—¿Qué le parecen estas manchas rojizas, doctor Aguirre? —preguntó Laura, usando el
flash
de su iPhone a modo de linterna para alumbrar la frente de Sol.
El neurólogo volvió a acercarse, pero no demasiado.
—Derrames subcutáneos.
—Sigue encajando con los síntomas del ébola —dijo Laura—. Si Eric hubiese podido completar el test, al menos ahora sabríamos algo seguro.
—Quizá sí, quizá no. Lo único evidente es que ella se ha contagiado.
Davinia, que también se había aproximado al ver cómo iluminaban a Sol, susurró:
—Escuchen, no quiero sembrar el pánico entre esta gente, pero ¿no creen que es peligroso tenerla aquí?
—Sólo estamos seguros de una cosa —respondió Laura—. El patógeno no se transmite por el aire.
—¿Y por qué están tan seguros?
—De ser así, toda esta gente ya estaría infectada. Pero lleva razón: ya que no tenemos una sala de aislamiento, sería conveniente apartarla un poco de los demás.
«Por si se vuelve violenta de repente», añadió para sí.
Laura apretó el hombro de Sol, que se había quedado adormilada. Le dio las pastillas y una botellita de agua y le dijo:
—Vamos a llevarla abajo, Sol.
—Abajo. ¿Por qué? —preguntó ella con voz somnolienta.
—Porque… —Laura miró a Eric, como si buscase ayuda.
—Allí podremos atenderla mejor y nadie la molestará con voces ni ruidos —dijo el joven inglés.
—Vale —accedió Sol.
«Qué extraño que acepte con tanta facilidad», pensó Laura.
Al ver que la ayudaban a levantarse y se dirigían hacia la escalera, Madi se plantó junto a ellos con sus largos trancos.
—¿Adónde se supone que van? —dijo, agarrando a Laura por el codo. Al notar el contacto de aquellos dedos, a ella se le puso la piel de gallina. No sabría decir si era una sensación agradable o desagradable. Se mezclaba en ella algo de atracción y peligro.
«Hay más peligro que otra cosa», se advirtió a sí misma. Después le explicó la situación a Madi.
—Esta mujer está infectada —le dijo en voz baja.
—¿Seguro?
—Me temo que sí. Por eso la llevamos al piso de abajo.
—Entonces sácala a la calle —dijo Adu.
—¿Con los demás, allí fuera? —preguntó Laura.
—¿Qué más da? Si se va a poner como ellos, seguro que se llevan bien.
—No podemos hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque soy médico. Y los médicos no abandonan a los pacientes —dijo Laura en tono firme. Por dentro, distaba de sentir tanta seguridad. Aunque trataba de mirar a Adu a los ojos, no dejaba de ver la boca del fusil asomando sobre su hombro.
—Pues entonces vete con ella a la calle,
Obo-Ukhunmwum
, y los cuidas a todos.
—Basta ya, Adu. Deja a la doctora. Ella sabe lo que hace.
Era Madi quien había hablado. Laura levantó los ojos para mirarlo a la cara y movió la barbilla en señal de agradecimiento.
—Si esa mujer se vuelve loca como los demás… —empezó Adu.
—¿Si te entra fiebre a ti, quieres que te echemos a la calle? —preguntó su amigo—. ¿Me echarás a mí,
nwannam
?
Adu bajó la mirada molesto, pero no respondió. Por lo que había observado Laura en aquella peculiar pareja, él era quien hablaba con más vehemencia; pero a la hora de la verdad se imponía la presencia física, o tal vez el carisma de Madi.
Sin esperar a que cambiaran de opinión, Laura puso la mano en el codo de Sol y tiró suavemente de ella hacia la escalera. La mujer la siguió, dócil como una oveja.
A Laura la asombraba la tranquilidad de Sol. Ella, aunque lo disimulara, tenía el estómago contraído por los nervios. «Aguanta un poco más», se dijo. Si se tomaba otro ansiolítico ahora, superaría la dosis mínima y se adormilaría. No se lo podía permitir.
Tenía la certeza casi total de que Sol estaba afectada por la enfermedad. Con los medios de que disponían, poco podían hacer por curarla. Laura no conocía ninguna infección bacteriana que causara tanta mortandad y con tanta rapidez como habían visto en las calles del pueblo. Probaría con los antibióticos, por si acaso, pero no tenía ninguna fe en ellos.
Si se trataba del ébola o alguna mutación, no existía cura. Los tratamientos que se podían dar eran paliativos, como factores de coagulación para prevenir las hemorragias masivas que mataban a los enfermos por hipovolemia.
Por supuesto, no disponían de ellos.
Carmela y Noelia subieron la escalera que llevaba al piso de arriba, donde tenían su vivienda. Poco después aparecieron cargadas con sábanas y un par de edredones acolchados, y con ellos improvisaron un lecho para Sol en la planta baja, junto a la máquina tragaperras.
Cuando la mujer se tumbó dócilmente, Laura le preguntó:
—¿Está cómoda?
—Sí, muy cómoda, muchas gracias. —La mujer se incorporó, apoyándose en el codo derecho, y preguntó—: Creen que he pillado algo malo, ¿verdad?
—No queremos hacer juicios precipitados.
—Yo me encuentro bien.
—Eso es buena señal. Pero si ha enfermado, lo solucionaremos. Ha tenido la suerte de encontrarse en un lugar en el que hay dos médicos. —Laura se volvió hacia Eric, que las había acompañado, y añadió—: Y un asistente sanitario de primera.
—Qué bien —dijo ella con sinceridad.
—Con lo que le hemos dado, la fiebre no tardará en bajarle.
—Gracias.
—Ahora tiene que descansar. Por eso la hemos traído aquí, para que duerma tranquila sin que nadie la moleste. El sueño puede ser la mejor medicina. —Laura le tendió una lata de Aquarius ya abierta. No quería arriesgarse a que se hiriera con la anilla—. Beba. También es importante que se mantenga bien hidratada.
Sol tomó la lata y la miró con cara de pocos amigos.
—¿No podría darme mejor una cerveza?
—Aunque crea que le quita la sed, el alcohol deshidrata. Es mejor que se beba esto.
La mujer asintió. Después probó el Aquarius.
—Está rico —dijo, y volvió a beber, empinando la lata poco a poco hasta que la dejó vacía. Carmela, solícita, fue tras el mostrador y trajo dos más.
Al terminar, Sol volvió a tumbarse. Giró la cabeza y debió de darse cuenta de que los pendientes le molestaban, porque se incorporó para quitárselos. A Laura no le extrañó. Eran muy aparatosos; estaban confeccionados con alambre dorado y rematados por plumas rosas y violetas.
Cuando reparó en la mirada de Laura, Sol dijo:
—Los hago yo misma. ¿A que son bonitos?
—¡Son preciosos! —dijo Laura, fingiendo entusiasmo.
Sol estiró el brazo para entregárselos a Noelia. Cuando ésta iba a cogerlos, Laura le agarró la muñeca. Había visto una gotita de sangre oscura en el gancho del arete.
—Déjelos a su lado. Así no los perderá.
—¿Podría decirle a Ramón que estoy aquí? —preguntó Sol—. Quizá esté preocupado.
—Ya lo sabe, pero se lo diré. —Laura se volvió hacia Eric y añadió con un susurro—: Quédate tú a vigilarla. Pero ten cuidado.
—De acuerdo —asintió su ayudante.
—Parece que se transmite sólo por la sangre, pero no corras ningún riesgo. ¿De acuerdo?
—Que sí, jefa.
Laura subió las escaleras del primer piso junto con Carmela y Noelia. Ya había oscurecido, y la gente buscaba un lugar cómodo en el que pasar la noche. Escobar había accedido a que bajaran mantas y las tendieran en el suelo, pero se negaba a que usaran sus colchones. Por otra parte, Madi y Adu insistían en que todos permanecieran en el comedor, «por cuestiones de seguridad». Las únicas excepciones que habían permitido eran las de Sol y Eric.
Laura se acercó a Ramón Márquez. El empresario había colocado dos sillas, una frente a otra, y se había estirado sobre ellas.
—Sol está abajo.
—Ya. ¿Y qué?
—Se lo digo por si quiere ir a verla.
Márquez arqueó las cejas.
—¿No se la han llevado abajo para que no nos contagie? ¿Y ahora me dice que si quiero ir a verla? ¡Ni harto de vino!
—Si no hay contacto físico, es imposible que Sol contagie a nadie. —A decir verdad, Laura había pensado en la palabra «improbable», pero prefirió dar más impresión de seguridad de la que en realidad sentía—. Creo que ahora ella agradecería tener a un amigo cerca.
—Yo no soy amigo de ésa.
—Pues antes me pareció que entre ustedes había algo.
—¿Una relación? ¡Ja!
Laura se sintió algo ridícula y se ruborizó.
—Lo siento. No pretendía entrometerme en la vida de nadie —dijo, disponiéndose a alejarse. Pero Márquez parecía tener ganas de desahogarse.
—Hace unos años que Sol se aburrió de su marido y se divorció, creyendo que se iba a comer el mundo y que todos aquí íbamos a caer rendidos a sus pies. ¡Ja! Su esposo se lio con una secretaria suya veinte años más joven y se largó de España con el dinero de la empresa, dejándole a ella sólo la casa y cuatro perras. De pronto, Sol descubrió que tenía vocación artística y empezó a hacer baratijas de artesanía que intentaba vender en el mercadillo, y también a pintar cuadros.
—Eso no tiene nada de malo.
—Ya. Lo peor es que se retrata ella misma, y casi siempre lo hace desnuda. ¡Un horror! Como estoy soltero, no hace más que darme la vara a mí. Al parecer, se ha propuesto cazar a alguien que siga pagándole la buena vida. Ya me ha regalado tres de esos adefesios que ella llama «mis obras de arte». Los tengo en el desván, de cara a la pared para no verlos.
—De acuerdo, no baje si no quiere —dijo Laura, haciendo otro amago de marcharse. Tal vez aquel tipo llevara razón; tal vez Sol fuese una de esas mujeres que siguen siendo atractivas pero no saben amoldar su estilo ni sus costumbres a su edad. Quizá incluso era una acosadora a su manera. Pero el desprecio con el que hablaba Márquez sólo hacía que sintiera más pena por ella.
—¡Espere! —la llamó él.
Con un suspiro de resignación, Laura se dio la vuelta.
—¿Qué quiere?
—¿Qué van a hacer ustedes? ¿Es que no hay ninguna forma de contactar con el exterior?
—Ya se lo explicamos antes. Los móviles no tienen cobertura, y a los intercomunicadores les falta alcance.
—Pues alguien tendrá que hacer algo, digo yo.
«En eso sí estoy de acuerdo», pensó Laura, pero respondió:
—Enviar una partida de rescate no forma parte del protocolo de actuación habitual. —«Dios, estoy hablando como una política, usando palabras rimbombantes para encubrir la verdad», se dijo.
—¿Protocolo habitual? ¡Y una mierda!
—No suba la voz, señor Márquez. Hay gente que intenta dormir. Incluida una mujer enferma, aunque a usted no le caiga bien.
—¿Cómo saben los que han acordonado la zona que estamos bien y que no necesitamos su ayuda urgente?
—Espere al amanecer. Creo que entonces todo se solucionará.
—¿Cree? ¿Eso es todo lo que tiene que decir?
—Por el momento, sí.
Laura se apartó de Márquez, que siguió despotricando entre dientes, y cruzó el salón hasta la puerta de la terraza. Allí estaban los dos subsaharianos, sentados en el suelo y con la espalda apoyada contra la pared. Hablaban entre ellos en una lengua extraña, sembrada de sonidos guturales.
«Llevan armas», le advirtió una vocecilla. Armas como las de aquellos integristas.
«Pero parecen razonables», contestó otra voz. Sin duda, no eran como aquellos fanáticos que, cuando ella intentaba argumentar con ellos, la miraban como si fuera un ser de otra especie, una criatura venida de otro mundo.
«Es la atracción de los abismos», insistió la primera voz. Madi era atractivo, peligroso, el chico malo del que se encaprichan las crías del instituto.
«No, no es por eso. Tengo que hablar con ellos porque necesito saber qué pasa aquí».
Mientras mantenía la discusión interior, había llegado hasta ellos. Madi, por señal de respeto o por estar más cómodo, se puso en pie. Adu siguió sentado en el suelo.
—Eso es dialecto edo, ¿verdad? —les preguntó.
Madi levantó las cejas, sorprendido.
—¿Es que sabes hablarlo?
—No. Pero reconozco el sonido del idioma, y también algunas palabras.
En realidad, no estaba tan segura. Cuando preparaba el informe sobre la amenaza bioterrorista en el sur de España había revisado grabaciones de audio y vídeo hechas en Nigeria y Benín, pero su conocimiento del idioma no era ni tan siquiera superficial. Sin embargo, se trataba de una corazonada.
—Pues me temo que te ha fallado el oído, doctora —respondió Madi—. Mi amigo Adu y yo somos nigerianos, pero igbo, no edo. ¡Buen intento!
Laura se ruborizó, en parte por su error y en parte porque se dio cuenta de que el gigante africano la miraba a los ojos, pero también a la nariz y los labios. El llamado «triángulo íntimo». Lo hacía con naturalidad, como si la conociera de toda la vida. Laura no sabía cómo tomárselo. Aquel hombre era guapo, muy guapo a su manera tan distinta de la caucásica. Pero eso no significaba que tuviera derecho a mirarla así.
—De todos modos, aunque no seáis binis, es evidente que sois traficantes de ilegales. Por eso tenéis esas armas. —Ella misma se dio cuenta de que era imprudente provocarlos de esa forma.
—Vaya —dijo Adu, dando unas palmaditas en la culata de su fusil—, la señora es muy lista, ¿eh, Madi?
—Sí, muy lista.
Ah, aquella sonrisa del gigantón. ¿Se estaba burlando de ella? ¿La amenazaba?
—¿Trabajáis para Ibraim el-Malik?
—¿Por qué nos pregunta eso? —quiso saber Adu.
—El-Malik pertenece a Al Qaeda.
—¡El-Malik es un gran hombre! —dijo Madi.
De repente ya no sonreía. «He ido demasiado lejos», pensó Laura.
—Le debemos respeto —prosiguió Madi—. Pero no le obedecemos. Él es musulmán, nosotros cristianos. Además —añadió, dándose una palmada en los pectorales que resonó como un tambor—, sólo nos obedecemos a nosotros. ¡Somos hombres libres!
—No queremos destruir Occidente. Nos gusta como es —dijo Adu desde el suelo—. Rico. Corrupto. Blando. ¡Que siga así muchos años! Es bueno para nuestro negocio.
—¿Y decís que Occidente es corrupto cuando vuestro trabajo consiste en comerciar con seres humanos?
—¿Te parece mal, doctora? Seguro que te gusta la verdura fresca y barata, pero ¿a que tú no quieres trabajar doce horas al día para recogerla?
Laura ignoró la pregunta de Adu.
—¿Cuánto cobráis a cada una de esas personas por traerlas para que trabajen como esclavas?