La zona (17 page)

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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
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La manera en que el dueño del Saloon desvió la mirada una fracción de segundo hizo pensar a Laura que no estaba siendo del todo sincero.

—Parece que se han puesto al mando.

Escobar hizo una mueca sarcástica.

—Se habrá dado cuenta de que están armados. Cuando alguien me apunta con un fusil, tengo la sana costumbre de no rechistar.

—Calla, que viene —le advirtió su mujer.

Laura se volvió. Mientras Adu seguía en el otro extremo del salón, vigilando a Davinia, Madi se acercaba a ellos a grandes zancadas. Cuando llegó a la mesa, Noelia le ofreció la bandeja con los bocadillos.

Madi levantó una punta del bocadillo para comprobar qué tenía dentro. Al tiempo que lo hacía, los ojos de la joven lo recorrieron de arriba abajo. «No me extraña», pensó Laura. Aquel tipo estaba para mojar pan. Curiosamente, pese a su tamaño y al fusil que llevaba en bandolera, le resultaba menos amenazador que su compañero más bajito, Adu.

Escobar también se había dado cuenta de la mirada un tanto lasciva de Noelia y frunció el ceño. Resultaba fácil deducir que no le hacía ninguna gracia que su hija tonteara con un negro.

—Antes me contaste que sois de una organización internacional —dijo Madi. Pese al acento, su español era casi impecable—. ¿Qué tipo de organización?

—La OPBW —respondió Eric—. Quiere decir…

—Es una organización médica —se apresuró Laura, dirigiendo una mirada a Eric con la que intentó transmitirle: «Aquí hablo yo»—. Se ha decretado una alarma biológica y los militares han acordonado la zona. Nosotros hemos entrado para descubrir qué está ocurriendo aquí.

—¿Una alarma biológica? ¡Por Dios bendito! —exclamó la esposa de Escobar con un punto de histeria en la voz.

—¿Cree que lo que le está pasando a esa gente de ahí fuera puede ser una enfermedad? —preguntó Noelia.

—Sí —respondió Laura—. Y me temo que muy contagiosa.

Madi, que había cogido un botellín de Solán de Cabras para ayudarle a deglutir el bocadillo de atún, miró el cuello de plástico con aprensión antes de beber.

—¿Puede ser algo en el agua?

Si era un terrorista de la organización de el-Malik que había provocado la epidemia, Madi fingía bastante bien.

—No lo creo. De todos modos, yo aconsejaría seguir bebiendo agua embotellada mientras quede y no probar la del grifo.

—Eso es lo que hacemos siempre —dijo Escobar—. Aquí el agua del grifo sabe a rayos.

Madi se encogió de hombros y bebió por fin. Después abrió las fosas nasales, ya de por sí amplias, como si venteara un olor.

—¿Y en el aire? ¿Puede estar en el aire?

Laura había tenido la previsión de despegar el brazalete del traje y enroscárselo en la muñeca. Las fibras ópticas seguían apagadas.

—No lo creo. Esto lo detectaría.

—¿De verdad cree que esa gentuza de ahí fuera está enferma? —preguntó Escobar.

—En realidad, podría tratarse de un ataque terrorista —dijo Eric.

«Ya tuvo que mentar la palabra», pensó Laura.

—¡Terroristas! —exclamó Carmela, llevándose una mano a la boca con gesto de horror y apartándose un paso más de Madi.

—Así que habéis sido vosotros —dijo Escobar, mirando al subsahariano.

—No digas tonterías —respondió Madi, sin perder la calma—. No somos terroristas y lo sabes.

—Es difícil creerlo mientras nos apuntáis con vuestras armas —dijo Eric.

—No te estaba apuntando, amigo, pero es buena idea —repuso Madi, girando el fusil que llevaba colgado al hombro hasta ponerlo casi en horizontal—. Está claro que vosotros sabéis más que nosotros sobre lo que está pasando aquí. Así que nos lo vais a contar ahora mismo.

16

Eric reculó un poco, hasta toparse con el pico de una mesa. Laura hizo un gesto con la mano, como si quisiera apartar el fusil de Madi sin tocarlo.

—Está bien —dijo—. Pero es mejor que se reúna todo el mundo para que les explique lo que sabemos.

Madi asintió, y dio unas cuantas órdenes. Los demás presentes apartaron tres o cuatro mesas, y después colocaron sillas formando una especie de semicorro. Mientras, Laura le dijo a Eric en susurros:

—Por favor, no digas nada a no ser que yo te lo pregunte, ¿vale?

—¿Por qué? ¿Es que he dicho algo malo?

—Tienes tendencia a exagerar las cosas, y no quiero asustar a esta gente más de lo imprescindible.

Eric no lo entendía. ¿Qué pretendía Laura, dosificar la información para evitar el pánico? No tenía sentido: por intensas que fuesen las reacciones de los presentes, no podrían equipararse a la histeria homicida que provocaba la enfermedad en la turba del exterior.

—Tranquila, que cerraré la boca.

—A ver si es verdad.

—¿Qué piensa hacer, doctora? —preguntó Aguirre.

Eric se volvió, algo sobresaltado. El neurólogo se movía de forma tan silenciosa que parecía haberse materializado a su lado como un ectoplasma.

—Informar a estas personas —respondió Laura.

—¿Ha pensado que esos dos hombres podrían ser los causantes de este desastre? —preguntó Aguirre, bajando la voz—. Usted misma ha sugerido la posibilidad de un ataque terrorista.

—Si son terroristas, no vamos a descubrirles nada que no sepan ya.

—Usted sabrá lo que hace —dijo Aguirre. Sin añadir más, se apartó y tomó asiento.

Para mortificación de Eric, Laura le sugirió que él también se sentara en el semicorro, mientras ella ocupaba el centro.

—Así tendrás menos tentaciones de intervenir.

—No soy un metepatas, Laura.

—Claro que no. Pero prefiero que dejes esto en mis manos.

Eric se encogió de hombros. Después, se dio cuenta de que a la izquierda de Noelia había una silla vacía y se apresuró a sentarse en ella. Aunque el
look
gótico no le gustaba, la chica era guapa y parecía simpática.

—¿Te importa que me ponga aquí?

—No, claro que no.

Mientras Laura exponía los hechos, Eric miró en derredor. Sentadas en el semicorro había once personas, incluyéndolo a él, mientras que fuera del semicírculo los dos negros observaban y escuchaban, de pie y sin soltar en ningún momento las armas. A su vez, la sargento Davinia, con gesto severo, no les perdía ojo a ellos.

Eric observó a los presentes: vecinos del pueblo despertados a horas intempestivas por aquella calamidad insólita. Se imaginó que muchos otros habrían intentado llegar a la seguridad de aquel restaurante protegido por verjas de hierro, pero sólo unos cuantos afortunados lo habían conseguido.

Aprovechando una pausa de Laura, el hombre del bigotito y el batín acolchado intervino.

—A ver si lo entiendo. Según usted, estamos rodeados por el ejército y la Guardia Civil. Entonces, ¿por qué no entran a ayudarnos?

Eric se arrimó a Noelia y le preguntó quién era aquel tipo. Ramón Márquez, respondió ella, dueño de una empresa local de transportes que presumía de llevar las frutas de Matavientos y El Ejido hasta la mismísima Noruega. Para ser exactos, Noelia utilizó la palabra «vanagloriaba», lo que hizo deducir a Eric dos cosas: que Márquez no le caía demasiado bien y que la chica poseía cierta cultura.

—Se está siguiendo el procedimiento habitual para estos casos —respondió Laura—. Lo primero que debemos hacer es impedir que el patógeno se propague fuera de lo que llamamos Zona Caliente.

Una mujer de unos cuarenta y tantos años, teñida de rubio y con unas curvas que le daban un atractivo voluptuoso y algo vulgar, soltó una risita nerviosa al oír lo de «Zona Caliente». Llevaba un suéter rojo de punto y unos vaqueros violeta ceñidos con calzador. Noelia informó a Eric de que se llamaba Soledad, pero se hacía llamar Sol, y era una especie de artista local que pintaba cuadros y vendía su propia bisutería. En este caso, Eric creyó percibir que a Noelia le daba un poco de pena.

—La segunda prioridad —prosiguió Laura, ignorando la interrupción de Sol— es identificar al agente infeccioso. Podría ser un virus, una bacteria o una toxina química. Todavía no lo sabemos.

—No me creo nada de lo que dice —contestó Márquez, tocándose el pelo. Se peinaba con una cortinilla para disimular su calvicie, pero saltaba a la vista que esa batalla la tenía perdida.

—Cállate, Márquez, y deja hablar a la doctora —dijo Escobar, tocándose la espalda como si hubiera sufrido otro pinchazo.

—¿Cómo va a ser un virus? ¿Dónde se ha visto en la vida algo así? Lo que pasa es que los inmigrantes se han amotinado otra vez, y la policía nos deja que nos apañemos solos para que no les saquen en los telediarios pegando a esa gentuza.

Sol asintió con vehemencia, como si aquellas palabras las hubiera pronunciado el gran gurú del universo. «Está colada por ese carca —susurró Noelia—. No lo entiendo».

—¡Esto es una vergüenza!¿Es que nos han abandonado para que nos maten a todos?

El señor mayor que acababa de hablar era Elías Gálvez, susurró Noelia, y la mujer que le agarraba la mano era su esposa, Remedios. «Cincuenta años casados», añadió.

—Por favor, cálmense —dijo Laura—. Nadie los ha abandonado. Precisamente estamos aquí para ayudarles.

—¿Ayudarnos vosotros? —preguntó un muchacho de unos veinte años. Las mangas de la camisa azul con el logotipo de Repsol estaban enrolladas para exhibir sus gruesos bíceps y sus tatuajes—. ¡Pero si os han tenido que sacar las castañas del fuego! Ibais a palmarla ahí fuera.

—¡Eso es verdad! —intervino Márquez, y Sol asintió con vigor.

—Ese chaval es Tony —susurró Noelia—. El nieto del señor Elías y Remedios. Un gilipollas total.

—Eso me ha parecido —dijo Eric, que no soportaba que se dirigieran a Laura en ese tono.

—Si es verdad que hay policías y soldados rodeando Matavientos —preguntó Márquez—, ¿por qué no dan señales de vida?

—Se trata del… procedimiento habitual —dijo Laura.

Cada vez se la notaba más vacilante e insegura. Eric pensó que debía de ser por culpa de la hostilidad de aquella gente. Aunque le molestaba que respondieran así a su jefa, no podía dejar de entenderlos. Estaban asustados y desconcertados.

«Como nosotros», añadió para sí. ¿Procedimiento habitual? El Discovery de apoyo se había largado dejándolos solos, y los helicópteros habían desaparecido sin que supieran el motivo.

«Esta gente tiene razón —pensó—. Nos han abandonado».

—¿Por qué has puesto esa cara? —le preguntó Noelia.

—¿Cara de qué?

—De miedo.

«Se me nota demasiado», pensó Eric, tragando saliva. El tópico de la flema británica no se cumplía con él. Cuando jugaba al póquer en la universidad, sus compañeros le decían que era un libro abierto.

—No te preocupes, todo va a salir bien.

—No se preocupen —dijo Laura, casi haciéndole eco—. Todo se solucionará en las próximas horas.

—¿Horas? —exclamó el joven de los bíceps—. ¿Ha dicho horas?

—No os creáis nada. Nos han dejado aquí, abandonados a nuestra suerte para que nos pudramos —dijo Márquez.

Se desató un coro de murmullos apoyando esta afirmación. Los murmullos subieron rápidamente de volumen, hasta convertirse en una algarabía ininteligible.

—¡Por favor! —pidió Laura, levantando los brazos—. ¡Hablen de uno en uno o no habrá forma de entenderse!

¡
CRASSSS
!

Eric dio un respingo en la silla. «¡Han roto el cristal del balcón!». Todos enmudecieron y se volvieron sobresaltados.

Era Adu, que había roto una vitrina de un culatazo. La violencia de su gesto consiguió lo que quería, acallar aquel guirigay.

Aprovechando aquellos segundos de silencio, Madi se acercó a Laura y le tendió un móvil que sacó del bolsillo trasero del pantalón.

—Ten, doctora. Llama a los militares de ahí fuera y pregúntales por qué no han intervenido.

—Me temo que no tiene cobertura —respondió Laura, sin molestarse en coger el teléfono que le ofrecían.

—Es verdad. ¿Cómo lo sabías? —dijo Madi, sin mirar la pantalla.

—Las comunicaciones en la zona están inhabilitadas. Se trata de evitar que cunda el pánico en las poblaciones vecinas, o que gente de los alrededores venga a Matavientos para intentar reunirse con sus familiares.

—¡No tienen derecho a hacer algo así! —estalló Márquez—. ¡Es inconstitucional!

—Como si ese facha tuviera idea de la Constitución —murmuró Noelia.

—La decisión parte de Protección Civil y sigue el protocolo habitual, señor —respondió Laura—. Mientras no se sepa con seguridad qué ocurre aquí, la zona se encuentra sometida a cuarentena.

—¿Y ustedes tampoco tienen medios para hablar con el exterior? —preguntó Escobar. Por la forma en que se retorcía sobre el asiento, debía de estar casi a punto para otra dolorosa visita al servicio.

—He visto que llevaban unos pinganillos dentro de los trajes —dijo Noelia, levantando la voz—. ¿No pueden comunicarse con ellos?

—¿Pinganillos? —preguntó Eric.

La joven se llevó una mano al oído, juntando los dedos como si metiera algo en la oreja.

—¡Ah, el intercomunicador!

—Por desgracia —explicó Laura—, tienen un alcance limitado y dependen de una base central que se ha quedado en el coche.

—Qué casualidad —dijo Márquez.

—¡Nos la quieren meter doblada! —exclamó el joven de la gasolinera.

—¿Por qué íbamos a querer mentirles?

—¡Porque a vosotros os han dejado tan tirados como a nosotros! ¡El puto sistema siempre hace lo mismo!

—Eso es absurdo —repuso Laura—. Hasta el momento, todo sigue el protocolo habitual, ya se lo he dicho.

—¡Y una mierda!

—No hace falta decir tacos, Tony —le reconvino la anciana.

—Haz caso a tu abuela, muchacho —intervino Escobar—. Si nos respetamos todos, las cosas irán mucho mejor.

Laura asintió con la barbilla, dándole las gracias al dueño del Saloon. Eric pensó que Escobar ejercía algún tipo de autoridad entre los demás, ya fuera por su personalidad o por alguna otra razón.

—Pues, con todo el respeto del mundo —dijo Márquez, en tono irónico—, la verdad es que ahora les han dejado tan abandonados como a nosotros. Aquí está claro lo que pasa. Es un motín de extranjeros.

—¡Bien dicho! —le aplaudió Sol.

Márquez la miró de reojo apenas medio segundo y prosiguió:

—Las elecciones están a la vuelta de la esquina y nadie se va a arriesgar a reprimir por la fuerza a todos esos inmigrantes, así que van a quedarse con los brazos cruzados esperando a que esto se calme por sí solo.

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