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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (36 page)

BOOK: La zona
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—¿Y los demás?

Adu señaló con la cabeza a una puerta contigua, que estaba entreabierta. Un letrero indicaba CONSULTORIO 3. Laura llamó con los nudillos y, sin aguardar respuesta, pasó seguida por Eric.

De haber leído los pensamientos del nigeriano, Laura se habría sentido aún más intranquila. Adu había observado con atención a Eric. El inglés se movía con desgarbo, igual que una marioneta manejada por un titiritero novato.

«Se ha infectado», pensó Adu. Ya lo sospechaba: él mismo había visto que la mujer le clavaba los dientes casi a la altura del codo.

«Estaré atento». Los poseídos por aquel mal parecían como ovejas y de pronto se convertían en lobos. Cuando él salió del restaurante con la armadura, la mujer rubia de los pantalones violeta y el muchacho de la gasolinera todavía estaban tranquilos. En cambio, al volver ya había visto de qué forma tan salvaje habían matado a aquellos ancianos, y eso que eran los abuelos del chico.

Adu palmeó la culata del AK-47, como si su fusil fuera un perro fiel. De hecho lo era: la única manera de defenderse de las ovejas a las que poseía un mal espíritu y se convertían en lobos.

Lo mejor sería acabar con los sufrimientos del pelirrojo cuanto antes. Si la cosa no tenía cura, ¿para qué esperar?

35

Carmela se había sentado en una silla tapizada de polipiel negra frente a la mesa del médico, como si esperase consulta. Frente a ella, al lado de un estetoscopio y una pantalla de ordenador, se encontraba el revólver de su marido. Al oír ruido en la puerta, sus dedos buscaron la culata, pero no llegaron a tocarla.

—¡Ah, sois ustedes! —dijo con alivio.

—¿Dónde ha ido el doctor Aguirre? —preguntó Laura.

—Ha salido. Le puso un gotero a mi marido y le inyectó algo dentro. Parece que le fue bien, porque Paco entró al baño hace un momento y no le he oído dar gritos.

Laura miró de reojo una cajetilla abierta de ketorolac, un antiinflamatorio no esteroide bastante potente, y una ampolla de omeprazol para proteger el estómago. Aguirre debía de haberlo inyectado en una bolsa de suero glucosalino de una hora. Parecía lo más indicado para el estado de Escobar, aunque en aquel momento era lo que menos le preocupaba.

—¿Por dónde ha salido Aguirre?

—Por esa puerta —dijo Carmela, señalando al otro extremo de la sala.

Laura cruzó el consultorio y abrió la puerta. Al otro lado había una salita con una camilla y material diverso para examinar a los pacientes, como electrodos y tensiómetros. Apenas reparó en ellos: en la pared frontera se abría otra puerta doble y sin cristales, similar a la que había visto en el laboratorio.

La abrió, y se encontró ante otra escalera que subía hacia la oscuridad. Arrugó la nariz al captar el mismo hedor a putrefacción de antes, y volvió a cerrar. De momento, no pensaba subir.

Allí se encontraba lo que Aguirre había venido a buscar, ahora estaba convencida. El neurólogo había puesto en peligro la vida de Eric y la seguridad de todos, les había prometido una radio a los nigerianos para que contactasen con su barco. Los había manipulado a todos para conseguir llegar al hospital en vez de regresar a la base de la Zona Fría, y todo por algo que se ocultaba al final de la escalera.

Volvió al consultorio, cerrando la puerta de la salita intermedia tras de sí para que sirviera de aislante contra el olor del piso de arriba.

Se preguntó si estaría lleno de cadáveres, de enfermos o de ambos. De ser así, se hallaban rodeados: infectados en la calle, infectados en la planta superior. No había escapatoria.

«Pues tendremos que encontrarla», se dijo.

—¿Aguirre ha dicho algo? —preguntó a Carmela—. ¿Les ha explicado qué iba a hacer ahí arriba?

—No. Sólo nos ha dicho: «Ustedes esperad aquí», y me dice: «Antes de que se acabe el gotero, vuelvo». —La mujer frunció el ceño—. ¿Por qué? ¿Es que han entrado esos… bichos raros?

Al parecer, a Carmela no le gustaba utilizar la palabra «zombis», que le debía de recordar demasiado a las aficiones góticas de su hija.

Eric se había sentado en un sillón, y tenía la cabeza apoyada contra el costado de un armario metálico. Había cerrado los ojos.

«Pobre, que descanse un poco», pensó Laura.

Ella también estaba agotada. Le dolían las piernas como si llevara encima media maratón; lo sabía porque la había corrido más de una vez. Pasó al otro lado de la mesa y ocupó el sillón con ruedas del médico.

La mujer de Escobar seguía sentada con las rodillas muy juntas, como si llevara una falda y no unos vaqueros, y le rehuía la mirada. Aprovechando la superioridad que le otorgaba hallarse al otro lado de la mesa como si pasara consulta, dijo:

—Déjeme adivinarlo. Ustedes son los
sponsors
de los ilegales de Matavientos.

—No sé qué quiere decir, doctora.

«Claro que lo sabes», pensó Laura.

—Que son ustedes quienes ponen el dinero para los inmigrantes que vienen a Europa. Se lo prestan para que paguen el pasaje y la manutención durante el viaje, y luego ellos quedan en deuda durante años con ustedes.

—Yo me dedico a la cocina del restaurante. De esas cosas no entiendo.

Carmela parecía incapaz de matar a una mosca, pero por si acaso Laura no perdía de vista el revólver. Incluso pensó que debería cogerlo. «¿Y qué hago luego con él?». No servía de nada empuñar un arma si luego no poseía el instinto asesino necesario para usarla.

—No la estoy juzgando, Carmela. Sólo pretendo comprender la situación y su relación con Madi y Adu.

—No tenemos ninguna relación con esos dos…

Pareció a punto de decir «negros», pero se cortó.

—¿Seguro? Pues a mí me da la impresión de que Madi y Adu trabajan para su marido.

La puerta del baño se abrió. Escobar apareció sujetando la percha del gotero con la mano derecha, o más bien apoyándose en ella. Seguía pálido, pero tenía el gesto más relajado, como si hubieran cortado las cuerdas que tensaban y contraían sus rasgos.

—Esos dos van por libre. Son
freelance
—explicó, avanzando hacia la mesa.

Las miradas de los tres convergieron al mismo tiempo en el revólver sobre la mesa. Su aprensión ante las armas de fuego hizo que Laura vacilase unos segundos. Carmela fue más rápida, tomó el Colt por el cañón, se levantó y se lo entregó a su marido. Escobar comprobó que no estaba amartillado, y se lo metió entre la barriga y el pantalón.

—¿Te encuentras mejor, Paco? —preguntó su esposa.

—He soltado algo. No sé si será la puta piedra, pero estoy un poco mejor.

—Oh, mi vida, qué bien —respondió ella, acariciándole la frente.

Él se quitó su mano de encima. No lo hizo con rudeza, pero tampoco con gentileza. Luego se dejó caer en una de las sillas destinadas a los pacientes.

—Sé lo que está pensando, doctora —dijo.

—Ignoraba que fuera telépata.

—No hace ninguna falta. Veo cómo nos mira. Nos desprecia, y piensa que no somos más que delincuentes.

Los ojos de Laura se posaron en la culata nacarada.

—¿Y cómo se definiría usted, señor Escobar?

—Como una persona que se esfuerza por salir adelante. ¡Igual que esos pobres que cruzan el estrecho en una patera, sí! Aunque no se lo crea, yo los comprendo mejor que usted.

—En eso lleva razón: me resulta difícil creerlo.

—Ellos vienen huyendo de un continente que debería ser rico, pero que cada vez es más pobre. Se adaptan a la situación. Yo hago lo mismo. —Carmela le puso la mano en el hombro. Esta vez Escobar no la rechazó. Poniendo sus dedos sobre los de su esposa, prosiguió—: Mi mujer y yo nos conocemos desde niños.

—Empezamos de novios cuando yo tenía quince años —dijo ella con una sonrisa ilusionada, como si el recuerdo de aquella época difuminara todas las decepciones posteriores.

—Siempre hemos estado juntos —continuó Escobar—. Siempre luchando por sobrevivir. Intentamos montar varios negocios antes del restaurante, ¿sabe? Pensamos que podríamos promocionar el turismo atrayendo a la gente que rodaba películas cerca de aquí. Era la época del Spaghetti Western.

—La doctora es muy joven —dijo Carmela—. Seguro que no ha oído hablar de ello.

—Cuando era niña vi algunos en la tele —respondió Laura—. A mi padre le encantaban. —Y a ella le encantaba Clint Eastwood, y también el rubio aquel que salía con Bud Spencer, pero eso se lo calló.

—Lo malo era que el cine ya estaba decayendo —prosiguió Escobar—. Cuando nos dimos cuenta, todo se acabó de la noche a la mañana, se dejaron de hacer películas del Oeste y yo me encontré con un pufo de diez millones de pesetas, cuando diez millones significaban algo. ¡Ja! Lo único que me queda de todo aquello son las armas que ha visto usted en el comedor del Saloon.

—Pero no te rendiste —dijo Carmela, apretándole el hombro. Era obvio que aquella mujer le profesaba veneración a su marido. Seguramente había trabajado tan duro como él, o incluso más, pero se retiraba a un segundo plano y dejaba que él se llevara todo el mérito.

Laura pensó que algo debía de tener aquel hombre, cierto hechizo privado o algún tipo de carisma, para que ella le fuese tan leal. «Hay muchos villanos encantadores», pensó.

De pronto le subió la sangre al rostro y apartó la mirada de la pareja. Sin llegar a verbalizarlo, había pensado en Madi y se había sentido avergonzada, como si alguien pudiera escrutar en su interior y burlarse de ella.

—¡No, no me rendí! —exclamó Escobar, cerrando el puño con fuerza—. Matavientos no era nada cuando instalamos el Saloon. Nosotros levantamos este pueblo de la nada. ¡Fuimos nosotros dos! Y ahora, mire en qué se ha convertido. Un manicomio y un cementerio a la vez.

Laura pensó que ella misma no lo habría expresado mejor. Pero la culpa era en buena parte del matrimonio. Si no se hubieran dedicado a traer inmigrantes ilegales y sin ningún control, la enfermedad no habría entrado en Matavientos.

Recordárselo ahora no era una buena manera de congraciarse con ellos, de modo que Laura prefirió reservarse sus pensamientos.

—Señor Escobar, no voy a juzgarles ni a usted ni a Carmela. No puedo decir que esté de acuerdo con su forma de ganarse la vida, pero comprendo sus circunstancias. —Volvió la mirada hacia Eric, que seguía inmóvil en el sillón, con la cabeza apoyada en el armario y la boca entreabierta—. Sin embargo, quiero que ustedes me entiendan a mí. Mi ayudante tiene que ir a un hospital de verdad cuanto antes.

—No vamos a hacerle ningún daño a ninguno de los dos —dijo Escobar. Hizo un rictus de dolor, pero fue un instante—. Tan sólo queremos llegar a la costa para marcharnos de aquí con la gente de Madi. A ustedes les dejaremos un vehículo para que vayan adonde quieran. Pero ahora, lo único que me importa es sacar a mi familia de este infierno.

Laura miró de reojo hacia la puerta y bajó la voz.

—Piénselo bien. ¿De verdad cree que van a estar seguros en un barco de traficantes, con dos mujeres y todo ese dinero encima?

—No se preocupe por nosotros. Sabemos defendernos solos.

De pronto, Escobar pareció caer en la cuenta de algo.

—Noelia se ha quedado vigilando el dinero, ¿no? —preguntó, mirando a su esposa.

—Sí, está ahí fuera, en el pasillo.

—Pues venimos del pasillo y su hija no estaba ahí —dijo Laura—. Tan sólo hemos visto a Adu, con la bolsa.

—¿Cómo?

Fuera de sí, Escobar se levantó, se arrancó la aguja del gotero y el esparadrapo que la sujetaba y empuñó el revólver.

—¡Despierte a su amigo! ¡Afuera todos! —ordenó.

—Yo necesito hablar con Aguirre —dijo Laura.

—¡Afuera! —gritó, señalando la puerta con el cañón del arma.

36

La bolsa negra estaba abandonada en el centro del pasillo, y había unos cuantos fajos de billetes azules y verdes desparramados por el suelo.

—Será irresponsable… —murmuró Escobar entre dientes.

Por segunda vez, oyeron un golpetazo seguido del tintineo de cristales rotos. Laura, que siempre se sobresaltaba con esos ruidos, se sentía demasiado cansada para dar respingos, y observó que Eric ni siquiera parpadeaba. «Sus reflejos se están embotando», pensó. ¿Cómo podía avanzar tan rápido aquel mal? Más que como un patógeno actuaba como un veneno destilado.

«Se acaba de despertar de una microsiesta», se dijo, tratando de justificarlo.

Siguiendo el estrépito, entraron en una sala de espera. Allí había una máquina expendedora de sándwiches y chocolatinas y otra de refrescos. Adu las había abierto ambas a culatazos y se había sentado a comer tranquilamente en un sillón. Tenía el fusil cruzado sobre los muslos y no parecían molestarle los cristales rotos que pisaba.

—¿Dónde está mi hija? —preguntó Escobar, apuntándole con el revólver.

Adu se volvió hacia él, limitándose a acariciar la culata de su arma.

—¿Tu hija? —dijo con la boca llena.

—Sí. ¡Mi hija!

Escobar se encontraba tan furioso que la sangre se le había subido al rostro, devolviéndole el color que había perdido. Por su parte, Adu terminó de tragar, dio un sorbo a su lata de CocaCola Light, dejó a un lado lo que le quedaba del sándwich y se puso en pie agarrando el Kalashnikov por el cañón y echándose la culata al hombro.

—¿Vas a dispararme, valiente? —le preguntó, acercándose hasta que el cañón del revólver le tocó la frente. Sus ojos estaban fijos en los de Escobar, y en sus labios había una sonrisa burlona—. Si es lo que quieres, hazlo ya. Porque luego no voy a olvidar que tú me apuntas ahora.

—¡Paco, por Dios! —exclamó Carmela.

Escobar apretaba el revólver con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Al ver las cachas de nácar, Laura recordó que había visto aquella arma antes, en el Saloon. Estaba en una vitrina cerrada con llave, apartada de las demás armas de imitación. El letrero que tenía al lado decía que Dios había creado a los hombres, pero que era Colt quien los había hecho iguales a todos.

—¿Y bien? —preguntó Adu—. ¿Disparas o me termino el sándwich? Tengo hambre.

Escobar se humedeció los labios con la punta de la lengua y parpadeó como si quisiera aclararse la vista. Su pulso empezaba a vacilar. Laura pensó que, con el dolor del cólico y tras el esfuerzo de la huida, sostener el brazo en alto y cargado con el revólver debía suponerle un esfuerzo insoportable.

Lo cual hacía más probable que apretara el gatillo.

—Paco, por favor —rogó Carmela—. Cálmate, vamos a hablar como gente civilizada.

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