—¿Qué has dicho, niñata? ¿Cómo te atreves?
—¡Vale ya! —dijo Madi, interponiendo su corpachón entre ambos—. Las discusiones personales, para otro momento. ¿Dónde está tu casa?
Ramón señaló la vivienda contigua.
—Es ésta.
Un callejón de metro y medio separaba ambas azoteas. Para Madi, o incluso para el zanquilargo Eric, era un salto insignificante, pero Noelia y Márquez menearon la cabeza. La propia Laura se asomó. Había una caída de dos pisos. Estaba casi segura de que podía llegar al otro lado, pero…
—Está bien, blanquitos —dijo Madi con una sonrisa—. Os ayudaré.
En el terrado había una especie de caseta de carpintería metálica, un lavadero cerrado por una puerta estriada que tenía un grueso candado. Madi le pidió la maza a Eric, la enarboló sobre su cabeza con una sola mano y descargó un golpe tremendo sobre el candado, que saltó por los aires. Después, le devolvió el arma al joven inglés, tiró de la puerta, la agarró por ambos lados y la levantó para sacarla de los goznes. Al hacerlo, sus trapecios y los músculos de sus brazos se hincharon bajo la piel de ébano.
—Está bueno, ¿verdad?
Laura se volvió hacia Noelia, que la miraba con una sonrisilla pícara. Ruborizándose, se preguntó si tanto se le notaba que se había quedado embobada.
Madi llevó la puerta hasta el borde del terrado y la dejó caer en horizontal. Con un sonoro tañido metálico, la puerta topó con el borde de la azotea contigua. Sobraba más de un palmo por cada lado.
—¡Listo! —exclamó el nigeriano.
—Ingenioso —comentó Aguirre—. Una plancha de abordaje, como el
corvus
de las galeras romanas.
Laura no tenía idea de qué hablaba el neurólogo, pero se dispuso a pasar al otro lado. Davinia se interpuso.
—Es mejor que pruebe yo primero, Laura —le dijo. A lo largo de aquella noche eterna, había dejado de llamarla «doctora».
La sargento cruzó pisando dos veces sobre la puerta, que aunque era de aluminio apenas se dobló bajo su peso. Una vez al otro lado, plantó un pie encima de la plancha metálica para evitar que se moviera.
—¡Vamos! ¡No hay peligro!
Noelia era la siguiente. Laura iba a seguirla cuando reparó en algo raro.
Se volvió. Márquez se había quedado plantado frente al marco vacío de la puerta arrancada.
—¡Márquez! —le llamó—. ¿Qué hace?
Algo se movió dentro del rectángulo de oscuridad.
—¿Adela? —preguntó Márquez con voz insegura—. ¿Eres tú?
—¡Ramón! —lo llamó Laura, recurriendo por primera vez a su nombre de pila—. ¡Aléjese de ahí!
El empresario reculó un par de pasos.
—Es mi vecina Adela… —murmuró.
La sombra cruzó el vano de la puerta, y al hacerlo se materializó bajo la luz del sol. Era una mujer cubierta de sangre, con las ropas reducidas a jirones y los ojos oscuros y vesánicos de los infectados. Bajo la piel desnuda y cuajada de manchas, sus músculos se tensaron como cuerdas.
Y saltó.
Laura gritó un aviso, pero fue incapaz de acercarse a Márquez. En realidad, no veía a una mujer: en su cabeza, la tal Adela era como una enorme bolsa de transfusiones llena de sangre oscura y plagada de virus letales.
La vecina de Márquez chocó contra éste y lo derribó, aunque debía de pesar poco más de cincuenta kilos.
—¡No, Adela! —gritó el empresario.
La mujer le mordió justo en la nuez y movió la cabeza a los lados, hozando en su cuello como un jabalí que busca trufas. El chillido de Márquez se convirtió en un gorgoteo estremecedor. Su atacante se apartó, llevándose entre los dientes un trozo de carne. De la garganta de Márquez brotó un chorro escarlata, un borbotón de sangre arterial que bañó la cara de la infectada.
Todos gritaron a la vez, pero sólo Madi y Davinia reaccionaron. El nigeriano se plantó junto a la mujer en tres zancadas y le dio un culatazo que la levantó del suelo y la hizo caer sentada al borde del vano de la puerta. Mientras, Davinia cruzó corriendo sobre la puerta de aluminio para ayudarle.
Laura se quedó inmóvil. La sangre le latía en las sienes y sentía las manos heladas. «¡No, no! —dijo una voz interna que resonaba como el eco en un pozo—. ¡Tienes que hacer algo!».
Márquez se revolvió en el suelo. Sus ojos se encontraron con los de Laura. Tenía el rostro mortalmente pálido y la sangre seguía manando a borbotones, ahora arterial y venosa mezcladas.
«Le ha desgarrado a la vez la carótida y la yugular».
Aquel pensamiento fríamente anatómico la sacó por fin de su marasmo. Echó a correr y se arrodilló junto a Márquez. ¿Con qué podía taponarle la herida? Dudó sólo un segundo y se quitó su propia camiseta, quedándose en sujetador.
Intentó contener la hemorragia, sabiendo que era en vano y que aquella sangre podía contener patógenos transmitidos por su atacante. Sin embargo no podía resistirse a su condicionamiento como médico. Era casi un instinto para ella: aun a riesgo de su vida, debía hacer todo lo posible por salvar la de aquel hombre.
Algo se movió a su derecha. La mujer infectada se revolvió en el suelo como una serpiente, agarró a Madi por la pantorrilla e intentó morderle con aquellos dientes manchados de sangre propia y ajena.
El nigeriano sacudió la pierna, tratando de quitársela de encima. Pero ella se había aferrado como una sanguijuela. Madi siguió forcejeando y, al querer apartarse, perdió el equilibrio y cayó al suelo.
La criatura que había sido Adela antes de que el patógeno destruyera su cerebro reptó sobre el cuerpo de Madi. Sus ojos, rodeados por un halo de venas reventadas, se clavaron en los suyos. Su boca abierta destilaba espesas babas negras. Gruñía como un perro rabioso al que le quieren quitar la comida.
Cuando iba a morder la pierna de Madi, Davinia se plantó junto a ella y, usando la maza a modo de
driver
de golf, la golpeó en la sien. Se oyó un crujido de huesos rotos y la mujer cayó a un lado. El nigeriano logró librarse por fin de ella y, mientras se apartaba culeando, le disparó dos tiros en el pecho casi a bocajarro.
Después se puso de pie y miró a Davinia.
—Gracias —le dijo, levantando un pulgar.
Laura no podía apartar los ojos de la vecina de Márquez. De su pecho brotaba una sangre oscura y espesa como lodo.
«Esto no puede estar pasando».
Tras tapar la herida de Márquez, le había dado un masaje cardiaco que sabía estéril, todo ello mientras observaba como una espectadora más la lucha entre Madi y la infectada. Ahora volvió a apretar el pecho del empresario.
—Está muerto, Laura. Ya no hay nada que hacer.
Miró hacia arriba. Eric le tendía una mano para ayudarla a levantarse. Pero al verla, algo le hizo apartarse por instinto.
Laura se miró y comprendió qué ocurría.
—Doctora —le dijo Aguirre—. Está cubierta de sangre.
Laura se miró las manos. Las tenía ensangrentadas, sí. Pero era demasiado pronto para que la infección se hubiera extendido por el cuerpo del desdichado empresario.
«Eso es lo que quieres creer», se dijo horrorizada.
Lentamente, Noelia cruzó la puerta de metal que unía ambas terrazas. No pudo evitar mirar abajo: tenía vértigo, pero al mismo tiempo sentía fascinación por las alturas. Le ocurría con todo lo que le parecía peligroso. Por eso adoraba las películas de terror, aunque luego tenía que dormir con las ventanas cerradas en pleno verano por temor a que Drácula se colase convertido en una nube de vapor. Por eso le atraía tanto Madi, un traficante moderno de esclavos que no vacilaba en disparar y que con una sola de esas manazas podía partirle el cuello como una rama seca.
Y por eso se acercó ahora a ver a la infectada.
Sí, era Adela. La dueña de la farmacia, una mujer soltera, de cuarenta y tantos años, delgada, simpática. «Tú ignora a la gente y viste como quieras —le solía decir—. Pero hazme caso: sal de este rincón dejado de la mano de Dios. Tú vales demasiado para todos estos cafres». Y no se refería a los inmigrantes, sino a los naturales de Matavientos.
Ahora era Adela y a la vez no lo era. Tenía los ojos muy abiertos, tan llenos de manchas negras que apenas se distinguía el blanco. Sus dientes se proyectaban hacia delante como los de un tiburón. Tenía varios rotos. ¿Qué o a quién habría mordido? En el pecho se veían dos grandes orificios por los que seguía manando sangre, aunque cada vez más despacio, como si aquel fluido negruzco se coagulara sobre la marcha.
—Deberíais dispararle en la cabeza —dijo la muchacha.
—Eso es una tontería —dijo Eric.
Aún no había acabado de decirlo, cuando el presunto cadáver volvió a la vida y se lanzó hacia la pierna de Noelia como un muñeco impulsado por un resorte. La joven saltó hacia atrás, y los dientes ensangrentados chocaron en el aire con un sonoro chasquido a un palmo de su espinilla.
Madi apartó a Noelia y acercó el cañón de su fusil a la cabeza de Adela. ¡
Bang
!
Noelia cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, Adela yacía boca abajo en el suelo. La mitad posterior de su cráneo era un gran boquete rojo y negro, y había un charco de sangre detrás de ella, en el suelo que llevaba al hueco vacío de la puerta.
Pensó que debería haber vomitado. Sentía una pena enorme al recordar a Adela sonriéndole en la farmacia, y por otra parte no podía dejar de mirar su cadáver con una fascinación que ni ella misma comprendía.
—Apartaos.
Al oír la voz grave y áspera de Madi, se volvió. El nigeriano se había acercado al cuerpo de Márquez, y le estaba apuntando a la cabeza.
—No es necesario —le dijo la doctora—. La mujer se movió porque las balas no debieron de alcanzarle en el corazón. Pero Márquez está muerto. No se levantará.
—Por si acaso —respondió Madi.
Todos retrocedieron.
«No cierres los ojos ahora», pensó Noelia. Quería ver el momento exacto en que la bala destrozaba el cráneo de Márquez. No porque le cayera mal, que así era, sino por una extraña necesidad.
Se fijó en el dedo negro que iba apretar el gatillo, y luego miró la boca del fusil. Pero en el último momento hubo algo que le hizo desviar la mirada.
Aguirre. El médico delgado que parecía vivir en un mundo aparte de los demás.
¡
Bang
!
Noelia dio un respingo y, pese a que lo intentó, no pudo evitar parpadear. Pero aunque durante una fracción de segundo dejó de ver, reparó en algo que le llamó la atención. Todos, incluso Davinia, que era militar, se habían sacudido más o menos al oír la detonación. El único que no se había alterado en lo más mínimo era Aguirre.
El médico se dio cuenta de que Noelia lo vigilaba, y la miró a la cara. Ella intentó mantener los ojos clavados en él, pero pasados unos segundos comprendió que era imposible. Se sentía taladrada, desnudada hasta el alma y, al mismo tiempo, ignorada. Como una lagartija contemplada por un humano, o como un humano observado por un dios del Olimpo.
—Ven, doctora.
La voz de Madi le sirvió de excusa para apartar la mirada. El gigante agarró el antebrazo de Laura y tiró de ella hacia el hueco de la escalera. «¿Qué pretenderá?», pensó Noelia con un súbito ataque de celos que ella misma comprendió que era absurdo. La doctora, que se había quedado en sujetador, tenía un tipazo. Mejor que ella, a la que le salían cartucheras cada vez que se pasaba con los dulces.
«También tengo más tetas», pensó, y de forma inconsciente enderezó la espalda para sacar pecho. Pero no parecía muy lógico que Madi se hubiera llevado a Laura para echar un polvo con ella allí dentro.
Todos se apartaron de los cadáveres, salvo Aguirre, que se acercó a Adela y se agachó junto a ella. Sin tocarla, examinó sus heridas, mientras asentía para sí mismo. Después sacó una diminuta libreta del bolsillo de su pantalón y anotó algo con letra de miniaturista.
Reinó un silencio sobrecogido durante más de un minuto. Márquez no se había ganado las simpatías de nadie. Pero, de algún modo, todos sentían que había muerto un compañero, un miembro de aquella breve expedición. Incluso Noelia, que lo aborrecía, no dejaba de pensar: «Esto me puede pasar a mí».
Al cabo de un rato apareció la doctora. Al verle las manos limpias, Noelia comprendió a qué habían bajado Madi y ella: a buscar un grifo donde se pudiera lavar. «Pero si es una infección de verdad —pensó—, sólo con agua y jabón no se le va a quitar».
El inglés pelirrojo que daba la impresión de querer ligar con Noelia, pero que no hacía más que mirar a su jefa, se quitó la camiseta y se la dio a la doctora.
«Está bastante mejor de cuerpo que de cara», pensó Noelia al ver que se le marcaban los abdominales y tenía el pecho depilado. Ella misma se dijo que era un pensamiento absurdo en una situación así, pero se le pasó por la cabeza. «Y a la doctora también», añadió para sí al ver la rápida barrida con que Laura escaneó el torso desnudo de Eric.
—No creo que haya problema —dijo la doctora. Aunque quería parecer serena, le temblaba la voz y estaba tan pálida como si se hubiera maquillado de gótica. Noelia la comprendía. Había que tener valor para lanzarse a ayudarle como lo había hecho.
Eric agarró a la doctora por las muñecas y le examinó las manos.
—No tienes ningún rasguño. Aunque hubiese algún patógeno en la sangre de Márquez, no podría haber entrado en tu torrente sanguíneo.
—¿Dicen lo que creen, o lo que quieren creer? —preguntó Aguirre.
Cuando la doctora parecía a punto de responder, sonó un ruido muy fuerte tras la puerta, como si alguien arrastrara algo muy pesado. Segundos después apareció Madi.
—Por aquí no saldrá nadie más. ¡Vamos!
Volvieron a pasar sobre la puerta metálica, y Noelia se asomó una vez más al pequeño abismo que cruzaban. Luego se plantaron en la terraza de Ramón Márquez,
R.I.P
. Cuando llegaron al extremo y se asomaron, vieron el solar que separaba la zona residencial de las grandes naves grises donde dormían los inmigrantes.
La Transporter de color azul hielo estaba allí aparcada, tal y como Márquez les había asegurado. Pero por el descampado pululaban los infectados, veinte o treinta por lo menos.
—Alguien tendrá que correr mucho para abrir la puerta, arrancar y acercarla a la casa —dijo Aguirre.
Sólo entonces cayeron en la cuenta de que para entrar en la furgoneta y arrancar necesitaban las llaves.
Regresaron junto al cuerpo de Márquez. Nadie parecía decidido a tocarlo. Laura tragó saliva. Había manipulado muchos cadáveres, empezando por la Facultad de Medicina, y había realizado autopsias a cuerpos tan descompuestos que prácticamente se deshacían bajo el bisturí.