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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (46 page)

BOOK: La zona
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Laura se llevó la mano a la cabeza. Notaba cómo las venas le palpitaban en las sienes y empezaba a sentir jaqueca. No sabía si se debía al efecto de aquellos mortecinos fluorescentes o, simplemente, a que se sentía agotada. De pronto, recordó con nostalgia aquella novela romántica que leía cuando la llamó Annia. No estaba bien escrita ni tenía un argumento apasionante, pero eso le daba igual: lo que echaba de menos era volver a sentarse en el diván, con las piernas en alto, encerrada entre las cuatro paredes de su salón y bebiendo una taza de chocolate caliente.

Y sin pensar en nada. ¡Ah, qué placer el del olvido, la ignorancia, la irresponsabilidad!

Pero tenía un compromiso. Como médico de la OPBW. Como madre.

Incluso, simplemente, como ser humano.

Miró hacia atrás. Adu cerraba la fila y no hacía más que detenerse para escuchar. Esta vez volvió a hacerlo, pero permaneció parado unos segundos más de la cuenta. Después corrió a toda prisa para alcanzar a los demás y le dijo algo a Madi en susurros.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Escobar.

La respuesta llegó en forma de una explosión que hizo retemblar el corredor y el edificio entero. Todos brincaron asustados, y se oyeron gritos de terror. Laura se tiró al suelo en un rincón, encogió las piernas y se las abrazó.

«Laura. Laura».

Levantó la mirada y vio una silueta oscura y enorme que parecía rielar al otro lado de la superficie, recortándose contra la pared verde del pasillo de la clínica.

Le tendió la mano. Unos dedos de acero agarraron los suyos y tiraron de ella.

—¿Estás bien? —preguntó el nigeriano.

—Sí.

—La explosión significa que la trampa de Adu ha funcionado.

—Ya —volvió a asentir Laura, todavía aturdida.

—Así que esos tipos de negro ya han llegado a esta planta.

—Al infierno es adonde han llegado —dijo Adu.

—Algunos sí, seguro. Pero no sabemos cuántos puede haber —replicó Madi—. Seguimos. Y todo el mundo en silencio.

Doblaron un recodo a la derecha y después otro a la izquierda. Llegaron a un nuevo corredor, recto y largo. Al final había una intersección con otro pasillo perpendicular, y algo más interesante: el arranque de unas escaleras que subían. Madi consultó de nuevo el mapa y señaló con el dedo, como diciendo: «Es por allí».

Debían de quedar unos diez metros para llegar. Pero en ese momento oyeron pasos que provenían del pasillo que cortaba el suyo. Madi hizo un ademán para que se detuvieran. Dos puntitos rojos brillaron en el suelo al final del corredor.

«¿Cómo pueden haber llegado allí tan rápido?», se preguntó Laura. Tal vez aquellos hombres habían subido por otra escalera, o llevaban un rato en el segundo piso sin que unos ni otros hubieran reparado mutuamente en su presencia.

En la pared derecha del pasillo había una puerta de metal entreabierta. De allí también emanaba un olor infecto, pero Madi la empujó e hizo gestos para que entraran. Lo hicieron casi en tropel, y cuando todos habían pasado, Madi tiró de la puerta.

El cierre era otra rueda de seguridad. Como si fuera un timonel maniobrando en medio de una galerna, Madi la hizo girar a toda velocidad. Fuera, los pasos se acercaban, más rápidos que antes. «Nos han visto», pensó Laura.

Madi se quedó pensando un segundo. Todavía llevaba encima la maza que le había confiscado a Eric, y ahora la atravesó en la rueda de cierre para inmovilizarla.

Se habían metido en una gran sala, repleta de camillas montadas sobre ruedas. Olía a una mezcla de putrefacción y antisépticos que revolvía las tripas. Noelia se apartó a un lado y se encorvó para vomitar. Al oír sus arcadas, Laura comprendió que a la pobre muchacha ya no le quedaba gran cosa en el estómago. Aunque no podía hacer nada por ella, se acercó y le puso una mano en la espalda y otra en la frente.

—Creo… —dijo Noelia entre basca y basca— que no voy a volver… a ver una película de zombis… en mi vida…

Laura asintió. Aquélla no era la muerte de diseño que fascinaba a tantos espectadores, sino la sórdida realidad de los cuerpos humanos descomponiéndose. Mientras consolaba a Noelia, miró a su alrededor. La estancia era una especie de cámara frigorífica, pero el sistema de refrigeración se había desconectado. Encima de cada camilla había un cuerpo tapado con una sábana. De la más cercana se descolgaba un brazo muy delgado de color café.

No había más puertas. Se habían metido en un callejón sin salida.

El volante de cierre se movió de un lado a otro todo lo que le permitía la maza atravesada en sus radios.

—¡Todos al fondo! —ordenó Madi—. Cubríos como podáis. Adu y yo aguantamos.

Su amigo mostró los dientes en una sonrisa lobuna.

—¡Bien! Ahora nuestros cojones contra los suyos.

Laura, Eric, Alika y la familia Escobar pasaron entre las camillas y los cadáveres, alejándose de la puerta. Casi al fondo había un mostrador metálico con lavabos. Se metieron detrás y se sentaron en el suelo. Carmela empezó a rezar un avemaría, y casi sin darse cuenta Laura murmuró con ella: «… llena eres de gracia, el Señor es contigo…».

46

Madi pegó la oreja a la puerta. Los ruidos que oyó no le gustaron nada.

—Están poniendo explosivos —le dijo a Adu—. Vamos a alejarnos. Ya sabes lo que tenemos que hacer luego.

Fueron hacia el fondo de la morgue y se parapetaron tras el mismo mueble que servía de refugio a los demás. Pero, mientras que los blancos y Alika se habían sentado en el suelo con la espalda contra la pared metálica de los lavabos, Adu y Madi se acuclillaron en las esquinas, asomando medio cuerpo para vigilar la entrada.

De pronto, se desató el infierno. Al oír la explosión, Madi escondió el cuerpo tras el bastidor de los lavabos. Justo a tiempo, porque una astilla de acero aguzada como una navaja pasó silbando a su lado. La morgue retembló y durante un instante todo se iluminó como si se hubiera hecho de día dentro de la clínica.

Madi volvió a asomarse. La mitad de la puerta había volado, y la otra se había doblado sobre sí misma hacia el interior de la sala. Las camillas más cercanas a la entrada estaban volcadas, y uno de los cadáveres ardía como un bonzo envuelto en su sudario.

En medio de la espesa nube de humo aparecieron dos nerviosas líneas de color rojo rubí, lanzas de luz que saltaban de un lado a otro escrutando el aire en busca de una presa.

Madi apuntó con cuidado hacia donde confluían las dos líneas rojas y disparó el fusil. Tenía puesto el selector en tiro a tiro, ya que le quedaba sólo un cargador con poco más de veinte cartuchos y quería economizarlos.

Sus adversarios no debían de sufrir ese problema, pues respondieron con una ráfaga de balas que barrió las camillas. Madi volvió a esconderse. Mientras se colgaba el fusil a la espalda y empuñaba el revólver, vio que los «civiles» estaban encogidos, con la cabeza entre las rodillas. El cuerpo de Carmela se convulsionaba en sollozos de terror, pero Madi no tenía tiempo para prestarles más atención.

Tras la primera andanada del enemigo, Adu se levantó a medias y disparó una breve ráfaga. En ese mismo momento, Madi salió de detrás de la pila metálica y corrió hacia la puerta. Aunque avanzaba con la cabeza agachada, pudo ver cómo dos figuras negras se colaban por el hueco y se escabullían entre los jirones de humo, buscando un parapeto para protegerse de Adu.

Siguiendo el plan que habían improvisado, Madi empujó la camilla que tenía delante. Varias balas se hundieron en el cadáver cubierto por la sábana, que se sacudió como si hubiera vuelto a la vida por unos segundos. La camilla chocó con la siguiente de la fila, y ésta con la siguiente, como una línea de siniestros carritos de supermercado. Madi gruñó, apretó los dientes y empleó toda la fuerza de sus ciento diez kilos de músculos para continuar adelante. Era consciente de que en cualquier momento podía recibir un balazo, y entonces todo acabaría.

Uno de los dos soldados adivinó lo que intentaban hacer. Saltó hacia un lado, rodó por el suelo y se puso de rodillas con el subfusil levantado y listo para disparar. Pero Adu abrió fuego un instante antes y lo alcanzó en el pecho. El hombre cayó hacia atrás con un gruñido.

La fila de camillas chocó con el otro atacante y lo atrapó contra la pared. Madi se levantó, y a través de las cuatro camillas que los separaban vio el rostro del soldado y a éste pugnando por liberarse con ambos brazos. Con la máscara antigás que le cubría la cara, sus ojos parecían los de un pez, abiertos en un desmesurado gesto de asombro.

Madi apuntó el revólver y disparó. Cuando iba a abrir fuego de nuevo, se dio cuenta de que la primera bala había atravesado una de las lentes redondas de la máscara, y el ojo se había convertido en un pozo de sangre.

Se volvió hacia el otro adversario, que se había dado la vuelta y huía hacia la puerta. Disparó contra él al mismo tiempo que Adu. En la espalda de su uniforme se abrió un agujero, pero el soldado logró salir al pasillo y desapareció.

—¡Malditos chalecos antibalas! —gritó Adu, que salió corriendo tras él.

Madi se volvió hacia el primer soldado al que había disparado. No se había movido. Apartó las camillas y se acercó a él. Como vencedor en el combate tenía derecho a expoliar al enemigo. Le arrebató el subfusil, un MP5, y se lo colgó a la espalda, cruzado con su Kalashnikov. También le quitó la pistola semiautomática, los correajes y todas las municiones que llevaba encima, e incluso el cuchillo que escondía en la bota. Después le arrancó la máscara.

El muerto era un joven rubio con el pelo cortado al uno y los pómulos marcados como un deportista que apenas tiene grasa corporal. Su ojo derecho era azul. El izquierdo había desaparecido, y la sangre fluía entre los fragmentos de cristal clavados en la cuenca.

Registró sus bolsillos en busca de documentación. Nada. Con la punta del cuchillo que acababa de arrebatarle, le rasgó el uniforme hermético. No encontró chapa de identificación ni nada similar, tan sólo un tatuaje en el cuello. ¿Qué clase de soldado no lleva chapa?

«Un mercenario como tú», pensó.

El muerto tenía puesto un chaleco antibalas modular, un MTV como los que usaban los marines estadounidenses, pero forrado de negro en lugar de caqui. Madi se lo quitó y se lo puso encima de la camiseta. Tras cerrar los broches de los hombros, le quedaba por el ombligo, y era incapaz de atárselo por atrás. Se lo quitó, lo dejó en el suelo y siguió rebuscando. El tipo aún guardaba más sorpresas.

—¡No dispares, hermano! ¡Soy yo!

Al oír la voz de Adu, Madi miró hacia la puerta. Su amigo pasó por el hueco, con cuidado de no cortarse con el borde afilado que había dejado la explosión.

—Ha escapado. ¡Maldita sea! Le di en el pecho.

—Lo sé —dijo Madi, señalando el chaleco—. ¿No había más?

—No, sólo ése. Estos dos no pueden haber entrado por la puerta que preparé. No les ha dado tiempo.

Adu se agachó para recoger el chaleco antibalas y se lo puso. A él le quedaba un poco holgado, pero se lo quedó. Dentro del chaleco había tres granadas de mano, que acarició como si fueran lustrosas manzanas.

—Mira que te gustan las cosas que explotan —dijo Madi—. Tendrás cuidado con eso, ¿verdad, hermano?

—Claro que sí —respondió Adu con una sonrisa que habría resultado angelical de no ser porque sus rasgos semejaban los de un diablillo.

—Termina rápido. Es mejor que salgamos de aquí cuanto antes. ¡Eh! —gritó Madi, dirigiéndose a los demás—. ¡Ya podéis venir! ¡Nos vamos de esta ratonera!

Tratando de contener el temblor que sacudía sus rodillas, Laura se acercó a la puerta y se quedó mirando el cadáver del muchacho rubio.

—¿Conocías a ese hombre? —le preguntó Madi.

Laura se volvió.

—No lo había visto en mi vida.

—¿No es de los soldados que acordonan el pueblo?

—No lo sé. Sólo conocí a los tres que venían con nosotros. —Laura se estremeció al pensar en ellos, sobre todo en Davinia, de la que había llegado a encariñarse en las pocas horas que habían compartido—. Pero no lo creo. Ni siquiera parece español.

—¿Puede ser de tu organización?

—¡No seas absurdo! Ya te he dicho que nosotros no fabricamos armas biológicas: las buscamos para destruirlas.

—Eso es lo que hacen estos tipos de negro.

—¡Nosotros lo hacemos sin violencia y respetando la ley!

Madi meneó la cabeza.

—No son soldados de verdad. No son de los vuestros. Pero tampoco son fantasmas. De algún lado tienen que salir. Mira esto.

Le enseñó una cajita negra con mandos y un auricular con micro incluido. Era un comunicador, un aparato profesional, no de los que se pueden comprar en una tienda o por internet para espiar a tu marido o a tu esposa. «ATI Technologies», rezaba la inscripción.

—Es americano —dijo Laura—. ¿Funciona?

—No. Lo han desconectado. —Sacó algo más de un bolsillo y se lo enseñó a Laura—. ¿Has visto esto?

Laura lo reconoció al instante. Era un tubito de fibra óptica lleno de un líquido incoloro.

—Es igual que los que llevábamos nosotros. —Le pasó un dedo por encima, desconcertada—. Contiene anticuerpos alterados genéticamente para emitir luz en presencia de bacterias o virus.

—¿Es normal en tu trabajo?

—Este modelo en particular es muy avanzado. Puede detectar hasta un millar de patógenos distintos. Alta tecnología.

—¿Los fabricáis vosotros?

Se encontraban tan cerca que, para mirarle a la cara, Laura tuvo que torcer el cuello hacia arriba.

—No. Se los compramos a una farmacéutica de Estados Unidos. La Janus.

Los ojos de Madi se abrieron tanto que se vio un círculo blanco rodeando sus iris.

—¿La Janus? ¿No es la empresa que usó a niños nigerianos en sus experimentos?

Laura asintió. Rehuyendo la mirada de Madi, se dio la vuelta, pensativa, mientras acariciaba aquel tubito de aspecto tan sencillo cuyo desarrollo había costado una fortuna.

Como la que había pagado la Janus por aquel caso. A mediados de los noventa se había producido una epidemia de meningitis en el estado nigeriano de Kano. La gran farmacéutica había aprovechado para experimentar un nuevo fármaco en cientos de niños enfermos sin informar a sus familias y sin permiso de las autoridades. Murieron once críos, y muchos más sufrieron ceguera, sordera, parálisis cerebral y otras malformaciones. Aquello le costó a la Janus miles de millones de dólares en indemnizaciones.

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