Cuando era niño, Madi había visto cómo los cercopitecos de nariz blanca se comunicaban mediante alaridos al ver un águila sobrevolando los árboles. Ahora ocurrió lo mismo en la explanada. La diferencia era que los monos huían después, mientras que los infectados, al escuchar los gritos, se lanzaron hacia Adu.
Nadie parecía mirar a la casa, de modo que Madi se aventuró a salir al descansillo exterior. Davinia lo siguió, apuntando con el fusil a uno y otro objetivo, como si no se decidiera por cuál era el más peligroso.
—No dispares, sólo si no hay más remedio —advirtió Madi.
—¡Ya lo sé!
Los recuerdos son como un montón de arena dentro de la mente de Daren. Un viento abrasador los arrastra y esparce en el vacío sin que él pueda hacer nada para impedirlo.
«¿Cómo retienes la arena entre los dedos? Cuanto más aprietas más rápida se va».
Y aquel huracán que no cesa.
Daren ya ha olvidado toda su niñez en Guinea, pero aún recuerda el rostro de su esposa y de su hijo. Una imagen temblorosa y desenfocada que se aleja de él. Ella sujeta al niño con un brazo y agita el otro en el aire, le dice adiós, pero está cada vez más lejos y una nube de polvo los envuelve. Su esposa se llama Jwahir, de eso está seguro, pero no puede recordar el nombre de su hijo. Y la imagen de los dos está cada vez más lejos, al final de un camino de tierra que no deja de alargarse.
Él va en la caja de un camión, y el polvo que levantan las ruedas envuelve a su familia y cuando se dispersa ya no están. Le queda el sentimiento, mucho más fuerte que una imagen o un recuerdo, el impulso visceral de viajar a Europa para trabajar duro y ganar mucho dinero para ellos. Ese impulso se ha convertido en el único eje alrededor del cual gira su vida a partir de entonces. Es su responsabilidad como hombre el darle lo mejor a su familia.
Aunque ya no pueda recordar sus rostros ni sus nombres.
Viaja en camión hasta Bamako, y de allí hasta Adrar, y luego Melilla, y por fin cruza el Estrecho y llega a las costas de Almería. ¡Europa! No recuerda las ciudades, pero sus nombres no los ha olvidado porque son las etapas de su largo viaje y cada uno de ellos se convierte en una obsesión en su mente.
En Almería trabaja en los invernaderos y luego duerme a la intemperie, en las casetas donde guardan el material. Un día le ofrecen una litera en una gran nave llena de gente. Daren se siente feliz de dormir bajo techo. Siente que está progresando, y sentado en su litera le escribe una carta a su mujer. «Todo va bien», le dice.
Todo va bien. Recuerda ese sentimiento de felicidad, porque los sentimientos son lo último que se borra en su mente. Todo va bien. Pronto tendrá dinero para traer a los suyos a Europa. Todo va bien.
No se puede ser más feliz. Piensa en muchas cosas entonces, pero todas las ha olvidado, sólo recuerda ese sentimiento.
También recuerda el día en el que intenta levantarse para ir a trabajar y no puede. Le duele todo el cuerpo. Siente hormigueos en los brazos y en las piernas y su frente arde con la fiebre. Lo recuerda muy bien porque a partir de entonces todo se convierte en presente y cree estar siempre en ese mismo instante. El momento en el que quiere levantarse de la cama e ir a trabajar y no puede.
Todo se ha convertido en un confuso «ahora» desde entonces.
Parpadea.
«¿Cómo retienes la arena entre los dedos? Cuanto más aprietas más rápida se va…».
Su familia está al fondo de un largo y polvoriento túnel. Es como mirarlos a través del ojo de un huracán. Hace esfuerzos desesperados por concentrarse en ellos, pero es imposible.
Una mujer con un niño en sus brazos. Son estatuas hechas de arena y el torbellino las está deshaciendo ante sus ojos. Cuanto más intenta concentrarse en ellos más rápido desaparecen.
Parpadea y ve algo muy extraño. Es un hombre plateado que camina ante él. Un hombre cubierto de metal brillante en el que destella el sol. Al verlo siente que todo lo demás desaparece y esa imagen ocupa toda su mente. Su mente está vacía de todo excepto por la figura plateada que cruza frente a él, desafiándole.
«Tú, ¿quién eres?», intenta decir. Pero sus palabras se pierden en el torbellino del «ahora».
Dentro de él hay algo que quiere decir: «Ayúdame». Pero ya no sabe lo que es él. No queda un «yo», ni por tanto un «me».
Ya no hay pensamientos, sólo chispazos ocasionales, palabras sin sentido que se forman en su mente. Siente un odio y una furia incontenibles contra el hombre plateado. Cada nervio de su cuerpo grita de dolor y de rabia. Ya no consigue pensar. Un sentimiento de ira lo domina todo como un velo rojo y pegajoso. Grita y corre hacia él.
«Tú, tú, tú… Muere, muere, muere…».
Extiende las manos que son como garras. Quiere destrozarlo, arrancarle la carne de los huesos. Sabe que es su enemigo, que representa un peligro para él. Su presencia le duele, le desafía. No puede pensar, pero algo le dice que tiene que destruirlo, hacerlo desaparecer de su mente para volver a pensar. Quiere recordar quién es él. Quiere recordar la estatua de arena que se deshacía ante sus ojos. Siente que eso era importante, pero ya no entiende por qué.
El hombre brillante está tocando la puerta de un coche. Pero no se va a escapar. Daren, que ni siquiera recuerda su nombre, tan sólo quiere alcanzarlo, y mientras corre gruñe como un animal. Si alguna vez supo articular palabras, todas se las llevó el viento.
«La mejor forma de comer sopa caliente es muy poco a poco», pensó Adu. Cuando llegó junto a la portezuela de la furgoneta, recordó aquel proverbio que solía pronunciar su abuela. Pese al casco y al sonido de su propia respiración, oía perfectamente las pisadas detrás de él,
chass, chass, chass
, pies descalzos aplastando la arena del descampado. Y, sobre todo, los alaridos.
Pero no era sólo a su espalda. También a izquierda y derecha, y al otro lado de la Transporter. De pronto se había convertido en el centro de interés de todos aquellos descerebrados.
Si se dejaba llevar por el pánico, si no hacía las cosas con calma y se comía la sopa poco a poco, estaba perdido.
Introdujo la cuchilla por la rendija de la ventanilla del conductor, y la movió arriba y abajo hasta que notó que se enganchaba.
La visera del casco se le había vuelto a llenar de vaho, y se la levantó de un manotazo. No era extraño: estaba empapado de sudor. En la vida se le habría ocurrido que tendría que forzar la puerta de un coche con las manos dentro de unos guanteletes.
Chass, chass, chass
. Las pisadas sonaban ya muy cercanas. Oyó un gruñido, como el de un dóberman que se lanza a morder.
«Madi, hermano, cúbreme».
Alguien lo empujó por detrás con tal violencia que se dio un cabezazo contra el cristal. Adu, concentrado en la cerradura, tenía la lengua fuera, y se la mordió. Mientras notaba el sabor metálico de la sangre en la boca, su atacante se colgó de él como una fiera enloquecida. Adu notó o más bien oyó cómo sus dientes y sus uñas rechinaban sobre la armadura. Un sonido tan lancinante como una tiza chirriando contra un encerado.
Adu escupió sangre sobre el cristal de la ventanilla, se bajó de nuevo la visera y, sin volverse, golpeó hacia atrás con el codo. El infectado, un negro joven al que vio reflejado en la ventanilla, recibió el impacto en el pecho y lo soltó. Pero a cambio otro, un anciano de aspecto marroquí, se lanzó contra él por la izquierda y le mordió en el brazo. Adu se asombró de su estupidez: el viejo clavó los dientes con tanta fuerza en el metal que se rompió los incisivos. Sin acusar el dolor, estiró la mano hacia el rostro de Adu, buscándole los ojos con las uñas y topándose con el visor de plástico.
¡
Bang
!
Casi antes de oír la detonación, Adu vio el salpicón de sangre oscura en la ventanilla de la Transporter. El viejo giró los ojos dentro de las órbitas, dobló las rodillas y cayó al suelo.
Adu volvió la vista hacia la casa. Madi y Davinia seguían apuntando con los fusiles. ¿Cuál de los dos había disparado?
El joven negro que lo había atacado en primer lugar lo empujó una vez más contra la portezuela. La armadura rechinó contra la carrocería, dejando dos rayajos que habrían enfurecido a Márquez de seguir vivo. Adu se revolvió. Aquel loco intentaba arrancarle el casco. Era un muchacho muy joven y fuerte. En sus ojos no había ningún propósito, tan sólo ira.
Adu apoyó la espalda en la furgoneta y se defendió con los puños y los pies. La armadura entorpecía sus movimientos, pero a cambio los golpes eran más contundentes. Le dio un puñetazo en el rostro a su agresor y sonó como un melón reventado. La mandíbula se le descolgó hacia la izquierda, le saltaron varios dientes y brotó un borbotón de sangre oscura. Tenía la cara blanda y medio podrida por la enfermedad, comprendió Adu.
Pero el joven no se inmutó y volvió a atacarlo con furia renovada. Era como una maldita pesadilla. Igual que Madi, Adu había combatido y matado más de una vez, pero nunca había tenido que pelear con tanta brutalidad.
Se oyó una segunda detonación. Esta vez Adu pudo ver perfectamente quién disparaba: Madi, rodilla en tierra. Se estaba arriesgando mucho, porque Adu tenía a aquel demente justo encima y podía darle a él por error. Pero la cabeza del joven guineano reventó, y el cuerpo cayó a un lado, desmadejado.
«Muere… Muere… Muere…».
Daren nota el dolor, pero no le pertenece. Oye el chasquido de su mandíbula al romperse, nota cómo se le aflojan los dientes en las encías y el sabor de la sangre espesa, todavía más sangre llenando su boca. Pero esas sensaciones no le afectan, le son tan ajenas como los gritos que lo rodean, no guardan ninguna relación con un «yo» que cada vez es más pequeño y está más aislado, como el fruto de una minúscula nuez rodeado por paredes que se reducen.
La luz, la luz que recubre a su enemigo, esa ropa brillante, eso es lo único que le hace daño de verdad, aunque no sabe por qué.
«Muere… Muere…».
De pronto todo estalla en su interior. Una luz mucho más cegadora se abre paso en los restos de su cerebro, un estallido inmaterial y cálido que empieza desde su nuca y se extiende a su visión teñida de manchas de sangre.
«Ven, Daren, ven».
Su mujer y su hijo le hacen señales desde el fondo del túnel. Daren, ése es su nombre. Tras un último chispazo, la consciencia brevísima de que hubo un «yo» llamado Daren —una consciencia que estalla en cinco fuegos artificiales, un cohete por cada letra del nombre—, el viento del olvido sopla con fuerza y se lleva los últimos granos de arena de quien alguna vez fue un hombre.
Y su cadáver se desploma con un proyectil de plomo alojado en los restos degenerados de su cerebro.
Otros infectados se abalanzaban hacia Adu desde los lados, pero acababa de ganar un respiro de tal vez cinco segundos. Se dio la vuelta y volvió a forcejear con la cuchilla. Estaba jadeando y el sudor salado se le metía en los ojos.
¡
CLAC
! ¡Por fin!
Abrió la portezuela y trató de meterse en el vehículo a toda prisa. ¡Maldita armadura! De momento le había salvado, pero era una tortura maniobrar con ella, como si tuviera enanitos colgados de los brazos y las piernas que tiraran de él para impedir sus movimientos. Logró sentarse en el asiento del conductor y cerró la puerta. Justo a tiempo: una mujer negra y gruesa aporreaba el cristal con las manos y la cabeza.
«Si insiste, lo romperá», pensó. Trató de meter los brazos bajo el salpicadero para hacer un puente con los cables de arranque, pero le era imposible.
Mientras tanto, una manada de locos rodeaba la Transporter y la zarandeaba de un lado a otro. ¿De dónde demonios sacaban tanta fuerza si eran enfermos a punto de morir? «La chica tenía razón, son zombis», pensó. Jadeando, con el corazón a punto de estallar por el esfuerzo, el calor y el miedo, se quitó el casco y luego los guanteletes.
—Mierda, mierda, mierda —murmuraba entre dientes.
Por fin encontró los cables y, a ciegas, los manipuló para hacer saltar la chispa. Notó un calambre en los dedos, pero le supo a gloria. El motor arrancó, y Adu apretó el acelerador para evitar que se calara.
—¡Bien por ti, Adu! —se felicitó a sí mismo.
La mujer negra, que debía de pesar casi cien kilos, cayó sobre el capó con un sonoro golpetazo. Tenía el rostro ensangrentado y surcado de profundos arañazos, pero lo que más horrorizó a Adu fue que la mitad de su cuero cabelludo estaba arrancado y doblado hacia atrás como la visera de una gorra. La mujer aporreó el parabrisas con los puños, mientras sus ojos ensangrentados lo miraban con odio.
Adu metió marcha atrás y aceleró. La mujer resbaló sobre el capó e intentó aferrarse a él con las manos a modo de garfios. Adu imaginó más que oyó el rechinar sobre el metal y vio cómo dos uñas se desprendían de los dedos. En los lados de la furgoneta seguía habiendo zombis agarrados. Adu giró hacia un lado y dio tal frenazo que su propia nuca chocó con violencia contra el reposacabezas. La brusca sacudida en la columna vertebral hizo que la vista se le nublara durante unos segundos. Sin esperar a que se le despejara, metió primera y dio otro brutal acelerón.
—¡Jodeos, mamones! —exclamó, al ver que se había librado de todas esas lapas. Había descubierto hacía tiempo que el español era una lengua muy satisfactoria para insultar.
—¡Ese cabrón lo ha conseguido! —exclamó Madi, levantando el fusil sobre su cabeza.
La furgoneta se precipitó a toda velocidad hacia la casa. Muchos de los infectados habían quedado tirados en el suelo; pero los demás corrieron detrás del vehículo entre alaridos, e incluso los derribados se levantaron para sumarse a la persecución.
—¡Hay que montar rápido! —dijo Madi.
Todos habían salido ya de la casa. Bajaron las escaleras y corrieron hacia el borde de la acera. La furgoneta salió del descampado, entró en la calle asfaltada y giró a la derecha con tal violencia que el rechinar de los neumáticos acalló incluso los chillidos del grupo de infectados. Adu no calculó del todo bien la maniobra. La rueda delantera, que humeaba y olía a quemado, se subió a la acera y pasó a apenas un palmo del pie de Madi, que tuvo que saltar hacia atrás para esquivar el retrovisor.
La puerta del conductor se abrió. Adu salió de un salto y, entre maldiciones, empezó a quitarse las piezas de la armadura y a arrojarlas lejos de sí.
—¿Qué haces? —exclamó Madi—. ¡No hay tiempo!