En realidad, ¿quién podía prepararse para esa pesadilla? La calle seguía llena de enfermos que deambulaban perdidos, coches destrozados, basura y excrementos. ¿Acaso la habían condenado al infierno por sus pecados y aún no se había enterado?
Carmela se sentó en el suelo de la furgoneta.
—¿Qué vamos a hacer? Dime, ¿qué vamos a hacer ahora?
—Pues vivir, mujer. Tirar
p’alante
, y seguir luchando. Esto es así. No hay otra.
Escobar cerró los ojos y se mordió los labios. El revólver tembló en su mano. Dándose cuenta del peligro, lo desamartilló y se lo dio a su mujer.
—Sujétalo tú un momento. No puedo con este dolor. ¡Joder!
—Aguante un poco —dijo Aguirre—. Ya casi estamos en la clínica. Le conectaré un gotero y se pondrá mucho mejor.
Laura se quedó mirando al médico con el ceño fruncido: «¿Y qué pintas tú en todo esto?».
En ese momento la furgoneta dio un bandazo. Laura tuvo que sujetarse al respaldo del asiento para no estrellarse de bruces contra Aguirre. En la parte delantera del vehículo, Madi agarró con una mano el volante que manejaba Eric y lo enderezó.
—Detén el vehículo —le ordenó—. Ya hemos llegado.
Eric dio un cabezazo de asentimiento y frenó. Desde la parte de atrás, Laura se inclinó hacia él para preguntarle:
—¿Estás bien?
—Sí, sí. Se me nubló la vista, pero ha sido sólo un momento. —La miró a la cara y añadió—: Estoy muy cansado, es normal.
—Sí, todos estamos muy cansados —respondió Laura, estudiando sus ojos y su piel. Luego se dio cuenta de que Eric iba a darse cuenta de su examen y apartó la mirada.
La furgoneta se había detenido frente a la puerta principal de la clínica. El sol arrancaba reflejos de los trozos de cristal que habían quedado en los bordes de la luna, como dientes rotos.
Laura se volvió. Atraídos seguramente por los ruidos de la pelea y los disparos, la mayoría de los infectados se habían ido acumulando en lo que Márquez había definido como «zona residencial» de Matavientos. La Transporter los había dejado atrás al desplazarse hasta el otro extremo del pueblo. Pero muchos venían ya hacia allí, caminando y trotando con ese anadeo que a Laura cada vez le resultaba más siniestro.
—¡Ya vienen otra vez! —dijo.
—Rápido. Hay que entrar en la clínica —dijo Madi.
—¿Y qué crees que nos espera ahí dentro? —preguntó Laura.
—Nada peor que lo que encontraremos si nos quedamos aquí —respondió Aguirre, disponiéndose a salir por su lado—. Los contagiados estarán sobre nosotros en unos minutos.
Salieron a toda prisa de la furgoneta. Madi dejó las puertas abiertas.
—¿Por qué haces eso? —preguntó Laura, y sólo después de preguntarle se dio cuenta de que ella también había pasado al tuteo. «Supongo que es difícil hablar de usted a un hombre que te ha visto desnuda», pensó.
—Por si volvemos a usarla.
—No te entiendo.
—Con las puertas abiertas, es más difícil que un loco entre por delante para esconderse.
Laura no acababa de pillar la lógica del argumento, pero no discutió más. El contingente principal de infectados se hallaba a poco más de cien metros; aunque no parecían comunicarse entre ellos, al verlos moverse en masa resultaba difícil no imaginárselos como un ejército.
Subieron un tramo de escaleras, bordeado por dos rampas para las camillas y las sillas de ruedas. Escobar apenas podía moverse, pero se empeñaba en tirar de la bolsa por la rampa de la izquierda.
—Déjame a mí —le dijo Adu, tomando las asas de la bolsa y echándosela a la espalda. El peso de los billetes hizo que se encorvara.
—Los tengo contados —amenazó Escobar entre dientes.
—Te cobro barato por el porte, ya lo verás —respondió Adu con una sonrisa burlona.
Escobar se quedó en la rampa, apoyado en la barandilla plateada y gruñendo de dolor. Su mujer acudió a ayudarlo. Noelia, por su parte, subió por las escaleras sin mirar a sus padres, como si se avergonzara de ellos.
Laura se volvió de nuevo. La vanguardia de los infectados había acelerado su marcha, y además ahora venían más desde las naves dormitorio cercanas a la rotonda de salida del pueblo.
La clínica era un edificio de estilo moderno en el que predominaban el acero y el cristal. Demasiado grande para un pueblo como Matavientos, pensó Laura. Seguramente la habían construido antes de la gran crisis, cuando parecía que las administraciones públicas eran el cuerno de la abundancia y el dinero no se agotaría nunca.
La fachada principal era como una gran vitrina transparente, con decenas de carteles pegados por el lado interior. Laura pensó que el cristal no detendría mucho tiempo a los infectados, del mismo modo que el parabrisas de la Transporter no había resistido sus ataques.
Pero lo que más le preocupaba era lo que podían encontrar dentro de aquel edificio silencioso.
Una vez que todos hubieron entrado por la puerta giratoria, se volvieron de nuevo hacia la calle. Madi sacó un cargador del bolsillo lateral de su pantalón militar y lo golpeó contra el tacón de la bota. Al advertir la mirada de Laura, sonrió y dijo:
—Así los cartuchos se sueltan y no se encasquillan.
Ella no pudo evitar sonreírle para agradecer la explicación. Después pensó: «Dios mío, ¿qué haces? ¿Coqueteando con un traficante de esclavos?».
—Es el último que me queda —añadió Madi, mirando a su compañero. La sonrisa se había borrado de su rostro—. ¿Cuántos tienes tú?
—Dos. Pero a lo mejor aquí hay armas —respondió Adu.
Madi soltó una carcajada.
—Esto es España. Aquí no hay armas de fuego. A lo mejor encontramos el aerosol de pimienta de un guardia jurado.
Luego deliberaron entre ellos en su idioma durante unos segundos, sin dejar de mirar a los demás; sobre todo a Carmela, que seguía empuñando el revólver de su esposo, aunque lo llevaba cogido por el tambor y apartado de su cuerpo como si fuese una serpiente venenosa.
«¿Qué andarán tramando?», se preguntó Laura.
Los dos nigerianos, como movidos por un resorte, corrieron hacia un sofá de patas de metal. Lo arrastraron por el suelo a toda velocidad y lo llevaron hasta la entrada. Una vez allí, lo pusieron de pie sobre un costado y lo metieron dentro de la puerta giratoria. Después, movieron ésta hasta que quedó atrancada con el sillón.
—Ilusos —gruñó Escobar, encorvado y apoyando las manos en las rodillas—. ¿Creéis que eso los va a detener?
—¡Mejor que nada! —dijo Madi—. Ahora todos arriba. Si no nos ven, a lo mejor se olvidan de nosotros.
Atravesaron el vestíbulo, alfombrado de papeles. En las paredes había carteles dirigidos a los inmigrantes en español, inglés y árabe, de tal manera que más que una clínica parecía un locutorio.
Al llegar a los ascensores, Noelia pulsó el botón de llamada. Había electricidad: algunos fluorescentes del techo seguían encendidos, y otros zumbaban como tábanos atrapados en una botella.
—Demasiado peligroso —dijo Madi.
Ahora que Davinia no estaba, el gigantesco nigeriano cargaba con todo el liderazgo del grupo. Pero los demás se mostraron de acuerdo con su decisión. Si por cualquier razón quedaban atrapados en los ascensores, no tendrían escapatoria, de modo que tomaron la escalera que salía por detrás del mostrador de recepción y subieron al primer piso.
Cuando oyeron los gritos y los golpes contra la furgoneta, la subida se convirtió en una carrera en tropel por alcanzar el primer rellano. Laura miró atrás y vio que Escobar se estaba rezagando, pese a la ayuda de su esposa.
«Si su propia hija no quiere saber nada de él, yo tampoco», pensó. Pero su sentido del deber pudo más que la repugnancia que sentía ante lo que había hecho el dueño del Saloon, y bajó unos peldaños para agarrar a Escobar por el otro brazo, echárselo encima y tirar de él. Olía a sudor, como todos; incluso ella, que se había duchado en casa de Márquez, se notaba empapada otra vez. Pero el sudor de Escobar era más acre y desagradable, y además desprendía también olor a amoniaco. Laura comprendió la razón al observar una mancha húmeda en su entrepierna.
Cuando llegaron arriba, Madi ordenó a todos que permaneciesen en silencio y se agachasen por debajo de la barandilla. Después, empuñando el fusil en ambas manos, desanduvo parte del camino y se asomó con mucho cuidado por el primer recodo de la escalera. No tardó en volver. Pese a su tamaño, pisaba con la flexibilidad de una pantera.
—Están destrozando la furgoneta —susurró—. Necesitamos otro coche.
—En el sótano de la clínica hay un aparcamiento —dijo Aguirre—. Allí debe de haber coches de los médicos y enfermeros.
Unas puertas abatibles daban paso a un largo corredor. Laura leyó los carteles alineados en un panel de plástico: SALA DE ESPERA, MEDICINA INERNA, PEDIATRÍA, REHABILITACIÓN, LABORATORIO CLÍNICO, RADIOLOGÍA.
Las salas de espera estaban vacías, muchas de ellas con los asientos volcados, y se veían salpicaduras de sangre en las paredes pintadas de azul pastel. Pero no había nadie a la vista y no se escuchaba más ruido que el confuso griterío que provenía de la calle.
Había una silla de ruedas volcada en el pasillo. Aguirre tiró de ella y la enderezó.
—Siéntese aquí —dijo, dirigiéndose a Escobar—. En medicina interna encontraremos algo para mitigar el cólico.
El dueño del Saloon se sentó, y al hacerlo emitió un gruñido que era al mismo tiempo de alivio y dolor. Su mujer empujó la silla, siguiendo al doctor.
Eso recordó a Laura algo.
—Déjame ver tu brazo, Eric.
De forma instintiva, el joven se cubrió el antebrazo derecho con la mano izquierda.
—Está bien, Laura. Ni siquiera sangra. Creo que nos hemos asustado sin motivo.
Sus pupilas dilatadas decían todo lo contrario. Laura le puso la mano en la frente. Estaba caliente. Todos debían estarlo, por el esfuerzo, el estrés, el calor que reinaba en la calle. Pero en el caso de Eric, habría apostado a que además tenía fiebre.
—¡Madi! —llamó Laura.
El nigeriano se volvió.
—¿Sí?
—Me llevo a Eric al laboratorio. Voy a desinfectarle la herida.
No tenía nada claro que se pudiera desinfectar, al menos como ella quería, pero prefería sonar terminante. No quería que los demás decidieran que Eric estaba a punto de convertirse en otro infectado homicida y le dieran un balazo preventivo.
—Está bien. Podéis ir.
El gesto que acompañó a la respuesta era displicente, o así se lo pareció a Laura. Aquel hombre podía medir dos metros de músculos y empuñar un fusil, pero no tenía por qué mostrarse tan arrogante.
—No me has entendido bien —replicó Laura—. No te pedía permiso, sólo te informaba.
Ahora Madi volvió a sonreír y se llevó la mano a la frente, imitando un saludo militar.
—Está bien,
doctora
. Pero no os alejéis mucho. Por vuestro bien.
Cuando estaban a unos pasos, Madi los llamó de nuevo. Se volvieron, y Laura preguntó.
—¿Qué pasa ahora?
—Es por tu amigo. —El nigeriano hizo un gesto con la mano, moviendo los dedos como quien pide algo—. La maza. Dame la maza.
—¿Por qué? —preguntó Eric.
—Tú dámela.
El joven hizo lo que le pedía Madi y se la entregó. Laura comprendió. Si Eric acababa sufriendo un arrebato de rabia asesina como los demás infectados, lo último que querían era que, además de las uñas y los dientes, estuviera armado con una maza de hierro de dos kilos erizada de pinchos.
Laura y Eric pasaron por delante de los cuartitos donde se tomaban muestras, alineados a lo largo del pasillo, y entraron en el laboratorio clínico. Los analizadores automatizados estaban al fondo, y había una larga mesa con utensilios y aparatos, dividida por secciones: hematología, química clínica y microbiología. A la izquierda se hallaba la zona de preparación de cultivos, con los autoclaves para esterilizar el material. Frente a la puerta había un gran ventanal que daba a un pequeño jardín interior iluminado con luz artificial en el que crecían cactus y ágaves.
—Espera un momento —susurró Laura.
Mientras Eric se apoyaba en el marco de la puerta, Laura pasó al interior y caminó alrededor de la mesa, pisando con precaución. Aun así, notó un crujido bajo las zapatillas de deporte que había tomado prestadas en casa de los Escobar. Al levantar el pie y mirar la suela de goma, comprobó que entre las estrías se había incrustado una esquirla de cristal. ¿Con qué habría estado en contacto, o qué habría contenido? No quería tocarla con los dedos, pero tampoco le hacía gracia que estuviera tan cerca de su cuerpo. Había una pinza en la mesa. Con mucho cuidado, extrajo el fragmento de cristal de la goma y lo depositó en la mesa, dejando la pinza al lado como una flecha para señalar: «Esto está aquí».
«Como si después de todo lo que ha pasado te fueras a contagiar por un cristalito», pensó. Pero se hallaba en un laboratorio clínico y en el corazón de la mismísima Zona Caliente. Era difícil evitar la sensación de que el patógeno acechaba allí, como un asesino agazapado detrás de una esquina con un puñal.
Al otro lado de la mesa vio dos taburetes tirados en el suelo sobre un charco de sangre, sembrado de cristales y envases rotos. La sangre era oscura, pero no parecía de infectado. Más allá de la salpicadura central se veía una mancha en forma de rastro, un camino de trazos rojos que se alejaba y trazaba un recodo alrededor de las máquinas de análisis. Alguien había sido asesinado allí, mientras estaba sentado en la sección de microbiología, y luego habían arrastrado su cuerpo hacia el fondo del laboratorio.
Con cuidado de no pisar la sangre, Laura siguió el rastro. Pasó junto a un armario metálico muy alto. Tras el armario, la mancha doblaba a la derecha. Allí había una puerta doble que antes no había visto. Estaba entreabierta.
Conteniendo al aliento, Laura empujó la puerta con la punta de la zapatilla, dispuesta a salir corriendo a la menor señal de peligro. La hoja de la derecha se deslizó sobre las bisagras sin hacer ruido, hasta topar con una pared. Detrás había una escalera. La sangre manchaba los primeros peldaños, y después todo se volvía oscuridad.
Laura avanzó un par de pasos. Un hedor nauseabundo le llegó desde arriba, y no se veía nada. Pensó que era como asomarse a la garganta de una hiena ahíta de carne podrida, pero un extraño impulso movió sus pies dos pasos más.
Dejando la puerta abierta para que la luz del laboratorio iluminase los escalones, empezó a subir.