarse a uno mismo.

—La paz es la verdadera libertad. Y eso es lo que nosotros traemos, hijo de Ferdiad. Traemos la paz. Paz para cuidar los cultivos, paz para criar a los hijos. Hemos dado con la mejor forma de vivir ¡y queremos compartirla con el mundo!

Eremon consiguió relajarse.

—Como sabes, Agrícola, los pueblos de esta isla encuentran ese concepto algo complicado. Por fortuna, yo pienso de otra forma.

—Sí, eso me ha dicho Samana…, un hombre con la cabeza fría y fuego en las entrañas, al contrario que tantos de esos estúpidos britanos. No saben lo que les conviene, lo que es mejor para ellos. Son como niños, juegan a la guerra. Necesitan una mano fuerte que los guíe…, y ése es precisamente el destino de Roma.

Eremon tenía, en efecto, fuego en las entrañas. Pero Samana tenía razón: también era capaz de mantener la cabeza fría, sobre todo cuando de lo que dijera dependía su vida. El corazón estaba a punto de saltarle del pecho con cada latido, pero su boca permanecía muda.

Agrícola le miró inclinando la cabeza.

—Entonces, ¿actuarás como mi emisario y convencerás a las tribus de que tienen que firmar un tratado con nosotros?

Eremon experimentó una sensación de alivio. Al parecer, escaparía más fácilmente de lo que había esperado.

—Sí, les hablaré de tus intenciones y de tu poder. Pero no soy un príncipe albano y en Alba hay muchas tribus, por lo que no puedo prometerte que acepten tus condiciones.

—Me doy cuenta, pero no importa. Estoy preparado para luchar, los aplastaré de todas formas.

Eremon cerró los puños, desesperado por lanzarse contra aquel hombre y librar al mundo de tanta crueldad. No obstante, sabía que otros romanos, muchos otros romanos, podrían ocupar su lugar. Además, los guardias le detendrían antes de que pudiera acabar la tarea.

En todo caso, ¿por qué morir por los albanos?,
se dijo.
Lo que tengo que hacer es volver a Erín.

Agrícola le tomó por el brazo y le miró a la cara con ojos inquisitivos.

—Ahora que he visto que eres un hombre razonable, hay una segunda cosa.

Soltó el brazo de Eremon e hizo ademán de que le siguiera. Avanzaron entre oscuras rocas de granito, hasta que llegaron al borde de un cortado. Eremon podía ver los montes y riscos que se extendían hasta unas montañas que, en la distancia, adquirían un color púrpura.

Agrícola señaló con el dedo.

—Erín está al Oeste, ¿verdad?

Eremon volvió a sentir una gran desazón.

—Sí.

—Estoy pensando que podría convertirse en mi próxima conquista.

La desazón se convirtió en repugnancia.

—Tu llegada me ha hecho pensar —prosiguió Agrícola—. Nos resulta más fácil conseguir la paz cuando los jefes locales nos allanan el camino. Les permitimos conservar el poder a cambio de renunciar a toda resistencia; en realidad, les damos la posibilidad de incrementarlo.

—Reinos clientelares —dijo Eremon. Por fortuna, la voz no le traicionaba.

—En efecto. Nos viene bien a nosotros y les viene bien a ellos. Al parecer, la fortuna ha hecho que nos encontremos, ¿no es así, Eremon de Dalriada?

—¿Me estás proponiendo que sea tu rey cliente en Erín?

El romano asintió.

—Con mis fuerzas, puedes conseguir en Erín tantas tierras como desees. Y las conseguirás mucho más deprisa de lo que podrías hacerlo con la ayuda de los albanos.

—¿A cambio de qué?

—Tus partidarios mantendrían la paz por nosotros y no tendríamos que hacer frente a esas incómodas revueltas. Me ahorro hombres, pero obtengo el mismo resultado: Erín y Alba para Roma.

Eremon miró al horizonte, hacia donde se hallaba su tierra, Erín, escondida a la vista. Unas nubes negras asomaban por los riscos. La claridad de los cielos no duraría mucho.

Agrícola le puso la mano en el hombro.

—Puede parecer muy precipitado, lo comprendo. Y comprendo también que vosotros, los príncipes bárbaros, tenéis en alta estima el concepto del honor. Pero ¿qué es el honor? Sin duda, salvar vidas, y bienes, y tierras, ¿o no? Piensa en ello. Tienes hasta mañana para responder —dijo el gobernador antes de bajar la mano y regresar al campamento.

Eremon se dio cuenta de que los guardias que les habían acompañado se acercaban más a él. Hacia el borde occidental de los riscos, había apostados más guardias, cortando una posible vía de escape. Observó alejarse a Agrícola. Era consciente de que el romano estaba jugando con él. Porque, si se negaba a colaborar, le encerraría o, más probablemente, le mataría.

Sólo al dar la espalda a su tierra se percató, con un horror angustioso, de que una parte de él sopesaba la oferta de Agrícola.
Podría volver a mi casa ahora mismo, matar a mi tío y liberar a mi pueblo.

Entonces, desde un lugar más hondo, surgió un pensamiento todavía más oscuro.
Podría extender mi reino, ampliar su esplendor, su poder… Podría convertirme en el Gran Rey de toda Erín…

Espantado ante el curso que tomaban sus propios pensamientos, giró sobre sus talones y vio de reojo el fogonazo de la capa roja de Agrícola, que reapareció en el campamento, a sus pies.

Por el Jabalí, ¿qué hacer? Podría terminar con todo, conseguir cuanto quería. Ahora bien, ¿qué quería?

Samana estaba tumbada en la cama de Agrícola cuando éste regresó.

—Así no me ayudarás a convencer a tu príncipe —dijo el gobernador, entregándole la capa a un esclavo—. Creo que no está al corriente de todos tus logros. ¿Y si te ve aquí?

Samana cogió unas uvas de una fuente que había sobre la cama.

—No me verá. He dejado guardias fuera y en nuestra tienda.

—Aun así. Como sabes, confío en lo que siente por ti como garantía de su lealtad. No lo pongas todo en peligro.

La votadina se limpió la barbilla, manchada de jugo.

—En ese caso, no le tengas aquí mucho tiempo. Alguno de tus hombres podría irse de la lengua.

—Me dará su respuesta mañana. Si es positiva se quedará. Si no…, no saldrá de aquí.

—¿Qué crees que hará, mi señor?

—Creo que la tentación es muy fuerte, y ha sido muy receptivo. ¿Estas segura de que es incapaz de mentir, de que no puede engañarnos?

—No lo hará, se enorgullece de su honradez. Entre los pueblos de estas islas, nadie domina las artes del engaño.

—Salvo tú.

—Salvo yo —dijo Samana. Se bajó de la cama y se acercó a Agrícola, echándole los brazos al cuello—. Seguramente me cambiaron en la cuna, debo de ser romana. Razón por la cual tienes que llevarme contigo, vayas donde vayas.

—¿Y qué pensará tu hombre de eso?

—Puedo atarle a ti hasta que zarpe hacia Erín en tu nombre. Para entonces, estará demasiado interesado en lo que le espera. Cuando consiga lo que quiere, no creo que quiera renunciar a ello para volver por mí.

—Eres demasiado modesta, Samana.

Ella se encogió de hombros.

—Así pues, ese hombre no te importa nada en absoluto —dijo Agrícola—. Haces todo esto sólo para complacerme.

Por supuesto —repuso Samana haciendo un mohín—, pero si tú no me quieres, me iré con él. Es mi segunda opción, ¿comprendes?

—Claro, necesitas que un hombre caliente tu cama.

—Más que eso lo que necesito es gobernar —dijo Samana, besando a Agrícola en la comisura de los labios—. Y aunque tuvieras la crueldad de rechazarme, mi amor, eso sí podrías dármelo. Hazme tu reina cliente.

—Ya lo eres.

—Hablo de toda Alba. En cuanto te libres de esos incivilizados norteños.

Agrícola soltó los brazos de Samana.

—No puedo prometerte nada. Si lo hiciera, no pondrías tanto empeño —dijo, y puso las manos sobre los pechos de su amante, acariciando el pezón a través de la lana—. Hablar de mi imperio siempre me excita. Además, anoche te eché de menos —añadió, y presionó hacia abajo, para que se arrodillara—. He de pasar revista a las tropas. No tengo mucho tiempo.

Eremon se quedó en los riscos hasta que el Sol quedó oculto tras las nubes de lluvia que procedían del Oeste. Por su apariencia tranquila nadie habría adivinado el fuego que ardía en su interior. A medida que pasaban las horas, sentía cada vez más vergüenza por considerar en serio la posibilidad de pactar con Agrícola.

En su seno, varias voces se alzaban en disputa. ¿Qué era mejor para Erín? ¿Qué era mejor para sus hombres? ¿Qué era mejor para él? Y aunque no le gustase admitirlo, una cara continuaba apareciéndosele: una cara delgada, enmarcada por una melena de ámbar. Ella no le quería como hombre, pero le necesitaba como caudillo. ¿Podía hacerle eso? Trató de apartar su imagen de la cabeza y de sustituirla por una melena de cuervo y una fragancia a manzanas. Su segunda opción.

Pero, sin duda, la elección entre dos mujeres no era tan importante como la otra. Sus hombres, su país, su orgullo.

Los dos guardias que le vigilaban acabaron por cansarse y se sentaron. Empezaron un juego que consistía en echar trozos de hueso al suelo. Los oyó hablar y reírse y se dio cuenta de que, aunque imperfectamente, les entendía. Se dio la vuelta para observarlos. Los dos eran morenos, pero, en lugar de los ojos típicos de los latinos, los suyos eran grises. Y entonces recordó que los romanos llevaban en Britania más de treinta años.

Uno de los soldados se dio cuenta de que les estaba mirando y avisó al otro con el codo. Le miraron sin compasión. Eran hombres nacidos de señores romanos y, aunque hablaban britano, su sangre no era para ellos motivo de orgullo, sino de vergüenza.

—En menudo lío estás metido, ¿eh? —se mofó uno de ellos.

El otro se rió.

—Nuestro comandante te hará pasar por el aro, eso seguro.

Eremon les dio la espalda.

—Vosotros, los reyezuelos bárbaros, os creéis mejores que nosotros —dijo el primer guardia—, pero nuestro comandante te lo va a arrebatar todo, principito. Para empezar, ya te ha quitado a la mujer.

El otro hombre soltó una carcajada.

—¡En este campamento, todo el mundo ha catado a esa bruja!

A Eremon se le heló el corazón. Recordó las extrañas miradas que habían cruzado Samana y Agrícola y el modo en que la observaban los soldados.

—Marcelo, nuestro prefecto, dice que hace unas cosas increíbles con la lengua —prosiguió el primero que había hablado—. ¿Sabes a qué me refiero, príncipe, o reserva esas delicias para los hombres de verdad?

El erinés se volvió y clavó sus ojos en los guardias.

—Dejad de hablar de la mujer u os atravesaré la garganta cuando tenga una espada en mis manos.

—¡Me gustaría verlo! —espetó el primer guardia—. Muy pronto se van a acabar las incursiones y los duelos. Nuestro ejército va a aplastar a tu chusma y no pararemos hasta que Alba sea nuestra. Eso es lo que dice el comandante. Tú espera y verás, principito, espera y verás.

La quinta noche, las dudas de Rhiann se hicieron insoportables. Daba vueltas por su choza a la luz del fuego, tenía el cabello suelto y enredado y era presa de la frustración. No podía dormir, no podía comer. ¿Y si Eremon la estaba traicionando? ¿Y si en aquel preciso momento los romanos estaban iniciando la marcha y se acercaban para capturarla? A la luz del día le parecía imposible, pero por la noche sus miedos se distorsionaban como las sombras en la pared.

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