—Escucha a tu mujer —dijo Adu con tono burlón—. Tenemos que ser civilizados. Me apuntas con esa pistola. No es civilizado. No es inteligente.
«Tampoco es inteligente desafiar con esa sonrisa insolente a alguien que te apunta a la cabeza», pensó Laura.
—¡¿Dónde está mi hija?! —bramó Escobar.
—¡No sé dónde está la puta de tu hija! ¿Ok? ¿Ok? ¿Lo pillas?
Tras su estallido, Adu se dio la vuelta como un matador que desaira al toro y se dirigió hacia el sillón donde había dejado el sándwich.
—¡No me des la espalda, negro cabrón! —gritó Escobar, amartillando el revólver. El arma chasqueó, lista para disparar.
Adu se giró como un rayo y apuntó a Escobar con su fusil. Los cañones de las dos armas estaban uno frente al otro.
—¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué, blanquito valiente?
Carmela se tapó la boca para no gritar.
La Laura de apenas cuarenta y ocho horas antes se habría tirado al suelo en un rincón, hecha un ovillo de brazos y piernas, horrorizada ante la posibilidad de un tiroteo. Pero la de ahora había visto tantos horrores que el enfrentamiento entre Escobar y Adu se le antojaba una cuestión menor. No tenía duda de cómo iban a acabar las cosas entre aquellos traficantes y la familia Escobar.
Por muy duro que se creyese el dueño del Saloon, comparado con los nigerianos no era más que un aficionado. Laura sospechaba cómo les iría a su mujer y su hija si llegaban a subir al barco. Lo sentía por ellas, sobre todo por Noelia, pero no podía hacer nada. Lo único que estaba en su mano ahora era intentar sacar a Eric de allí y llevarlo a un hospital de verdad antes de que la enfermedad le dañase el cerebro de forma irreversible. No quería perder esa esperanza.
Aprovechando que no reparaban en ellos, tomó a Eric del brazo —siempre del izquierdo, lejos de la mordedura— y tiró suavemente de él.
—¿Adónde vamos, doctora? —musitó su ayudante.
—Lejos de aquí —le dijo Laura, mientras salían al pasillo.
La bolsa del dinero seguía allí abandonada. Laura no habría sido humana si no se hubiera planteado la posibilidad de coger el fajo amarillo tirado en el suelo. ¿Cuánto podía haber allí, veinte mil euros? Con la misma rapidez con que la imagen se pasó por su cabeza, la desechó.
Lo único que importaba ahora era salir de allí. Escobar y Carmela podían quererse mucho, cada uno a su manera, y Madi podía ser un hombre que exudaba atractivo con una encantadora sonrisa; pero Laura dudaba de que fueran a dejarles libres para que denunciasen a la policía sus manejos.
Tenían que alejarse de ellos como fuera. En cuanto a Aguirre, que se buscase la vida por su cuenta, que era lo que había hecho desde el primer momento.
Desde el exterior del edificio llegaba un murmullo constante. Eran los gritos de la horda enloquecida que deambulaba sin rumbo fijo, apagados por las paredes y los cristales. Laura pensó que ya debería percibirlos como un ruido de fondo, pero le daba la impresión de que cada vez sonaban más furiosos y agudos.
¿Cuánto tardarían en morir por la propia enfermedad? Los muertos que habían encontrado hasta ahora habían fallecido por la terrible violencia desatada por el mal, no por los efectos del patógeno en el organismo. Sin embargo, el deterioro físico de los infectados era tan evidente y generalizado, y tan intenso el desgaste que debían sufrir en sus arrebatos de furor, que Laura no creía que pudieran sobrevivir mucho más de veinticuatro horas, como mucho cuarenta y ocho.
Pensándolo sintió un extraño alivio. Tal vez si lograban atrincherarse en la clínica, sobrevivirían para salir a unas calles de Matavientos sembradas de cadáveres.
Miró a Eric y se sintió culpable por aquel pensamiento. Si los demás infectados estaban condenados a morir, él también.
«Dios mío, sólo tiene veinticinco años». Buscó síntomas en su rostro, aún más pálido de lo habitual, pero sólo encontró miedo y cierto aturdimiento. Quizá la rivabirina había surtido efecto, impidiendo que el virus se replicase con tanta velocidad.
«Tonterías», pensó. Apenas había transcurrido una hora desde la mordedura. Ni Sol ni Tony habían manifestado señales de locura tan pronto.
Pasaron frente al laboratorio. Laura volvió a asomarse. Todo se veía igual que antes. La puerta que conducía al piso superior seguía atrayéndola con una fascinación morbosa.
Eric gimió y se tambaleó detrás de ella. Laura se tuvo que dar la vuelta para sujetarlo.
—¿Estás bien?
—Ha sido un mareo. Estoy bien, un poco cansado. ¿Qué vamos a hacer, jefa?
«Tengo que sacarle de aquí —pensó Laura—. Eso es lo único que importa ahora. Tengo que llevar Eric a la base de la Zona Fría».
¿Qué había dicho antes Aguirre? La clínica tenía un aparcamiento subterráneo. Y las ambulancias de urgencias suelen estar listas para salir en cualquier momento.
—No podemos bajar por las escaleras principales. Tenemos que buscar otras escaleras o habrá que utilizar los ascensores.
—¿Adónde quieres ir?
—Al aparcamiento. Es posible que allí encontremos alguna ambulancia o cualquier otro vehículo.
—¿Con las llaves puestas?
—A lo mejor. Con la mala suerte que hemos tenido hasta ahora, es hora de que la fortuna nos sonría.
Laura recordó un consejo de su psicoterapeuta: hay que visualizar las cosas para conseguirlas. ¿O era de un documental de autoayuda? Le daba igual. Cerró los ojos y vio en su mente un coche, cualquier coche, con la puerta abierta y las llaves en el contacto.
Al lado del vehículo, en el suelo, también visualizó un cadáver sobre un charco de sangre. Pero le dio igual. No se le ocurría otra escapatoria.
El tiempo parecía haberse congelado entre Escobar y Adu, que seguían apuntándose mutuamente. Carmela se apretaba la boca para no gritar, comprendiendo que cualquier cosa que dijera podía desencadenar un tiroteo.
La mano de Escobar temblaba cada vez más.
—¿Dónde está mi hija? —repitió como si su cerebro hubiera quedado colapsado entre ese único pensamiento y el cañón de la Colt.
Sin dejar de apuntarle a la cara, Adu extendió la mano.
—Dame ahora tu pistola y vamos juntos a buscar a tu hija —dijo el nigeriano con tono calmado—. Última oferta.
Escobar notó un tirón salvaje en los riñones, como si algo se le desgarrara por dentro. «¡Otra vez no!», se lamentó. Las piernas le flojearon y cayó de rodillas. Durante unos segundos perdió las fuerzas, y sus dedos soltaron el revólver, que cayó al suelo con un sonoro tintineo metálico.
La bota negra de Adu apareció como por arte de magia frente a él y apartó el revólver de una patada. Después, el nigeriano corrió junto al arma y se agachó para recogerla.
—Muy bonito —dijo, admirando la empuñadura de nácar.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Escobar desde el suelo.
—Paco, por Dios… —dijo su mujer.
Adu dio tres pasos, amartilló el Colt y apoyó el cañón en la frente de Escobar.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué crees tú que voy a hacer?
—¡Noooo!
A la vez que gritaba, Carmela se puso de rodillas junto a su esposo y lo abrazó. Escobar ni siquiera torció el cuello. Tenía los ojos clavados en los de Adu. «Dicen que no es fácil matar a alguien mirándole a los ojos», pensó.
Cuando le iban mal las cosas, había dicho más de una vez: «Prefiero morir de pie que vivir de rodillas». Bien, tal vez iba a morir de rodillas. Pero ese maldito negro teñido de rubio como una maricona no iba a conseguir que Escobar el del Saloon le pidiera clemencia.
—Puedo matarte como un perro —dijo Adu—. Pero no lo voy a hacer. ¿Sabes por qué?
—Dímelo tú —masculló Escobar entre dientes.
—A Madi le caes bien. No sé por qué, le caes bien. Y yo no quiero disgustar a mi amigo. ¿Lo entiendes?
Escobar asintió.
—Te dejo vivir, pero te la guardo. No me gusta que nadie me apunte. Nadie. Por menos he matado a muchos. ¡A muchos! ¿Lo entiendes?
Escobar volvió a asentir.
—¡Di que lo entiendes!
—Lo entiendo, coño.
Adu retrocedió, desamartilló el revólver y se lo metió bajo el cinturón.
—¡Arriba! Vamos a buscar a Madi. Tu hija está con él, seguro. —Con una odiosa sonrisa, el nigeriano añadió—: A ésa le gustan más los puros gordos y oscuros que los cigarrillos blancos y pequeños.
Escobar apretó los dientes, pero no dijo nada y se levantó apoyándose en Carmela. «Ya me las pagarás tú a mí, cabrón», pensó.
Cuando salieron al pasillo, Adu miró a un lado y a otro.
—La médico rubia y el pelirrojo se escapan. —Se encogió de hombros—. Peor para ella. Él le va a saltar al cuello y ella se va a convertir en zombi. La próxima vez que los vea, ¡pum, pum! —añadió, amagando con apretar el gatillo del fusil.
Al ver la bolsa, Carmela se agachó para meter dentro los fajos de billetes tirados por el suelo.
—Deja eso, mujer —dijo Adu—. Nadie se lo va a llevar.
—Quiero ver a mi hija —dijo Escobar—. Ahora mismo.
Adu le dio una palmada en la espalda y sonrió.
—Era broma, amigo. Sé dónde está. Ven.
Laura y Eric habían terminado de recorrer el pasillo, sin encontrar otra forma de bajar que las escaleras que venían desde la recepción. «Qué forma más rara de diseñar una clínica», pensó Laura. Aunque era de suponer que a los arquitectos no se les habría ocurrido que acabaría convirtiéndose en una fortaleza sitiada.
En la parte opuesta del corredor encontraron dos ascensores de servicio, más pequeños que los que había frente a la escalera principal.
—Deben de estar destinados a uso del personal —dijo Laura, pulsando el botón de llamada. No le hacía ninguna gracia meterse en una estrecha cabina que podía dejar de funcionar y encerrarlos en su interior. Sin embargo, no veía otra forma de bajar hasta el sótano sin pasar por las cristaleras de recepción y quedar expuestos a la vista de los infectados.
Una campanita anunció que el ascensor ya había llegado a su planta. Las puertas empezaron a abrirse.
—¡Dios mío! —exclamó Laura, llevándose las manos a la boca. Eric, curiosamente, apenas reaccionó.
Dentro del ascensor había tres cadáveres amontonados. No, cuatro, contó Laura. Uno de ellos tenía la espalda apoyada contra la pared del fondo y vestía una bata de laboratorio hecha jirones. Le habían desgarrado la garganta, y el enorme charco de sangre en el pecho revelaba que se había desangrado hasta morir.
Los otros tres muertos vestían chándales baratos. Uno tenía rasgos magrebíes y los otros dos eran de raza negra. Todos ellos mostraban señales de infección, y terribles heridas en el rostro, las manos y el cuello.
Laura se imaginó la escena: la puerta del ascensor abriéndose y los tres infectados entrando en tropel y atacando al hombre de la bata. Después, al cerrarse la puerta, la ira de los infectados contenidos en un espacio tan pequeño se había vuelto contra ellos mismos y se habían destrozado entre sí con uñas y dientes.
—Crees que es conveniente entrar ahí.
Laura se volvió hacia Eric. Hablaba sin entonación, como si estuviera sedado. No parecía impresionarle el macabro espectáculo del elevador. En parte era comprensible: la capacidad de horror de todos se había saturado en las últimas horas. Pero había algo más, y sospechaba que tenía que ver con el patógeno. Recordó que al principio del proceso, tanto Sol como el joven de la gasolinera se habían mostrado muy pacíficos, casi sumisos.
—No, desde luego que no —contestó Laura.
El timbre indicó la llegada del segundo ascensor. Por suerte, estaba vacío. Se metieron dentro y Laura revisó los botones. Su dedo se detuvo a unos milímetros del número 2. Quería echar una mirada al segundo piso, y al mismo tiempo tenía miedo de hacerlo. Aunque, ¿qué otra cosa peor que lo que ya habían visto podían encontrar?
«Todo es empeorable en esta vida», se dijo, y apretó el botón del sótano.
Las puertas se cerraron y los dos quedaron enclaustrados en aquella estrecha caja. Tras una sacudida que le puso el corazón en la garganta, el ascensor empezó a bajar.
Y al poco rato se detuvo.
Pero las puertas no se abrieron.
Madi y Noelia estaban juntos en el cuartito del vigilante. Allí había una radio por la que Madi había estado hablando un rato en su idioma. También había monitores que mostraban vistas de diferentes puntos del hospital.
De pronto, la puerta se abrió, y su madre entró como una tromba.
—¡Hija! —exclamó, lanzándose sobre ella para abrazarla.
Noelia resistió como pudo al achuchón, y después se apartó un poco de ella para mirarla. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. ¿Qué habría pasado ahora?
—¿Ha muerto alguien más? —preguntó—. ¿Eric se ha convertido ya en zombi?
—¿Por qué has dejado la bolsa tirada en el pasillo? —dijo su padre, que había entrado detrás—. ¿No te dijo tu madre que la vigilaras?
Conque era eso. El dinero.
—¿Y quién se va a llevar de aquí tu puto dinero, papá? A ver, explícame, ¿quién coño se lo va a llevar con todos esos zombis ahí fuera?
Su padre levantó la mano como si fuera a abofetearla. Al hacerlo, a Noelia le llegó el olor de su sobaco. Con lo que había sudado siempre, ¿no podía haberse duchado antes de salir de casa?
—A mí no me hables así, niña. No se lo aguanto ni a mi padre.
—Yo podría decir lo mismo —respondió ella, apretando la mandíbula.
—¡Basta! ¿Qué ha pasado aquí? —dijo Madi.
Por toda respuesta, Adu le entregó el revólver. Con el ceño fruncido, Madi lo examinó, luego miró al padre de Noelia y, por último, se guardó el arma.
«Casi prefiero que lo tenga él», pensó Noelia. Por no ver la cara de odio de su padre, volvió la vista hacia los monitores.
En uno de ellos se apreciaba movimiento. Era la cámara que vigilaba el párking. Unos segundos antes sólo mostraba coches y ambulancias inmóviles. Pero ahora había un grupo de zombis, cinco o seis, andando entre ellos.
No, andando no. Corrían, agitando los brazos como hacían cuando veían alguna presa.
—Dios, van a por Laura y Eric —dijo Noelia, tapándose la boca con horror.
Pero antes de que llegaran a los límites del monitor, los zombis cayeron al suelo como marionetas con los hilos cortados.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé —dijo Madi, acercándose más a la pantalla—. No se oye nada.
Parecían haberse desplomado como por arte de magia. Noelia pensó en
Mars Attack, La guerra de los mundos
y otras películas similares, y cruzó los dedos. ¡Alguien había encontrado el arma secreta para acabar con los zombis, o sus virus tenían fecha de caducidad!