Laura siguió recorriendo la calle con la mirada. ¿Cuántos de aquellos caminantes podía haber allí? ¿Cien? ¿Doscientos? Viendo cómo se desplazaban, era fácil pensar que podían huir de ellos. Pero ya había observado, y ahora acababa de comprobarlo otra vez, que cuando los poseía aquel inexplicable furor eran capaces de moverse con una energía y una agilidad sorprendentes.
—No es buena idea —dijo Davinia, que debía de estar pensando lo mismo que ella—. ¿Cómo vamos a llegar hasta la clínica? Se nos echarán encima.
—Entonces, ¿qué sugieren ustedes? —preguntó Aguirre.
—Quedarnos aquí, donde estamos seguros —respondió la sargento.
—Esa mujer de ahí abajo se ha contagiado. Esta enfermedad actúa con una rapidez asombrosa. ¿Qué hacemos, esperar a que muera sin hacer nada?
Como médico, a Laura también le reconcomía limitarse a tener apartada a la pobre Sol como si fuera una apestada. Pero sospechaba que había algo más que altruismo o incluso que el juramento hipocrático en el afán de Aguirre por arriesgarse a abandonar aquel refugio seguro.
No se le escapaba que había antepuesto la identificación del patógeno a atender mejor a Sol. Ella lo habría expresado al revés.
Aguirre debía de pensar que descubrir una nueva enfermedad le otorgaría fama. Unir su apellido al de un virus o una bacteria, como habían hecho Koch o Hansen, le garantizaría una celebridad casi eterna, aunque también algo siniestra. Considerando que el neurólogo cumplía casi todos los requisitos para ser definido como un ególatra, era comprensible que quisiera ser el primero en identificar al enemigo invisible.
A Laura, que no sentía esas ansias por pasar a la posteridad, la idea de salir de nuevo a la calle le producía escalofríos.
—Sinceramente, doctor —dijo Laura—, no creo que en el laboratorio de un pueblo como éste encuentre material lo bastante avanzado para hacer una investigación seria.
—La clínica de Matavientos está mejor dotada de lo que cree. Al menos, podríamos averiguar si se trata de un virus, una bacteria o una toxina. Sólo con eso ya podríamos darle a esa mujer una medicación adecuada. Y seguro que allí encontramos más medicinas que en el botiquín de un bar.
Laura consultó su reloj. Eran casi las cuatro.
—No queda tanto para que amanezca. Estoy segura de que por la mañana aparecerán más vehículos blindados preparados para esta situación.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Recuerde que el vehículo de apoyo consiguió escapar.
—Vimos que se alejaba por la carretera, pero no qué ocurría después. Ahora, contésteme usted, doctora. ¿Qué sucederá si esos blindados a los que espera no vienen?
—Eso —dijo Madi—. ¿Qué ocurre si no vienen?
«A ti debe preocuparte más que aparezcan», pensó Laura. Lógicamente, al nigeriano no le convenía esperar allí sitiado a que aparecieran las autoridades. Tenencia de armas, tráfico de seres humanos, inmigración ilegal en su propio caso… ¿Cuántos años de cárcel podían caerle?
—Vendrán —aseguró Davinia.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Madi—. ¿Por qué no han aparecido ya?
—Es de noche —objetó ella, sin demasiada convicción.
—¿Es que a tu ejército le da miedo la oscuridad?
Laura se volvió. Quien había hablado era Adu, al que debían de haber despertado con su discusión, que había ido subiendo de tono.
—Es verdad —dijo Madi—. ¿No tenéis gafas nocturnas?
Davinia no contestó. Aguirre aprovechó para acosarla más.
—¿Por qué se marcharon los helicópteros? ¿Puede explicármelo, sargento?
—No —respondió ella, cruzándose de brazos y apartándose un poco de ella.
—A mí sigue sin convencerme su idea, doctor Aguirre —dijo Laura—. Salir ahí fuera es muy arriesgado.
—Somos médicos. Nuestro deber es ayudar a los enfermos, y no podemos hacerlo si no intentamos averiguar en qué consiste su enfermedad.
—Estamos en una alarma biológica. Es una situación extrema. En un caso así, el bien de la mayoría está por encima de la vida de unos pocos. Incluidos nosotros.
—¿A qué mayoría se refiere, doctora?
—A
toda
la población.
—Que nos quedemos aquí no va a ayudar a nadie. Tanto en este restaurante como en la clínica seguiremos dentro de la Zona de Exclusión. Pero por lo menos sabremos algo.
—Es precipitado, doctor Aguirre —insistió Laura.
¿Por qué Aguirre se empecinaba en salir de la pequeña fortaleza del Saloon? Lo único que deseaba ella, o más bien la niña asustada que había en su interior, era acurrucarse en un rincón, dormirse y, al abrir los ojos, descubrir que habían llegado los buenos a salvarlos a todos. O aún mejor, que todo había sido una pesadilla.
Por supuesto, ya no era una niña. Pero mientras fingía ser la doctora eficiente que no se dejaba dominar por el pánico, podía esperar.
—Hay otra razón —dijo Aguirre, mirando a Madi.
—¿Cuál? —preguntó el nigeriano.
—Antes les oí hablar de un
walkie-talkie
roto. He visto cómo intentaban comunicarse con alguien usándolo. Infructuosamente, sospecho.
—Sí. ¿Y qué?
—Que en la clínica hay un equipo independiente de radio, para emergencias.
Madi abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró, cavilando.
—Con esa radio puedo pedir ayuda a mi gente en el barco.
«Entonces, arriésgate tú y ve a la clínica», pensó Laura. Madi y su amigo eran quienes más tenían que perder cuando llegaran los militares. Si al final eran ellos quienes se escondían detrás de lo que ocurría en Matavientos, ¿les interesaba dejar testigos con vida?
Aguirre debía de estar loco para proponer algo así a aquellos dos tipos.
—Ésa es la idea —dijo, asintiendo.
Adu le palmeó el hombro como si fuera un mono que ha hecho alguna gracia ingeniosa. Aguirre se quedó mirando el lugar donde le había tocado el nigeriano, como si estuviera pensando en limpiarse. No por racismo, pensó Laura: el contacto físico no parecía hacerle ninguna gracia.
—Bien pensado, doctor —dijo Adu, sin reparar en el gesto del neurólogo—. ¡Vamos a esa clínica!
Laura miró de reojo a Madi y estudió su expresión. El gigante había levantado la barbilla con recelo. Al parecer, él tampoco confiaba del todo en las intenciones de Aguirre.
—Está bien. Espero que esa radio funcione —se limitó a decir.
—Funcionará —respondió Aguirre.
Laura estaba buscando alguna razón para oponerse, aunque sabía que, una vez convencidos los nigerianos, su opinión no pintaba nada.
En ese momento vio otra sombra que se acercaba desde la zona de los baños. Incluso en la oscuridad, distinguió que era Eric.
—Lo siento, me caía de sueño —dijo su ayudante—. Necesito echar una cabezada. Si alguien puede sustituirme ahí abajo para no dejar sola a esa mujer…
—¿Sol está bien?
—Ha dormido todo el rato y su respiración es regular. La fiebre se ha estabilizado. Yo creo que está mejorando.
—Ojalá —dijo Davinia—. Por fin una buena noticia.
Laura también habría querido creerlo. Pero sospechaba que un poco de paracetamol y tetraciclina no podían obrar milagros, y que era más bien el cansancio que sentía Eric, y también cierta dosis de culpabilidad por haber perdido la mochila, los que le hacían pensar que Sol había mejorado.
Tony, que estaba tumbado junto a la escalera, no podía dormir con los ronquidos de su abuelo. Al ver cómo Eric subía del piso inferior, pensó: «Sol no está con nadie».
El inglés pelirrojo siguió caminando casi a tientas hacia el balcón. Los médicos y el negro que parecía jugador de la NBA habían subido una persiana y discutían entre ellos. «Los muy gilipollas van a hacer que los amotinados nos vean», pensó Tony.
Por otra parte, si Sol se encontraba sola, era su oportunidad.
—¿Adónde vas, Tony? —preguntó su abuela, levantando la cabeza. Entre las sombras, su pelo blanco la nimbaba como una aureola fantasmagórica.
—Voy a ver cómo está Sol. Duérmete, abuela.
—Si me dejan los ronquidos de tu abuelo…
Tony bajó las escaleras, que se difuminaban en una oscuridad plana. Las tablas desvencijadas crujieron bajo sus pies.
«A este tacaño de Escobar le sale el dinero por las orejas y no es capaz de hacer una reforma para que tengamos un bar decente en este puto pueblo», pensó.
Llegó al final de la escalera. Por las rendijas de las persianas entraba algo de luz que se reflejaba en la columna cromada del grifo de Cruzcampo. ¡Qué bien le vendría ahora una buena caña!
Se acercó a la barra, tanteando con las manos para no tropezar con ninguna mesa. Cogió una jarra, se puso de pie sobre el reposapiés de latón que corría bajo el mostrador, se estiró sobre éste y accionó la palanca del tirador, pensando que no iba a funcionar. Para su sorpresa, salió un chorro de cerveza casi helada. Puso la jarra debajo, la llenó y después le dio un poco de presión como había visto hacer a esa guarra de Noelia, la gótica.
—Bueno —murmuró—, esto ya es otra cosa.
Vació media jarra de un trago, y luego la rellenó y sirvió otra más. Con las dos cervezas en la mano se adentró en la oscuridad.
—Sol —cuchicheó—. Sol. ¿Te apetece una cerveza bien fría? ¿Estás durmiendo? Venga, bebe un poco y verás como te sientes mejor.
Tony le dio una patada a algo que salió disparado y rebotó contra una mesa.
—¡Joder! —exclamó.
Parte de la cerveza se había derramado y le dolía el dedo gordo del pie derecho. «Por bajar descalzo», pensó. El objeto que había golpeado regresó rodando junto a él. Cuando entró en un pequeño cuadrado de luz proyectado por una ventana rota, vio lo que era. Una botella de Fundador de dos litros y medio que Escobar guardaba desde los años ochenta, una absurda reliquia de la que se sentía muy orgulloso. ¿Qué coño hacía tirada en el suelo? De haberla pisado con la planta del pie, igual se habría roto la crisma.
Aguardó unos segundos. Pensó que alguien habría escuchado el ruido de la botella al chocar contra la pata de la mesa, pero todo seguía igual. Las voces de arriba no se oían, y del exterior llegaban gritos aislados, como los que podrían hacer de noche los animales de un zoológico.
Junto a la máquina tragaperras, que estaba apagada, se veía un montón de mantas. Caminó hacia allí con pasitos muy cortos, como un bebé que aprendiera a andar. Antes de llegar, depositó las dos jarras sobre una mesa. Era redonda, y aún más cutre que las del comedor: un tablero de aglomerado con una pegatina que imitaba al mármol. Antes de soltar las asas de las jarras, se cercioró de que las dejaba bien apoyadas. No quería más sorpresas.
Se acercó al revoltijo de mantas.
—¿Sol? ¿Estás ahí?
Pulsó el teclado del móvil. Sin cobertura. «Esos hijoputas del Gobierno nos han dejado solos para que nos pudramos aquí», se repitió por enésima vez, sintiendo una ira ciega.
Pero no había encendido el teléfono para hablar, sino para iluminarse. Y lo que encontró hizo que se olvidara de su indignación contra el Gobierno.
Allí estaban los vaqueros y el suéter de Sol. También había un sujetador negro y un tanga de color carne.
«Esto se pone bien», pensó Tony, y se agachó, palpando con la mano.
—Dicen que lo que le ha pasado a los negros es que se han puesto enfermos —murmuró, mientras buscaba el cuerpo que sabía desnudo—. ¡Cómo se nota que no los conocen! Son como animales. Siempre andan montando bronca, y luego viene cualquier pijo de la ciudad que dice: «Pobrecillos, estaban enfermos, hay que tenerles lástima, hay que tolerarlos…». ¡Enfermos! ¡Ya sé yo cómo hay que tratar a esa gentuza! Pero, bueno, Sol, ¿dónde estás?
Una sombra se movió a su derecha. Tony se levantó con un respingo. Al volverse, reconoció una silueta desnuda que caminaba hacia una de las ventanas del bar.
—¿Sol?
Ella se detuvo junto a la reja de la ventana. Tony fue tras ella, olvidando las dos cervezas sobre la mesa.
—No te asustes, Sol. Soy yo —le dijo mientras se acercaba—. No tienes nada malo, hazme caso. Tan sólo quieren acojonarnos para que no contemos nada.
El rostro de la mujer se hallaba en sombras, pero su hombro desnudo recibía la escasa luz que se colaba por la persiana rota, creando una composición de claroscuros, volúmenes y depresiones que excitaron todavía más a Tony.
Sol debía de tener la edad de su difunta madre, pero no lo aparentaba. Siempre lo había pensado. Sobre todo cuando la veía en la estación de servicio. La mujer tenía la costumbre de limpiar el parabrisas cada vez que echaba gasolina. Al hacerlo, se estiraba sobre el capó poniendo el culo en pompa. ¡Y cómo se le ajustaban los pantalones! Siempre marcando el «pie del camello», como lo llamaba su amigo Chano. Para él, más clásico, era «el mejillón».
Tony la había catalogado como una hembra hambrienta que había fornicado mucho, pero que sabía que los años no pasaban en balde y veía acercarse el final de sus días de sexo y pasión. Vamos, el tipo de mujer casi desesperada que no se podía permitir el lujo de desaprovechar cualquier oportunidad de darse un buen revolcón.
Y, de hecho, ya se habían dado uno la semana anterior, en el sitio menos romántico posible: los servicios de la gasolinera. Quizá «revolcón» no era la palabra adecuada, porque lo habían hecho de pie. Pero aquel escarceo había confirmado las sospechas del joven: Sol era una fiera sexual.
Estaba ya tan cerca de ella que podía captar el aroma de su transpiración. Todos allí dentro olían a sudor, pero el de Sol era distinto. Tal vez porque lo asociaba con el recuerdo de aquel cuarto de baño.
—No te asustes por lo que te han dicho —susurró—. Uno de esos negros te ha arañado, vale, y todos llevan las uñas sucias. Pero, aparte del tétanos, no creo que vayas a coger nada. —Soltó una carcajada, riéndose de su propia gracia—. Ven, vamos a aprovechar que nos han dejado solos.
Le puso las manos en los hombros. Su piel era suave, pero ahora estaba muy caliente.
«Tiene mucha fiebre», pensó, y estuvo a punto de abandonar.
Ella se dio la vuelta y se enfrentó a él. Tony se quedó sin aliento. En la gasolinera no la había visto bien, pues se había limitado a bajarle los pantalones y el tanga hasta las rodillas antes de penetrarla. Ahora podía contemplar su cuerpo a sus anchas, y lo hizo encendiendo el móvil de nuevo.
Sol tenía los pechos grandes, ligeramente caídos, pero mucho menos de lo que podría pensarse por su edad. Lo más sorprendente era que llevaba el pubis depilado.