Poco más que una minucia para una empresa tan poderosa que años más tarde fue capaz de presionar al presidente Bush para hacerle cambiar de opinión y boicotear el tratado internacional sobre armas biológicas. Como miembro de la OPBW, Laura conocía bien aquella historia. Fue en el año 2001. Más de sesenta países apoyaban el nuevo tratado, incluidos China, Rusia y toda Europa. Los americanos no sólo lo vetaron a última hora, sino que no ofrecieron ninguna explicación ni aportaron alternativas. Sin ellos, el borrador del protocolo era papel mojado: casi la mitad de las compañías farmacéuticas y biotecnológicas se encontraban en Estados Unidos.
Y Janus era la más importante de todas ellas. Aunque en su organización utilizaban material de Janus, Laura no sentía demasiadas simpatías por el gigante farmacéutico.
La epidemia de meningitis de Kano. Laura recordó de súbito algo. Fue como si una luz se encendiese en un rincón de su cerebro.
Aguirre le había dicho que había pasado un tiempo en Nigeria. Él era neurólogo, experto en enfermedades infecciosas del sistema nervioso. ¿Tendría alguna relación con aquello y con Janus?
Ahora que se acordaba, era el mismo Aguirre quien había mencionado que Janus colaboró en la construcción de la clínica de Matavientos. En su momento, a Laura le había extrañado que una farmacéutica privada hiciera algo así en un pueblecito de Almería, pero las imágenes estremecedoras del vídeo hicieron que se olvidara de ello.
Ahora, tras haber visto las instalaciones que se ocultaban bajo sus pies, un laboratorio de nivel 4 en el que se podían desarrollar armas biológicas, las piezas empezaban a encajar en su mente.
Pero sólo empezaban. Seguía sin comprender el papel de Aguirre. Lo único que sabía era que, cuando se perdió el contacto con la ambulancia que él mismo había mandado, el neurólogo había intentado por todos los medios entrar en la zona.
¿Qué estaba pasando allí? La teoría del atentado terrorista parecía cada vez más improbable. Pero descartar el terrorismo no significaba que lo que pasaba en Matavientos no fuese algo siniestro, una conspiración cuyo alcance ni siquiera se atrevía a sospechar.
Cuando Aguirre llegó a la terraza, la luna acababa de salir y su disco casi redondo proyectaba un sendero carmesí sobre el mar. Alumbrado por ella, buscó la lona negra que cubría parte de la azotea. Cuando la encontró, tiró primero de una esquina y luego de la otra, y empezó a enrollarla poco a poco como un gran felpudo.
A los pocos minutos la visera del traje se le había cubierto de vaho. Ya que se había puesto el Chemturion sólo como camuflaje y no pretendía aislarse realmente del entorno, abrió la cremallera que recorría la pechera en diagonal y separó los bordes. Al recibir el soplo de la brisa, el visor no tardó en desempañarse.
Volvió a su tarea. No tardó en despejar la zona de aterrizaje, una gran H blanca pintada en el centro de la azotea. Al finalizar, se alejó unos pasos y se sentó en una esquina, sobre el pretil de hormigón.
De momento, esperaría a que llegara el helicóptero y subiría a él. El guardia de seguridad al que pretendía suplantar era serbio. Aguirre pensó que, si tenía que hablar con el piloto, fingiría acento de ese país. No le resultaría difícil: siempre había tenido buen oído para los idiomas.
Tras salir de allí, lo más probable era que lo llevasen a un lugar seguro, fuera de la Zona Caliente. Dónde en concreto, lo ignoraba. Pero tenía claro que debía cambiar la trayectoria del helicóptero si no quería caer en manos de Janus. Ya habían demostrado que matar no les causaba ningún prurito moral.
¿Cómo podía obligar al piloto? En el maletín llevaba una lanceta, y sabía usarla. Una vez, en Port Harcourt, al verse en una situación apurada había tenido que recurrir al bisturí, y no precisamente para extirpar un tumor. El hombre que intentaba robarle había quedado tendido en el suelo, arrojando borbotones de sangre arterial por una herida punzante en la ingle. Aguirre ignoraba si había muerto o no, y le resultaba indiferente.
Viendo a Aguirre tan atildado y elegante, los demás se habrían sorprendido de la cantidad de conocimientos extraacadémicos que había adquirido a lo largo de su vida. En el instituto, al mismo tiempo que sacaba ristras de dieces, fomentaba la amistad de los compañeros del lumpen dejando que copiaran de él en los exámenes. ¿Qué le habrían aportado los chicos buenos de la clase? Nada que él no tuviera ya.
En cambio, de los malos había aprendido diversas habilidades, pequeñas y no tan pequeñas, que luego le resultarían muy útiles a lo largo de su vida. Una de sus divisas era: «Hay que tener amigos hasta en el infierno». Entendiendo siempre el peculiar concepto de amistad que poseía Aguirre, y que se reconocía a sí mismo de manera descarnada: un amigo era una persona de la que podía conseguir algo, a la que exprimía como a un limón y a la que, mientras le fuese útil, otorgaba recompensas en forma de halagos u objetos materiales, o simplemente fingiendo que la escuchaba.
Si alguien le hubiese preguntado si no se avergonzaba de pensar y actuar así, Aguirre se habría encogido de hombros y habría contestado lo mismo que el escorpión de la fábula, que, incluso a costa de ahogarse, picó a la rana que lo llevaba a cuestas al otro lado de la charca: «Es mi naturaleza».
Aguirre estaba lo bastante familiarizado con el funcionamiento de la mente como para saber cuál habría sido el diagnóstico de cualquier psiquiatra al comprobar su falta de empatía y su incapacidad para sentir emociones banales.
Psicópata.
No era algo que lo incomodara. Al fin y a cabo, ¿por qué? La mayoría de la gente relacionaba a los psicópatas con monstruos desequilibrados como Hannibal Lecter en la ficción o Ed Gein en la realidad.
Pero las cosas eran bastante más complejas. Un psicópata no tenía por qué ser un asesino ni un caníbal. Aunque si la necesidad lo obligaba a matar lo haría sin remordimientos, Aguirre sabía que asesinar a una persona era un ejercicio muy peligroso, y que hacerlo sin un motivo de peso suponía una estupidez. La mayoría de los psicópatas no diagnosticados no recurrían a la violencia, sino a la manipulación. Gracias a que no se dejaban lastrar por ataduras sentimentales ni cortapisas éticas, gozaban de una vida sin complejos y sin culpas, y habitualmente de una posición privilegiada: muchos eran personas de éxito que dirigían grandes empresas o incluso gobernaban países.
Sí, Aguirre sabía que podía llegar a tener comportamientos que algunos etiquetarían como malvados —hacer daño a los demás—, pero nunca estúpidos —hacerse daño también a sí mismo—. Su naturaleza era más práctica que la del escorpión de la fábula. Él no habría picado a la rana. Al menos, hasta llegar a la orilla. Por eso, si podía evitarlo, prefería no provocar una pelea en la cabina del helicóptero. Aunque supiera pilotarlo, tendría que eliminar a aquel hombre —siempre que no hubiera más—, apartarlo de los mandos y ocuparlos él. Tiempo suficiente para perder el control del aparato y estrellarse.
Había otra manera más inteligente de ejercer la fuerza: mezclarla con el engaño.
Con ciertas dificultades, se despojó de la mitad del traje para tener las manos libres. Después abrió el maletín y sacó la lanceta, y también una jeringuilla y un frasquito de sangre. No estaba infectada: aunque guardaba muestras con el virus en dos pequeños contenedores reforzados, no necesitaba introducir sangre contaminada en la jeringuilla. Tan sólo era menester que lo pareciese.
Fueran agentes de Janus o personal contratado para esta operación, los hombres del helicóptero sin duda sabrían que en Matavientos se había desatado una epidemia letal. El miedo a infectarse de una enfermedad grave despierta un pánico cerval en la mayoría de los seres humanos. El piloto no se arriesgaría a pelear contra él si le acercaba una aguja infectada al cuello.
Pero ¿qué haría con los demás, si los había?
Se imaginó levantando la jeringuilla en alto y amenazando con tirarla y salpicarlos a todos de sangre. Si ésta no entraba en contacto con sus mucosas o con heridas abiertas, no era probable que se contagiaran. Pero ellos no tenían por qué saberlo.
«No te obceques ahora», se dijo. Era imposible prever todas las contingencias. Hasta que no viera qué tipo de helicóptero era y comprobara su distribución interior y el número de tripulantes, no podría concretar los detalles exactos de su táctica. Lo mejor que podía hacer era tranquilizarse, respirar hondo y vaciar la mente. Sólo así sabría reaccionar con rapidez cuando llegara el momento.
Llevaba unos segundos con los ojos cerrados cuando oyó los disparos. Volvió a abrirlos y caminó hasta el antepecho que daba a la calle principal de Matavientos. Se asomó. Lo que vio lo dejó pasmado.
La Transporter en la que habían llegado yacía sobre un costado, plagada de abolladuras y con los cristales rotos. Pero no fue eso lo que llamó su atención. Al lado había un vehículo blindado de transporte de tropas. Estaba rodeado de infectados que intentaban volcarlo, pero era demasiado pesado incluso para su furia psicopática. Sin embargo, varios de ellos habían conseguido entrar y ahora salían por el portón trasero arrastrando a un hombre enmascarado y vestido de negro de pies a cabeza. Aquel uniforme no le resultaba familiar, pero Aguirre pensó que debía tratarse de una especie de traje biológico más ligero y, a cambio, menos fiable que el Chemturion.
El hombre llevaba una pistola con la que disparaba a bocajarro contra los infectados que tiraban de sus piernas, pero no tenía escapatoria; cuando uno caía, otro ocupaba su lugar, sin dejarse amedrentar por la amenaza de las balas. Por desgracia para aquel infortunado, la temeridad de los enfermos tenía su explicación: una de las primeras consecuencias de la destrucción del lóbulo frontal era que los enfermos perdían todo proyecto y concepto de futuro y, por tanto, no relacionaban actos y consecuencias.
Uno de los infectados le arrancó la máscara al hombre de la tanqueta. Aguirre apenas tuvo tiempo de verle la cara. Cuando su agresor se inclinó sobre él y le desgarró la mejilla con los dientes, profirió un grito de miedo y dolor que durante dos o tres segundos se escuchó incluso por encima de los aullidos de la horda. Después no se le volvió a oír.
En ese momento, por la rampa de entrada del aparcamiento aparecieron más hombres vestidos de negro, un pelotón que se desplegó rápidamente y empezó a disparar contra los infectados, aunque ya era demasiado tarde para ayudar al compañero al que habían dejado en el vehículo.
Mientras el tableteo de los subfusiles retumbaba en la calle, Aguirre se apartó del pretil para que no pudieran verlo.
¿De dónde había salido el blindado?
Los
blindados, se corrigió. A veinte o treinta metros había visto otro vehículo igual.
Ninguno de los dos tenía insignias, y el uniforme del pobre diablo que había visto caer presa de los infectados no pertenecía a ningún cuerpo del ejército ni la policía.
Paramilitares, pensó. Mercenarios contratados para un trabajo concreto, y seguramente fuera de la ley. ¿Por quién? La respuesta era obvia: la Janus.
¿Y para qué?
«No van a enviar ningún helicóptero de rescate», comprendió Aguirre. Aquél era un equipo de limpieza, el plan B que había mencionado la mujer. La compañía no quería testigos. No iban a dejar con vida a nadie que hubiese presenciado lo que se hacía en aquel hospital.
A primera vista parecía demasiado atrevimiento. A poca distancia, en el perímetro de la Zona Tibia, había soldados y policías. Pero el operativo llevaba poco tiempo desplegado: apenas habían pasado treinta y seis horas desde que el propio Aguirre entró en Matavientos con la gente de la OPBW. De momento, gracias a los contactos que poseía en lugares clave, Janus podía mantener a todos aquellos hombres al otro lado de la barrera y bien alejados de la acción con la excusa de la cuarentena.
Blanco, el hombre de Protección Civil, había insistido mucho en mantener la discreción para evitar el pánico. Eso implicaba censura de comunicaciones y movilizar un número relativamente reducido de hombres para acordonar el lugar. El coronel del ejército estaba de acuerdo con él.
Porque, en realidad, los dos se hallaban a sueldo de Janus. Como el propio Aguirre.
Aunque había diferencias más que sutiles en su forma de actuar. Él era un científico cuyas investigaciones poseían un valor real para la compañía. Le pagaban por hacer su trabajo. A Blanco y al coronel, así como a otras personas elegidas en puestos aún más altos —mucho más altos—, les pagaban por
no
hacer su trabajo. Eran corruptos, pústulas necesarias para sortear o saltar las barreras que ponían otros personajes, igualmente poderosos y corruptos.
Poco antes de que llegara la doctora Fuster, Blanco le había dicho a Aguirre en un aparte: «Me han autorizado a que le deje entrar con el equipo de la OPBW». Por supuesto, no había añadido de quién partía esa autorización. El único que había pronunciado en alto el nombre de Janus era Aguirre, una suave indirecta delante de la doctora Fuster que realmente estaba destinada al propio Blanco. Con ella venía a advertirle: «Sé lo que pasa ahí dentro, y si la compañía quiere convertirme en chivo expiatorio tiraré de la manta».
Ahora, cuando ya era demasiado tarde, comprendía que había cometido un error. Les había querido enseñar los dientes para demostrar que era peligroso. Por eso, Janus ya no quería cargarle las culpas al chivo: ahora pretendía, directamente, sacrificarlo.
Lo mismo que a todo el que se pusiera por delante. Por lo que había visto, el plan B se encontraba con dificultades: los infectados superaban abrumadoramente en número a los paramilitares.
¿Se atreverían a recurrir al tercer plan, el que escondían en aquella caja de aspecto ominoso con el rótulo en ruso?
«Debo ponerme en la peor hipótesis», pensó. Janus era capaz de cualquier cosa. Una empresa que hacía cambiar su política a todo un presidente de Estados Unidos no iba a arredrarse por borrar del mapa un pueblucho como Matavientos.
Seguían oyéndose disparos, pero más espaciados, y los alaridos de la horda de infectados habían subido de tono. Aguirre se asomó sobre el pretil con mucho cuidado, apenas una mirada fugaz. Le bastó para ver cómo dos de aquellos paramilitares, los últimos del grupo, se retiraban por la misma rampa por la que habían salido a la calle, mientras los infectados se lanzaban en su persecución, pisando los cadáveres de aquellos que caían abatidos.