—Trabajar con estos trajes de aislamiento es muy incómodo, pero piense que, a cambio, tendrá muchas más posibilidades de salir de la Zona Caliente con vida.
—Eso me reconforta, doctora —respondió Aguirre con esa sonrisilla de suficiencia.
Cuando salieron de los vestidores, tres militares se presentaron ante ellos. Eran dos hombres y una mujer, de la edad de Eric o tal vez más jóvenes. La mujer se cuadró delante de Laura. Era algo más baja que ella, tenía complexión atlética y un rostro atractivo en el que destacaban unos grandes ojos negros. Sobre el pecho —algo exuberante, lo que distrajo por un segundo a Eric— llevaba una insignia con tres barras horizontales.
—Se presenta la sargento Davinia Torres —dijo con un suave acento latinoamericano.
Laura sonrió a través de la placa facial de la máscara y le tendió la mano. La sargento se tuvo que cambiar de mano el fusil de asalto para devolverle el saludo. Eric, aficionado a las armas por los videojuegos, observó que era un G36 alemán de calibre 5,56.
—Encantado de conocerles, y muchas gracias por acompañarnos, Davinia.
—Seremos su escolta en la zona, doctores —dijo la sargento.
—El señor Byrne no es doctor —intervino Aguirre.
Eric enrojeció. ¿Por qué tenía que hacer esa puntualización, sin darle tiempo a él a deshacer el malentendido? Desde que trabajaba en la OPBW había comprobado que algunos médicos eran más clasistas que los lores ingleses. Aguirre debía de ser uno de ellos.
—Estoy estudiando medicina —se apresuró a añadir Eric—, pero soy técnico forense.
Davinia sonrió. Tenía los dientes muy blancos, y resaltaban todavía más por lo moreno de su piel. Era guapa, pero no le habría venido mal depilarse un poco las cejas.
—Para nosotros, todos son doctores igual —dijo Davinia, y presentó a sus dos compañeros—. Éstos son el cabo primero Carlos Ruiz y el cabo Miguel Tatay.
Ruiz era bajo, y tenía unos pectorales y unos bíceps que amenazaban con reventar la camiseta de camuflaje. Por sus rasgos, parecía de origen ecuatoriano. El cabo Tatay era más alto y delgado, tenía el pelo del color de la arena y lucía una barba rubia muy recortada. Podría haber pasado por británico de no ser por su seseo sevillano y la forma en que decía «
ehto em’mu shico
» con un acento tan cerrado que a Eric, acostumbrado al deje gallego de su madre, le resultaba difícil entenderlo.
Tras las presentaciones, los tres militares entraron en el contenedor amarillo que hacía las veces de vestuario y sala de descontaminación. Cuando salieron, tenían el mismo aspecto que ellos, a medias entre repartidores de butano y cazadores de extraterrestres. Aparte de los trajes, todos ellos llevaban a la espalda los respiradores, y por debajo unas mochilas cubiertas por el mismo tejido protector, de tal suerte que se antojaban camellos bactrianos. Eric ignoraba qué contenían las mochilas de los militares. En la suya había equipo de primeros auxilios y también algunas provisiones, por si ocurría algún imprevisto y se quedaban aislados en la zona.
«¡Algún imprevisto!», se rio para sí mismo. Todo lo que pudiera ocurrir a partir de ese momento, bueno o malo, sería impredecible. Nada en el adiestramiento ni la experiencia anterior de la OPBW los había preparado para lo que habían visto y oído dentro del vehículo de Protección Civil.
Laura entregó a cada miembro de la expedición un objeto que parecía un tubo de plástico con una muñequera.
—Lleven esto siempre en un lugar bien visible.
Los militares se miraron entre sí.
—¿Qué es? —preguntó el cabo primero Ruiz.
—Un tubo de fibra óptica. Está lleno de anticuerpos alterados genéticamente para dotarlos con proteínas que emiten luz —respondió Laura—. Si en el aire hay bacterias o virus peligrosos en suspensión, el tubo los detecta y se ilumina.
Incluso detrás de dos visores, el del traje y el de la máscara, Eric pudo comprobar por sus gestos que los militares no se habían enterado de nada, así que les brindó su propia explicación mientras se enrollaba el detector alrededor de la muñeca.
—Son como las espadas élficas de
El señor de los anillos
. Cuando veáis que se enciende, es que hay orcos y trolls cerca, así que la recomendación es la misma de Gandalf en las minas de Moria.
—¡Huid, insensatos! —exclamó Tatay, ahuecando la voz.
«Otro friki como yo», pensó Eric.
—Asombroso —dijo Aguirre—. Ésta sí que es tecnología de última generación. Había oído hablar de una empresa farmacéutica americana que trabajaba en ello.
—Ya lo ve, doctor —dijo Eric—. Sólo trabajamos con lo mejor.
—No obstante, creo recordar que esa farmacéutica tenía un problema. Había que utilizar genes humanos, lo cual está prohibido. —Levantó el brazo para mirar el tubo de fibra luminosa y añadió—: Me alegra ver que solucionaron ese problema.
Laura se quedó mirando al médico durante un instante antes de decir:
—La empresa que fabrica esto es Janus. ¿Es que no lo sabía?
Aguirre se encogió de hombros y no añadió nada más.
Cuando ya estaban preparados, un soldado aparcó un todoterreno blindado junto a ellos. La sargento Davinia les explicó que se trataba de un Iveco LMV, también conocido como Lince. Aunque era de color verde, por alguna razón a Eric se le antojó un coche fúnebre. Casi sin darse cuenta, buscó la mirada de Laura.
Ella le puso la mano en el hombro.
—Todo va a ir bien. Entrar, tomar muestras y salir.
Eric pensó en hacer algún chiste, pero se contuvo. Todo lo que decía ahora cualquiera de ellos se oía en los intercomunicadores de los otros cinco, y probablemente también llegaba a los oídos de unas cuantas personas más.
El soldado se bajó del vehículo y le entregó las llaves a Ruiz, el cabo primero. Éste ocupó el asiento del conductor. Laura se sentó a su lado. Aunque el Lince era muy espacioso, le costó cierto esfuerzo entrar por la puerta y acomodarse.
En la parte intermedia se sentaron Eric y Aguirre, y en la última fila los otros dos militares. En circunstancias normales les habría sobrado espacio, pero con los trajes estaban tan apretados como en el metro de Piccadilly Line, y cada vez que se movían se oía el crujido de los tejidos al rozarse.
Eric observó que Laura no dejaba de lanzar miradas de reojo a los fusiles de los militares. No se lo quería decir, pero la notaba algo nerviosa, lo cual no contribuía precisamente a tranquilizarlo a él.
—Laura lo ha pasado muy mal —le había dicho Annia poco antes de que tomaran el reactor para España—. Tienes que apoyarla.
—Puedes confiar en ello —había respondido Eric.
No sabía exactamente qué había ocurrido en Iraq con aquellos terroristas. Tan sólo que Richard Wisse, técnico forense como él, había muerto de una manera espantosa. Laura había escapado con vida, pero con un trauma tan horrible que tuvo que ingresar en una clínica de reposo y retirarse del servicio durante casi un año.
Eric fingía que no lo sabía. Al principio, cuando subieron al avión, había pensado que Laura también fingía que no sabía que Eric fingía. Pero ahora tenía la impresión de que ella creía sinceramente que él ignoraba lo grave que había sido su crisis mental.
Pese a ciertos gestos nerviosos, y a que la había visto ingerir un par de píldoras a hurtadillas, Eric confiaba en que Laura siguiera siendo tan eficaz como siempre. O, más bien, deseaba confiar en ello. Por su parte, y pese a sus sonrisas y chascarrillos, sentía retortijones de miedo en el vientre. Algo increíblemente letal flotaba en el aire de Matavientos —quien le hubiera puesto el nombre a aquel pueblo era un auténtico agorero—, y ellos iban a entrar derechos en la boca del lobo.
—¿Quiénes son ésos?
Aguirre se había girado hacia atrás, incordiando a todos con su maniobra, y señalaba con un dedo enguantado por la ventanilla trasera. A cierta distancia los seguía otro vehículo, un Discovery negro con el emblema de Protección Civil. Los cristales tintados no dejaban ver quiénes eran sus ocupantes.
—Nuestro Doppelgänger —respondió Eric.
—No le entiendo.
—Vaya, doctor, no me diga que alguien tan culto como usted no sabe alemán.
—Sé perfectamente qué es un Doppelgänger. Un gemelo oscuro —respondió Aguirre. Su tono sonaba tan frío como siempre, pero Eric pensó que su pequeña pulla le había molestado y se apuntó mentalmente un tanto—. Lo que no entiendo es por qué nos sigue ese coche.
—Se trata de otro procedimiento de seguridad —explicó Laura.
—Ignoraba que iba a ser una operación tan multitudinaria —dijo Aguirre.
—Y no lo va a ser —respondió Laura—. Ese segundo coche no podrá intervenir en ningún momento, pase lo que pase.
—En ese caso, no parece un gran procedimiento de seguridad.
—Si nos ocurre algo grave, su misión es documentarlo para que le sea útil al siguiente equipo —dijo, intentando aparentar tranquilidad, aunque la misión de aquel vehículo negro le producía escalofríos.
Laura se giró trabajosamente en el asiento. Eric vio que tenía la frente perlada de sudor, pese a que el climatizador marcaba sólo diecinueve grados.
—Bien, señores, lo importante es que a partir de ahora tenemos que funcionar como un equipo bien cohesionado. Vamos a entrar en ese pueblo y a averiguar lo que ha pasado. Si todo va bien, en unas horas habremos terminado y estaremos de regreso en la base. Vamos a hacer nuestro trabajo, y vamos a hacerlo bien.
—¡A tus órdenes, doctora! —contestó Eric con más ánimos de los que en realidad sentía.
Laura se volvió y se ajustó el cinturón de seguridad. Después le dijo al conductor:
—En marcha, señor Ruiz. Directos a la Zona Caliente.
Los dos vehículos avanzaban a media velocidad por la carretera. Los márgenes estaban flanqueados de invernaderos que se erguían como dunas pálidas que el viento agitaba rítmicamente. En algunos tramos en barbecho el sol y la intemperie habían degradado el plástico, y por las aristas rasgadas de los invernaderos asomaban los oscuros tocones de madera vieja y nudosa que sujetaban el entramado de alambres.
No había pájaros posados en aquella red de alambres, como sería de esperar. A decir verdad, no se veía ningún signo de vida animal por ningún lado, ni lagartijas ni insectos revoloteando, ni aves en el cielo. Laura se preguntó si sería consecuencia del patógeno liberado en aquella zona. ¿Tan letal era que afectaba también a los animales?
«Eso es imposible», pensó. A no ser que no se tratara de un agente biológico, sino químico.
—Dígame una cosa, doctora —dijo Aguirre, sacándola de sus pensamientos—, me dijo que era médico legista. ¿Está usted especializada en biopeligrosidad?
—Bioterrorismo.
—¿Y cómo se consigue experiencia en ese campo?
«Para empezar, sufriendo las torturas psicológicas de los terroristas en tus propias carnes», pensó ella. Pero no tenía la intención de contarle al neurólogo nada personal que él pudiera utilizar para manipularla.
—Fue algo casi accidental —respondió Laura—. Ocurrió en 1995. Acababa de terminar medicina y aún no me había especializado. Estaba de vacaciones en Tokio cuando los miembros de la secta Aum atentaron en el metro con gas sarín.
—¿Se intoxicó con ese gas, doctora? —preguntó el conductor.
—No, pero me encontraba cerca de una estación de metro y atendí a varios afectados. Me impresionó tanto que unos seres humanos pudieran utilizar un medio tan vil para dañar a otros que… —Laura se encogió de hombros dentro del traje, gesto que probablemente los demás no apreciaron—. Me apunté como colaboradora voluntaria a la OPCW, la organización madre de la nuestra, que lucha contra las armas químicas. Al mismo tiempo, me especialicé en enfermedades infecciosas, así que cuando se fundó la OPBW, destinada específicamente a combatir la amenaza de la guerra bacteriológica, solicité una plaza, fui ascendiendo hasta conseguir acceso a laboratorios de nivel biológico 4… y aquí estoy.
—Yo he visto imágenes de aquel atentado en la tele —dijo Ruiz, el conductor—. ¡Qué horror debe ser sentir cómo los pulmones te revientan dentro de un vagón atestado de gente!
—Un ataque biológico sería infinitamente peor —dijo Eric, subrayando el adverbio «infinitamente» en su afán constante por dramatizar.
—¿Peor que morir asfixiado?
—El gas es una sustancia inerte. En cambio, los virus pueden adaptarse y mutar, y crear copias de sí mismos hasta el infinito.
—Entonces estamos indefensos ante ellos —comentó la sargento.
—No del todo—dijo Laura, que no quería que las palabras de Eric alarmaran a los militares más de lo estrictamente necesario—. Lo más peligroso de un ataque bioterrorista es que las primeras fases pueden confundirse con un brote de una enfermedad común. Cuando saltan las alarmas, el patógeno ya está tan extendido que puede ser muy difícil controlarlo.
Laura volvió la mirada al frente. Seguían moviéndose entre invernaderos, y todavía no habían llegado al pueblo. El cabo primero Ruiz no pasaba en ningún momento de cuarenta kilómetros por hora.
—Aquí la situación es muy distinta —prosiguió Laura—. Hemos recibido la alerta a tiempo, así que estamos preparados para hacer frente a lo que sea.
—Según Blanco, usted envió hace meses un informe a la Secretaría de Seguridad para advertir de que existía riesgo de un atentado justo en esta zona —dijo Aguirre—. ¿Se refería a un riesgo abstracto o a algún grupo terrorista en concreto?
—Lo segundo, doctor Aguirre. Desde hace algo más de dos años mi departamento está siguiendo los pasos de un sujeto llamado Ibraim el-Malik. Es un líder nigeriano de la tribu edo. El noventa por ciento de los «binis», que es como llaman a los traficantes de ilegales, se concentra en la ciudad de Benin, y elMalik está al frente de todos ellos.
—«Bini» es otro nombre que recibe la etnia edo, doctora.
Eric debió de interpretar que aquella corrección era un ataque contra Laura, porque salió rápidamente en su defensa.
—Lo sabemos de sobra, doctor Aguirre. Pero muchos de los binis que viven en Benin se dedican al tráfico de seres humanos, así que su nombre se ha convertido en sinónimo de esclavistas.
—Tomo nota de ello —repuso Aguirre con tono neutro.
—Antes me ha dicho que estuvo usted en Nigeria, doctor —preguntó Laura.
—Sí, hace mucho tiempo, pero eso ahora no viene al caso. Ha dicho usted que el-Malik es un líder de los edo, o los binis, como quiera usted llamarlos. ¿Qué tiene que ver eso con el terrorismo?