Pero en los últimos tiempos siempre lo había hecho en un ambiente esterilizado y dentro de un traje de aislamiento presurizado.
—Yo lo haré —dijo de todos modos.
Estuvo a punto de añadir: «Ya me he manchado con su sangre», pero no lo hizo. No quería recordárselo a los demás para evitar que la apartaran como una apestada. ¿Era una irresponsabilidad? Volvió a mirarse las manos y los antebrazos. No tenía ningún arañazo, ni siquiera un simple padrastro en las uñas. Si el patógeno se transmitía por vía sanguínea o por otros fluidos, estaba segura casi al cien por cien de que no se había contaminado.
Se agachó junto a Márquez, cuidando de no pisar el charco de sangre. Ésta presentaba un aspecto normal; no así la que había brotado del cuerpo de la mujer infectada, que recordaba al alquitrán.
El empresario llevaba todavía el batín acolchado con que lo había visto la primera vez en el comedor del Saloon. Laura buscó en los bolsillos y no encontró nada, excepto pañuelos de papel arrugados, algunos palillos usados y un trozo de seda dental. Curioso: parecía obsesionado por la higiene de su boca, pero se guardaba los restos en el bolsillo.
Aflojó el cordón y abrió el batín. Debajo llevaba un pijama de rayas azules y verdes. Los pantalones no tenían bolsillos. Lo agradeció: estaban empapados con la orina y las heces que el desdichado había evacuado en el momento de su muerte. El pijama tenía un pequeño bolsillo en el pecho. ¡Bingo!, pensó al meter los dedos. Pero la llave que tenía dentro no era de coche, sino de la puerta de una vivienda.
—No las lleva encima —concluyó, levantándose.
—¿Cómo es posible? —preguntó Eric—. Nos dijo que tenía la furgoneta a punto para arrancar.
—Si salió corriendo de noche y con esta ropa, no parece muy lógico que se detuviera a coger las llaves de la furgoneta —dijo Aguirre—. Lo más normal es que las guarde en algún lugar de su casa.
Todos se volvieron hacia la terraza de Márquez, la misma que acababan de cruzar. Allí también había un lavadero cerrado con carpintería metálica. Al parecer, en su momento los construyeron en serie.
Del último que habían abierto había salido la infectada que acabó con la vida de Márquez. ¿Qué ocultaría esta caseta en su interior?
—Tenemos que entrar ahí —dijo Madi.
Eric meneó la cabeza a los lados y cruzó los brazos sobre su torso. Tenía la piel muy blanca, y Laura pensó que si no se ponía pronto una camiseta se quemaría los hombros y la espalda.
—Me parece una locura —dijo el joven inglés.
—No hay más remedio si queremos encontrar la llave —repuso Madi—. Además, para llegar a la furgoneta tenemos que bajar de estas terrazas.
—No creo que encontremos a nadie —dijo Noelia—. Márquez vivía solo. Era un tío muy raro.
—No quiero parecer cobarde —insistió Eric—. Pero, aunque viviera solo, ¿creéis que cuando salió de la casa para ir a refugiarse al Saloon se acordaría de cerrar la puerta de la calle? Porque si la dejó abierta, el lugar puede estar infestado de zombis.
Noelia sonrió al ver que Eric utilizaba su expresión. A Laura no le parecía técnica ni respetuosa, aunque entendía que los demás vieran así a los infectados. Sobre todo tras presenciar cómo Adela, a quien había creído muerta tras los dos disparos, se levantaba para atacar a Madi.
—No podemos preguntarle a él —dijo el nigeriano, señalando el cadáver con el cañón de su arma—, así que no hay más remedio que entrar a ver. Como dice Noelia, no hay otra forma de llegar a la calle.
—Aunque entremos, es posible que no encontremos esas llaves —dijo Aguirre—. En una casa hay miles de escondrijos posibles.
—Yo las mías las dejo junto a la entrada, en un llavero que tengo para no olvidarlas —repuso Laura.
—Márquez era muy desconfiado —intervino Noelia—. Siempre estaba diciendo que no se puede uno fiar de los moros ni los negros. Lo decía él, no yo —añadió, dirigiéndose a Madi, que se encogió de hombros, como diciendo: «A mí me da igual»—. Pero me extrañaría que tuviera las llaves tan cerca de la puerta.
—Lo que significa que será como buscar una aguja en un pajar —dijo Aguirre.
—¿Para qué quiere buscar alguien una aguja en un pajar? —preguntó Eric. Noelia soltó una carcajada.
—Para nada. Es una frase hecha.
Madi se apartó de ellos, cruzó hasta la terraza de Márquez y se acercó a la caseta metálica. Por un momento pareció que iba a derribar la puerta, como había hecho con la otra. Pero movió la cabeza a los lados, como si deliberase consigo mismo, y regresó.
Mientras tanto, Laura se dio cuenta de que no lo había perdido de vista, y había dejado de prestar atención a lo que discutían los demás.
«Es porque se ha convertido en nuestro líder natural», se argumentó a sí misma. Después, se volvió hacia Noelia y vio que la muchacha la estaba observando con gesto irónico. Laura le dio un suave codazo en el brazo y le dijo:
—¿Y tú de qué te ríes, jovencita?
Cuando llegó junto a ellos, Madi dijo:
—Alguien tiene que ir a buscar a Adu. Él sabe abrir y arrancar un automóvil con sólo un trozo de alambre.
De haber seguido vivo Márquez, tal vez habría soltado un comentario sarcástico sobre las habilidades como ladrones de todos los inmigrantes. Pero a nadie se le ocurrió decir nada.
—Yo iré —se ofreció Davinia.
—No —respondió Madi, y señalando a Eric añadió—: Irá él.
—¿No te fías de mí? —preguntó la sargento.
—Al revés —respondió Madi—. Has reaccionado bien. Me has salvado de que me muerda esa pobre loca. —Volvió a señalar a Eric—. Pero él se ha quedado paralizado. Si hay problemas ahí dentro, prefiero tenerte a ti a mi lado, mujer.
Eric enrojeció. Pero se tragó su orgullo herido y dijo:
—De acuerdo. Pero ten cuidado, jefa.
—Tranquilo —contestó Laura. Luego se acercó a él y susurró en inglés—: No te avergüences. Somos personal sanitario. Estamos preparados para luchar contra virus, no contra locos rabiosos.
Mientras Eric regresaba por donde habían venido, los cinco se dirigieron hacia el lavadero que daba acceso al interior de la casa.
La puerta de aluminio estaba cerrada, pero no tenía candado. Al primer empujón del macizo hombro de Madi cedió.
Cuando se asomaron al interior, les asaltó un hedor denso y desagradable, el olor de algo que llevara pudriéndose cierto tiempo.
—Qué mal huele, ¿no? —dijo Davinia, que entró detrás de él.
—Ese hombre siempre me pareció repugnante —dijo Noelia.
—Silencio —ordenó Madi—. Hay algo muerto ahí abajo. Será mejor que vayamos con cuidado. Esperad aquí.
Madi le quitó el seguro al Kalashnikov y empezó a bajar por la escalera de caracol. Aunque plantaba los pies con la flexibilidad de un gato, su peso hacía crujir los escalones de madera atornillados a la estructura metálica espiral. Cada
ñiik, ñiik
hacía arrugar la nariz a Laura. «Si hay alguien dentro, lo va a oír».
Madi se detuvo frente a la puerta de la cocina, que estaba entornada, y la empujó con el cañón de su arma. Tras asomarse al interior, sin apenas volverse, hizo un gesto a los demás para que bajaran.
La cocina tenía las persianas bajadas. Aparte de los rayos de sol que se colaban por las rendijas, estaba iluminada por la bombilla interior de la nevera, que se había quedado abierta de par en par. El hielo del congelador se había amontonado entre el suelo y la base del electrodoméstico, y explicaba en parte el mal olor. Sólo en parte: el resto era por la bolsa de basura apoyada en el mueble del fregadero. Al parecer, Márquez ni siquiera había terminado de cerrar el nudo de las asas cuando estalló todo y decidió salir corriendo. Aunque no podían haber pasado mucho más de cuarenta y ocho horas, hacía mucho calor, y Laura sospechaba que el contenido de la bolsa no debía de estar en muy buen estado cuando Márquez se disponía a sacarlo al contenedor.
—¡Qué asco! —exclamó Noelia.
—Puede ser peor —aseguró Madi. Laura asintió. Conforme se levantara el sol, el hedor a cadaverina en el pueblo empezaría a ser insoportable.
—¡Tengo ganas de vomitar! —La muchacha se tapó la nariz y se dirigió hacia la puerta de salida de la cocina, pero Madi la agarró por el codo y tiró de ella.
—Yo primero. Hasta que no registremos toda la casa, no nos separamos.
Márquez había bajado las persianas a conciencia, de tal manera que en la mayoría de las ventanas no quedaba tan siquiera una hilera de resquicios por los que se colara el sol. Por suerte, el fluido eléctrico del pueblo no estaba cortado. Madi iba encendiendo las luces de cada habitación antes de revisarla a conciencia. Los únicos seres vivos que encontraron fueron cucarachas rojizas que se escondían en los rincones y bajo los muebles.
Ramón Márquez vivía solo, eso era evidente. Si alguna mujer venía a limpiarle la casa, debía de acudir, como mucho, una vez por semana. Los vestigios de la típica dejadez de un solterón se acumulaban por doquier. Había revistas y periódicos viejos por las sillas y los sofás, y también facturas, papeles ilegibles y hasta envoltorios de caramelos.
—Si no llevaba la empresa con más orden que su casa, me extraña que no se arruinara —comentó Davinia, observando un trozo de bocadillo cubierto de moho y olvidado en una estantería, entre libros polvorientos.
El dormitorio olía a rancio. Las sábanas estaban revueltas y en las mesillas había decenas de DVDs porno. Laura, que había hecho sus incursiones en el género —como espectadora, evidentemente—, tuvo la impresión de que eran de los que se adquirían en las gasolineras. Al fin y al cabo, en esta época ¿quién compraba ya DVDs?
En la alcoba, enfrente de la cama, Márquez se había instalado una pantalla plana de más de cuarenta pulgadas con Home Cinema. Tal vez por los nervios, Laura no pudo evitar un comentario irónico.
—Se ve que le gustaba escuchar los diálogos en alta fidelidad. —Al imaginarse el tipo de diálogos de esos discos, se le escapó una carcajada, y a Davinia, normalmente tan circunspecta, le pasó lo mismo.
—Era un cerdo —dijo Noelia—. Cuando iba al bar pretendía darle lecciones de decencia a todo el mundo, pero se pasaba el tiempo mirándome el escote. ¡Espero que no me metiera en sus fantasías mientras…! —La joven gótica no terminó, pero su gesto al señalar la cama deshecha era lo bastante elocuente.
Madi frunció el ceño.
—Calla, chica. Aunque fuera mal hombre, no hay que criticar a los muertos. Se enfadan.
Pese a que los cajones de las mesillas y la cómoda eran un buen lugar para guardar las llaves —y seguramente más películas porno—, Madi insistió en que dejaran la búsqueda exhaustiva para cuando hubieran terminado de comprobar que no había nadie en la casa.
Llegaron a la planta baja, en la que había un salón comedor, un retrete, un escobero bajo el hueco de la escalera y un pequeño vestíbulo. A Laura le resultó curioso que el televisor del salón fuese un viejo aparato de tubo, mientras que el del dormitorio era de última generación. Se le ocurrían algunas deducciones, pero prefirió no seguirlas hasta el final.
En el vestíbulo, unas cortinas raídas tapaban la puerta de la calle. Madi las apartó un poco para comprobar que la cerradura estaba echada.
—Menos mal que cerró con llave —dijo—. Aquí estamos seguros mientras no nos vean desde fuera.
La puerta era de madera barnizada, pero en el centro tenía un cristal biselado que se haría trizas al primer embate serio desde el exterior.
—No me extraña que corriera a refugiarse al Saloon —comentó Davinia.
Madi volvió a correr la cortina. Al otro lado del cristal se veían figuras que recorrían la calle.
—Mejor que no se den cuenta de que hay gente dentro —dijo, bajando la voz.
Al cabo de un rato se acuclilló y volvió a apartar una esquina de la cortina con mucho cuidado. Laura se agachó y trató de asomarse sobre su hombro. La puerta daba al solar. La Transporter se hallaba aparcada a unos veinte metros.
—No está muy lejos —comentó Laura.
—Con la calle llena de locos, son como diez kilómetros —respondió Madi.
—Si no encontramos las llaves, lo vamos a tener difícil —dijo Davinia.
—Pues vamos a buscarlas —propuso Madi—. Nos repartimos por habitaciones. Vamos.
—Con vuestro permiso —dijo Laura—, yo voy a ver si me quedan restos de sangre.
Los demás asintieron. Laura regresó al primer piso y se metió en uno de los cuartos de baño que había visto al pasar. No estaba del todo sucio, pero tampoco higiénico: era evidente que había sido sometido a una limpieza superficial, sin rascar a fondo con el estropajo. En el ambiente flotaba un olor indefinible, como si el lento envejecimiento de Márquez se hubiera fundido con las moléculas del aire dejando un vago olor a naftalina y decadencia.
Laura cerró la puerta y echó el pestillo. Después arrancó la cortina, hizo una bola con ella y la arrojó a un lado. Sólo la idea de que le rozase la piel aquel plástico amarillento le producía un repeluzno que le ponía la carne de gallina. Que el espíritu del difunto la perdonase, pero lo que más le repugnaba era pensar que esa cortina había estado en contacto con Márquez. Además, en cada superficie que miraba o tocaba le parecía ver ejércitos de microbios esperando a infiltrarse en su cuerpo para devorar sus células.
Al quitar la cortina, se percató de que había una ventana justo en la ducha. El cristal tenía un esmerilado fino que dejaba entrever lo que había al otro lado. Debía de ser el cuarto de la lavadora.
Se acercó al lavabo. Dejó correr el agua del grifo y, cuando comprobó que estaba caliente, se lavó otra vez las manos. En el lavadero de la terraza de Adela lo había hecho sólo con agua fría, y quería asegurarse de que no le quedaban restos de sangre, ni siquiera entre las uñas. Se quitó la camiseta verde que le había dejado Eric y la examinó a la luz del fluorescente. Encontró algunas manchas, bastante pequeñas. ¿Se las habría echado Eric en el Saloon o durante su excursión por las terrazas? No estaba segura, pero no creía que fueran de sangre.
Después se despojó de los pantalones elásticos. Había dos manchas, una en cada pernera. Al parecer, las había dejado ella misma al apoyar las manos en los muslos. ¿Cómo había sido tan imprudente? «Porque andabas pensando en salvar una vida», se respondió ella misma.
Ya desnuda, se miró en el espejo que había sobre el lavabo. Se le marcaban las ojeras, pero no era eso lo que más le preocupaba. Seguía teniendo algunas salpicaduras de sangre en el cuerpo, y al acercarse al espejo también encontró manchitas en la cara.